—Ha de ser solitario.
—¿El qué?
—No lo sé.
Silencio.
—Simplemente ser tú parece cansado. ¿Acaso no te sientes solo?
Esa fue la primera conversación que intercambiaron Enzo y Genevive a la edad de nueve años en el momento en el que Agnese y Sabino Segreti finalmente habían decidido dejarlo ir solo a cualquier lugar. En el pueblo no solían ocurrir crímenes pero lo que seguía preocupándoles era que el niño pudiera romperse.
—No estoy solo. Tengo a mi papá y a mi mamá.
—Ya, pero yo no dije eso. Tal vez no estás solo, ¿pero no es así como te sientes?
—No.
A Enzo le molestaba esa niña de trenzas pelirrojas que se creía muy inteligente como para ir descifrando los más profundos sentimientos de las demás personas. ¿Quién se creía?
En ese momento Enzo se juró odiarla por siempre. Y como en raras ocasiones pasa, eso fue lo que dio pie a que iniciaran una relación de amistad duradera y como ninguna otra. Claro, en ese momento ninguno de los dos lo sabía y por eso fue que Enzo se dedicó a ignorarla y mirarla con mala cara cada vez que se la encontraba.
A Genevive en realidad no le importaba que le dedicaran la ley del hielo. No le preocupaba en lo más mínimo porque ella tenía muchos otros amigos con los que pasar las tardes de aquel caluroso verano.
El día en que habían decidido ir a la playa a nadar, Genevive se había quedado atrás porque sus padres le habían prometido pasar por ella pero se les hizo tarde y la niña tuvo que quedarse sola en la orilla del mar mientras las olas golpeaban la arena. A lo lejos divisó a aquel niño de vidrio que tanta curiosidad le causaba pero sus padres siempre le habían dicho que no hiciera muchas preguntas al respecto porque era una falta de educación que afectaba tanto a Enzo como a Agnese y Sabino.
Casi imperceptiblemente, la brisa de verano que le hacía cosquillas a Genevive hacía que Enzo se tambaleara suavemente. Ella tuvo que concentrarse tanto para notarlo que se mareó y le dolieron los ojos. Vacilando con la inseguridad de saber cuándo llegarían sus padres, Genevive decidió acercarse a Enzo y hablarle pero el encuentro no resultó para nada como esperaba.
Pero a Genevive no le importaba.
Por supuesto que no.
Mientras Genevive se la pasaba jugando en la playa con los otros niños, Enzo aprovechó aquel verano para sumirse de lleno en su pasión con el vidrio soplado.
Sabino Segreti odiaba trabajar en el verano, cuando además de soportar el calor de la estación tenía también que asarse entre los hornos del taller.
—¿Papá? —Se acercó Enzo la primera semana de vacaciones veraniegas.
—¿Qué pasa, hijo?
—Papá, quiero soplar vidrio. Quiero aprender a hacer esas figuritas de animales que hay en mi habitación pero para que no sean aburridas con esos animales estaba pensando que podríamos cambiarlos y en lugar hacer dragones y aliens, o tal vez incluso dragones alienígenas de otros planetas.
Cuando Enzo le pidió que aprovechara el verano para enseñarle a soplar vidrio casi se tiró de la ventana de la habitación y escapó de la ciudad. Casi. La mirada veneciana de Enzo logró convencerlo rápidamente.
Sometido a la presión de crear borradores que en los años venideros se convertirían en obras de arte, Enzo se enfrentó a las sofocantes temperaturas de los hornos del taller como un caballero habría hecho frente a los dragones que se cocían en el calor de la batalla. Sabino Segreti ya sabía que su hijo se encontraba fascinado con la fantasía del vidrio, pero no fue hasta ese verano en el que de verdad trabajó con él cuando se dio cuenta de que su hijo había nacido para dedicarse a eso. Él no se comparaba en nada, al lado de Enzo parecía un torpe ignorante que rompía todas las piezas. Claro, en ese entonces el niño de vidrio no era muy hábil al soplar el vidrio, sostener las cañas, usar los sopletes y esculpir formas, pero Sabino tuvo el presentimiento de que en algún momento su alumno lo superaría magistralmente.
Solo le quedaba pedirle a Dios que le diera suficiente tiempo de vida para presenciar ese momento.
Al regresar a la escuela, Enzo llevó sus creaciones consigo. Aunque defectuosas, lograron ganar el asombro de sus compañeros y arrancarles una inmediata curiosidad. Mientras los otros niños atesoraban los recuerdos de los días en la playa, Enzo tenía historias fantásticas que contar no solo sobre su experiencia trabajando en los talleres de vidrio soplado ni sobre las abrasadoras temperaturas de los hornos o sobre cómo su padre era tan fuerte y talentoso en su profesión, sino las historias mismas que se había inventado para acompañar cada una de las piezas que había producido y diseñado.
Oculta en el fondo del salón con la mitad de su cuerpo involuntariamente inclinada hacia adelante, Genevive escuchaba las disparatadas ideas de aquel niño de vidrio. No quería admitirlo, pero como todos los demás se encontraba ansiosa de conocer el desenlace de los cuentos fantásticos que bullían dentro la mente de Enzo. La pena le evitaba acercarse más hacia la fuente de aquella magia porque temía que después de la conversación que tuvieron en la playa Enzo no quisiera hablarle. Su posición la privó de escuchar varios detalles de las narraciones, por lo que en el recreo tuvo que acercarse con algunos de sus otros amigos y pedirles que se las relataran de nuevo.
Genevive estuvo segura en ese momento de que Enzo había nacido para dedicarse al arte de fabricar y contar historias.
Las versiones que sus compañeros lograron completar para ella la dejaron tan conmovida que decidió hacerse paso entre la bruma de vergüenza y acercarse a Enzo porque consideró necesario comunicarle lo mucho que le habían gustado sus relatos.
"Tienes una gran imaginación, ¿sabes?"
"Deberías considerar el dedicarte a ser escritor cuando crezcas."
"¿De verdad tú creaste todas esas historias? Fueron geniales."
Sus trenzas pelirrojas se balanceaban a la par de sus pensamientos, intentando encontrar la frase correcta con la que pudiera iniciar la conversación.
"Simplemente le diré lo mucho que me gustaron sus cuentos. Si le digo cosas buenas sobre su arte lo haré feliz, ¿no?" Finalmente llegó a la conclusión y dejó de darle tantas vueltas al asunto.
En el momento en el que Enzo vio que aquella sabelotodo se acercaba hacia él sintió el impulso de huír y escabullirse en algún rincón tranquilo de la escuela donde ella nunca pudiera encontrarlo. Incluso consideró la posibilidad de enterrar su cabeza en la tierra como si fuera una avestruz, pero para el momento en el que había tomado la decisión ya era demasiado tarde: Genevive estaba frente a él.
—Hola.
—Hola. ¿Qué pasó?
Agnese, su madre, siempre le había dicho que fuera amable con las demás personas. En sus nueve años de vida, esa enseñanza nunca se le había dificultado tanto como en aquel momento.
—Nada, nada —Genevive decidió adoptar una estrategia más cautelosa para ese encuentro porque no quería arruinarlo como la corta charla que tuvieron en el verano—. Hmm, ¿entonces tú escribiste todas esas historias?
—Pues claro.
—Vaya.
Quería soltar las palabras "pues son bastante impresionantes, me encantaron", pero su lengua había sido tomada prisionera por el miedo a no caerle bien a aquel niño que tanto le fascinaba.
Para fortuna de Enzo y desgracia de Genevive, el recreo acabó en ese momento y ambos se vieron forzados a regresar a clase y a la rutina de no dirigirse la palabra.
Sin embargo, para desgracia de Enzo y fortuna de Genevive, la maestra decidió emparejarlos para que realizaran juntos la presentación que le había asignado a la clase. A la maestra le había parecido prudente juntar a niños que no se relacionaran tanto para lograr que se conocieran mejor entre ellos. Ahora gracias a eso Enzo se encontraba atrapado con su peor pesadilla.
Genevive se acercó a él al terminar las clases para ponerse de acuerdo sobre cómo realizarían su proyecto. La mente de Enzo bullía a mil por hora intentando buscar la solución más eficiente para terminar con aquel infierno lo antes posible. La maestra les había explicado que les daría tiempo durante las clases para que planearan e hicieran su trabajo, pero al niño de vidrio le pareció mucho mejor que se reunieran fuera de la escuela un día para que así terminaran con todo más rápido.
Así fue como Enzo terminó invitando al enemigo, aquel demonio de trenzas pelirrojas, a su propia casa. Lo consideraba un movimiento arriesgado, pero era lo mejor para garantizar que tuviera el control de la situación. No pensaba arriesgarse a ir a casa de Genevive y adentrarse todavía más en la boca del lobo.
Genevive, ajena a los planes deliberados de Enzo, aceptó gustosa la invitación con un gesto casi diplomático para encubrir la felicidad que en realidad la invadía. Las cosas no podían haber salido mejor para ella.
Al día siguiente, Genevive llegó a la escuela con un bolso enorme lleno de cartulinas, diamantina, plumones de múltiples colores, pegatinas y cualquier otro material que consideró necesario para confeccionar la presentación que realizaría nada más y nada menos que en casa de Enzo.
Cuando llegó la hora de irse y las clases se dieron por finalizadas con el sonido del timbre, Enzo se levantó de su asiento, colgó su mochila al hombro y emprendió el camino hacia su casa. No esperó a Genevive ni volteó atrás en ningún momento para confirmar que la niña en realidad estuviera acompañándolo. No hubo necesidad de hacerlo, porque los pisotones de ella delataban su presencia detrás de Enzo.
Vagaron por las calles de la ciudad. A Genevive le pareció que estaban perdiendo el tiempo y sintió que el camino se hacía más largo de lo que en realidad era, pero todo era parte del plan de Enzo.
"Si doy vueltas por la ciudad, tal vez termine perdiendo a Genevive y así ya no tendrá que ir a mi casa. Tal vez si se pierde incluso ya no tenga que verla nunca más."
Claro, Enzo era un niño ingenuo porque Genevive conocía las callejuelas de aquella ciudad mejor que así misma. Al fin y al cabo, había crecido ahí. Y, en contraste a Enzo, ella sí que solía salir muy seguido a jugar con sus amigos.
Pasaron por el taller de vidrio, la gelateria del señor Loreto, la zapatería que llevaba ahí desde siempre, el supermercado donde las señoras chismosas solían acosar a Agnese cuando Enzo aún era un bebé, el cine putrefacto de la ciudad al que nadie se atrevía a ir porque corrían rumores de que además de que estaba embrujado olía a pies, el lavado de autos, la propia casa de Genevive y le dieron vuelta al canal que rodeaba la ciudad, aquel que a Sabino Segreti le gustaba admirar porque le recordaba a Venecia (aunque él nunca hubiera estado ahí).
Enzo era conocido por el milagro que supuso, pero también por ser querido por el pueblo entero. El as bajo la manga de Genevive consistía en, de manera parecida, ser querida por la gente. No estaba hecha de vidrio ni había sido parte de ninguna maravilla sobrenatural, pero su carácter amable y amistoso le facilitaban llegar al corazón de las personas. Cada vez que perdía a Enzo de vista simplemente podía acercarse a la persona más cercana, poner la mejor de sus sonrisas y preguntarles para dónde había ido el chico de vidrio.
Así fue como Genevive logró superar el laberinto de Enzo y llegó a su destino.
—¡Niños! —los recibió Agnese tan pronto como tocaron a la puerta—. ¿Dónde estaban? Los he estado esperando un buen tiempo, ya había empezado a preocuparme. Pasen, la comida de seguro ya se enfrió pero si me dan un momento la calentaré de nuevo.
La comida, como casi todos los miércoles en la casa de los Segreti, consistía nada más y nada menos que en un apetitoso plato de espagueti a la boloñesa, con albóndigas tan grandes y un ragú tan aromático que a Genevive se le formó un mar babeante en lugar de boca. Los miércoles en su casa, ella comía lo que sea que quedara en el refrigerador.
—Vamos, siéntese. Solo denme unos minutos más, ya debería estar listo. Como yo ya comí, iré a terminar lo que estaba haciendo pero regresaré en unos minutos. Genevive, espero que te guste. Enzo no me supo decir muy bien qué era lo que comías normalmente así que simplemente decidí seguir con nuestra agenda semanal. Oh, ya está la comida. Enzo, dejé limonada en el refri para que la saques y le sirvas un poco a tu amiga. ¡Provecho!
Como a toda madre precavida y observadora, a Agnese no le pasó desapercibido el sobresalto de incomodidad en su hijo cuando mencionó la palabra "amiga". Con un punzada de curiosidad perforándole el pecho, Agnese Segreti abandonó la cocina.
En cuanto su mamá se marchó, Enzo sacó el agua, sirvió dos vasos y, sin pararse un momento a mirar a Genevive, se sentó y comenzó a comer. Genevive hizo como su anfitrión y comió en silencio las albóndigas más deliciosas que jamás había probado.
Para cuando Agnese regresó, los niños ya habían terminado.
—¿Ya acabaron?
—Sip.
—¿Genevive, estuvo bien la comida? ¿No te quedaste con hambre? Hay más por si quieres.
A Genevive se le iluminó la cara tan solo con eso, pero al ver la mirada de impaciencia que le lanzaba Enzo tuvo que despegarse de su apetito.
—No gracias, señora Segreti. Todo estaba muy rico.
—¡Me alegro de que te gustara! Y por favor, llámame Agnese.
—Gracias, Agnese.
—¿Entonces Enzo y tú van en la misma clase? Eso es fantástico. ¿Sabes? Es la primera vez que Enzo trae a alguien a la casa para...
—Ejem.
—... Sabino y yo estábamos un poco preocupados, pero tú te ves como una buena niña. De seguro que Enzo y tú han de llevarse muy bien.
—Ejem.
Enzo las miraba desde el marco de la puerta, listo para marcharse de la cocina.
—¿Vamos a hacer el proyecto o no?
Genevive se disculpó con la mirada y lo siguió hasta la sala de estar, no sin antes volver a agradecerle a Agnese.
Así marcharon ambos niños, nerviosos, hacia la sala. Enzo tomó el control de la situación de inmediato, dirigiendo y dando órdenes para terminar lo más pronto posible con el endiablado proyecto escolar. A Genevive ni siquiera le dio tiempo de sacar su bolsa de diamantina y plumones de todos los colores del arcoíris, ni siquiera pudo opinar o dar sugerencias que según ella harían resaltar mucho más el proyecto.
Con una afilada intuición, Enzo pudo detectar la incomodidad de su invitada. Revoloteaba sobre él como un mosquito molesto al que no se puede callar, aunque el niño hacía esfuerzos por ignorarlo.
—¿Enzo... ?
Genevive finalmente había decidido arriesgarse y saltar hacia el abismo, como el Titanic acercándose al iceberg que causaría su final.
—¿Qué pasó?
—¿No crees que podríamos decorar un poco más nuestra presentación? Traje algunas cosas que creo que podrían...
—No lo sé, no me convence.
—Pero si ni siquiera las has visto...
—Yo creo que la idea está bien así como está, no necesitamos ponerle nada más.
—¿Crees? Porque lo que yo creo es que tú estás sordo porque no me escuchas.
El Titanic se estrellaba con el iceberg, la bomba atómica explotaba, los protagonistas de la película de terror se encontraban frente a frente con el asesino y no había escapatoria. De igual forma, la adrenalina invadía el cuerpo de Genevive y causaba que sus regordetas mejillas se coloraran del mismo tono que su pelo llameante.
Luego, silencio.
—No estoy sordo.
— Pues lo pareces.
—¡Que no estoy sordo!
—¡Pues entonces escucha mis ideas!
En la casa de Agnese y Sabino Segreti nunca había gritos. Y, si los había, solían ser de pura felicidad, nada más. Agnese de inmediato percibió el cambio en el tono de los niños y como toda una superheroína recibiendo su llamado, acudió al rescate.
—¿Qué pasa aquí?
Pudieron ser los brazos en jarras, la considerable diferencia de estatura, o el ligero tono de alarma y decepción en su voz, pero algo en la presencia de Agnese hizo que ambos niños se achicaran aún más y, si tuvieran colas, en ese momento las hubieran metido entre las patas como cachorros avergonzados. Tanto era ese sentimiento que ni siquiera tuvieron la necesidad de señalar con el dedo y culpar al otro.
—A ver, ¿qué pasa aquí? —repitió Agnese adoptando un tono más suave tras ver la reacción de los niños.
—No podemos ponernos de acuerdo.
—Enzo no escucha mis ideas.
Ambos hablaron al mismo tiempo.
—A ver —pausa para armarse de paciencia—, ¿cómo se soluciona esto? Primero, siempre hay que escuchar al otro —vistazo hacia Enzo— cuando se trabaja en equipo. Ambos tienen que cooperar si no quieren que todo termine en una pelea y que su proyecto saque mala nota —vistazo a Genevive—. Lo más importante es la comunicación. ¿Me siguen? Vale, ¿entonces ya saben qué tienen que hacer?
Abriéndose paso entre el orgullo y la pena, ambos niños asintieron lentamente con la cabeza.
—Perdón por no haber escuchado tus ideas.
—Perdón por haberte gritado.
—Y también perdón por haberte ignorado en la escuela y haber sido grosero contigo.
—Sí, y perdón por esa vez que te molesté en la playa.
Para entonces Agnese ya se había retirado de la habitación, su trabajo estaba hecho. Aunque fuera difícil, siempre se sentía realizada, feliz y satisfecha al lidiar con ese tipo de situaciones y se alegraba de que la vida le diera la oportunidad de experimentarlas, la oportunidad de ser llamada "mamá" por aquel niño que, aunque tenía el corazón de cristal, cada día aprendía más y más sobre el significado de ser humano.
Tras las disculpas, ambos niños se sumieron de nuevo en silencio. Sin embargo, comenzaron a trabajar en el proyecto con perfecta sincronía, cada uno llenaba los espacios del otro y se complementaban mutuamente. El plan original de Enzo era dividir su cartulina en dos y que cada quien trabajara en su parte de manera individual, pero Genevive consideraba que sería mejor juntar todo para que fuera más divertido y significativo.
Trabajaron en silencio, aunque ocasionalmente Genevive tarareaba fragmentos de canciones. Si Enzo las conocía, esperaba unos minutos después de que su compañera guardara silencio y él continuaba con la melodía. Juntos en perfecta sincronía.
Terminaron al cabo de media hora, y la presentación había quedado bien para ser la primera vez que coincidían en el mismo equipo. Como el trabajo ya estaba hecho, Genevive guardó sus cosas y estaba lista para agarrar su mochila y marcharse cuando escuchó algo que deseaba desde las vacaciones de verano:
—¿Quieres... quedarte a jugar un rato?
No tuvo que preguntárselo dos veces. El remolino de trenzas pelirrojas soltó sus cosas de un tirón y acompañó a Enzo hasta el fin del mundo. Bueno, no necesariamente hacia el fin del mundo, pero considerando el milagro que acababa de darse a Genevive se le figuró así. En realidad fueron al taller de vidrio soplado, específicamente a la bodega donde se guardaban las esculturas del desfile.
Ambos se sumergieron entre los destellos de luz que las obras de arte emitían al filtrarse el atardecer por las ventanas. Enzo había esperado con ansías que le carcomían el alma el momento en que pudiera llevar a alguien especial al lugar donde nacían sus sueños y más profundas imaginaciones.
Aquel día en el taller se escuchó más fuerte el eco de las risas, porque ya no era solo una. Eran dos.
Y al paladear las carcajadas de Genevive a su lado, Enzo se dio cuenta de que finalmente había encontrado a la cómplice, compañera y amiga que tanto había añorado.
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