La decisión del emperador
Meses después, la princesa dio a luz a una hermosa niña a quien bautizó como Tekove. Sin embargo, por haberla concebido fuera del matrimonio, tuvo que ocultarla por un año entero para que no la arrebataran de sus manos.
- Las princesas solo pueden tener hijos de un matrimonio legal y consensuado – le explicó la princesa a Okenteha – Tekove ha heredado parte de nuestros dones, lo puedo sentir. Pero tengo miedo por su porvenir. ¿Qué pasa si mi padre la descubre? ¡No quiero perderla!
- Si fuera por mí, la llevaría al Reino Celestial – dijo Okenteha – Pero ese sitio solo está diseñado para que los seres divinos podamos vivir ahí. Además, desde que fijé tu mirada en ti, he sido condenado al destierro.
Y mientras charlaban, un par de damas de honor los descubrieron y llamaron a los guardias. El ángel se maldijo a sí mismo: se olvidó de crear el campo ilusorio para ocultarse del ojo humano.
Los guardias enseguida los rodearon y, junto con unos magos pertenecientes a la realeza, rodearon al ángel con unas cuerdas mágicas y sellos divinos para que no escapase.
Okenteha mantuvo la calma. Aún siendo sellado, los humanos no podrían hacerle nada. Lo único que le preocupaba era la princesa y la pequeña Tekove.
La reciente familia fue trasladada delante de la corte, donde el emperador los miró con reproche.
Tekove, quien apenas cumplió un año, señaló hacia el emperador y, delante de él, hizo que apareciesen un ramo de flores.
Éste se quedó sorprendido ante el gran poder de su nieta y, tomando las flores, cambió su expresión de profundo desprecio a la de un extraño aprecio. Vio a su hija, luego al ángel, y por último a la niña. Y ante un gesto de sus manos, ordenó a los magos que le retiraran las sogas del cuerpo del ángel.
- ¿Qué estás planeando, padre? – le preguntó la princesa, asustada, al ver que liberaban a Okenteha.
- Han dado a una niña maravillosa – dijo el emperador - ¿Por qué no lo dijeron antes? ¡También tengo derecho a conocer a mi nieta! – Tomó un minuto de silencio y, fijándose en el ángel, le dijo – Disculpa por el trato, hijo mío. Ahora eres parte de la familia siempre y cuando sigas las leyes de la Atlántida.
Okenteha se sintió aliviado. Al fin podría ir por el castillo a sus anchas y en compañía de su amada y su hija.
Sin embargo, su pureza de corazón no le hacía ver la corrupción de los humanos.
El emperador, en realidad, quería usar el poder de la niña para desafiar a los seres divinos y ser el dueño absoluto de los secretos del universo. Y qué mejor manera de hacerlo que tener a un ángel celestial de su lado, para que le revelara el origen de la creación y formara un ejército capaz de arrasarlo con todo.
Tekove creció, entrenada por sus padres para dominar su poder. Con tan solo nueve años, ya podía curar heridas mortales y resucitar a los recién fallecidos. Pero como aclaraba la pequeña, tenía que ser alguien que acabara de fallecer y siempre y cuando tuviesen alguna parte de su cuerpo, aunque fuesen sus cenizas.
Ante semejante poder, el emperador se volvía cada vez más corrupto. Ya no veía la hora de llevar a cabo sus planes y anunciar a todas las tribus del planeta que tenía un arma capaz de conquistar hasta a los mismos ángeles.
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