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Capítulo 8: Un nombre (Parte 2)


Agnese Segreti ingresó a su habitación en busca de ropa que ponerse. Sus pies se deslizaban por el suelo de madera mientras saltaba de puntillas para producir el menor ruido posible y evitar despertar a Enzo, quien seguía durmiendo. A pesar de no haber usado las cobijas y el edredón para taparse, había causado un revoltijo al moverse durante la noche. Agnese no pudo evitar preocuparse al deducir que su hijo probablemente había pasado una noche intranquila, girando de un lado a otro para evitar hacerle frente a algún problema que acechaba incluso a su subconsciente. Decidió que hablaría con él al respecto más tarde, cuando finalmente se despertara. Mientras tanto, tomaría una ducha.

Agnese Segreti abandonó su habitación con el mismo silencio con el que había entrado. Tras ducharse y vestirse, regresó. Se sentó en la cama, junto a su hijo, y al notar un peso nuevo en el colchón Enzo soltó un gruñido adormilado y volvió a girar. Agnese solo lo observaba con una mezcla de ternura, gratitud y preocupación. En momentos como ese agradecía poder ser madre y al mismo tiempo se torturaba al cuestionarse si estaría haciendo lo correcto, si estaría desempeñando un buen papel y brindando enseñanzas útiles a la vida de aquel niño.

Enzo tenía ya diecisiete años e incluso cumpliría los dieciocho en unos meses. Pero para Agnese siempre sería su niño. Sabino Segreti solía reprenderla por pensar de esa manera e intentaba hacerla entrar en razón al demostrarle que su hijo era ahora un muchacho y él mismo hasta se atrevería a decir que era ya un hombre. Pero Agnese no lo escuchaba y Sabino se cansó de tener que defender su punto de vista ante ella.

Ahí, hecho un ovillo en la cama, Enzo parecía un niño de no más de diez años. La imagen encajaba a la perfección con el espejismo en la mente de su madre y ella no pudo evitar soltar una sonrisa nostálgica. Sin embargo, al observarlo más detenidamente y sin el sopor de las primeras horas de la mañana, Agnese reparó en el mentón fuerte y estructurado, en la espalda ancha, en la longitud de las piernas. En el último par de años Enzo había crecido exponencialmente. Era ahora más alto que el propio Sabino Segreti y sus manos superaban los largos dedos de pianista de Agnese.

¿En qué momento había crecido tanto? ¿Cómo era posible que casi dieciocho años hubieran pasado desde que era un bebé? Agnese Segreti estaba convencida de que en el reloj de arena de su vida había un agujero por donde se escapaban los días, los meses y los años y el tiempo acelerara como si quisiera ser el primero en llegar a una meta imaginaria.

Agnese Segreti extrañó los momentos en los que su hijo era aún un pequeñuelo que corría alrededor del taller de vidrio soplado y jugaba entre las esculturas de la bodega. Cuando Enzo pasaba más tiempo en casa y ella era su compañera de aventuras. Qué lejanos parecían esos instantes que ahora se habían vuelto un fugaz recuerdo y nada más.

Aún sentada en la cama, Agnese extendió uno de sus brazos para abrir el cajón del mueble que quedaba de su lado al dormir. Se las ingenió para revolver entre los libros, papeles, estuches de lentes y demás artículos variados que guardaba hasta que sus dedos dieron con lo que estaba buscando debajo de todo eso, oculto, como si no quisiera que nadie más lo encontrara por equivocación. Agnese sustrajo el fino trozo de papel mientras cerraba el cajón suavemente.

Los bordes estaban amarillentos y rotos en las esquinas, tal vez por lo mucho que a Agnese le gustaba sostener aquella fotografía o tal vez por el lugar en el que permanecía escondida. De cualquier forma, Agnese tenía cuidado de no maltratarla más de lo que ya estaba. Con una de sus manos acariciaba las imágenes que le evocaban tiempos antiguos y demasiado distintos al presente mientras que con la otra mimaba con ternura los cabellos claros de Enzo.

Al contacto, él despertó. Decidió quedarse en esa posición un poco más de tiempo solo para disfrutar de la cálida caricia así como para esperar que los restos del sueño se disiparan por completo. Lo ocurrido el día anterior tardó en asentarse en su mente, pero al hacerlo Enzo deseó no haber despertado.

Ese día le tocaría lidiar con Genevive. Y estaba seguro de que ella le pediría explicaciones que él no se sentía con ganas de dar.

Enzo giró de nuevo para quedar de frente a su madre. Agnese retiró la mano de su pelo pero, como su vista seguía clavada en la fotografía, no notó que su hijo ya había despertado.

—Buenos días, ma —saludó Enzo y las palabras salieron pastosas con el primer aliento matutino.

Agnese soltó un brinco e intentó escabullir el objeto en las manos por debajo de la almohada para que Enzo no lo viera.

—Buenos días.

—¿Qué veías? —preguntó Enzo con curiosidad y Agnese negó rápida y sospechosamente con la cabeza.

—Nada, hijo. Ven, vamos a desayunar —se excusó al tratar de no darle importancia al tema y dejarlo de lado.

Agnese Segreti se levantó de la cama y le extendió una mano a Enzo para que la siguiera.

—¿Vienes?

Enzo no contestó. Había reptado hasta la cabecera, levantado la almohada y sacado el viejo trozo de papel que Agnese torpemente había ocultado debajo. Ella se aproximó rápidamente con la intención de arrebatárselo de las manos pero Enzo, más rápido y fuerte en su condición de adolescente, esquivó el gesto y se alejó de un salto para poder contemplar tranquilo lo que su madre parecía apreciar tanto.

Tantos manoseos habían desfigurado los bordes, pero la imagen central seguía intacta y clara. En la foto había dos personas: un hombre y una mujer. Uno de los brazos de él rodeaba los hombros de ella en un abrazo protector y orgulloso al mismo tiempo. Ambos sonreían. Enzo nunca había visto unas sonrisas más grandes en toda su vida. Ni siquiera las de Genevive le llegaba a los talones a aquellas. Con un poco más de escrutinio, Enzo finalmente identificó a sus padres como los protagonistas de aquel retrato. Y, una vez que lo hizo, le costó entender por qué su madre había querido ocultarle lo que se suponía mostraba un recuerdo de los más felices.

Hasta que reparó en un detalle que había pasado por alto a primera vista. La mano derecha de su padre, la que no rodeaba a Agnese, se encontraba reposando en el estómago de ella. Y, al fijarse finalmente en esa parte, Enzo notó el gran bulto que sobresalía de su madre.

—¿Soy...?

Entonces otra revelación lo golpeó de lleno. No era él el que también aparecía en la foto. Él sabía perfectamente la forma en la que había llegado al mundo, siempre lo había sabido, así que no era posible que Agnese tuviera una foto embarazada de él. Consideró la posibilidad de haberse equivocado. Tal vez esas personas no eran sus padres. Examinó la foto de nuevo, pero solo encontró más rasgos familiares que contradecían su hipótesis.

—¿Quién...? —Enzo cambió el enfoque de su pregunta—. ¿Tengo un hermano?

Agnese se quedó muda, paralizada en el marco de la puerta. Su boca se abría y se cerraba como la de un pez intentando respirar en la superficie y sus ojos estaban tan abiertos que se asemejaban a los del mismo animal marino. Temblaba.

—¿Tengo un hermano? —volvió a indagar Enzo.

Con la poca fuerza que alcanzó a reunir, Agnese Segreti negó con la cabeza.

—¿Una hermana?

—No... no —esta vez pudo vocalizar su angustia.

—¿Entonces —Enzo señaló hacia el punto en la foto que mostraba el claro embarazo—, quién es?

Agnese podría haberle mentido. Podría haber esquivado la pregunta o simplemente ignorarla y seguir con lo suyo. Incluso podría haber aplicado una estrategia que los padres suelen amar en la que las explicaciones son oprimidas y aplastadas con el peso de su exagerada autoridad. Agnese Segreti podría haberle dicho a Enzo: "no es de tu incumbencia", "son cosas de adultos", "no entenderías" o "no hagas preguntas".

Pero estaba cansada de tener que cargar con el peso sola cuando sus hombros ya no soportaban lo mismo que cuando era joven. Además, ella nunca había usado ninguna de esos métodos en la crianza de su hijo y no pensaba empezar en aquel momento tan crucial y caótico de su vida, cuando cualquier malentendido con los padres puede ser llevado a guerras interminables que dañan las relaciones sin remedio y sin retorno. Agnese Segreti aún consideraba a Enzo un niño. Sabino Segreti lo veía como un muchacho aproximándose al hombre. Tal vez era momento de que, a ojos de ella, su hijo finalmente creciera.

—Siéntate —pidió Agnese una vez que logró controlar el temblor de su cuerpo y pudo moverse hacia la cama. Dio palmaditas en el sitio a su lado para que Enzo la acompañara.

Él percibía el nuevo peso en el ambiente y temió lo que le fuera a ser revelado en aquella conversación. Su instinto le decía que, al terminar, su vida cambiaría por completo aunque no supiera si era para bien o para mal. Enzo veía reflejada la ansiedad de su madre como si se tratara de un espejo mágico que mostrara sentimientos en lugar de cuerpos. En diecisiete años de vida nunca había visto a su madre en un estado tan dolorosamente humano. O tal vez sí, solo que no había prestado demasiada atención. La conversación todavía no iniciaba y el corazón de Enzo ya se había roto un poco, anticipando lo que se venía.

—Antes de que nacieras, quedé embarazada... —dio inicio Agnese. Su mano sostenía la de Enzo pero su mirada permanecía fija en la pared al frente, evitándolo—. Tu padre y yo realmente estábamos felices.

Hizo una pausa para tomar aire y recomponer las sacudidas en su voz.

—Teníamos todo preparado, realmente. Pero a veces la vida tiene otros planes para nosotros, cielo —inspiró hondo para armarse de valor y lanzar la revelación—. Perdimos a nuestro bebé.

Enzo estaba pasmado y sin aire. Un remolino de confusión y demás sentimientos incomprensibles en aquel momento se formó en su estómago y comenzó a hacer estragos.

—Yo... yo no sabía qué hacer —al llegar a este punto, Agnese ya estaba sollozando—. Creía que nunca me recuperaría. Y luego, un día, llegó tu padre a la casa cargando un bebé de vidrio —soltó una risa triste—. Y llegaste tú. Y nos cambiaste la vida por completo.

El remolino en el estómago había subido hacia el pecho.

Agnese Segreti le contó a Enzo una versión de la historia que hasta ese momento había sido desconocida para él. Una versión llena de dolor y de pánico y de miedo y de señoras chismosas en todos lados y de lástima y compasión, con un final que aparentaba ser luminoso y esperanzador.

A Enzo le costaba creer lo que estaba oyendo. No por no confiar en la palabra de su madre ni mucho menos, sino porque un eco imparable y reverberante dentro de su mente le decía que había algo mal en todo eso.

El tornado pasó a tomar posesión de su garganta.

—No te lo habíamos dicho porque no lo creíamos necesario —confesó Agnese con asomos de culpa y vergüenza—. Pero esto también es parte de la historia. Podría decir que tuviste un hermano, antes, pero a tu padre probablemente no le gustaría que utilizara ese término.

Entre las idas y vueltas a toda velocidad del torbellino dentro de sí, una sola pregunta se arrastraba con ferocidad. Fue tanta su fuerza, su perseverancia y su alcance que logró abrirse paso entre el resto del desorden y caer a los labios de Enzo, quien logró darle voz como pudo:

—¿Cómo... cómo se llamaba? —vaciló tragando saliva, los ojos fijos en los de Agnese.

Por un momento, Agnese Segreti se arrepintió de haberse desprendido de los secretos, aunque no le gustaba llamarlos así, que azoraban su corazón y mente. Pero era demasiado tarde para echarse atrás: el daño ya estaba hecho. Le tocaba llevar aquello a buen puerto, o al menos a un embarcadero decente.

Sus ojos parpadearon y miraron directamente a los de Enzo. En verdad eran lindos y azules, como el cielo y el mar y, extrañamente, como el helado de chicle que tanto le gustaba a Genevive. Agnese flaqueó ante la atención ininterrumpida y se derrumbó, solo un poco. Lo suficiente para que Enzo lo notara y supiera que la respuesta no le gustaría en lo absoluto.

El huracán se transportó hasta su cabeza. Enzo no podía evitar comparar la sensación con la acción de rayar una página, arrancarla y arrugarla después de haber escrito algo con lo que no se sentía conforme.

—Enzo...

Enzo creyó, por un instante, que lo estaba llamando. A punto estaba de responder con un "¿qué pasó?" cuando la realidad lo arrolló como un carro despreocupado haría con un gatito descuidado que pausaba a descansar a la mitad de la carretera.

—¡Agnese! ¡Enzo! ¡Vengan que ya está el desayuno! —gritó desde la cocina Sabino Segreti—. ¡Esta vez ha quedado bien y no quemé nada! 

Enzo estaba petrificado. Su cara había quedado marcada con una expresión devastadora para cualquiera que se atreviera a examinarla, incluso de lejos. Los ojos estaban completamente abiertos, con lágrimas que nacían en los bordes y estaban listas para propulsarse hacia abajo al más mínimo movimiento. Las cejas se fruncían hacia arriba para reflejar la confusión, el choque, el impacto del golpe. Sus labios estaban ligeramente abiertos, solo lo necesario para dejar escapar pequeñas respiraciones porque la nariz se había bloqueado. En otras palabras, comenzaba a hiperventilar.

Lo primero que pasó por su mente fue el día anterior, cuando había experimentado otra clase de bloqueo que, a comparación del que vivía en esos momentos, se quedaba corto. Esto era demasiado.

Agnese Segreti comenzó a preocuparse de verdad. Tomó a Enzo por los hombros y lo sacudió ligeramente mientras le ordenaba una y otra vez que se calmara. Los ladridos de Sabino desde la cocina solo contribuían a empeorar la situación que adquiría matices críticos.

—¡Cálmate! —suplicaba Agnese dejándose llevar poco a poco por la agitación—. ¡Todo está bien!

Imitaba, sin éxito, el tono tranquilizador que Sabino sabía usar tan bien. En boca de ella sonaba torpe y desesperado, pues el truco para que funcione es que la persona que lo diga esté convencida, en gran parte, de que lo que dice es verdad. Y Agnese, invadida por el pánico, no podía siquiera tranquilizarse a sí misma.

—¡Todo está bien! —insistió en lo que pretendía ser más un intento de convencerse—. ¡Enzo, cálmate!

Pero él no le hacía caso.

Tal vez porque el nombre que usaba aquella mujer para referirse a él no hacía ningún sentido, porque no era suyo.

De igual forma, la mención hizo que regresara del ataque de pánico. En cuanto lo hizo, Agnese deseó que hubiera permanecido como estaba. Porque la mirada de ese muchacho era una que le resultaba ajena y desconocida. La miraba justo como eso: como a una desconocida. Él, que le había demostrado todo su amor y admiración con sus ojos durante la niñez; él, que podía dedicarle sonrisas sin necesidad de usar los labios; él, que había cambiado de un color pálido a ese azul tan vibrante gracias al cariño que recibía por parte de ella ahora la miraba como si no la conociera, como si fuera una extraña.

Todo lo que Agnese Segreti había vivido, todo el dolor y el sufrimiento al que había sido expuesta, no se comparaba ni un poco al metal que perforó y atravesó su pecho en ese momento.

Sabino Segreti había corrido hacia la habitación tan pronto como escuchó los gritos de su esposa. Había dejado la estufa encendida para que la comida no se enfriara, y en esos momentos su gran logro y orgullo del día se estaba quemando. Pero no importaba.

El muchacho de vidrio, hijo de aquella pareja que todos los días daba su mejor esfuerzo, modificó su expresión por una todavía peor. El humo de la cocina resonaba en sus pupilas y el fuego transformaba todo lo que conocía hasta el momento en ruinas insalvables. La rabia, en su más pura expresión, lo poseyó.

Con un movimiento brusco hizo a un lado el agarre de Agnese y se levantó de la cama. Marchó hasta la puerta con pasos pesados y empujó a Sabino para que no estorbara su camino. Ambos corrieron detrás de él, pero cada que intentaban sostenerlo eran apartados brutalmente con codos, hombros, puños y patadas.

Tuvo que apoyarse con las paredes para poder llegar a la puerta. La cabeza seguía dándole vueltas y le costaba ver con claridad a través del huracán. Quería sentarse y descansar y cerrar los ojos y esperar a que todo desapareciera y se sintiera mejor. Pero también necesitaba salir de ahí lo más rápido posible.

Abrió la puerta de un jalón y la cerró en las narices de los adultos atrapados adentro. Hacía un frío terrible, mucho peor que el día en que cayó granizo. Pero a él no le importaba. Su cuerpo estaba demasiado acalorado con la constante fricción del torbellino furioso que se precipitaba y se estampaba dentro de todo su cuerpo.

Una vez afuera se tranquilizó, solo un poco. Su respiración adquirió un ritmo más o menos normal pero los ojos permanecieron con la misma expresión. Tenía el cuerpo rígido, pero logró moverlo y guiarlo por las calles de la ciudad.

En el tumulto de su mente, lo único a lo que podía hacer sentido era a que finalmente comenzaba a comprender la necesidad de Genevive de escapar de ese maldito lugar. Necesitaba un sitio donde esconderse y refugiarse y poder estar solo, pero conocía el pueblo tan bien que ninguna parte estaba a la altura de considerarse como tal.

Así que dejó que sus pies lo guiaran y lo llevaran a donde fuera. No importaba. Solo quería estar solo.

Pasó por delante de la gelatería. El señor Loreto estaba ahí, pero el chico notó de inmediato que algo no se encontraba bien. Se suponía que debía haber abierto el local diez minutos antes, pero el amable señor permanecía afuera, encorvado para poder observar algo en la acera a un lado de la puerta.

—Pobre... pobre... —murmuraba para sí—. Qué desafortunado accidente. Oh, pobrecito...

Él estaba decidido a pasar por ahí sin detenerse ni un segundo. Cometió el error de echar un vistazo a aquello que mantenía al señor Loreto tan ocupado y volvió a petrificarse por segunda vez en el día.

Ahí, recostado en el asfalto, yacía el cuerpo sin vida de un pajarito. Probablemente se había estampado con el escaparate de vidrio de la gelatería en un impacto tan fuerte que le quitó toda posibilidad de volver a volar. El señor Loreto se había arrodillado para examinarlo más de cerca y decidir qué hacer con él.

Al notar una presencia detrás de sí, el dueño de la tienda giró y divisó al muchacho que miraba toda la escena con unos ojos demasiado abiertos y una expresión de auténtico terror en el rostro.

—¡Oh, Enzo! —lo saludó el señor Loreto con una sonrisa triste—. Buenos días. ¿Ya viste lo que pasó? ¡Qué desafortunado! Un pajarito inocente chocando con la gelatería. Pobre criatura. Espero que esto no se trate de un augurio de mala suerte para el negocio...

El muchacho no respondió. En su lugar, alzó una mano temblorosa para señalar al pequeño animal y preguntó con miedo:

—¿Está... muerto?

El señor Loreto asintió solemnemente con la cabeza.

—Lamentablemente sí. Ahora tengo que ver qué hago con él. ¿Quieres ayudarme?

Él negó con la cabeza.

El señor había vuelto a voltearse y no insistió. Estaba demasiado preocupado intentando descifrar cómo se lidiaba con eventos como ese.

Por su parte, el chico volvió a correr lejos de ahí. La rabia que había sentido apenas unos minutos atrás se había disuelto como la nieve y ahora le parecía idiota. Ahora estaba triste y lloraba y sentía que al correr las lágrimas se metían dentro de su boca y lo ahogaban. No podía controlarse a sí mismo. No podía evitarlo.

Quería ir al taller de vidrio soplado, pero probablemente ese sería el primer lugar al que Sabino Segreti iría a buscarlo. Quería ir a la playa o a la colina del castaño pero por ningún motivo quería terminar topándose con Genevive en esos momentos. Quería encerrarse en su habitación pero Agnese Segreti estaría con él en casa y lo que necesitaba era la más absoluta soledad para poder pensar en paz, si es que era posible tener un poco de eso en la situación en la que se encontraba.

Sin darse cuenta llegó casi a los límites de la ciudad. Había un camino de tierra en el que nunca antes se había fijado, pero consideró prudente seguirlo ahora que necesitaba escapar.

El resultado fue que terminó en una especie de valle abierto. Al fondo se encontraba un precipicio sin ningún mecanismo de seguridad que protegiera a los curiosos de caer. De no ser por unas cuantas flores y matorrales plantados al azar, el paraje tendría una apariencia desértica. Aunque, pensándolo bien, como no había ni un alma cerca tal descripción era acertada.

El muchacho solitario se dejó caer, sin importarle que su ropa se ensuciara con toda la tierra y el polvo del lugar. Se llevó las manos a la cabeza y, finalmente, pudo dar rienda suelta a lo que sentía.

Lloró.

Y lloró.

Y lloró un poco más.

El ser humano promedio probablemente no habría soportado una sesión de llanto tan larga, a pesar de que su cuerpo se conforme de un gran porcentaje de agua. Lo bueno era que aquel muchacho no era humano: era de vidrio. Y como aquello de por sí ya era un hecho fuera de lo común, que pudiera llorar más que un humano no debería ser considerado una rareza aún mayor.

La ocasión lo ameritaba, de cualquier forma.

Él siempre había conocido sus orígenes y desde muy pequeño se había familiarizado con su naturaleza. Y, desde siempre, sentía un punzante pinchazo en el corazón por sentirse fuera de lugar. Como si no encajara. Aquella sensación había mejorado notablemente una vez que Genevive y él comenzaron a ser amigos, pero ahora anunciaba su regreso con una fuerza letal nunca antes vista.

Y a él le asustaba lo que pudiera traer consigo.

Le asustaba en lo que podría convertirlo.

Hasta el momento, parecía que en nada bueno.

A pesar de haber nacido de forma diferente a cualquier otro niño, él siempre había sabido que su madre era su madre y que su padre era su padre porque era algo sencillo de asimilar. Ahora, sin embargo, su mente, con aún resquicios de rabia, le repetía incesantemente que aquello no era posible.

Porque él no era su hijo.

Él no era Enzo.

A lo mucho, probablemente podría considerarse a sí mismo un reflejo del bebé que nunca se logró. Una copia barata. Un premio de consolación para la pareja que tanto había deseado la oportunidad de experimentar la paternidad.

Visto desde ese foco, toda su vida había sido una farsa, una mentira cruel, un engaño disparatado con una falsa sensación de seguridad. Porque las personas, con toda seguridad, no lo amaban. Amaban a Enzo, la pobre criatura inocente.

Darse cuenta de eso le provocó grietas en el corazón. Pero, después de reflexionarlo un poco, llegó a la conclusión de que no era tan malo. Podía vivir así, siendo una segunda opción, si se lo proponía y hacía a un lado el anhelo por una conexión de amor genuina. Podía soportarlo. Podía acostumbrarse. Podía forzarse a encajar.

Al fin y al cabo, aunque esas personas no lo quisieran de verdad, él las seguía amando. Incluso aunque en esos momentos toda la bruma de su mente eliminara sus recuerdos y su sentido común e hiciera que los considerara meros desconocidos. Aun así los quería.

Se había preparado para regresar a casa y dejar todo de lado, con la ayuda y el apoyo de los que se decían sus padres. Ya se había levantado del suelo. Ya había dado la vuelta, dándole la espalda al barranco. Y entonces un pensamiento intrusivo, venenoso como un pez globo, se instaló en su mente y lo mandó de vuelta al piso.

Él era un reemplazo, lo sabía ya y estaba trabajando en aceptarlo. ¿Pero qué tal si la vida de aquel bebé había sido impedida por su propio nacimiento? ¿Qué tal si había tomado una vida, una vida inocente, en pos de su existencia? ¿Qué tal si era su culpa que el Enzo que Agnese y Sabino Segreti deseaban desde el principio estuviera muerto?

De una cosa estaba completamente seguro: si ese bebé no hubiera muerto, él probablemente no se encontraría ahí. Si el bebé no hubiera muerto, el Milagro de un Abril de Cristal nunca hubiera ocurrido.

La muerte de ese ser humano le daba pie a su existencia.

Se estremeció con el pensamiento y la columna de su espalda se dobló hacia abajo, dejándolo completamente pegado a la tierra. Y el llanto incontrolable volvió.

Advertía, esta vez, una especie de carga en el pecho. Y en la espalda. Y en la cabeza. Como si el espíritu del Enzo original se hiciera presente dentro de él y le reclamara por haber reemplazado una vida que no le correspondía. Por haber tomado el lugar de alguien, como si se saltara la fila que a veces se formaba para entrar a la gelatería. Dolía. Y quemaba. Ni siquiera el frío de invierno podía ayudar a sanar la herida.

No había nada a lo que aferrarse.

Ni siquiera su nombre era suyo.

¿Qué hacer ante esa situación?

Se levantó lentamente, como si tuviera los huesos hechos polvo, y caminó cojeando hasta que llegó al borde. Estaba frente a frente con el precipicio. Sabía que si daba un paso en falso terminaría hecho pedazos en el suelo y probablemente nadie lo encontraría. Sorprendentemente, ese conocimiento lo reconfortó.

Si tanto quería estar solo, tal vez debería simplemente dejarse caer.

Tal vez así su pecho dejaría de dolerle tanto.

El viento soplaba una brisa helada y refrescante. Hacía tanto frío que las lágrimas, detenidas a medio camino en las mejillas, se congelaron. A él no le importaba. No sentía frío. No sentía nada. Solo esa constante punzada en el pecho y un gran peso en la cabeza.

Una de sus manos recorrió su cara hasta llegar a la frente, derribando en el camino gran parte de las lágrimas de hielo. Notaba que su piel estaba tiesa y rígida. Era dura al contacto y producía un sonido diáfano al repiquetear sus dedos sobre ella. Como el vidrio. Al fin y al cabo eso era.

Volvió a considerar la posibilidad de lanzarse al vacío. Parte de sus pies ya estaba colgando, tan solo esperando la indicación para dejarse ir completamente. A su mente vino el recuerdo lejano del primer festival de primavera en el pueblo. El foco principal de su pensamiento era la caída que había sufrido. Lo solo que se había sentido mientras se precipitaba hacia abajo. Recordó la sensación de no tener nada a lo que aferrarse. Recordó el trozo que se había quebrado y el dolor que sintió cuando lo pegaron de vuelta a su cuerpo, resultando en la cicatriz azulada que antes tanto le gustaba.

¿Sería algo parecido esa vez? ¿Se sentiría similar?

"Puedo averiguarlo."

El pensamiento lo martillaba tanto que parte del recuerdo de aquel incidente tardó en hacerse presente. No solo estaba el sentimiento de soledad y el tortuoso proceso de recuperación. También había gritos asustados. Preocupados. Tres personas gritando su nombre. O el que hasta entonces lo había sido.

Rememoró la prisa con la que esas personas se habían acercado a él. El pánico en sus ojos. La urgencia con la que lo habían transportado. Un cosquilleo se instaló en su mano al recordar cómo alguien la había sostenido mientras un hombre adjuntaba el trozo de vidrio suelto de vuelta a su pierna.

El muchacho, solitario y herido, recordó haberse sentido amado.

Y por segunda vez en su existencia sintió una culpa avasalladora. Esta vez, por haber estado a punto de cometer una locura.

La cantidad suficiente de razón se había abierto paso entre los pensamientos intrusivos y lo obligó a dar un paso hacia atrás. Y luego otro. Y uno más. Continuó retrocediendo hasta que alcanzó una distancia segura. Una vez ahí, volvió a revolcarse en la tierra. Nuevas lágrimas brindaban un poco de calor a las congeladas, por lo que había el doble de carriles acuáticos surcando su rostro.

De no haber sido por las circunstancias, aquel habría sido un lindo espectáculo que ver. Lágrimas nuevas bañando las anteriores, incorporándolas y acogiéndolas.

Cuando sintió que había vaciado todo lo que necesitaba, decidió regresar. A casa, tal vez no. Pero ya no quería estar en ese lugar tan aterradoramente tentador. Así que enfiló la marcha por el camino de tierra hasta que se encontró de nuevo en los límites de la ciudad. Y andó de regreso hacia el centro. Y, tras merodear unas horas por ahí, regresó con Agnese y Sabino Segreti. No tenía muchas ganas de hacerlo, pero no tenía otro lugar donde pasar la noche. De todas formas, procuró hacer el menor ruido posible para que no notaran su presencia. La pareja, preocupada como los padres que eran, habían aguzado todos sus sentidos y escucharon su llegada. Y, aunque no se acercaron a conversar con él para asegurarse de que estuviera bien, el alivio inundó sus corazones. Al menos había vuelto a casa.

Sin embargo, cada mañana aprovechaba que ambos dormían antes del amanecer y escapaba para no regresar en todo el día. ¿A dónde iba? A pesar de temerse a sí mismo y a lo que podía llegar a hacer, todos los días regresaba al borde del risco. Y todos los días daba media vuelta y volvía a casa pasado el anochecer.

Aquello se convirtió en una rutina sombría: levantarse después de una noche sin sueño, salir de la casa, caminar hasta el peñasco, pararse al borde, preguntarse si la vida acaso valía algo, llorar inconsolablemente, retroceder, sentarse un momento para intentar comprender su propia estupidez y marcharse. Al día siguiente, todo se repetía.

Lo único que llevaba consigo era su cuaderno de escritura y un lápiz. Nada más. Dependiendo del grado de tristeza que lo inundaba, a veces se ponía a escribir y en más contadas ocasiones intentaba dibujar aunque lo único que saliera fueran garabatos indescifrables.

No comía. Y si lo hacía, era muy poco. La falta de alimento aunado a las gélidas temperaturas que continuaban rondando el pueblo le daba al muchacho, pálido de por sí, un aspecto fantasmal. El vidrio de su complexión se volvió mucho más visible, dándole a su piel matices verdosos o azulados.

Por su puesto, a él eso poco podía importarle.

Incluso en su estado más deplorable y a pesar de que quisiera ignorarlas, todavía había personas que se preocupaban por él.

Genevive era una de ellas.

No lo había visto desde el fatídico viernes en que su plan no había resultado para nada como había pensado. La conmoción inicial ya había pasado, pero el hecho de que no hubiera recibido ninguna noticia de él la tenía inquieta.

¿Se había excedido demasiado? ¿Estaría enojado con ella? ¿La odiaría?

¿Qué tal si se estaba preparando para terminar con ella?

No podía permitir que eso pasara. Tenía que aclarar las cosas con él antes de que su relación terminara en catástrofe. Quería explicarse, pero también deseaba recibir explicaciones.

Una vez que Genevive se decidía, no había absolutamente nada que pudiera pararla. Ese mismo día llegó a casa de los Segreti, buscando al chico con el que necesitaba hablar.

—Hola, Agnese —saludó en cuanto le abrieron la puerta—. ¿Está Enzo?

Genevive percibió la expresión intranquila de su anfitriona y de inmediato supo que algo no estaba bien.

—No. Salió.

Esa respuesta fue como recibir un balde de agua fría. Y, considerando que estaban en invierno, la sensación que eso evocaba era aún peor.

—Ah. ¿A dónde fue?

—No lo sé.

Una pausa.

—Ah. ¿Y cuándo vuelve?

—No lo sé. Tarde.

—Ah. ¿Puedo pasar a espera...?

La puerta se cerró de golpe en su cara.

Genevive quedó estupefacta. Agnese nunca la había tratado de esa forma tan distante y fría. Que lo hiciera ahora significaba que las cosas en verdad estaban mal.

Una teoría espantosa la privó de la poca tranquilidad que le quedaba. ¿Y si él le había contado a sus padres lo que había pasado entre ellos esa noche? De tan solo imaginarlo el rubor de sus mejillas se intensificó. Con razón no querían verla.

Genevive se marchó. Su plan cambió y determinó que lo mejor era darles tiempo y espacio para que el incidente quedara en el olvido, por lo que no regresó a la casa de los Segreti.

En verdad fue obra de la casualidad que terminara encontrándoselo.

Una mañana, Omar, el más pequeño de sus hermanos, creyó que sería buena idea actuar como un gallo y cacarear para anunciar la llegada del amanecer. Genevive se despertó, furiosa, y estaba a punto de ir a reclamarle cuando pasó frente a la ventana y divisó al chico de vidrio caminando mientras los primeros rayos de sol intentaban abrirse paso entre la neblina.

No dudó ni un momento y corrió a su habitación para abrigarse adecuadamente antes de salir. Había considerado aproximarse al muchacho de repente para sorprenderlo, pero se veía tan concentrado y sumido en sus pensamientos que prefirió seguirlo de lejos y abordarlo cuando llegaran a su destino.

La expresión boquiabierta de su rostro resultó casi imposible de borrar una vez que llegaron a los límites de la ciudad y se adentraron por un camino de tierra que ella, que se dignaba en conocer el pueblo tan bien como a sí misma, nunca había advertido.

El chico había tirado sus cosas tan pronto como el sendero dio pie al valle, mientras se alejaba para quedar en una posición más apartada donde pudiera dejarse caer para comenzar con su ya familiar sesión de autocompasión. Genevive solo veía su espalda, así que no sospechaba lo que pasaba dentro del corazón de él en esos momentos.

Se aproximó hacia la libreta. El viento había abierto las páginas y les daba vuelta violentamente. Ella, curiosa como siempre, no pudo evitar echar un vistazo. La hoja en la que el viento había decidido detenerse mostraba un texto en forma de poema. En letras más grandes, hasta arriba, el título anunciaba su presencia:

Nievevive

Genvive sonrió, inmediatamente comprendiendo por dónde iba el asunto. Sin más preámbulos, dio inicio a la lectura:

Puros son
tus más anhelados sueños.
Blancos como la escarcha,
suaves como el rocío,
dulces como el hielo

vuelan
sobre nosotros.
Como ángeles.

Cada uno de ellos es único.
¿Es esa la razón por la que te gustan tanto?
¿O es por la sutileza
con la que rozan tu cabeza

porque asemejan
una caricia mía?
Guíame
al entendimiento.

Puede que esta vez no hayamos tenido suerte.
Pero, entre un frío copo de nieve
y tu cálida presencia,
te escojo una y mil veces.

Genevive, la reina de las nieves:
a partir de hoy
me arrodillo ante ti,
mi soberana,
y te llamo
Nievevive.

Genevive no pudo evitar dejar ir un suspiro enamorado. El poema, que en términos profesionales no era la gran cosa, era lo más hermoso que había leído en su vida. Lo leyó tantas veces que se lo terminó aprendiendo de memoria. Repetir los versos lentamente en susurros era música para sus oídos.

Una gran calma se apoderó de su corazón intranquilo. Genevive supo, en ese momento, que todo estaría bien. Que no importaba cómo fuera la conversación que tendría con él porque sabía una cosa: él la amaba. Y ella sentía lo mismo. Y aquello era suficiente.

Intentando tomar provecho del sentimiento que la llenaba, Genevive decidió que era momento de hablar sobre lo que había ocurrido entre ellos aquel viernes. Sus manos se habían preparado para cerrar el cuaderno de par en par, depositarlo en el suelo y comenzar a avanzar hacia el chico de vidrio cuando el viento sopló de nuevo y dio vuelta a algunas páginas más.

Un texto nuevo y denso, garabateado rápidamente, manchaba la hoja. Genevive trató de resistirse entrecerrando los ojos y volteando el rostro, pero pudo vislumbrar el título fácilmente:

La Tempestad

Y, una vez que supo el nombre, la curiosidad volvió a ganarle. Comenzó a leer:

El sol está en lo alto y no hay nubes a la vista. Parece ser uno de esos días felices donde nada puede salir mal porque la luz solar danza en tus mejillas y la brisa gentil del verano revolotea alrededor de tu nuca. Olvidaste, por supuesto, que los primeros meses del verano son también los anfitriones de la temporada de lluvias.

Cuando el viento para de susurrar y los pájaros dejan de cantar y las flores del prado cierran sus pétalos súbitamente para esconderse, sabes que algo va a pasar. Lo sientes en tus entrañas, en el cosquilleo de tus manos, en los escalofríos de tu antebrazo. Entonces, un relámpago monta un cielo lleno de nubes, el mismo cielo que se encontraba vacío apenas unos minutos antes. Siguiendo a la luz, el trueno quebranta la armonía. Ambos nunca suceden al mismo tiempo. El trueno y la luz, quiero decir. Es como un violinista llegando tarde a la sinfonía.

Relámpago. Luego trueno de nuevo. Como un lobo aullandole a la luna. Un sonido que, para los humanos, resulta imposible determinar con precisión si expresa dolor o emoción. No, el trueno es más como el rugir de un león. Tiene cierta autoridad, como si no importara si llega tarde a la fiesta porque será el rey de ella de todas formas.

Relámpago. Luego trueno de nuevo. Luego las gotas de lluvia cayendo, acariciando el pasto, golpeando el cemento. El gong final de la melodía, la parte que la completa. Comienza suavemente: apenas una docena de gotas, algunas tocan la parte superior de tu cabeza pero la mayoría quedan atrapadas en las copas de los árboles que se alzan a tu alrededor. Oyes la sinfonía de nuevo, pero todo al mismo tiempo por primera vez: el relámpago y el trueno y la lluvia. Y al principio se siente como disonancia y molesta tus oídos, como si tuvieras un gusano retorciéndose dentro. Pero luego prestas más atención y cuando escuchas de nuevo es más armonioso que la melodía de los más grandes pianistas, más armonioso que nada en el mundo.

Cuando te das cuenta de la tempestad, tus ropas ya están empapadas. Se pegan a tu cuerpo incómodamente, y al principio sientes la necesidad de quitarlas pero tienes tanto frío que no puedes ni siquiera moverte. Estás inmóvil, bajo la lluvia, y no hay nadie cerca. Al menos hasta que una rana emerge desde los arbustos y añade su croar a la melodía de la tormenta. El viento ha regresado y orquesta la sinfonía de las ramas de los árboles. Se balancean arriba y abajo, y arriba y abajo otra vez con una velocidad tal que una de ellas se quiebra y golpea a la rana. La rana emite un "croac" herido y empieza a saltar para alejarse de aquel lugar, de vuelta a los arbustos. Parece como si se lamentara por su mala suerte, enojada ante el árbol que dejó su rama suelta. Tiene un toque cómico y no puedes evitar reírte. Te detienes de inmediato. Hay algo extraño. De golpe te das cuenta de que te has vuelto parte de la melodía, justo como la rana y el viento y los árboles y el trueno. Y te llenas de tanta calidez dentro de ti que puedes moverte de nuevo. Ya no tienes frío. Porque nunca has formado parte de algo, pero en la mitad de la tormenta... sientes que perteneces.

Ahora que has recuperado tu habilidad para moverte, no piensas usarla. No ahora que finalmente has encontrado tu lugar en este gran y aterrador salvaje mundo. Sabes que este es tu lugar. Sabes que perteneces a la tormenta. Porque, de cierta forma, tú eres la tormenta. Así que no te mueves. Y esperas una señal. Quieres que la tempestad te reciba, que te acepte.

Un relámpago cae una vez más. Luego, un trueno. Y al mismo tiempo, la lluvia. Pero esta vez es diferente. El rayo ha golpeado un arbusto directamente y ahora está en llamas. Esta es la señal que estabas esperando. Eso es: oficialmente eres parte de la tormenta. El viento mueve las ramas hacia abajo para formar una reverencia que marque tu entrada a la familia. Y estás a punto de reír de nuevo..,

Pero la tormenta muere tan rápido como vino al mundo. Está chispeando ahora. No hay ningún sentido de majestuosidad en eso. Has echado a perder tu oportunidad. Se acabó.

No hubo suficiente agua para apagar el incendio y ahora está creciendo, acercándose a ti cada vez más. No te mueves. Has decidido que te quedarás ahí. Que dejarás que te consuma. Al menos de esa forma el frío de tu alma puede desaparecer y ser reemplazado por un poco del calor que has anhelado toda tu vida.

Y, así, la paz en el corazón de Genevive se esfumó tan rápido como había aparecido.

¿Qué era eso? Definitivamente, las cosas no se encontraban bien. ¿Habría sido ella la que había ocasionado toda esa catástrofe?

De cualquier forma, tenían que hablar. De eso estaba segura. Antes de que el viento tuviera oportunidad de develar algún escrito más, Genevive regresó el cuaderno suelo y se acercó al muchacho que, en el centro del valle desolado, se abrazaba las rodillas para acunarse a sí mismo. Extendió un brazo y lo dobló de regreso, dudando sobre cómo acercarse a él. Respiró profundamente, estiró su brazo de nuevo y lo posó suavemente en su hombro.

—Enzo...

El contacto lo retrajo de su pozo infinito de autodestrucción. Inmediatamente se llevó un brazo a la cara y borró de golpe todo resto de lágrimas que delataran lo que había estado haciendo con frecuencia los últimos días.

—¿Qué quieres? —gruñó a modo de saludo. Genevive lo había llamado por ese nombre que tanto lo molestaba y, si su presencia ya le arruinaba los planes, aquello lo puso de peor humor. No quería que lo llamara así. Pero no se sentía con ganas de decirle porque implicaría explicarle todo el embrollo detrás y eso era lo que menos se le antojaba. Por lo tanto, transmitió su frustración en una sola frase que esperaba que resultara efectiva—. No quiero hablar.

Genevive notaba su mal humor y se sorprendió bastante. Nunca lo había visto así, enojado. Lo más cercano a esa emoción era cuando discutían en broma y él se rendía con la excusa de que nunca lograría convencerla de nada porque era demasiado terca. ¿Pero las malas maneras y las frases cortantes? Nunca.

—Está bien —aceptó, adaptándose.

Tomó asiento junto a él, cuidando que hubiera una distancia considerable entre ambos. Permanecieron en silencio varios minutos, pero para Genevive era imposible mantenerse en ese estado por largo tiempo.

—Leí el poema que escribiste... —confesó para romper el hielo.

El chico de vidrio frunció las cejas y torció los labios. Tardó en darse cuenta de lo que hablaba. Una vez que lo hizo, su reacción fue veloz: giró la cabeza hacia el final del camino de tierra, donde estaban sus pertenencias, y clavó la mirada en Genevive. El humo y las llamas habían regresado.

—¿Tomaste mi libreta? —rugió.

Genevive, asustada por lo que había provocado, se arrepintió de haber empezado de esa forma la conversación tan ansiada para ella.

—Yo... ¡la dejaste ahí y el viento la abrió! —se excusó—. ¡Yo solo la tomé para cerrarla pero esa página estaba abierta!

—¿Y? —reprochó el muchacho.

—¡Y, pues, lo leí! De verdad que es un poema precioso, Enzo. ¿Por qué no me lo enseñaste antes?

—¿Y yo por qué te tengo que andar enseñando cosas a ti?

Si se encontraran dentro de un cuadrilátero, aquello habría sido un puñetazo directo al estómago.

—¡Dijiste que me lo enseñarías! Es lo que estabas escribiendo cuando anunciaron que nevaría, ¿no? ¡Dijiste que me lo enseñarías cuando lo terminaras!

—¿Ah sí? ¡Pues cambié de opinión!

Genevive apretó los puños.

—¿Qué te pasa?

—No es de tu incumbencia.

—¿Es por lo de esa noche?

Él no contestó.

—Mira, si es por lo de esa noche, ¡lo siento! Fue mi culpa, ¿está bien? No era mi intención incomodarte. Es más, justo quería hablar contigo sobre eso. Fui a buscarte a tu casa pero no estabas y luego hoy cuando te vi por la ventana decidí seguirte para ver si...

—¿Me seguiste? —la interrumpió.

Genevive tragó saliva, consciente de que había metido la pata.

—¡No nos hemos visto en días! —se defendió—. ¡Estaba preocupada por ti!

—¡Pues no tienes nada de qué preocuparte! Me encuentro perfectamente bien.

—Enzo...

Ahora fue el turno de él de apretar los puños. Los cerró con tal fuerza que sus uñas rasgaron la piel de la palma de las manos, dejando marcas en forma de medialuna.

—Mira, Genevive —a ella le dolió que no la llamara por su apodo usual—, quiero estar solo, ¿sí? Estoy bien. Quiero estar solo.

Guardó silencio. Estaba segura de que, si continuaba, terminarían peleando y no quería llegar a ese extremo. Pero también sabía que no importaba cuánto tratara de convencerla: él no estaba bien. Necesitaba ayuda.

—También leí otra cosa de tu libreta —se arriesgó—: La Tempestad. Enzo, se ve claramente que no estás bien. Estás aquí solo, llorando —las mejillas de él se sonrojaron al ver que Genevive no había pasado ese detalle por alto—. Hace frío. Vas a congelarte. ¿Sabes? El señor Loreto decidió empezar a vender chocolate caliente en la gelatería y le ha ido muy bien con este invierno. ¿Por qué no vamos? Yo invito.

Él estuvo a punto de acceder, seducido por la idea de una taza de chocolate. Pero no podía permitírselo. Debía quedarse ahí y continuar con su rutina. En su mente, había unas cadenas que sostenían las ilusiones y esperanzas, la felicidad y su más puro yo interior. Y, cada vez que esas partes de sí mismo se retorcían e intentaban escapar, los grilletes intensificaban su agarre. Era imposible salir sin la llave que abriera el candado.

Así que, en lugar de dejarse llevar por lo que el corazón le indicaba, decidió consumirse un poco más en el humo que tanto le perjudicaba la vista.

—Mira —escupió—, ya te dije que quiero estar solo. ¿Qué parte de eso no entiendes? ¿Eres tonta? —de vuelta en el cuadrilátero, aquello fue una patada en las costillas—. Porque parece que sí. Siempre es lo mismo contigo, ¿sabes? Una y otra y otra vez. Metiéndote en cosas que no te incumben. ¿Y sabes quién termina arrastrado a tus sinsentidos? ¡Yo! "¡Vamos al cine, será divertido!" —imitó con una voz más chillona de lo necesario—. ¿Sabes qué? ¡No lo fue! "¡Veamos la nieve!" ¡No! ¡Te tuve que dar mi chaqueta y me congelé! —a pesar de que manchitas rojas empezarán a formarse alrededor de los ojos de Genevive, él continuó—. "¡Hagamos... eso!" ¡No! ¡Ni siquiera me avisaste y fue horrible! ¡Y ya estoy cansado! ¿Sabes? Siempre andas parloteando sobre lo mucho que te gustaría salir del pueblo y todo eso. Pues bien, ¿por qué no lo haces de una vez y sirve que así me dejas solo, eh? ¡Déjame respirar, por favor! ¡Búscate una vida! ¡Haz algo! ¡Pero déjame solo!

Con eso habría dejado fuera de combate a casi cualquier oponente.

Casi cualquiera.

Genevive había decido que no se dejaría afectar por ello. Las lágrimas le colgaban al borde de los ojos, pero no les permitió caer. Aquel discurso desdeñoso la había herido en lo más profundo de su ser. Pero, más que tristeza, sentía rabia. Quería echarse a llorar, pero no le daría el gusto de regodearse en ello. Por eso, reunió todo el valor que tenía dentro y espetó:

—¿Ya terminaste?

No recibió respuesta.

—¿Quién eres?

A él le dolió no poder responder.

—Porque no te reconozco. Este no es el Enzo que conozco. Tú no eres el Enzo que conozco, el que es amable y cariñoso.

Muy en el fondo de su aporreado corazón, sintió vergüenza y deseó poder pedirle perdón de rodillas. Pero, de nuevo, las cadenas se lo impidieron.

—Te voy a decir una cosa y más te vale que me escuches bien. A mí no me hablas así, ¿entendido? Nunca. Estoy tratando de ayudarte, ¿y así es como me respondes? Perdón, pero no voy a soportarlo. No he hecho nada malo. No me lo merezco, por más daño que crees que te haya hecho. ¿En verdad piensas que te atormento con mi constante presencia? ¡Solo trato de estar ahí para ti, maldita sea! ¿Y ni siquiera puedes apreciar eso? ¿Sabes cómo me hace sentir? ¿Sabes cómo me he sentido desde que te conozco? —Genevive no pudo evitar que las lágrimas cayeran llegados a este punto. La voz le temblaba pero, sorprendentemente, sonaba más firme que nunca—. ¡Como una carga! ¿Sabes lo difícil que es lidiar con eso todos los días? ¡Siento que no soy suficiente para ti! ¡Me siento no deseada! Y no me refiero a deseada de esa forma, aunque he de admitir que desde esa noche del viernes he empezado a sentirme así también. ¿Y me vienes con esas cosas? —dejó salir un suspiro—. Te lo diré bien claro: no te amo. No así. No si lo único que vas a hacer es lastimarme como acabas de hacerlo. Yo amo al Enzo de antes. Así que aquí está lo que vamos a hacer: he intentado ayudarte pero veo que, como no funcionó y no pienso soportar más de tus groserías, no me queda más remedio que dejarte solo. No me busques, ¿entendido? A menos que finalmente hayas resuelto tus problemas y regreses a la normalidad. En ese caso, sabes donde encontrarme. Eso sí: espero una disculpa de tu parte. A lo grande. Si no, te recomiendo que te vayas olvidando de mí.

Y, sin decir una palabra más o esperar respuesta, Genevive se levantó del suelo, sacudió la tierra de su ropa y se marchó.

Él quedó devastado. Y exhausto. Los grilletes le pesaban demasiado y solo quería librarse de ellos de una buena vez.

Se puso de pie y caminó hasta el borde del risco.

Las ganas de tirarse por el precipicio se intensificaron en ese momento.

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