Capítulo 7: El calor de los hornos
Aquel pequeño pueblo nunca había experimentado un invierno tan frío como al que se enfrentaban en esos momentos. Los vientos soplaban fuertemente desde la playa hasta derrumbar el poco calor que se arremolinaba en el centro, donde la gente solía pasar los fines de semana. Los noticieros pronosticaron que incluso podría nevar. A nadie le emocionó esa noticia más que a Genevive, quien en sus diecisiete años de vida nunca había visto la nieve y solo podía soñar con ella.
—¿Escuchaste, Enzo? ¡Dicen que va a nevar mañana!
—¿De verdad?
—¡De verdad! Rápido, pásame tu libreta. Debo hacer una lista de todo lo que necesitaremos.
—La estoy usando para escribir, Vivi.
—Ash, sabes que no me gusta cuando me dices así.
Enzo soltó una risita.
—¿Por qué no? A mí se me hace lindo.
—Pues a mí no. Ándale, dame la libreta.
—Te digo que estoy escribiendo.
—¿Y qué escribes?
—Es un secreto —susurró Enzo en tono misterioso mientras cerraba la libreta y la ocultaba, provocando a Genevive. Ella se acercó a él a toda velocidad con la intención de arrebatarle el cuaderno para curiosear entre las páginas y encontrar lo que su novio le escondía. Pero Enzo, previendo sus movimientos, era más rápido y lograba alejarla de los dedos de Genevive.
—Ash, qué aburrido. ¿Al menos me lo vas a enseñar cuando lo termines?
—Claro.
Genevive sonrió ampliamente y a Enzo se le derritió el corazón de ternura. Podría contemplarla por horas sin problema, trazando mapas con las pecas de su rostro que lo guiaban hacia un tesoro escondido que él mismo ya había desenterrado. Genevive, sintiéndose observada, se sonrojó.
—Si no me vas a dar la libreta al menos anota tú las cosas que necesitamos para mañana, ¿no?
—Vale —accedió él, abriendo el cuaderno en una de las últimas hojas—. ¿Qué necesitamos, mi queridísima Genevive, reina de las nieves?
A Genevive le encantó ese título autoproclamado de la realeza.
—A ver, primero lo primero: guantes, bufanda, chamarras y gorros para no congelarnos. Si el frío está fuerte ahora no me imagino cómo será con la nieve —hizo una pausa para organizar sus ideas—. También vamos a necesitar un sombrero, botones, una zanahoria y una bufanda extra.
—¿Y eso?
—¡Pues para hacer un muñeco de nieve, bobo! ¿Qué más? —se preguntó en voz alta mientras se daba golpecitos en la barbilla con el dedo índice—. Vamos a hacer ángeles de nieve y guerras de bolas de nieve y otras cosas más, pero creo que no necesitamos nada para eso. ¡Ah, ya sé!
—¿Qué, Vivi? —Enzo usó el apodo solo para molestarla, pero en esa ocasión a Genevive no pareció importarle. El brillo de sus ojos demostraba que estaba concentrada en algo mucho más importante, con la atención fija en la maravillosa idea que acababa de ocurrírsele.
—¡Necesitamos un trineo!
—¿Qué? ¿Y eso en dónde lo vamos a conseguir?
—Ay, yo qué sé. Tú déjame todo a mí, que yo lo consigo. Lo único que necesito de ti es que me acompañes, ¿entendido?
—Entendido, capitana.
—Mañana va a ser el mejor día de nuestras vidas, vas a ver.
Lamentablemente, no lo fue. Cualquiera que llevara tiempo suficiente viviendo en aquella pequeña ciudad sabía que los pronósticos meteorológicos se equivocaban el noventa por ciento de las veces, y esa ocasión no fue una excepción. Genevive fue a casa de Enzo a buscarlo a la hora acordada y ambos caminaron hacia la playa porque según ella sería "una experiencia extraordinariamente única ver la nieve caer a la orilla del mar".
Ambos se quedaron ahí sentados, esperando a que comenzara el espectáculo.
Y esperaron.
Y esperaron.
Pero nada ocurrió.
Estaban a punto de irse cuando sintieron que algo caía del cielo. Solo que no era nieve.
—¡Ay! ¿Qué es eso? ¿Tú también lo sentiste?
Era granizo.
Y al caer golpeaba dolorosamente sus cabezas.
Enzo y Genevive salieron corriendo de aquel lugar lo más rápido que pudieron, ocultos bajo el trineo que Genevive había sacado de quién sabe dónde, hasta que llegaron al muelle y pudieron refugiarse debajo de él.
—¡Nieve! ¡Claro! —farfulló Genevive, decepcionada—. ¿A eso le llaman nieve? ¡Esas cosas son rocas!
—Pues no es tan diferente —intentó consolarla Enzo—. Si lo piensas bien, está hecho de hielo. Tal vez aún podamos... —se detuvo ante la mirada enojada de Genevive. Se notaba que aquello no le estaba haciendo gracia.
—¡Esta era mi gran oportunidad para ver la nieve! ¿Sabes por cuánto tiempo he querido verla? Y me salen con esa... esa cosa horrorosa.
Su labio inferior se curvó hacia abajo al tiempo que pequeñas manchitas rojas surgían alrededor de sus ojos. Enzo la conocía suficientemente bien para saber que aquello indicaba que estaba a punto de llorar. Sin embargo, Genevive se aguantó las lágrimas y continuó quejándose.
—Esto apesta —se lamentó—. ¡Y además hace frío!
Solo entonces Enzo se dio cuenta de que Genevive estaba temblando. Se abrazaba a sí misma para mantener el calor corporal, y de vez en cuando frotaba las palmas de las manos juntas para calentarlas. Sus dedos se encontraban pálidos y tenía la nariz roja. Sin dudarlo ni un segundo, Enzo se desprendió de su chamarra y se la pasó con cuidado por los hombros. Genevive agradeció el gesto con una leve sonrisa.
—¿No tienes frío?
—No —contestó él, devolviéndole la sonrisa que, a pesar de que pasaran años, seguía teniendo el poder de derretir a Genevive. Es probable que fuera eso, y no la chaqueta, lo que logró que recuperara un poco de calor—. Mira, Vivi, no es tan malo —volvió a tratar de consolarla—. Tan solo echa una vistazo a la playa.
Genevive hizo lo que se le indicaba y el paisaje la dejó boquiabierta. Los bloques de granizo bañaban la arena en un blanco estremecedor, al grado de que por un momento creyó que podrían encontrarse en la luna. En el mar, formaban pequeños asentamientos antes de ser devorados y perderse entre las olas. Caían brutalmente, eso sí, pero la imagen que producían era encantadora. No era nieve, pero al menos el blanco seguía ahí.
—¿Ves? —prosiguió Enzo—. Se sigue viendo hermoso.
—Pero no tanto como yo —bromeó Genevive lanzándole a Enzo una mirada que esperaba que confirmara lo que decía.
—Pero no tanto como tú —repitió él, revolviéndole el cabello.
Ambos fueron presas del encanto por cierto tiempo, aprovechando que esperaban que la granizada disminuyera un poco de intensidad para poder salir de ahí sin terminar con un orificio en la cabeza. Cuando los bloques de hielo finalmente pararon un poco, decidieron salir corriendo.
—A la una...
—A las dos...
—¡Ahora! —gritaron ambos al mismo tiempo, mientras corrían con las manos entrelazadas y con las que les quedaban libres sujetaban el trineo por arriba de sus cabezas.
—Oye, ¿y de dónde sacaste el trineo? —preguntó Enzo cuando llegaron al centro de la ciudad, pues apenas parecía darse cuenta del curioso y viejo artefacto de madera.
—De por ahí —Genevive fingió indiferencia, pero no pudo resistirse ante la mirada curiosa de Enzo y decidió contar la verdad—. El señor Loreto me lo prestó. Resulta que en sus tiempos nevaba muy seguido, ¿puedes creerlo? Pero, como según él ya está demasiado viejo para usarlo, me dijo que podía quedármelo si quería.
—¿Y lo vas a hacer?
—¡Pues pensaba hacerlo, pero ahora no le veo caso! Es un hecho: el universo me odia y no quiere que vea la nieve.
—Ya tendrás oportunidad en algún momento, Vivi.
Genevive no protestó ante la mención del apodo. Secretamente, le gustaba. Amaba que Enzo la llamara así, porque nadie más lo hacía. Su familia de vez en cuando la llamaba 'Gene', y sus amigas en la escuela la llamaban 'Genevive' a secas. ¿Pero Vivi? Sólo Enzo lo usaba. Para ella ese apodo representaba, de cierta forma, la conexión especial que tenían. Sabía que Enzo lo usaba con cariño, aunque de vez en cuando también lo usara para molestarla. Y el corazón de Genevive bailaba cada vez que lo escuchaba pronunciarlo.
En los dos años que llevaban juntos, se había dado cuenta de lo mucho que necesitaba a Enzo. Sin él, nada tendría sentido. Estaba tan agradecida de haber recibido la oportunidad de tenerlo en su vida. Se sentía como si le hubiera tocado la lotería. A veces, incluso, le costaba aceptar que lo que estaba viviendo era real. ¿Cómo era posible que Enzo la eligiera a ella, entre las miles de millones de personas que existían en el planeta? Agradecía que el Milagro de un Abril de Cristal ocurriera en aquel pueblo y no en algún otro. De solo imaginar a otra chica abrazando a su Enzo las mariposas de su estómago se transformaban en víboras que se retorcían de celos.
Quería tenerlo en su vida por siempre, pero tenía miedo de que él no quisiera lo mismo.
Desde que era pequeña, Genevive había considerado a Enzo como algo inalcanzable. Alguien tan especial y cautivador como él no debía pasar su tiempo con cualquier persona, porque merecía lo mejor. Y Genevive, en su ritual matutino diario, solía posicionarse frente al espejo de cuerpo completo que colgaba de una de las paredes de su habitación, se miraba a los ojos y se repetía a sí misma que ella era lo mejor. Que no era una carga. Que era suficiente. Como una canción de cuna, como un mantra. Hasta que con el tiempo comenzó a creerlo.
Genevive amaba a Enzo con todas las fuerzas de su corazón. Y se lo había comunicado ya varias veces a lo largo de esos dos años.
—Te quiero —decía ella al principio.
—Yo te quiero muchísimo —respondía él.
Con el tiempo, descubrieron más expresiones para plasmar sus sentimientos.
—Te amo, Vivi.
—Yo igual te amo —contestaba ella con una sonrisa etérea que transportaba a Enzo a mundos de ensueño.
Al principio eso bastaba. Escuchar esas palabras en boca de la persona amada es suficiente para llenar el alma y dejarla plena y en paz. Con el tiempo, sin embargo, las frases se van gastando y terminan siendo dichas tan solo por decir. Como si provinieran de una tienda en rebajas y fueran compradas simplemente por tener un bajo precio. Y, aunque esas palabras de afecto nunca se gastaron entre Enzo y Genevive, ella comenzaba a sentir que se quedaban cortas. Había muchísimas más cosas que deseaba compartir con él. Cosas para las que era necesario tomar acciones, porque las palabras dejaban de ser suficientes.
Genevive quería llevar su relación con Enzo al siguiente nivel.
Pero no estaba muy segura de cómo hacerlo.
En la escuela, durante las clases y los recesos, no paraba de escuchar historias por parte de sus amigas sobre cómo sus parejas habían decidido dar "el paso". Se enteraba de relatos con pétalos de rosas, velas aromáticas, sábanas perfumadas, noches estrelladas y una cantidad enorme de detalles románticos que la hacían suspirar junto a las otras chicas que, como ella, no habían experimentado nada así.
Su mente se consumió de imaginar tantas fantasías y aquel tema era lo único en lo que podía pensar. Esperaba que Enzo la sorprendiera en algún momento y se moría de ganas de compartir su experiencia personal ante el grupito de adolescentes que se juntaba de vez en cuando para discutir las novedades en materia a ese tema. Cada día que pasaba, más de sus compañeras pasaban por esa mágica experiencia. Genevive intuía que era la única que faltaba, lo que la hacía sentirse excluida.
Ante la falta de acción de Enzo, Genevive decidió que una vez más le tocaría a ella tomar la iniciativa. Ya lo había hecho antes, al principio de su relación, y de no ser por ella probablemente ellos dos nunca habrían terminado juntos y lo suyo sería una de las clásicas historias de amores imposibles de la infancia. Y, como había tenido tan buenos resultados, supuso que no tendría nada de qué preocuparse al hacerle la propuesta a Enzo.
Llevaban media vida de conocerse. Había confianza entre ellos. ¿Por qué no demostrarla al participar en la mayor expresión de amor a la que un ser humano podría aspirar?
Después de meses de espera sin ver que Enzo tomara cartas en el asunto, Genevive consideró que aquel frío invierno era la mejor oportunidad que tenía para, de paso, brindar un poco de calor a los corazones de ambos.
Y, siguiendo los consejos de sus compañeras, decidió invitar a Enzo al cine.
Genevive entró al taller de vidrio soplado, donde Enzo se encontraba ayudándole a Sabino con la producción de unas piezas que serían mostradas en una galería de arte. Ambos aprovechaban el invierno para trabajar lo más posible, pues cuando llegara el calor de las demás estaciones sería una tortura estar entre los hornos a temperaturas tan altas.
En cuanto ella entró, Sabino Segreti se hizo a un lado con la excusa de ir a buscar algo a la bodega para darle un poco de privacidad a los muchachos. Pero al final terminó sucumbiendo a la tentación de escuchar la conversación, por lo que se quedó oculto tras una pared para presenciar todo desde lejos.
—Espera un momento. ¿Escuché bien? ¿Quieres ir al cine? —cuestionó Enzo ante la sugerencia de Genevive.
—Sí.
—¿Al cine? ¿El de aquí?
—Sí. ¿Pues cuál otro?
—No lo sé. ¿Pero estás segura, Vivi? ¿Quieres ir a meterte a ese lugar asqueroso que todos saben que huele a pies? ¡Además he escuchado que está embrujado! ¿Un lugar putrefacto donde espantan? No me suena a una buena combinación.
—¡Ay, Enzo, no seas tan exagerado! —soltó rápidamente Genevive, sudando porque la posibilidad de que su plan se viniera abajo era demasiado alta—. Es solo que, pues, ¡nunca hemos ido! Y yo solo estaba buscando algo nuevo que pudiéramos hacer, ¿sabes? Además, no debemos dejarnos guiar por las opiniones de otros y es mejor que vayamos y lo intentemos y así formemos nuestro propio juicio. ¿O acaso en la escuela no nos enseñan a pensar por nosotros mismos?
Sorprendentemente, Enzo quedó convencido por sus argumentos y terminó aceptando ir al cine. Cuando Genevive salió del taller, dando saltitos y aplaudiendo, Sabino abandonó su escondite y se dirigió como un rayo hacia su hijo. Le dio un codazo amistoso en las costillas mientras movía las cejas de arriba a abajo y exhibía una sonrisa de oreja a oreja. Enzo no entendió el gesto, pero a Sabino no le importó. Él mismo sabía los planes que Genevive tenía con su hijo, porque en algún momento de su juventud él había hecho lo mismo con la excusa del cine.
Sabino se debatía entre hacer un comentario al respecto o callarse, pero prefirió la segunda opción para no incomodar al chico. El encargo de piezas que tenían era grande, y un par de manos menos en aquel taller dificultarían mucho más la tarea. Lo mejor era dejar el asunto pasar y enfocarse en el trabajo.
Así llegó el día de la cita, un sábado. Enzo, por si acaso, antes de irse le pidió prestadas a su madre un par de pinzas de las que se usan para colgar la ropa a secar. No quería tener que soportar el olor a pies del cine, si es que era cierto lo que las personas decían. Era mejor estar preparado.
Genevive ya lo esperaba afuera. Llevaba puesto un vestido de lino blanco con un estampado de fresas, dejando parte de sus piernas al descubierto a pesar del frío. Debajo del vestido tenía una playera rosa de manga larga para evitar que se congelara por completo. Enzo, con sus pantalones, chaqueta y bufanda, le ofreció que entrara a su casa y se cambiara de atuendo, pero ella se negó, alegando que no tenía frío. Sus piernas temblorosas y pálidas la contradecían, pero Enzo sabía que insistir no servía de nada cuando se lidiaba con alguien tan terco como Genevive.
Ambos partieron hacia el cine, caminando agarrados de las manos.
Cuando llegaron, Enzo se sorprendió al ver que había mucha más gente ahí, lo que logró tranquilizarlo un poco. Tal vez la experiencia no sería tan mala. Mientras él se quedaba observando la marea de gente, Genevive se acercó a la taquilla para comprar los boletos. No había mucha variedad, para ser honestos, así que se decidió por la primera película que encontró: una de terror.
Cuando tuvieron las entradas, Enzo pensó en comprar algo de comida o dulces, pero Genevive se negó con la excusa de que la función ya estaba empezando y llegarían tarde. Cuando entraron a la sala, Enzo quiso sentarse en las filas de adelante, pero Genevive lo guió hasta las de atrás, donde las demás personas no podían verlos, con el argumento de que ahí se veía mejor la pantalla.
Enzo no sabía en lo que se había metido. Pero estaba bien. Al menos la sala no olía a pies (aunque sí tenía un tufillo a comida rancia) y no se había topado con ninguna aparición o espíritu maligno.
Las luces de la sala se atenuaron y el filme comenzó a ser proyectado.
—¿Vivi, qué película escogiste?
—No recuerdo el nombre. Pero es una de terror.
Enzo nunca había visto una película de terror. Ni tenía ganas de ver una.
Su instinto le decía que se excusara con ir al baño y huyera de ese lugar lo más rápido que podía. Que después podía justificarse a sí mismo con una infección estomacal. Pero no podía dejar a Genevive ahí plantada. Parecía que le hacía mucha ilusión ir al cine con él, y no quería arruinarle la experiencia. Así que Enzo se enderezó en el asiento y estrechó con más fuerza la mano de la chica a su lado.
Genevive lo tomó como una buena señal.
Hasta que la palma de Enzo comenzó a sudar copiosamente por los nervios. Genevive no quería soltarse para limpiarse, porque le parecía grosero, pero aquello no le gustaba para nada. Lo único que quería era tener un momento romántico.
Comenzó a guiar las manos entrelazadas hacia sus muslos; había subido parte de su vestido para dejarlos al descubierto. Pero Enzo estaba tieso del susto, inamovible como un árbol, y era imposible desviar la posición de sus manos, por lo que permanecieron en el centro.
Entonces, Genevive recargó su cabeza en el hombro de Enzo, no sin antes desamarrar la bufanda que seguía cayendo por sus hombros. Se quedó en esa posición un buen tiempo, disfrutando del olor a limón que exudaba el cuerpo de su amado. No tenía idea de lo que estaba pasando en la película y no le importaba. Estaba demasiado enfocada determinando lo que iba a hacer a continuación. Genevive giró su cabeza suavemente, de modo que su nariz rozara el cuello de Enzo. Sus labios se habían preparado para depositar una serie de besos en esa zona. Pero, en el momento en que iban a hacer contacto con la piel, Enzo soltó un brinco provocado por un susto tonto que las películas de terror aprovechan para aumentar la tensión del espectador. La mandíbula de Genevive se propulsó hacia arriba por el movimiento, y terminó mordiéndose la lengua y soltando maldiciones por el dolor.
Y Enzo, ni enterado de lo que pasaba a su alrededor.
Genevive desistió de intentar alguna otra cosa porque Enzo se había hecho bolita en su asiento, así que ella no tenía movilidad para hacer alguna otra de sus estrategias. Él había soltado su mano y aprovechaba para taparse la cara al tiempo que una escena sangrienta, acompañada de gritos desesperados, aparecía en la gran pantalla.
Ambos salieron temblando del cine, por motivos diferentes. Enzo, intentando recuperarse de la montaña rusa demoníaca a la que había sido sometido. Genevive, rabiosa consigo misma por no haber conseguido lo que quería.
—¿Q-qué te pareció? —tartamudeó Enzo.
—Meh.
—¡Vivi, lo siento pero yo no vuelvo a ver una película de terror en mi vida! Es de lo peor que me ha pasado jamás —Genevive frunció el ceño ante el comentario, y Enzo suavizó su tono—. Aunque, bueno, tenías razón. El cine no es tan malo como pensaba. Podríamos venir otra vez, si quieres. ¡Pero esta vez yo escojo la película!
Al menos eso logró sacarle una sonrisa.
Genevive se pasó la semana siguiente ideando un nuevo plan para compensar su fracaso del sábado. Pensaba y pensaba, pero nada se le ocurría. Hasta que sus padres, increíblemente, le brindaron la solución.
—¿Enzo? —lo llamó una vez que se encontraban en la cima de la colina, bajo el castaño.
—¿Vivi?
—¿Quieres ir a cenar a mi casa? —soltó de corrido.
—¿A tu casa? Pues sí, ¿por qué?
—Pues, digo, ¡para que conozcas a mis padres!
Enzo quedó confundido. Él conocía a los padres de Genevive desde que eran niños, cuando empezaron su amistad.
—¿Ah? —fue lo único que pudo balbucear como respuesta.
—¡Pues sí! Mira, yo sé que ya los conoces. ¡Pero nunca te presenté ante ellos como mi novio! ¿Te imaginas? Llevamos más de dos años juntos y no lo he hecho.
—¿No? —No es necesario añadir que Enzo se sintió un poco herido—. Espera —hizo una pausa, alzó los ojos hacia las hojas del árbol, e intentó reunir las piezas de un rompecabezas que seguía sin cuadrar en su mente—, ¡pero si ellos ya saben de lo nuestro! Si nos han visto en incontables ocasiones, Vivi.
—¡Yo sé! —Genevive empezaba a ponerse nerviosa. Jugueteó con una de sus trenzas hasta que la deshizo por completo—. Pero es que te digo que no te he presentado como mi novio, ¿sabes? O sea, ya sé que mis papás saben pero creo que igual sería un buen detalle, ¿no?
Y, una vez más, Enzo terminó cayendo en las garras del plan, esta vez convencido más por las pecas que se iluminaban con el sol en el rostro de Genevive que por los argumentos que ella proponía.
—Bueno —accedió—. Mejor tarde que nunca.
Genevive sonrió, queriendo lanzar un puño al aire en señal de victoria. Ahora, lo que debía hacer era encargarse de los preparativos para que todo saliera a la perfección.
Primero, citó a Enzo el viernes a las ocho de la noche en punto, afuera de su casa. Después, recorrió la ciudad para comprar los ingredientes que necesitaba para la velada. Finalmente, el día de la cita decidió el atuendo que iba a vestir y ordenó la casa.
Enzo sabía que debía vestirse formalmente para la ocasión. Él sabía que le agradaba a los padres de Genevive y que casi lo consideraban como un hijo más en la familia, pero de igual forma quería causar una buena impresión. El día de la cena, le pidió prestada una camisa azul a Sabino Segreti, quien no tuvo más remedio que aceptar. Salió de la casa con un abrigo, también propiedad de su padre, y se desvió del camino para pasar por la florería a comprar un ramo, pues Agnese le había recomendado que llevara un regalo.
Al entrar en la tienda sonó una campanilla que indicaba su presencia.
—Buenas tardes, joven. ¿En qué puedo ayudarle? —saludó amablemente la dueña.
Enzo no pronunció palabra, pues una simple sonrisa fue suficiente para indicarle que solo echaría un vistazo. Todas las flores se veían frescas, hermosas y fuertes, pero se sintió magnéticamente atraído hacia la esquina de la tienda donde se exhibían las flores blancas. Tras preguntar precios, terminó armando un ramo compuesto de una combinación de jazmines y lilas blancas, mirtos y nardos. Con las flores en mano, partió hacia la casa de Genevive.
Subió los escalones que guiaban hacia la puerta dando pequeños saltos, tocó el timbre y esperó. Dentro de la casa, Genevive se encontraba sentada al borde una silla, tan solo aguardando a que Enzo llegara para correr hacia la puerta y recibirlo.
—Pasa, pasa —lo invitó, tomando su mano para arrastrarlo al interior.
Llevaba puesto un pantalón de mezclilla que estaba roto en varias partes de los muslos, las rodillas y los tobillos. Una playera blanca y ajustada, que Enzo nunca la había visto usar, revelaba un atrevido escote que, al notarlo, hizo que sus mejillas se sonrojaran involuntariamente.
—Eh, traje esto masculló extendiendo el ramo de flores y aflojándose un poco la corbata azul marino que había decidido ponerse. Comparado con Genevive, parecía que él se había tomado demasiado en serio el asunto y se había vestido demasiado formal para la cena.
—Gracias, qué lindo —enunció ella al tiempo que recibía el ramo, lo olía e inmediatamente después lo hacía a un lado.
—¿Y tus padres? —preguntó Enzo, buscándolos con la mirada.
—Ahora bajan, se están arreglando.
Genevive había fruncido la nariz. Enzo sabía que ella solo hacía eso cuando intentaba ocultarle algo que, al final, siempre terminaba saliendo a la luz. Decidió hacer sus sospechas al lado, pensando que probablemente se trataría de una agradable sorpresa.
—Ven, en lo que bajan ayúdame a poner la mesa.
Enzo la siguió hasta la cocina y el olor de la comida en las ollas lo invadió por completo. Era picante, pero no molestaba la nariz; dulce, pero no empalagoso; salado, pero no al grado de preocuparlo. Era armonioso. Olía a casa. Las tensiones que seguían sobre su espalda disminuyeron considerablemente al entregarse a aquel aroma.
—¿Qué es? —preguntó con los ojos cerrados, intentando adivinar por su cuenta.
—Espagueti a la boloñesa. Con albondigas.
Enzo recordó el olor de inmediato. Se sentía avergonzado de no haberlo descubierto antes.
—¿Como el de mi madre?
—Como el mío —contestó Genevive con una sonrisa orgullosa.
Enzo se quedó perplejo con la respuesta.
—¿Tú cocinaste?
—¡Pues sí! ¿Acaso crees que soy tan inútil que no sé hacer ni eso?
—¡Para nada! —se regocijó Enzo entre risas—. ¿Qué otros talentos me estarás ocultando, Vivi?
Genevive le guiñó un ojo.
"Ya lo verás."
Cuando la mesa estuvo puesta, con todos los cubiertos en su lugar, y la comida estuvo lista, con las cacerolas bullendo, Enzo se sentó mientras Genevive servía.
—¿Y tus padres? —inquirió de nuevo—. Ya se tardaron, ¿no? ¿No quieres irles a avisar que la cena ya está lista mientras yo sirvo?
En ese momento Genevive supo que ya no podría seguir ocultándole la verdad.
—No.
—¿No?
—Mis padres no están.
—¿Qué?
—Salieron. Van a pasar unos días fuera de la ciudad.
Cuando sus padres se lo habían comunicado, Genevive había pensado que la oportunidad que tanto quería le había caído del cielo. En otra ocasión, probablemente les habría rogado que la llevaran con ellos. Pero no esa vez. Los animó a irse y hasta los ayudó con los preparativos.
—¿Y luego?
—Pues, eso. ¡Perdóname! Es que quería pasar un tiempo a solas contigo, pero no sabía cómo decirte.
—¿A solas? Pero compré flores para tu mamá...
—¿No eran para mí? —atacó Genevive, con los brazos cruzados a la altura del pecho.
—Eh, sí. También —titubeó Enzo. Hizo una pausa, intentando ajustarse al cambio de planes revelado con la nueva información. Y se dio cuenta de que algo no cuadraba—. ¿A solas? —repitió—. ¿Y tus hermanos?
—Están con mi abuela.
Genevive había convencido a sus padres de mandarlos con la anciana señora Giuliani con el pretexto de que no la habían visto en mucho tiempo y que a ella se le dificultaría tener que hacerse cargo de los niños por su cuenta.
—Estamos solos —le aseguró a Enzo en un tono que pretendía ser tranquilizador.
Casi seductor.
"Estamos solos. Podemos hacer lo que queramos."
En ese momento Enzo reparó por primera vez en que Genevive solo había sacado dos platos para servir las raciones de comida.
Estaban solos.
Enzo tragó saliva.
La cena hubiera transcurrido en silencio de no ser por Genevive, que mantuvo la conversación activa a pesar de que por dentro su garganta se estrechara y las entrañas le apretaran en una mezcla de nervios y ansiedad. La comida, eso sí, estaba deliciosa. Tanto, que Enzo se atrevió a felicitarla y a pedir que le sirviera una segunda ración, lo que llenó a Genevive de alegría.
Enzo estaba tan sorprendido que cuando ella anunció que era hora del postre creyó que saldría de la cocina con un pastel perfectamente elaborado, esponjoso y suave. Sonrió al vislumbrarla cruzando con un tazón de helado de vainilla y uno de chicle en cada mano.
—¿Del señor Loreto? —sondeó mientras recibía su porción.
—Claro. Ven, vamos a mi habitación a comerlo.
—¿Y los platos sucios?
—No te preocupes, déjalos. Ya los lavo después.
Enzo dudó un segundo, pero al ver que Genevive ya se encontraba medio camino hacia arriba decidió seguirla para no dejarla sola.
En la habitación, ambos se sentaron en la cama con sábanas rosas mientras comían y conversaban del invierno, de la escuela, del pueblo y de lo bueno que estaba el helado.
—En serio no sé cómo no te gusta el helado de chicle, Enzo. ¡Es buenísimo!
—Yo no sé cómo no te gusta el de vainilla.
—Alguna vez deberíamos de intercambiar los sabores, ¿no crees? Tú comes de chicle y yo de vainilla.
—Suena a una buena idea, pero paso. Estoy entregado en cuerpo y alma a la maravillosa vainilla.
—Qué exagerado —bromeó Genevive, dándole un ligero empujón.
Cuando terminaron de comer, recogieron los tazones y los apilaron en la mesita de noche al lado de la cama. Enzo se había levantado, preparado para despedirse y, cuando Genevive se alzó, creyó que iba a guiarlo hacia la puerta. Sin embargo, ella se acercó a uno de sus cajones y sacó una liga para amarrar su cabello, que hasta entonces había permanecido suelto.
—Hace calor, ¿no? —comentó como quien no quiere la cosa.
—¿Aquí? Un poco. Pero afuera de seguro hace muchísimo frío. ¿Quieres más helado, para que se te quite? Si ya no tienes puedo ir corriendo a la gelatería a...
Enzo tenía la mano en el picaporte, listo para salir a hacer el mandado y regresar, cuando notó que Genevive se había acercado demasiado a él. Tragó saliva por segunda vez esa noche. A un movimiento de ella, la puerta se cerró suavemente y él quedó atrapado entre sus brazos extendidos, que le bloqueaban el movimiento.
—Vivi, ¿qué...?
No pudo terminar la frase porque los labios de Genevive se estamparon con los de él. Al principio, consideró corresponderle hasta que se dio cuenta de que no podía seguirle el ritmo. Ese beso era diferente a todos los demás que había experimentado antes. Tenía más urgencia, más movimiento y más brusquedad. Era como si un pintor enfurecido lanzara pinceladas a diestra y siniestra sobre un cuadro que se suponía ya estaba terminado.
Y Enzo no supo si aquello le gustaba o no.
Genevive tuvo que separarse para tomar aire. Y entonces Enzo lo vio. Al mirarla a los ojos, descubrió que algo había tomado posesión de los iris grises que tanto lo enloquecían. Era algo que nunca antes había visto y no sabía muy bien cómo describir. Era oscuro y profundo y, aunque no quiso admitirlo, retorcido. Supo que estaba perdido, pero no desperdició la oportunidad para intentar salvarse.
—Vivi... —exclamó y su voz salió más ronca y gruesa que de costumbre. Como si aquella hubiera sido la señal que necesitaba, Genevive se abalanzó de nuevo sobre él, ignorando su petición.
Enzo no podía moverse. Estaba paralizado. Las manos se le habían entumecido y la cabeza se le había nublado. A la percepción de Genevive, su cuerpo se sentía blando y maleable. Por eso, aprovechó para sentarlo en la cama y subirse en él.
"Esto no está bien."
Genevive volvió a besarlo, pero esta vez el impacto fue tan fuerte que sus dientes chocaron y Enzo gimió de dolor. Ella interpretó el ruido de otra forma y continuó con lo que estaba haciendo. Enredó sus manos entre su pelo y se aferró a él con toda la energía que tenía.
—Enzo... —imploró al separarse de él, con la cabeza inclinada hacia atrás y los ojos entrecerrados.
Él pensó que eso sería todo y que hasta ahí llegaría el asunto. Quiso levantarse, pero el peso de Genevive sobre él le impedía largarse de ahí. Forcejeó unos segundos hasta que notó que aquello sería imposible sin que le dijera directamente a Genevive que se quitara de encima. Estaba a punto de hacerlo, las palabras a punto de nacer, cuando ella lo tomó por sorpresa al apoyar las manos sobre su pecho. Con la velocidad de una ola, le quitó su corbata y desabrochó los primeros botones de su camisa.
Y luego volvió a besarlo. Sus manos, esta vez, recurrieron a su espalda y lo abrazaron. Aquel gesto no solo acercó aún más sus cuerpos, sino que le quitó a Enzo la poca movilidad que le quedaba. Todo empeoró cuando los dedos de Genevive comenzaron a reptar y esconderse por debajo de la ropa. El toque estremeció a Enzo por el gran contraste de temperatura. La piel de ella ardía y casi podría jurar que sintió que lo quemaba.
"Esto no está bien"
No se sentía bien. La cabeza le daba vueltas. Quería que todo se detuviera, al menos por un segundo, para poder tomar aire. Cuando Genevive se apartó de nuevo, creyó que de verdad tendría una oportunidad. Estaba preparado para marcharse de ahí. Él mismo se quitaría a Genevive de encima sin importar cómo.
Como si hubiera previsto sus intenciones, Genevive aprisionó sus manos. Enzo intentó zafarse, pero ella era demasiado fuerte y el trance en el que estaba, aquel que se había apoderado de sus pupilas, le impedía darse cuenta de la incomodidad de su compañero. Con el control de sus manos, decidió deslizar una por debajo de los agujeros de sus jeans, tocando sus piernas, sus rodillas y sus muslos. La otra mano de Enzo fue obligada a recorrer la cintura de Genevive e iba subiendo. Si él no hacía nada, en poco tiempo llegaría a sus pechos. El sentimiento de alarma que lo invadió al darse cuenta de eso fue suficiente para que se rompiera el hechizo paralizante y recuperara su fuerza.
De un tirón se zafó del agarre de Genevive. El movimiento fue tan violento que, al salir, la mano que se encontraba dentro del pantalón creó un hoyo nuevo que se agregó a la colección.
—¡Esto no está bien! —explotó, dándole voz a sus inquietudes, preocupaciones e incomodidades.
El tono, el volumen y la velocidad con la que la frase fue pronunciada trajeron de vuelta a la Genevive a la que Enzo estaba acostumbrado, a Vivi.
—Esto no está bien —repitió, esta vez en un susurro.
—Enzo, no te preocupes. Estoy lista —le aseguró Genevive, pensando que su inquietud se debía a eso, mientras acunaba sus mejillas entre las manos y dejaba lentas caricias con sus pulgares.
—No, Genevive. Yo no quiero hacer esto —declaró Enzo en la voz más firme que había usado jamás, torciendo la cabeza y separándose del toque—. No me gusta. No se siente bien. No quiero.
Genevive en ningún momento había pensado que eso podía ocurrir y arruinar sus planes. Intentó ser comprensiva a pesar de que todavía no entendía muy bien la situación:
—¿No te gusta? ¿No se siente bien? Perdón. Podemos hacerlo de otra forma. Solo dime qué es lo que quieres y cómo y yo lo hago, ¿vale?
—No quiero nada de esto, Vivi.
La respuesta la dejó desarmada y apantallada.
—¿No?
Enzo aprovechó la reacción para tomarla por la cintura y, con su fuerza, alzarla y sentarla a su lado, no más sobre él.
—No.
—Pero... pero... —murmuraba Genevive en un intento de encontrar las palabras—, ¿no sientes esto?
—¿Qué?
—Estas ganas, estas ansias, esta hambre. Este calor. Aquí —posó una mano en su pecho, del lado contrario a su corazón— y aquí —la otra mano se dirigió al lugar donde sus piernas se dividían.
Enzo negó suavemente. El calor que él sentía en esos momentos se encontraba en el estómago, aunque era más parecido a las náuseas, y en la cabeza.
—¿No, Enzo?
—No, Vivi.
Se quedó pasmada. Se sintió idiota. Porque no había considerado aquello como una posibilidad. Quería ocultar su decepción, pero su cara alicaída con la boca ligeramente torcida la delataba. Y Enzo no pudo evitar sentirse un poco culpable. Solo un poco. A pesar de que quiso hacer el sentimiento a un lado, parte de él permaneció dentro. Como si hubiera limpiado y barriera el polvo debajo de la alfombra. A simple vista había desaparecido, pero si se examinaba con más atención y detalle seguía ahí. Y Enzo sintió culpa por sentir culpa. Porque sabía que no debía sentirla. Que no había hecho nada malo. Y que no debía disculparse por no querer hacer algo que no le gustaba. A pesar de eso, tal vez solo para confortar a Genevive, susurró:
—Lo siento.
Y acompañó el gesto con un efímero beso en la frente de ella.
Después de eso, se marchó.
En cuanto se encontró fuera de la casa, corrió lo más rápido que pudo. Parte de su mente seguía nublada y lo que había vivido hacía unos minutos no le parecía real. Tenía miedo de cómo terminaría afectando su relación con Genevive. Tenía miedo de que ella decidiera dejarlo por no haberle dado lo que quería. Tenía miedo de que lo hiciera ceder, porque él no quería formar parte de eso.
Con los temores rondando sus pensamientos, en lugar de llegar a su casa se desvió sin darse cuenta hacia el taller de vidrio soplado de su padre.
Era entrada la noche, aunque todavía no llegaba la madrugada, y la escena recordaba al día del inicio de su propia existencia. Enzo entró en el taller sin saber muy bien qué iba a hacer a continuación. Al final, decidió arremangarse la camisa, tomar una de las cañas de soplar y ponerse a trabajar para evadir las voces en su cabeza.
Los hornos ya estaban encendidos pero Enzo seguía sin saber muy bien qué crear. Por el proceso mecánico y sencillo que implicaba su producción, Enzo empezó a hacer un vaso de vidrio, nada fuera de lo común. Solo necesitaba distraerse.
Metió el vidrio en el horno para fundirlo. Hizo girar la caña apoyado con ambas manos, pues era demasiado pesada para manejarla solo con una. Sacó el vidrio y comenzó a darle forma al rodarlo sobre la plancha de metal ubicada a unos metros de los hornos. Sostuvo la caña en un ángulo diagonal y sopló dentro del agujero del tubo para que el aire se expandiera. Lo sacaba y lo metía, cada vez añadiendo más detalles a lo que se suponía que sería un proyecto sin complicaciones.
Nunca antes había trabajado vestido tan formalmente, y llegó a la conclusión de que no era lo más adecuado ni lo más cómodo.
El sudor caía por su frente y le purificaba el espíritu.
Este era el calor al que él estaba acostumbrado.
Era sofocante, sí, y no cualquier persona estaría dispuesta a someterse a él. A eso, además, se le sumaba el esfuerzo físico que realizaba con la tarea. Cargando cañas, girando el vidrio, soplando, esculpiendo y puliendo. El calor de los hornos podía abrasarlo, quemarlo, hundirlo, matarlo. Pero él no lo dejaba. Él lo tenía bajo control, o al menos eso le gustaba creer. Aquel calor era lo primero que había conocido en esta vida y, por lo tanto, lo reconfortaba.
¿Se parecería en algo a lo que describía Genevive?
Enzo sentía ganas, ansias y hambre, como ella había dicho. Tenía ganas, ansias y hambre de explorar su potencial, de crear, de admirar las obras que tomaban forma en la profundidad de los hornos. Pero no estaba muy seguro de que fuera eso a lo que la chica que amaba se refería.
Enzo se puso los guantes especiales para poder agarrar la pieza de vidrio, ya terminada. Esta era la parte difícil, especialmente cuando uno trabajaba solo. Con el vaso aún adjunto a la caña, Enzo puso una de sus manos en el piso para que actuara como colchón mientras que con la otra sujetaba el tubo e intentaba darle pequeños golpecitos con un bloque de madera para que la pieza se zafara.
El vaso se despegó de la caña y se estrelló en el piso.
Enzo soltó un largo suspiro, derrotado. Se frotó los ojos para espantar el sueño y bostezó largamente. Estaba exhausto. Dejó el montón de vidrios rotos en el suelo y decidió que al día siguiente lo limpiaría. Por el momento, era tiempo de irse a casa.
El cansancio de Enzo era tanto que no pudo llegar a su habitación, que era la más alejada de la entrada de la casa. Sus padres se habían quedado dormidos en la sala, probablemente después de una noche de larga conversación aprovechando que él se encontraba fuera, y no notaron cuando él llegó. Arrastrando los pies, se dirigió hacia la habitación de sus padres.
No se molestó en taparse con las cobijas o en ponerse ropa más cómoda y limpia. Antes siquiera de dejarse caer como una tabla sobre el colchón, Enzo ya se había quedado dormido.
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