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Capítulo 5: Sobre cómo la primavera también puede dejar cicatrices


A Enzo siempre lo puso un poco nervioso la energía que Genevive exudaba cuando algo la emocionaba. Sus piernas se movían de arriba hacia abajo, sus dedos tamborileaban en la mesa y sus trenzas pelirrojas se balanceaban de lado a lado. Casi siempre Enzo terminaba mareado con tanto movimiento proviniendo de una sola persona, pero cuando en la escuela se anunció que se llevaría a cabo un festival de primavera él mismo se contagió de la agitación de su amiga.

No solo era la primera vez que se realizaría tal evento, sino que además serían los propios niños los que lo organizarían. Claro, con la supervisión y el apoyo de los maestros.

—¿Qué crees que hagamos? —Genevive volteó hacia Enzo con una sonrisa traviesa en el rostro. Tenía una ceja hacia abajo y una hacia arriba, una habilidad de la que Enzo sentía envidia porque por más que la practicaba frente al espejo del baño no podía imitarla. Así que en lugar de responder con el mismo gesto, simplemente se encogió de hombros.

Ambos cumplirían quince años más tarde ese mismo ciclo escolar, Enzo en abril y Genevive en julio. La escuela consideró que ya eran demasiado mayores como para hacer una coreografía de baile, como se les asignó a los grados menores, así que decidieron que su grupo declamaría una poesía.

Al instante se escucharon abucheos y quejas. Que la poesía era muy aburrida, que solo era pararse y decir algo, que tenían que aprenderlo de memoria y que era muy difícil, que nadie les iba a prestar atención, que qué tenía eso que ver con la primavera.

—La poesía es primavera —intervino la maestra de inmediato. Ninguno de los alumnos entendió aquella extraña frase, salvo por Enzo. Sintió que algo se le removía en el corazón y al principio temió que estuviera teniendo alguna clase de ataque, pero a los pocos segundos se dio cuenta de que aquello no dolía.

Enzo entendió aquella frase con el corazón, no con la mente. Justo como la poesía y cualquier otra forma del arte debe de entenderse. La poesía es primavera, fue una de esas oraciones que se quedaron grabadas en la memoria de Enzo para siempre. En ocasiones se le venía a la mente de la nada: el recuerdo afloraba en momentos aleatorios y Enzo no sabía muy bien qué hacer con él. Había algo más profundo que también se entendía con el corazón, pero estaba demasiado enterrado y Enzo aún no tenía la suficiente madurez como para atreverse a descifrarlo.

Aquella rara frase de la maestra solo puso a la clase de peor humor porque nadie entendía nada. ¿Qué iban a hacer con un poema? Pudieron haberse pasado todo el día reclamando pero la profesora se apresuró a aclarar que el asunto estaba fuera de discusión.

El texto seleccionado fue de un poeta chileno que nadie conocía, pero que según los adultos era reconocido mundialmente y hasta había ganado galardones de alta reputación. A los niños poco les importaba eso, porque las palabras que se suponía que componían el poema les resultaban incomprensibles. Afortunadamente tuvieron un tiempo considerable para aprenderlo, aunque algunos no necesitaron más de dos días para que se les quedara pegado como chicle en el cerebro.

Después de eso se llevaron a cabo ensayos generales, donde cada grupo tomaba una posición previamente asignada y realizaban su número. Al mismo tiempo, los niños tenían que encargarse un poco de las logísticas. Parte de las tareas del grupo de Enzo era decorar el escenario, así que durante el tiempo de clase solían dividirse para ir por la ciudad a conseguir los materiales que necesitaran. Enzo se había ofrecido a hacer esculturas de vidrio que adornaran los pasillos que dividirían los asientos del público, pero se le negó el permiso por miedo a que la fragilidad de las obras terminara ocasionando accidentes.

Genevive ya había escuchado previamente todas las ideas que Enzo tenía para el festival y todas le parecieron muy buenas, así que intentó defender la sugerencia. Entre ambos terminaron hartando a los maestros y los mandaron a comprar pintura y materiales para la escenografía.

—Qué mal que no aceptaran tu idea, no saben de lo que se pierden —Genevive consolaba a Enzo mientras caminaban cabizbajos hacia la tienda de pintura que se encontraba del otro lado del río que cortaba la pequeña ciudad.

—No te preocupes. Eso no significa que voy a dejar de soplar vidrio. ¡Já, hasta crees! Cuando llegue el verano trabajaré más duro que nunca.

—Claro, claro. Deberías hacer una escultura mía, de tamaño real. Así podrías tenerme cerca cuando me extrañes —bromeó la niña mientras hacía poses raras y lanzaba besos al aire bajo la melodiosa risa de Enzo—. Aunque claro, probablemente no logre igualar mi belleza original.

—Ya, ya.

Con la rapidez de un rayo se les quitó la tristeza. Dejaron de mirar al suelo y en su lugar se enfocaron en disfrutar de los paisajes del pueblo, admirando el mar que se vislumbraba a lo lejos. Al poco rato se cansaron de viajar en silencio y decidieron hacer carreras para ver quién llegaba más rápido a la tienda.

—Prepárate para perder.

—Pff, en tus sueños. Sabes que soy mucho más rápida que tú.

—¡Eso está por verse!

—Vale, a la cuenta de tres: uno...

—Dos...

Todavía no llegaban a tres y Genevive ya se encontraba varios pasos adelante.

—¡Eh, eso es trampa!

—¡Alcánzame si puedes!

Ambos cruzaron el río en pocos minutos, corriendo y riendo tan fuerte que al detenerse les dolía el estómago.

—Finalmente he descubierto por qué dices que eres más rápida que yo: eres una tramposa.

—Solo me tienes envidia porque te gané. Llámame lo que quieras pero eso no quita el hecho de que sí sea más veloz —contestó Genevive con una sonrisa de oreja a oreja.

Tuvieron que pedir la orden de pintura y los demás materiales entre jadeos porque todavía no se recuperaban del esfuerzo físico. A los dueños les costó un poco entenderles pero al cabo de dos repeticiones lograron registrar el pedido.

Los maestros les habían dado dinero para pagar por los materiales, así que Enzo sacó las monedas necesarias mientras Genevive recibía los botes de pintura. Salieron de ahí riendo y sin ganas de regresar a la escuela.

—¿No quieres que te ayude a cargar la pintura?

—¿Por qué? ¿Acaso no crees que pueda, eh? ¿Crees que soy débil? ¡Pues no! ¡Te demostraré que también soy más fuerte que tú!

Aunque parte de su terquedad se debía a su orgullo, a Genevive también le daba miedo que Enzo pudiera romperse en cualquier momento y no le gustaba dejarlo cargar cosas pesadas como aquella. ¿Con qué cara la mirarían Agnese y Sabino si se enteraran que su hijo adorado, su mayor tesoro, se había roto por su culpa? Era mejor no arriesgarse.

Enzo lograba captar parte de la preocupación de Genevive, pero decidió no darle tanta importancia porque no le gustaba tornar la situación incómoda. Metió las manos en sus bolsillos para caminar al lado de su amiga y ocultar su pena cuando sintió sus dedos rozar una preciada forma redondeada.

—¡Nos quedó dinero! —exclamó asombrado.

Ambos amigos intercambiaron una mirada conocedora. Alguien que los viera de lejos podría haber pensado que poseían la habilidad de comunicarse con la mente y casi hubiera acertado. Tanto Enzo como Genevive pensaban lo mismo sin necesidad de decirlo, pero aún así lo hicieron:

—¡Helado!

Sin más preámbulos se encaminaron trotando hacia la gelateria del señor Loreto.

—¡Señor Loreto! —saludaron ambos niños al entrar.

—¡Pero si son nada menos que Enzo y Genevive! ¿Qué los trae por aquí? ¿No se supone que deberían de estar en la escuela? ¡No me digan que se escaparon! Son unos pillos.

—Cómo cree, señor Loreto —contestó Enzo.

—¿De verdad cree que somos capaces de hacer tal travesura? —contestó Genevive con una sonrisa inocente, pero sus cejas incontrolables delataban la naturaleza juguetona que la caracterizaba.

—Solo salimos a comprar la pintura para adornar el escenario del festival de primavera.

El señor Loreto los examinó con la mirada largamente, intentando detectar una mentira. Al no notar nada sospechoso, cambió su expresión por una sonrisa que hizo que su blanco bigote dejara de lucir tan amenazador y retomara la dulzura de siempre.

—Está bien, niños. ¿Qué van a querer?

—Yo quiero un helado de chicle.

—Yo quiero uno de vainilla.

—Vale, vale, entonces lo mismo de siempre.

Genevive y Enzo esperaron sus helados pacientemente y pagaron cuando el señor Loreto se los entregó. La heladería tenía una pequeña banca en la parte de afuera, así que decidieron sentarse ahí para soltar los botes de pintura y poder comer a gusto. Luego procedieron a tener la misma conversación que tenían cada vez que iban juntos a visitar al señor Loreto:

—No entiendo cómo te gusta el helado de chicle. El chicle es horrible, siempre se te queda pegado a los dientes y al cabo de un rato se le acaba el sabor.

—A ver, Enzo, ¡esa es la maravilla del helado de chicle! No es un chicle, es helado. Y es muy bueno —declaró la niña sacando la lengua, que empezaba a adquirir una tonalidad azul a causa del colorante—. Yo no entiendo cómo es que a ti no te gusta.

—Prefiero la vainilla.

—Ese es el sabor más aburrido del mundo. El señor Loreto tiene tantos sabores y de todos esos tuviste que elegir el más plano.

—A mí me gusta.

—Pues cada quien, supongo —terminaba la conversación Genevive con un ligero aire de superioridad porque consideraba que su helado era mucho mejor.

Enzo ya se había acostumbrado al carácter de su amiga, así que simplemente decidió continuar la conversación.

—Parece que los maestros están más emocionados con esto del festival que nosotros.

—¿Verdad? El profesor de matemáticas hasta se olvidó que teníamos examen hoy. Pero bueno, no me quejo para nada porque si te soy honesta no había estudiado ni un poco.

—Yo tampoco. Ojalá no se acuerde.

Un poco de silencio mientras ambos saboreaban sus helados.

—Genevive, ¿crees que cuando crezcamos nos acordemos de esto?

—¿Del festival de primavera? Pues claro, es la primera vez que se hace algo así en la ciudad. Podría decirse que es un hecho histórico o algo así.

—O sea, sí. Pero yo me refiero a este preciso momento. ¿Crees que nos acordemos de que fuimos por la pintura —pausó un momento para checar la etiqueta— color azul celeste y que en el camino nos detuvimos a comprar un helado? ¿Te acordarás de qué sabor lo pediste? ¿Nos acordaremos de estar teniendo esta conversación?

—Qué complicado eres, Enzo. ¿Para qué pensar todo eso? Tal vez no me acuerde del color de la pintura o de la conversación en sí, pero claro que recordaré el sabor del helado —Genevive soltó una sonora carcajada—. A ver, Enzo, ¿cómo no nos vamos a acordar del sabor del helado si siempre pedimos lo mismo? Nunca cambia.

—Es cierto. Tienes razón. Nunca cambia.

Con esto el niño de vidrio se quedó un poco más tranquilo y relajado. Por más tiempo que pasara, los momentos quedaban asegurados en su memoria. No cambiaban y nunca lo harían.

Las cosas en la ciudad sí que estaban cambiando, sin embargo. La felicidad que conllevaba este tipo de eventos había inundando a la población de la ciudad al grado que el festival que debía celebrarse a finales de marzo terminó haciéndose una semana antes de que llegara la tan anticipada fecha. La escuela tuvo que acelerar los preparativos, pero no hubo ningún otro inconveniente que impidiera el cambio de logística. Los niños eran los únicos desanimados al respecto, pues significaba que en cuanto el festival de primavera terminara tendrían que regresar a clases normales, además de que los maestros los tenían de un lado para otro ordenando cosas, decorando escenarios, preparando butacas, ensayando y dando los últimos retoques.

El evento se celebraría en el patio del colegio, con el mar de fondo en el horizonte. Cuando Agnese y Sabino llegaron al lugar se sorprendieron de la calidad y el esfuerzo que se le había puesto a la decoración. Las sillas estaban ordenadas con precisión de forma que los de adelante no taparan a los de atrás, y cada una estaba recubierta de una almohada de musgo artificial y un ramo de flores silvestres. Las cortinas del escenario parecían lianas que se balanceaban de un lado a otro con la brisa. Pero lo que más le llamó la atención a Sabino Segreti fueron las luces. Era pasado el mediodía y el sol iluminaba ligeramente el lugar causando destellos inusuales que le daban al escenario una luz verdosa y fresca. Al sentarse en su silla, Sabino descubrió que entre el musgo y las flores se encontraban pequeños cristales y supo sin duda alguna que Enzo había tenido la idea y había trabajado en ellos a sus espaldas. No pudo evitar la sonrisa nostálgica que surcó su rostro al acordarse de cuando su hijo solía jugar con las esculturas de la bodega de su taller, pensando que los mismos destellos iluminarían su rostro cuando pasara al escenario.

Mientras la gente llegaba, los niños se encontraban amontonados detrás del escenario, sentados en círculos divididos en sus grupos. La clase de Enzo repasaba su poesía en voz baja mientras el maestro de ceremonias hacía su aparición en el escenario, daba la bienvenida y anunciaba el primer número del festival.

—Psst

—¿Qué pasó, Genevive? —susurró Enzo en el oído de su amiga.

—¿Estás nervioso?

—No. ¿Tú sí?

La niña asintió con su cabeza pelirroja.

—Es que te tengo que confesar algo.

—¿Qué pasó? ¿Qué hiciste ahora?

—Es que... no me aprendí el poema.

—¿Qué?

—Que no me aprendí el poema.

—Sí, sí escuché eso. ¿Pero por qué?

—Pues pensaba aprenderlo unos días antes de que fuera el festival. Pero con todo esto del cambio de fecha ya no me dio tiempo.

—¿Y luego? ¿Qué vas a hacer?

Genevive guardó silencio por unos segundos y finalmente dirigió su mirada de nuevo hacia Enzo. Lo miró fijamente un tiempo antes de esbozar una sonrisa avergonzada y hacerle ojitos.

—¿Por qué me ves así? ¿Qué quieres?

—Y si...

—¿Qué?

—¿Y si me enseñas el poema?

—¿Ahora?

—Pues sí. Ándale, Enzo, por favor. Ya sabes que tú eres mi mejor amigo y que sin ti yo no podría hacer nada y que te aprecio mucho por siempre estar ahí para mí o algo así. Solo es un pequeño favor y te prometo que no volverá a pasar, además tenemos tiempo antes de que nos toque. Ándale, ¿sí?

Genevive pestañeó tierna e inocentemente al tiempo que se pegaba más contra su amigo.

—Ya sé. Si me ayudas, la próxima vez que hagamos carreritas te dejo ganar, ¿vale? Anda, Enzo, di que sí. Di que sí, por favor.

Enzo quiso alzar una ceja para demostrar una pose desinteresada, pero el gesto le salió mal como de costumbre. Genevive pudo haberse reído, pero en su lugar lo siguió mirando haciendo pucheros. La falta de burla fue lo que hizo que Enzo accediera.

—Vale, está bien. Repite después de mí...

Se pasaron la mitad de los números diciendo el poema una y otra vez. Genevive confundía algunas palabras y cambiaba de lugar ciertos versos, pero para el momento en que llegó su turno tenía una comprensión aceptable del texto.

—Es momento de recibir a nuestro siguiente número —anunció el maestro de ceremonias—. Declamando una poesía, ¡reciban por favor a nuestros alumnos de tercero!

La clase se levantó de un salto para adquirir sus posiciones en el escenario.

—Enzo —Genevive lo llamó suavemente—, tienes la agujeta desamarrada.

—Pero ya es nuestro turno, luego me la amarro. Además, no creerás que soy tan torpe como para tropezar y caerme, ¿no?

Genevive guardó silencio porque en realidad sí lo pensaba, pero no quería llevarle la contraria a su amigo considerando lo amable y paciente que había sido con ella al enseñarle el poema hacía unos minutos.

—Mejor amárratelas, por si acaso.

—No —se negó Enzo, solo para seguirle la contraria y molestarla.

—Qué terco eres —le soltó Genevive simplemente—. Solo recuerda que, si te caes, yo te lo advertí.

El grupo marchó en fila india y tomó sus posiciones en el escenario, una tarima con una altura de casi un metro. Enzo estaba hasta el frente, al extremo izquierdo, y Genevive se encontraba justo a su lado. Contaron hasta tres y, al unísono, declamaron la primavera:

"Radiantes días balanceados por el agua marina,
concentrados como el interior de una piedra amarilla
cuyo esplendor de miel no derribó el desorden:
preservó su pureza de rectángulo.

Crepita, sí, la hora como fuego o abejas
y es verde la tarea de sumergirse en hojas,
hasta que hacia la altura es el follaje
un mundo centelleante que se apaga y susurra.

Sed del fuego, abrasadora multitud del estío
que construye un Edén con unas cuantas hojas,
porque la tierra de rostro oscuro no quiere sufrimientos

sino frescura o fuego, agua o pan para todos,
y nada debería dividir a los hombres
sino el sol o la noche, la luna o las espigas."*

El público aplaudió fervientemente tan pronto como terminaron la última estrofa, a lo que los niños respondieron con una tímida reverencia. Comenzaron a salir del escenario para hacer espacio para el próximo grupo. Enzo dio una vuelta, alzó la pierna y aterrizó sobre una de sus agujetas sueltas. Al querer seguir caminando, provocó una catástrofe que a la audiencia le pareció que ocurría en cámara lenta, pero que sucedió en tan solo cuestión de segundos.

Lo único que se le venía a la mente a Sabino Segreti era el macabro dominó que provocó al tumbar las figurillas de animalitos, hacía años, y el terrible desenlace que ocurrió después. Las piezas rotas de aquel incidente eran ahora parte de Enzo, que al caer de la plataforma hizo un ruido metálico contra el suelo. Como dos copas chocando al brindar por el cierre de un trato.

Sabino, Agnese y Genevive gritaron su nombre al mismo tiempo, pero era demasiado tarde. Agnese tenía la pequeña esperanza de que nada le pasara a su niño de cristal, recordando aquel primer encuentro con el bebé que demostró ser a prueba de caídas. Lamentablemente, esta vez no hubo tanta suerte.

A Enzo la caída se le hizo eterna. Quiso aferrarse a algo, pero no había nada ni nadie que pudiera salvarlo. Estaba solo.

Sabino y Agnese se levantaron de sus asientos en primera fila y Genevive bajó de un salto del escenario para comprobar que su amigo se encontrara bien. Enzo los recibió con una leve sonrisa, pero miraba su rodilla con nerviosismo. Parte de ella se había roto y el trozo transparente se encontraba a unos cuantos centímetros de distancia. No había sangre, ni llanto, ni rasguños, pero la imagen del chico fragmentado, confirmando sus peores miedos, fue suficiente para provocar el pánico entre sus seres queridos.

Sabino Segreti no dudó ni un momento: levantó a Enzo en brazos, cogió el trozo que se había zafado y corrió hasta su taller de vidrio soplado mientras gritaba al resto de testigos que se hicieran a un lado. La gente hizo caso de inmediato y abrieron un pasillo por el que pudo pasar Sabino, con Agnese y Genevive pisándole los talones.

—Es mi culpa, Sabino. Agnese, es mi culpa. Yo le dije que se amarrara las agujetas, yo sabía que podía pasar esto pero no hice nada y ahora Enzo está lastimado y todo es mi culpa —lloraba Genevive a moco tendido.

—No es tu culpa, cielo —intentaba consolarla Agnese aunque ella misma se encontrara al borde de un colapso nervioso—. Vamos al taller, ¿vale? Sabino lo reparará.

Llegaron todos en tropel. Sabino no perdió ni un segundo y se puso a trabajar enseguida. Tomó el trozo roto con las cañas de soplar y lo metió en uno de los hornos hasta que estuvo suficientemente caliente como para ser maleable. Una vez así, adjuntó el vidrio en el hueco que su hijo tenía en la rodilla y le dio forma para que se ajustara y reflejara aquella parte del cuerpo. Sabino temía que el calor terminaría derritiendo otras partes del chico, pero no fue el caso. Enzo no podía evitar las muecas de dolor que surcaban su rostro, pues al fin y al cabo estaba expuesto a una quemadura. Genevive sostuvo su mano todo el tiempo.

Enzo tuvo que mantener su pierna en la templadora por un buen tiempo, para que el vidrio se asentara y mantuviera la forma sólida. Al sacarla, era imposible no desviar la mirada hacia la mancha azul transparente que resaltaba del pálido tono de piel del resto del cuerpo.

—Cariño, ¿no hay forma de uniformar el color? —preguntó Agnese a su esposo.

—Pensé que ya lo había hecho, pero parece que no fue suficiente. Puedo intentar de nuevo.

Pero por más que ponía pigmentos y colorantes, la mancha permanecía como un recordatorio de la inminente fragilidad e innegable naturaleza de Enzo.

Al día siguiente, Enzo se hallaba sentado en la cama de Genevive mientras ella rebuscaba entre sus miles de plumones de colores intentando encontrar uno que se adaptara al tono de piel. Cuando lo encontró, pintarrajeó la molesta salpicadura azulada en un intento de disimularla, pero no funcionaba por más trazos y tinta que gastaba.

A Sabino y Agenese les costó mucho procesar la situación. ¿Por qué se había roto en ese momento y no cuando era un niño y realizaban pequeños experimentos en él? ¿Por qué había resistido el golpe de un martillo pero no una caída? ¿Y qué ocurría con la mancha azul que no desaparecía?

Por su parte, Enzo se encontraba maravillado. Pasado el susto inicial y el miedo a convertirse en pedazos, comenzó a agarrarle el gusto a su reciente cicatriz y pronto se convirtió en la parte favorita de su cuerpo. Era lo único en lo que podía enfocarse cuando se miraba en el espejo. Para él era una marca de guerra y a la vez un recordatorio de que incluso la primavera puede dejar cicatrices. Al mismo tiempo, le gustaba ver lo positivo del asunto.

"Estoy vivo" pensaba.

"Soy de vidrio, pero estoy vivo. ¿No es eso lo más maravilloso del mundo?"

Y sí, lo era.












*El poema es de Pablo Neruda.

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