Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo 6: Conviviendo con las estrellas, lejos de aquí


La primera vez que Genevive sintió mariposas en el estómago creyó que se trataba de una rara enfermedad y convenció a su madre de que la llevara a ver a un doctor. Fueron al consultorio que estaba dos locales al lado de la gelatería del señor Loreto. Tardaron más en llegar que en la consulta en sí, pues el doctor se apresuró a aclararles que no había nada de qué preocuparse. Cuando Genevive le preguntó si se pondría bien, él simplemente le guiñó un ojo y la dejó más confundida que nunca.

Aprovechando el viaje que habían hecho, y como una pequeña celebración de alivio al ver que su hija se encontraba bien, la señora Giuliani accedió a comprarle un helado. Casi le dio un ataque cuando vio a Genevive zamparse el cucurucho con colorante azul sabor a chicle.

—Con razón te duele la panza —espetó.

Genevive siguió con su vida normal, pero el malestar seguía dentro de ella. En una ocasión lo discutió con Enzo, pues se sentía peor cuando pasaba tiempo con él.

—Oye, ¿no será que tú estás enfermo y me contagiaste?

—Yo nunca me he enfermado —contestaba altanero Enzo, orgulloso de su buena salud.

—Pues qué raro.

Genevive estaba al tanto del efecto rejuvenecedor que Enzo tenía en las personas, pero ella nunca lo había experimentado. Probablemente porque eran de la misma edad y no había nada que rejuvenecer. Aquel verano, sin embargo, se sentía como una niña a pesar de que cumpliría 15 en unos cuantos meses. Como si volviera a tener nueve años y pudiera oler claramente la sal marina, escuchar el sonido de las olas al romper contra las rocas y volverse espuma, y ver a Enzo a la distancia, transportada al primer contacto que tuvo con él.

"No", se corregía a sí misma. "Es más como estar en un jardín rodeada de miles de flores rosas en pleno florecer. Con tallos que crecen por doquier y me abrazan, con el perfume trepando hasta mi nariz. Pero no es sofocante: es fresco. Como Enzo."

La pobre pelirroja no entendía qué le estaba pasando o por qué súbitamente se encontraba soltando suspiros al vacío y perdiéndose entre las conversaciones que tenía con su mejor amigo porque no podía concentrarse en ninguna palabra que saliera de esa boca. Solo tenía ojos para, vaya, sus ojos. Aquellos ojos que Sabino no se cansaba de decir que reflejaban el color de los canales venecianos.

Enzo, por su parte, estaba completamente frustrado. Ya tenía suficiente con que sus padres le hubieran prohibido la entrada al taller de vidrio soplado después del incidente en el festival de primavera como una medida preventiva que consideraron "para su propio bien". El plan de mejorar su habilidad durante el verano se había caído a pedazos. "Como yo", solía agregar a ese pensamiento y cuando estaba solo dejaba escapar una pequeña carcajada agridulce por considerarse sumamente ocurrente.

Había tenido que ajustarse y, al no poder centrarse en lo que más le gustaba en el mundo, se decidió por mejorar otra de sus habilidades: la narración y creación de historias. Visitaba a Genevive durante el día, llevando consigo algunas de sus esculturas primerizas, con la intención de contarle sus más recientes relatos así como bombardearla con ideas para cuando pudiera regresar al taller a perfeccionar sus obras.

Lo que había considerado ser una gran idea terminó fallándole también porque su amiga no lograba concentrarse en nada de lo que le contaba. No le prestaba atención, no le hacía el más mínimo caso y siempre contestaba con palabras o frases hechas.

—¿Me escuchaste?

—Ajá.

—¿Y qué te pareció?

—Claro, bien.

—Ah, pues vaya. Menuda retroalimentación.

—De nada.

—¿Viste que el señor Loreto eliminó el helado de chicle de la gelatería?

—Ajá.

—¿Viste que el mar se convirtió en cenizas y un ovni aterrizó en su lugar?

—Sí, sí.

Ni siquiera así lograba ganar un poco de atención. Era básicamente imposible. Y Enzo, que de alguna forma estaba acostumbrado a ser el centro de todos, no tardó en hartarse de su comportamiento.

—Oye, ¿y a ti qué te pasa? —explotó una tarde.

—¿Qué?

—Que qué te pasa.

—Nada. ¿De qué hablas?

—Pues justo ese es el problema: no sabes de qué hablo porque no me haces caso. ¿Te aburro? Si es así solo dímelo y sirve que no desperdiciamos el verano haciendo esto y buscamos algo más divertido.

—¿Qué? No, no.

—¿Segura?

—Sí. Bueno, no sé. Tampoco nos haría mal salir un rato, ¿no? —sugirió Genevive con la esperanza de que el aire fresco le ayudara a espabilarse un poco.

Así que terminaron yendo a la playa. Genevive suspiró aliviada al notar que el atasco de su cerebro se hacía un poco más ligero y le permitía pensar con más claridad. Sin embargo, regresó a las andadas en el momento en que decidieron meter los pies al mar y caminar por la orilla. Ambos se alzaron los pantalones para que no se mojaran, pero fue inevitable con el movimiento que hacían sus pies al chapotear. La brisa soplaba suavemente y les revolvía el cabello. Enzo lo llevaba un poco más abajo de las orejas, por lo que el viento lo invitaba a danzar alrededor de su cabeza. Genevive estaba como hipnotizada.

—¿Genevive? —escuchaba una voz a la distancia—. Genevive, muévete de ahí.

Enzo veía a su amiga, quien se había adentrado unos pasos más en el mar, con una mirada apremiante para que regresara a la orilla. Pero ella no le hacía caso.

—Genevive, si no te mueves una ola va a...

Una ola, de las grandes, llegó de imprevisto y revolcó a la pobre niña en la arena. Genevive despertó del trance de repente con una sensación de pánico por no saber en dónde se encontraba. No lograba identificar dónde estaba arriba o abajo, solo sentía que daba vueltas y maromas sumergida en el agua.

Cuando el mar la escupió en la orilla, Enzo ya estaba a su lado. En lugar de ayudarla a levantarse o preguntar si estaba bien, soltó la carcajada más grande de su vida. A Genevive el corazón le dio un brinco.

—A ver, ¿de qué te ríes? —refunfuñó con falso enojo.

—Pues de ti, ¿de qué más? —contestó Enzo entre risas.

Y la verdad es que la escena sí era graciosa. Genevive se encontraba sentada en la arena con los brazos cruzados. Las trenzas mojadas habían perdido su forma y su cabello despeinado se le pegaba en la cara, por lo que tenía que apartarlo cada cinco segundos. Lo único que le faltaba para pertenecer a una escena de caricatura era que escupiera un chorrito de agua por la boca.

Después de aquello decidieron regresar, pero Enzo no perdió oportunidad de tomarle el pelo a su amiga durante todo el camino. Ella simplemente respondía con miradas asesinas que, más que amedrentar a su compañero, le provocaban más carcajadas. Al final Enzo tuvo que callarse porque se quedó sin aire de tanto reírse, no porque de verdad hubiera querido.

De tanto burlarse de su amiga y de su estado de embobamiento, el karma lo tomó desprevenido. Se escabulló entre los rincones más escondidos de la ciudad, de su casa y de sus sueños. Enzo tardó en caer en el embrujo porque se resistía con la fuerza de un león, pero inevitablemente terminó a su merced, dócil como un gatito.

A diferencia de Genevive, el primer síntoma que Enzo tuvo no fueron las mariposas en el estómago ni la incapacidad para concentrarse. En su caso fue algo más sútil que se coló en sus ensoñaciones nocturnas. Lenta y gradualmente, sus sueños se llenaron de imágenes distorsionadas de su mejor amiga: las pecas resaltaban demasiado, el color anaranjado de sus trenzas era excesivamente vívido y brillante y sus ojos con aquel tono azul grisáceo lo invitaban a hundirse en profundidades inexploradas. Lo peor de todo era la sensación que le quedaba al despertar, pues el malhumor lo invadía tan pronto se daba cuenta de que el sueño había sido simplemente eso, un sueño.

Sin embargo, durante el día sus ensoñaciones eran la salvación. Al cerrar los ojos podía visualizar claramente cada detalle del rostro de Genevive con una precisión que daba miedo. Al abrir los ojos de nuevo mostraba las sonrisas más hermosas y radiantes de su colección que, sin darse cuenta, hacían que a Genevive le temblaran las piernas y se le sonrojaran las mejillas.

Tiempo después surgió el nerviosismo. Enzo no podía mantenerse a menos de un metro de Genevive sin que su deliciosa fragancia con olor a fresas le entrara en las fosas nasales y entorpeciera el resto de sus sentidos. La gente lo veía estamparse contra paredes por estar concentrado en otras cosas y pronto sus historias sensacionales sobre mundos y criaturas mitológicas se volvieron un patético intento de hilar oraciones.

—Y-y entonces el dra-dragón tomó vuelo y se es-escondió en el a-a-atardecer. Fi-fin.

—Ajá.

—¿Qué te pa-pareció?

—Bien, muy bien.

Enzo sabía que Genevive en realidad no le estaba prestando atención, pero cada vez que salían palabras de aprobación de su boca no podía evitar que el pecho se le hinchara un poco por el orgullo. Inmediatamente se avergonzaba por miedo a que Genevive lo notara y se burlara de él. Pero ella estaba tan metida en sus fantasías que ni siquiera lo notaba. No se daba cuenta de los balbuceos, los sonrojos o los nervios de su amigo porque todo en lo que podía pensar era en lo lindos que se veían sus ojos y en lo largas que tenía las pestañas, en sus hombros que empezaban a ensancharse y en los músculos de sus brazos fortalecidos por sus sesiones en el taller de vidrio soplado.

Si alguien hubiera escrito un libro sobre su vida en esos momentos, probablemente lo habría titulado "La boba y el tartamudo".

Ambos se pasaron la mitad del verano en ese estado: Enzo siendo un manojo de nervios y Genevive embobada con sus fantasías. Pasado un tiempo, la razón volvió a instalarse en sus vidas poco a poco pero sin sustituir el estremecimiento y la ilusión que causaban el uno en el otro. Genevive recuperó un poco de su capacidad de atención y el tartamudeo de Enzo mejoró notablemente.

Se veían todos los días no porque fueran buenos amigos, aunque ese era igual un factor muy importante, sino porque no podían soportar pasar tanto tiempo lejos del otro. Las noches, antes de sucumbir ante el manto reconfortante de los sueños, eran una tortura. A Enzo se le oprimía el pecho y Genevive sentía que se le cerraba la garganta. Estar separados les dolía como nunca antes habían experimentado.

Genevive, que era la que llevaba más tiempo siendo víctima de aquellos singulares efectos, fue la primera en darse cuenta y aceptar lo que le estaba pasando. No, no era una enfermedad extraña, el karma o un hechizo. Era algo completamente diferente.

Estaba enamorada. Nada más y nada menos que de su mejor amigo.

Estaba enamorada de Enzo Segreti.

¿Y es que cómo no iba a estarlo si Enzo era tan inteligente, amable, creativo, talentoso, fuerte, único y guapo? ¿Cómo no caer rendida a sus pies?

Durante los días siguientes a su revelación, Genevive recordó con vivos detalles el primer encuentro que había tenido con el extraño chico de vidrio, cuando tenía nueve años y lo había divisado a lo lejos en la playa. Pensó en la primera vez que escuchó sus historias, que vio sus creaciones, que pelearon. El momento en el que se hicieron amigos. Terminó llegando a la conclusión que debió saberlo desde el principio. Era obvio que terminaría enamorada de él. Estaba escrito en las estrellas, en la alineación de los planetas en el momento de su nacimiento, en los fragmentos de vidrio que formaban aquel cuerpo que en más de una ocasión le había sacado un suspiro ahogado. Era inevitable y, por lo tanto, no le quedaba más que aceptarlo.

Enzo, por su parte, pasó por una etapa de negación a la que en realidad le quedaría más el nombre de "miedo". Como a él no se le embobaron los sentidos tanto como a Genevive, no tardó en hacer el mismo descubrimiento que ella.

Estaba enamorado. Nada más y nada menos que de su mejor amiga.

Estaba enamorado de Genevive Giuliani.

¡Eso no podía ser! Era lo peor que le había pasado en la vida. Peor incluso que sus padres le hubieran prohibido entrar al taller durante el verano. Aquello era temporal, mas esto le podría terminar arruinando la vida entera. Enzo no tenía duda de eso. ¿Cómo había podido ser tan tonto para caer presa del champú olor a fresas, las pecas, trenzas pelirrojas y una sonrisa que mostraba todos los dientes? Nunca podría perdonárselo. Genevive no podría perdonarlo jamás. Y con toda razón: ¿cómo hacerlo, cuando estaba poniendo en riesgo su amistad gracias a sus estúpidos tartamudeos provocados por sus estúpidos sentimientos? El problema, que de por sí se sentía ya como un pozo sin fondo, empeoró cuando Enzo se dio cuenta de que no había nada que hacer al respecto. Por más que lo intentó (y créeme, de verdad lo intentó) no logró hacer a un lado su patético enamoramiento.

Sus sueños fueron reemplazados por noches frustradas por el insomnio, pues no podía dormir al considerar las consecuencias que sus emociones acarrearían. Finalmente, después de tanto tiempo, había encontrado una amiga en la que podía confiar y con quien congeniaba genuinamente. Con Genevive se sentía menos solo y más humano. Si Enzo traía frescura a las personas, Genevive les brindaba esa experiencia. ¿Iba a tirar todo por la borda?

Siguiendo más al impulso que al pensamiento, como la caracterizaba, Genevive no se paró a ponderar los efectos negativos de aquel sentimiento nunca antes experimentado. Ni siquiera se le pasó por la cabeza que pudiera romper su amistad con el chico de vidrio. En su lugar, después de haber aceptado lo que sentía, había tomado la decisión de que era necesario comunicarle a Enzo lo que ocurría dentro de su corazón.

Intentó mandarle señales e indirectas (que, para tratarse de Genevive, eran lo más directas que una indirecta puede llegar a ser), pero la respuesta que recibió fue nula. Enzo, como la bola de nervios en la que se había convertido, estaba demasiado preocupado como para prestar atención a todo eso.

Poco a poco, el sentimiento de culpabilidad fue reemplazado con uno aún peor. Seguía siendo miedo, sí, pero había transmutado y adquirido otra causa. ¿Y si Genevive no sentía lo mismo que él? Ese era el verdadero dilema. Porque su razonamiento hasta ese momento se derrumbaba con la idea de que la otra persona se sintiera igual. Si ese fuera el caso, Enzo no tendría que romper nada, no tendría que separarse de nadie y podría seguir cerca de Genevive. Pero, ¿y si no era así? ¿Y si Genevive no lo quería de la misma forma que él la quería a ella?

El comportamiento de su amiga solo le daba más razones para creer aquello. Genevive estaba frustrada, harta y cansada de que Enzo no recibiera sus señales, por más obvias que fueran. Sentía que no había nada más que pudiera hacer porque no le dejaba otra opción: tendría que ser completamente directa.

La siguiente semana, Enzo y ella decidieron ir a dar un paseo por la ciudad. Hicieron una parada, como siempre, por la gelatería del señor Loreto para comprar los clásicos helados de chicle y vainilla, que se llevaron comiendo en el camino.

Lo curioso de ese encuentro fue que nadie pronunció palabra. Enzo, por estar sumido en sus pensamientos; Genevive, por los nervios que la invadían al pensar en lo que estaba a punto de hacer; el señor Loreto, para no romper el silencio que nunca antes se había instalado en su tienda cuando esos dos entraban. Y, como aquello no era común, se dio cuenta de que se trataba de un asunto serio y decidió mostrarse a la altura. Les entregó sus helados y recibió la paga sin hacer ruido.

El resto del camino para el par de amigos transcurrió de esa forma. No fue hasta que llegaron a la pequeña colina que tenía una vista sensacional de la ciudad entera que uno de los dos se dignó a producir sonido. Antes de eso, sin embargo, ambos se instalaron bajo la sombra del gran castaño.

—Ejem.

Genevive no recibió respuesta alguna.

—Ejem —esta vez tosió más fuerte para captar la atención de Enzo.

—¿Qué pasó? ¿Te enfermaste?

—No, bobo. ¿Cómo me voy a enfermar?

—Pues no lo sé. El helado está frío, tal vez...

—No, nada de eso. Es solo que quiero, no, tengo que decirte algo importante.

Si Enzo se encontraba despistado, esas palabras lo regresaron a la realidad como un resorte. La preocupación volvió a invadir cada fragmento de su cuerpo. No quería escuchar lo que fuera que Genevive tenía que decirle, porque ya se hacía una idea de lo que sería y sabía que terminaría con el corazón destrozado.

¿Tan obvio había sido? Estaba seguro de que Genevive se había dado cuenta de sus sentimientos y de que en ese momento los cortaría de tajo, los aplastaría y los arrojaría por el borde de la colina. Lo rechazaría. Le rompería el corazón.

En ese momento su preocupación se intensificó todavía más. Sabía que aquella expresión era tan solo un decir porque los corazones humanos en realidad no se rompían. ¿Qué ocurriría, sin embargo, cuando se trataba de un ser de vidrio soplado? ¿Era posible que su corazón se rompiera? ¡Porque, en ese caso, Genevive podría terminar matándolo con una sola frase! Y Enzo Segreti no tenía planeado morir aquel día ni ningún otro que quedara próximo. Por eso, su respuesta a la declaración de su amiga fue simplemente:

—No.

—¿No qué? —contestó ella.

—No. No me digas nada.

—¿Qué? ¡Pero si ni siquiera sabes lo que te voy a decir!

—¡No me importa! ¡No me digas nada, Genevive, o te juro que dejamos de ser amigos en este mismo instante!

Aquella amenaza la dejó sin aire. No había pensado que las cosas se desviarían en esa dirección y, por lo tanto, no había planeado cómo reaccionar en caso de que se diera una situación como esa. Debido a eso, y para tranquilidad de Enzo, calló un momento. Pero no necesitó mucho tiempo para decidirse a arriesgar su amistad con tal de darle paz a su corazón.

—¡A mí no me amenazas, Enzo Segreti! ¿Quién te crees que eres? Aunque no lo quieras, te voy a decir lo que tengo que decirte. Y de nada te sirve intentar taparte los oídos o gritar para callarme. Haré lo que sea para que me escuches, ¿entendido?

Tal vez fue porque escuchar su nombre completo en boca de Genevive era algo que nunca había ocurrido, pero Enzo quedó aturdido y no supo cómo responder. Ese pequeño lapso le permitió a Genevive seguir con su discurso.

—Mira, yo sé que somos amigos, ¿vale? Somos muy buenos amigos y lo hemos sido por mucho tiempo. ¿Cuánto, como seis años? Sí, casi seis años. Y tal vez al decir esto arruine nuestra amistad y termines odiándome, no lo sé, pero es que necesito decirlo porque si no lo hago siento que voy a explotar. De verdad, Enzo, no lo digo de broma, ¿va?

»Bueno, ahora sí. Este, pues eso. ¿Eres tonto, o qué? De verdad, Enzo, no te imaginas lo que me has hecho sufrir estas últimas semanas. Te he mandado tantas indirectas que me sorprende que no hayas captado ni una. Así no se puede, ¿eh? Por eso he tenido que recurrir a esto, que no es precisamente mi método favorito pero no me queda de otra.

»¿Entiendes lo que quiero decir? —No, Enzo no entendía nada y su cara lo demostraba—. A ver, creo que, hmm, es más fácil si lo suelto de golpe, ¿vale? Así que no te asustes cuando lo diga. Aquí va: una, dos... —y, como era típico en ella, antes de llegar a "tres" las palabras ya estaban saliendo de sus labios—. ¡Enzo, estoy enamorada de ti!

A tal confesión le siguió un sonrojo de proporciones inimaginables. Toda la cara se le puso roja, incluso más que sus características trenzas. A pesar de la vergüenza, en ningún momento dejó de mirar a Enzo a los ojos. Él, por su parte, se encontraba tan absorto pensando en lo linda que se veía así que se tardó en procesar lo que su amiga había dicho.

—¡Y yo sé que lo siento de verdad, Enzo! —continuó Genevive aunque la voz comenzara a temblarle—. Mira, este, siempre me ha gustado pasar tiempo contigo porque eres una persona muy interesante y carismática y talentosa y única —se le escapó un suspiro—. Pero esto es diferente, ¿sabes? Es que cuando estoy contigo me siento como si estuviera en las nubes, como si pudiera convivir con las mismísimas estrellas. Y cuando no estoy contigo me duele, Enzo, de verdad me duele. Y, no sé, no es algo que me haya pasado antes pero supongo que no es algo que ocurra tan frecuentemente.

»Cuando estoy contigo me siento demasiado feliz, más de lo que jamás haya experimentado. Es como si tú brindaras luz y color y sentido a mi vida, así que estar lejos de ti hace que todo luzca gris y no le veo mucho el gusto a eso. Y yo sé que esto tal vez es demasiado para ti, no lo sé, así que no tienes que decirme nada —esta parte era mentira, por supuesto, pues Genevive se moría de ganas por saber lo que Enzo tenía que decir al respecto, aunque la rechazara rotundamente. Pero, al mismo tiempo, era consciente de que había estado hablando por mucho tiempo y que su amigo probablemente estaba desconcertado y sorprendido, así que prefirió darle tiempo para reponerse —. Solo necesitaba decírtelo, ¿vale? Y ya, eso es todo.

Se había puesto de pie para decir todo aquello y al terminar decidió sentarse de nuevo al lado de Enzo. Lo que le quedaba del helado de vainilla se había escurrido por el cucurucho y goteaba entre sus manos, dejando manchas pegajosas. Enzo estaba perplejo y en verdad no sabía qué decir. Consideró la posibilidad de que todo fuera una broma por parte de su amiga, pero al recordar la seriedad de Genevive lo descartó rotundamente.

En ese caso, ¿sería verdad? ¿Era posible que Genevive sintiera lo mismo por él? Oh, ya. Estaba soñando. Todo eso no era más que uno de los típicos escenarios ficticios de sus sueños. Su subconsciente se había lucido con ese en particular, ya que todo era demasiado realista. Solo para comprobar, Enzo se pellizcó y al sentir dolor confirmó que no era un sueño. En verdad estaba viviendo aquello. Su corazón se elevó hasta tocar el cielo y convivir con las mismísimas estrellas, confirmando que sus sentimientos y los de Genevive eran correspondidos. El pobre estaba tan emocionado que no pudo decir mucho. Las palabras se le alborotaban en la garganta y luchaban por salir sin ningún orden concreto.

—Genevive... —el nombre que lo había hechizado por los últimos meses fue lo único que pudo pronunciar en ese momento. Era un bálsamo curativo, una promesa de amor y un ancla, todo al mismo tiempo. El nombre de la persona que amaba, su mejor amiga, venía a sus labios de manera natural, como si hubiera esperado siglos para ser pronunciado de esa forma.

Genevive, en cierta forma, lo sintió igual. Escuchar la voz de Enzo pronunciar su nombre, ronca por haber permanecido tanto tiempo en silencio y gruesa por los cambios que enfrentaba a esa edad, le proporcionó una corriente de electricidad que la recorrió hasta que se le ablandaron las rodillas y le cosquillearon las manos. A lo largo de seis años Enzo había pronunciado su nombre en incontables ocasiones, pero ninguna como aquella. Y no necesitó decir nada más para que Genevive comprendiera exactamente lo que quería expresar.

Había sido correspondida.

Y sin más se abalanzó a los brazos de Enzo, con risas causadas por la felicidad más pura que ha existido jamás. Y Enzo la recibió con calidez y una sonrisa que abarcaba la mitad de su rostro. Entrelazaron sus manos y ninguno de los dos se sorprendió al notar por primera vez que encajaban perfectamente, como si hubieran sido fabricadas a la medida. Era el momento más alegre de sus vidas.

Genevive, acurrucada y abrazada por Enzo, alzó la mirada para encontrarse con unos ojos que la miraban con ternura y todavía con un poco de incredulidad. Y no pudo resistirse. Podría decir que lo intentó, pero sería una completa mentira. Simplemente se elevó hasta que estuvo lo suficientemente cerca para que sus narices se rozaran. Y, sin soltarse de las manos, lo besó.

Aquel beso fue el mejor regalo de cumpleaños que recibió jamás, a pesar de que faltaran un par de días para la fecha.

Enzo se dejó llevar a pesar de que no tenía idea de lo que estaba haciendo. Al separarse, estaba más rojo que un tomate y Genevive no perdió la oportunidad para burlarse de él.

Los primeros días de su nueva relación fueron cautelosos. Ambos se sentían dentro de una burbuja, y no querían que alguna de sus acciones terminara reventándola y los regresara a la realidad.

Agnese y Sabino Segreti no tardaron en darse cuenta de lo que ocurría. Los niños ya no pasaban tiempo en casa y, cuando lo hacían, no paraban de escucharse risillas nerviosas y alcanzaban a percibir fugaces destellos de ellos corriendo por los pasillos con las manos entrelazadas.

—¿Y ahora que vamos a hacer al respecto?

La pareja conversaba una tarde, aprovechando que Enzo y Genevive se encontraban afuera.

—¿De qué hablas? —preguntó Agnese con curiosidad.

—¡Pues de los niños, Agnese! Andan por ahí jugando a ser noviecitos.

—¡Ay, Sabino! —exclamó ella con una carcajada, lo que lo irritó aún más—. No me digas que te molestan, porque no le hacen ningún mal a nadie.

—¡Pero es que son demasiado jóvenes!

—¿De qué hablas? Ambos tienen ya quince años.

—¡Justamente por eso!

—Sabino, pero ya no son unos niños.

—Claro que lo son.

—Bueno, si tú quieres verlo así. Pero no vengas a decirme que a esa edad tú no te enamoraste, ¿eh? Es algo que suele pasar en esa etapa. Déjalos.

Sabino refunfuñó algo por lo bajo pero su esposa simplemente sonrió. Sabía que con aquello lo callaría, pues el comienzo de su propia historia de amor había acontecido cuando ambos tenían edades similares a las que Enzo y Genevive tenían en aquel entonces.

—Además —continuó Agnese, pero calló súbitamente al dudar sobre si lo que estaba a punto de decir resultaba apropiado.

—¿Además qué?

Agnese Segreti se mordió el labio inferior, indecisa.

—¿Qué tal si es su última oportunidad de experimentar algo así?

Aquellas palabras dejaron pasmado a Sabino Segreti.

—Pero, ¿de qué hablas, mujer?

—Sabino, cielo, ¿no recuerdas cómo se rompió nuestro niño en primavera? Yo no puedo evitar que se me venga a la mente cada vez que poso la mirada en aquella mancha que tiene en la rodilla. Puede romperse en cualquier momento.

—Pero, Agnese, eso solo ha pasado una vez. Nunca antes se había roto. El chico es resistente, te lo digo yo. —El orgullo en su voz era obvio.

—Justamente por eso es que estoy preocupada. ¿Por qué se quebró, si habían pasado casi quince años sin que tuviera una grieta?

—Creo que tus preocupaciones no están fundamentadas, amor.

Sabino usó su tono tranquilizador. Aquel que ya había utilizado en incontables ocasiones cuando sabía que su esposa necesitaba que fuera un punto de apoyo, un mástil que se mantuviera firme incluso en las más terribles tormentas. Y, por un momento, Agnese quiso creerle. Quiso creer que en realidad no había motivos para preocuparse. Pero tenía una corazonada que, por más que quiso enterrar, resurgía a los pocos minutos.

—Está bien —dijo, sin embargo, para calmar a su marido—. Pero déjalos tener esto, ¿sí? En verdad están enamorados.

Y Sabino Segreti no tuvo más remedio que aceptar. Porque, en efecto, Enzo y Genevive estaban profundamente enamorados. Incluso él lo sabía.

El resto del mundo dejó de existir. A los ojos de Enzo solo existía Genevive y a los ojos de Genevive solo existía Enzo. Era tan simple como eso. No había nada más y, si lo hubiera, de todos modos no importaría.

Lo que quedaba del verano lo pasaron entre las olas del mar, las hojas del castaño en la colina, las calles de la ciudad y la gelatería del señor Loreto, quien cada vez que los miraba recordaba con nostalgia tiempos anteriores a aquel y no podía evitar sonreír. Tantas parejas habían pasado por su tienda y ninguna de ellas lo conmovía tanto como la niña pelirroja aferrada al brazo del chico de vidrio.

A veces pasa, a esa edad, que los noviazgos son parecidos a lo que Sabino discutía: juegos. Los jóvenes se encaprichan con alguien, pero a la hora de entablar una relación con esa determinada persona no saben qué hacer o cómo proseguir. La vergüenza se establece y no pueden siquiera hablar el uno con el otro a menos que sea por medio de notitas que mandan a través de sus amigos en común. Al poco rato deciden que la cosa no va a funcionar, terminan y a otra cosa mariposa. Afortunadamente ese no fue el caso para Enzo y Genevive, tal vez por la previa relación de amistad que mantenían desde hace años, tal vez por la naturaleza extrovertida de la misma Genevive, quien no estaba dispuesta a terminar como aquellas parejitas que abundaban en su escuela.

Si bien la dinámica de su relación no cambió drásticamente, podría decirse que se expandió. Con su declaración de amor habían desbloqueado una serie de acciones en las que antes ni siquiera pensaban. También surgieron nuevos temas de conversación, mucha conversación, pues no falta decir que Enzo y Genevive podrían pasarse toda la noche hablando. Claro, si sus padres no se los impidieran.

—¿Alguna vez has salido de aquí? —preguntó Genevive un día mientras observaban el atardecer en la colina, que se había convertido en su lugar favorito para las citas.

—¿De dónde? —susurró Enzo, mientras acariciaba con sus dedos los nudillos de Genevive.

Parecía que nunca se soltaban de las manos, como si se hubieran fusionado.

—De aquí, del pueblo. Siempre estamos aquí. Ya me sé las callejuelas de memoria, conozco todas las tiendas que hay y a casi toda la gente que vive aquí. Siempre vamos a los mismos lugares y si no estuviera contigo te juro que de verdad me aburriría, Enzo. ¿No te gustaría salir de aquí?

Enzo nunca había salido del pueblo en el que nació y para ser honesto tampoco había pensado en hacerlo. Le agradaba el taller de vidrio, la gelateria, la zapatería que llevaba ahí desde siempre, el supermercado donde las señoras chismosas solían acosar a Agnese cuando él aún era un bebé, el cine putrefacto de la ciudad al que nadie se atrevía a ir porque corrían rumores de que además de que estaba embrujado olía a pies, el lavado de autos, la propia casa de Genevive y el canal que rodeaba la ciudad. Pero no solo era eso, también estaba la gente: sus padres, el señor Loreto, la profesora Romina (o la "profesora poesía", como él mismo la había bautizado), Genevive. Era su mundo entero y no se veía a sí mismo abandonándolo. Se sentía bien ahí, en casa. Era su pueblo. Le tenía cariño.

Prefirió guardar silencio y seguir escuchando a Genevive.

—He escuchado que más allá hay bosques y desiertos. Que hay playas tropicales donde el agua es tan clara que puedes ver a los peces nadando. Que hay mundos de hielo donde viven pingüinos y osos polares. ¡Lugares donde hay nieve! ¡Imagínate, Enzo! —Ambos seguían usando sus nombres a pesar de que habían escuchado a varias parejas decirse cosas como "mi vida", "amor", "cielo", "cariño" o, el favorito personal de ambos, "tesoro". Pero eso no iba con ellos porque no se sentía natural—. Mi mamá dice que cuando ella era joven exploró el mundo entero y que de todos los lugares que visitó este fue el que más le gustó, por eso se estableció aquí. Pero yo quiero salir, Enzo. Yo también quiero ver lo mismo que ella. A veces me siento tan encerrada... como si el mundo fuera demasiado chico para mí. Como si necesitara escapar. Tú... ¿tú no te sientes así?

—Yo... no lo sé. Nunca lo había pensado.

Era verdad y a la vez no. Porque lo que en realidad habría querido contestar era una rotunda negativa, pero Enzo creyó que era demasiado brusco después de que Genevive hiciera tal declaración de sus deseos y sentimientos. Él no tenía pensado ir a ningún lado. Aquel pueblo era parte de su identidad y dejarlo sería como dejar atrás una parte de sí mismo. No se sentiría correcto. Por eso le costó comprender la razón detrás de los impulsos de Genevive.

—¿No extrañarías este lugar? —rogó, aunque en realidad quisiera preguntar otra cosa.

—No lo sé —consideró Genevive—. Supongo que sí. Pero igual me gustaría salir. Perderme. Aquí no puedo hacer eso. ¡Si conozco el pueblo como la palma de mi mano!

Había girado a ver a Enzo y, al notar que no estaba tan convencido, sintió la necesidad de explicarse más.

—El mundo es tan grande y conocemos tan poco... Y siento que debo aprovecharlo, Enzo. Si no me pasaré toda la vida aquí y cuando sea viejita será demasiado tarde y tendré arrepentimientos. Además, ¿qué le contaría a mis nietos si me quedo en este pueblucho?

"Esto", quiso decir Enzo, pero se lo guardó. En su lugar, tomó entre sus manos una de las trenzas de Genevive y la balanceó de un lado a otro. Cuando se cansó, la dejó ir y le dedicó una sonrisa ladeada con los hombros alzados, como pidiéndole perdón. Genevive soltó una carcajada. Se veía tan tierno. Plantó en sus labios un corto beso y así dejaron el tema.

No fue hasta más adelante, cuando regresó a casa después de su hora permitida y recibió un regaño de sus padres, que Enzo reflexionó sobre lo terrible de aquella situación. Él y Genevive tenían puntos de vista opuestos, y esta vez no era por un asunto tonto como el sabor de un helado. Esta vez era algo serio que podría llegar a afectar sus vidas para siempre.

Porque él quería quedarse. Y ella quería irse. Y Enzo intentó tranquilizarse pensando que cualquiera de los dos podría cambiar de opinión en cualquier momento y, si ese no era el caso, de todas formas faltaba mucho para que eso ocurriera.

Consideró la opción de irse con ella, pero se sintió como una idea distorsionada. En primer lugar, no había sido invitado. En ningún momento de su conversación Genevive había mencionado que quisiera que él la acompañara en su aventura alrededor del mundo, así que no estaba seguro de si eso frustraría los planes de su pareja. Y, bueno, además estaba el factor de que él no quería viajar.

Si Genevive llegaba a irse, él podría esperarla. Era una certeza: la esperaría. Probablemente se quedaría destrozado al principio y no sabría muy bien cómo encontrarle sentido a la vida sin su alma gemela, pero se las arreglaría. Siempre y cuando tuviera la seguridad de que ella regresaría en algún momento. Entonces podrían seguir su vida juntos y vivir felices para siempre, como en los cuentos de hadas que tanto le gustaba imaginar.

El verdadero problema surgió cuando empezó a pensar en la posibilidad de que Genevive no regresara jamás, o al menos no permanentemente. ¿Qué tal si, como su madre, ella encontraba otro lugar para establecerse? ¿Qué tal si después de ver el mundo descubría que su pueblo natal no era tan bello como pensaba y decidía instalarse muy lejos de ahí? Podría suceder, no estaba en duda. En ese caso, tal vez volviera al pueblo de visita para ver a sus padres ocasionalmente, así que no perdería el contacto con ella. Pero se convertiría en una simple visita. Un saludo ocasional y nada más. No sería lo mismo.

Todo empeoró cuando reemplazó las incógnitas con sus inseguridades. Si Genevive viajaba alrededor del mundo de seguro conocería a muchas otras personas interesantes. ¿Qué tal si eran mejores que él? Probablemente lo eran. Tal vez también eran más encantadoras y carismáticas. Si se iba por mucho tiempo, tal vez incluso podía enamorarse de alguien. ¡Había tantas posibilidades! Y Enzo salía perdiendo en cada una de ellas.

¿Qué tal si Genevive no regresaba jamás?

¿Qué tal si Genevive no lo escogía?

¿Qué tal si Genevive lo olvidaba?

Enzo no pudo dormir aquella noche. 

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro