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Capítulo 12: Reencuentros primaverales


Primavera.

Específicamente a mediados de la estación. En algunas partes alejadas del mundo sería el momento en que los cerezos florecieran y las calles de las ciudades se tiñeran de rosa. En el pueblo donde vivía Enzo, sin embargo, simplemente se podían ver muchos más brotes verdes saliendo por diferentes partes, como si la primavera quisiera apoderarse hasta de los resquicios más recónditos.

La playa estaba tranquila a primeras horas de la mañana. Durante los meses anteriores Enzo había adquirido el hábito de salir a correr todos los días y ni siquiera las bajas temperaturas del invierno lo hicieron desistir de su rutina. Al fin y al cabo, tenía demasiada energía y necesitaba volcarla en algún lado si no quería volverse loco. Pero ahora era primavera y poco a poco el sol comenzaba a calentar más mientras que las brisas y ventiscas se retiraban a descansar antes de volver a ser llamadas dentro de un año.

Pasó toda la mañana en la playa, sentado en la misma roca sobre la que se encontraba cuando Genevive se le acercó por primera vez, desencadenando una serie de acciones que lo habían llevado a estar en la situación en la que se encontraba en esos momentos. La roca, sin embargo, no había cambiado casi nada. Su textura rugosa era la misma, el color grisáceo oscuro seguía envolviéndola como un manto y su tamaño todavía obligaba a Enzo a tener que trepar para poder llegar a sentarse.

El vaivén de las olas se escuchaba a lo lejos como una canción de cuna. Enzo consideró la posibilidad de regresar a su casa para descansar unas horas más, o incluso quedarse dormido ahí mismo, pero al final se decidió por mantenerse despierto. Para no sucumbir ante la melodía del mar, bajó de un salto de la cima de la roca y empezó a caminar por la arena. Se había descalzado para permitir que el agua lamiera su piel, y sus pies dejaban huellas húmedas en la arena que desaparecían tan pronto como las olas llegaban a la orilla.

Sin darse cuenta terminó caminando de regreso al centro del pueblo, pero todavía no quería volver a casa. No tenía nada más que hacer, solo aburrirse. Las últimas semanas se las había pasado deambulando sin rumbo como un cachorro perdido buscando alguien que lo acogiera, pero sin dar con ningún resultado.

El único recurso que le quedaba cuando se veía en ese tipo de situación, lo cual ocurría muy frecuentemente, era ir a la gelatería del señor Loreto. Normalmente le compraba el clásico helado de vainilla y se quedaba platicando con el simpático dueño hasta que llegara el tiempo de cerrar el local. A veces sentía que su presencia resultaba un tanto molesta para él, pero el señor Loreto se veía tan feliz de tenerlo cerca que cada vez comenzó a ir a visitarlo con más regularidad y terminó por desechar el pensamiento intrusivo que lo acechaba.

Aquel día todavía era demasiado temprano para ir, así que Enzo decidió hacer un poco de tiempo antes de que abriera la gelatería. Recorrió por milésima vez en su vida las calles del pueblo, buscando ávidamente algún callejón, escondrijo o detalle que antes se le hubiera pasado por alto. Se fijaba particularmente en los negocios que había con la intención de descubrir si había abierto alguno nuevo recientemente, pero todo seguía siendo lo mismo.

Vivir en un lugar así, tan estático y seguro, era una bendición, aunque durante el último año se había sentido como una causa más para generarle conflicto interno. ¿Cómo podía ser que todo se mantuviera igual desde que tenía uso de la razón? Todo seguía siendo lo mismo, y entre tanta certeza Enzo tendía a sentirse como una pieza que no encajaba. Él definitivamente no era el mismo de antes, al menos no completamente. Si él, que había cambiado, notaba el estancamiento de la ciudad, ¿significaba que las demás personas que vivían ahí seguían, como su hogar, siendo los mismos?

Enzo sacudió la cabeza y apartó aquellos pensamientos de su mente. Sin darse cuenta él solo terminaba metiéndose en embrollos mentales y, si no tenía cuidado, las dudas y cavilaciones podían llegar a consumir gran parte de su tiempo.

Tal fue el caso justo en esa ocasión. El tiempo había pasado volando y la gelatería ya debía estar abierta. Enzo no se detuvo a reflexionar sobre el asunto del pueblo ni un segundo más y emprendió el camino para ver al señor Loreto. Le dio vuelta al canal de la ciudad y en menos de quince minutos ya se encontraba afuera del local.

Enzo echó un rápido vistazo adentro y notó que había alguien más dentro de la gelatería. Siguiendo una regla implícita que todos en el pueblo conocían, se quedó afuera esperando a que la persona saliera y le llegara el turno de entrar.

Tuvo que distraerse como pudo para que no volvieran a asaltarlo pensamientos que exigían horas de dedicación. Observó las calles alrededor y se entretuvo viendo a las personas que paseaban de un lado a otro. Cuando las calles quedaron vacías se puso a contar pajaritos y palomas, pero al poco tiempo se aburrió de hacerlo. Su pie izquierdo se movía de arriba a abajo golpeando la acera en un tic ansioso. Sus ojos se posaron en el reloj de pulsera que su padre le había dado como regalo de cumpleaños ese año. Había pasado casi media hora y la persona todavía no salía. ¿Qué tanto estaría haciendo?

Sin poder resistirse ni un minuto más, Enzo se asomó por el escaparate de la tienda para enterarse de lo que ocurría en el interior. La persona había desaparecido, probablemente habría ido al baño dentro de la tienda. Dudó sobre si aprovechar la ausencia del otro cliente para entrar o no, y durante el tiempo que le duró la vacilación el señor Loreto notó su mirada. Le hizo un movimiento con la mano para que ingresara a la gelatería y Enzo no pudo negarse.

La campanilla que había instalado en meses recientes emitió un canturreo para indicar su presencia. Enzo entró a la tienda con la cabeza baja y dando rodeos, esperando que cuando la persona saliera del baño su presencia no le incomodara.

—¡Enzo! —lo saludó el señor Loreto—. Perdona, me perdí en la plática. ¿Cuánto tiempo llevas esperando?

—No mucho —mintió él para no preocuparlo—. ¿No prefiere que me quede afuera en lo que terminan?

—No, no te preocupes —rechazó—. Es más, creo que disfrutarás quedarte aquí. Mientras, sirve que te doy el helado de vainilla.

Enzo, intrigado por el misterio, quiso preguntar a qué se refería el señor Loreto, pero con el ofrecimiento del helado sintió que había cambiado el tema y optó por quedarse callado y esperar a que el asunto se revelara por sí solo.

La persona en el baño tardó todavía unos cinco minutos en salir. El chirrido de la puerta de madera alertó a ambos hombres y sus cabezas se movieron instintivamente hacia esa dirección. Un pie dio un paso afuera, luego el otro. En unos cuantos segundos, que a Enzo le parecieron ir en cámara lenta, la identidad de la persona misteriosa se reveló.

Tardó en reconocerla, sin embargo. Había crecido unos cuantos centímetros, pero no fue eso lo primero en lo que centró su atención. Sus ojos se dirigieron de inmediato al cabello corto que apenas y le llegaba a la altura de la mitad del cuello. Tan solo con verlo lo invadió una sensación que podría compararse a la frescura de la primavera, a los nuevos comienzos y las segundas oportunidades. Las clásicas trenzas habían desaparecido pero el color llameante era completamente reconocible.

Y luego vio el vestido con estampado de fresas. Y los amados ojos grises. Y fue entonces que tuvo completa certeza de que la persona a la que había esperado por tanto tiempo, poco más de un año, estaba finalmente frente a él.

—Genevive... —murmuró tan bajo que solo él fue capaz de oírlo. No quería que algún sonido en volumen alto se la llevara, como si estuviera hecha de arena y cualquier soplo de viento pudiera desmoronarla y llevársela lejos de nuevo.

Ella sonrió y el solo hecho de verla alzar los bordes de sus labios hizo que a Enzo casi se le salieran las lágrimas. La había extrañado tanto: su sonrisa, sus ojos, su risa, sus cejas danzarinas y traviesas, sus largas trenzas pelirrojas (aunque ahora habían pasado a mejor vida) y su esencia lo perseguían en sueños, al principio claramente y con el paso de los meses cada vez con imágenes más borrosas. Y ahora finalmente la tenía frente a sí mismo.

No pudo contenerse y la abrazó tan fuerte como sus brazos se lo permitieron en un intento de comunicarle lo mucho que su ausencia lo había afectado durante ese año que se había alargado eternamente y lo agradecido que estaba por tenerla de vuelta.

El señor Loreto observaba la escena oculto detrás del mostrador, sin atreverse a decir nada para no romper el momento. Sería mentira decir que no se le escapó al menos una lágrima al ver a esos dos jóvenes, amigos desde la infancia, reunidos de vuelta. Y nada más y nada menos que en su gelatería, lo cual era un absoluto honor. Con la intención de no resultar inoportuno, se escabulló hacia una parte alejada de la tienda donde había una pequeña bodega que usaba para guardar suministros y algo más de helado.

Enzo y Genevive no notaron que el dueño de la gelatería había desaparecido, pues estaban demasiado concentrados explorándose el uno al otro nuevamente, midiéndose con la mirada para comprobar que aquel momento era real y no se trataba de una fantasía ansiosamente soñada. Aprovechando que la tenía cerca, Enzo alzó la cara de Genevive con una de sus manos mientras que con la otra hundía los dedos en el cabello ahora corto, maravillandose con la suavidad de las hebras y la facilidad que tenía para deslizarse entre ellas. 

Tan cegado estaba por la felicidad, que tardó unos cuantos minutos más en que comenzaran a asaltarlo las preguntas.

—Vivi —suspiró en un intento de encontrar las palabras correctas—. Vivi —repitió, esta vez con un tono más firme e incluso exigente—, ¿cuándo regresaste? ¿No me ibas a decir? ¿Cuánto tiempo llevas de vuelta en el pueblo? ¿Por qué no me avisaste que estabas aquí?

—Cálmate, Enzo —pidió ella entre risas, aún sumida en el ambiente de alegría de minutos atrás—. Llegué anoche, muy tarde, y por eso no te había dicho nada. Justo hoy tenía planeado ir a tu casa para verte, pero como la gelatería me quedaba de paso decidí entrar a saludar al señor Loreto y aprovechar para comprar un helado —y al decir esto señaló hacia la barra, donde reposaba un vasito en el que Enzo no había reparado hasta entonces.

Como su cuerpo quedaba más cerca del mostrador, estiró uno de sus brazos para tomar el helado y poder pasárselo a Genevive. Esperaba toparse con el tan acostumbrado color azul eléctrico característico del helado de chicle, pero un color verde, viscoso y plano, lo dejó totalmente congelado en su sitio. Genevive tuvo que acercarse y quitarle el vasito de la mano para poder comer el contenido.

—¿El señor Loreto cambió el color del helado de chicle? —preguntó inocentemente, temiendo la respuesta.

—No —contestó Genevive con cierto aire de culpabilidad—. Es otro sabor.

—¿Otro sabor?

—Sí.

—¿No es chicle?

—No. Es de pistache.

—¿Pistache? —repitió Enzo, quien aún no asimilaba por completo la situación.

Había aceptado el nuevo estilo del cabello y no había hecho ningún comentario respecto a lo mucho que extrañaba las trenzas y lo rara que se veía con el pelo corto apenas rozándole la nuca, porque al fin y al cabo sabía que ninguna modificación a su aspecto físico harían que Genevive dejara de ser Genevive. ¿Pero eso? ¿Algo tan fundamental como el sabor de helado al que tan fiel le había sido por tantos años? ¿Algo que constituía gran parte de lo que él consideraba su esencia? Resultaba increíble, y no particularmente en el buen sentido de la palabra. Enzo comenzó a dudar sobre si la persona que se encontraba ahí realmente era la Genevive que conocía, su Genevive.

Un intercambio de miradas para sumergirse en los iris grises bastó para quitarle toda vacilación.

Era normal que hubiera cambiado después de más de un año de viaje. A saber los lugares que había visitado, las experiencias que había vivido y las personas que había conocido en el camino. Enzo se reprendió a sí mismo por haber creído que, al regresar, Genevive seguiría siendo la misma. ¿Cómo podría haber pensado eso cuando él mismo se había sometido a una transformación personal por decisión propia? ¿Cómo podía reclamarle por cambiar si él mismo había comenzado a entender los efectos curativos del cambio durante el tiempo que pasó en su ausencia?

Así, Enzo respiró profundamente para dejar que su reflexión se asentara sólidamente en su conciencia y, una vez que estuvo más calmado y logró procesar el asunto, preguntó:

—¿Puedo probarlo?

Genevive simplemente asintió. Con movimientos lentos, Enzo acercó su mano izquierda hasta que tomó la cucharita que reposaba dentro del vaso y la hundió en el helado para tomar una porción pequeña. Si seguía con más pausas estaba seguro de que se arrepentiría, así que de un tirón se llevó el contenido de la cuchara a la boca.

Le costó trabajo tragarlo porque en cuanto hizo contacto con su lengua sintió la imperiosa necesidad de escupirlo, pero soportó el sabor y le sonrió a Genevive sin mostrar los dientes.

—Está muy bueno —mintió.

Ella no se lo creyó y soltó una carcajada.

—Enzo, se ve claramente que no te gustó, pero está bien. Sé que estás entregado en cuerpo y alma a la maravillosa vainilla —recordó con una sonrisa juguetona.

El señor Loreto salió de su escondite porque intuyó que había varios clientes esperando afuera, y tenía razón. Corrió a Enzo y Genevive de forma amable, como quien no quiere la cosa, no sin antes abrazarlos a ambos y desearles un buen día.

Una vez fuera de la protección de la gelatería, un silencio incómodo, desconocido para ambos, se instaló entre ellos. Enzo no sabía muy bien qué decir, pues ignoraba si sería adecuado continuar desde donde lo dejaron cuando ella se fue. Al fin y al cabo había pasado más de un año y en el poco tiempo que había estado con ella ese día había comprobado que demasiadas cosas habían cambiado.

No necesitó decir nada porque Genevive, acostumbrada ya a tomar la iniciativa en situaciones parecidas, lo tomó de la mano y lo guió por las calles de la ciudad, corriendo como cuando eran niños.

—¡Ven, vamos a la colina del castaño!

Llegaron entre jadeos y respiraciones cortadas por la carrera, pero Genevive no dejó de reír ni un segundo. Enzo la percibía más feliz, más brillante y con mucha más vitalidad. Como si haberse ido de viaje por tanto tiempo la hubiera ayudado a reencontrarse a sí misma y a explorar al máximo su naturaleza tan alegre. Al verla así, algo tan simple como el cambio de sabor de helado le pareció intrascendente y de poca importancia.

Una vez que se asentaron bajo la sombra del gran árbol Genevive comenzó a relatarle las aventuras que tuvo durante su viaje. Hablaba de lugares que Enzo no podía imaginarse, personas amables que la habían ayudado, los problemas a los que se había enfrentado y muchas otras cosas más que Enzo no entendió por distraerse con el nuevo corte de cabello y las pecas que tanta falta le habían hecho.

—¡Y vi la nieve! —Tan solo con mencionar el recuerdo la cara de Genevive se iluminaba—. Apenas la vi este invierno, ¿tú crees? ¡Enzo, es la cosa más hermosa que he visto en toda mi vida! Es tan suavecita, tan blanca y tan ligera... Todo el viaje valió la pena con tal de verla.

Hablaron hasta que se hizo tarde y la noche los obligó a regresar cada quien a su casa, pero ni siquiera así Genevive pudo terminar de contar todo lo que quería. Antes de irse, Enzo se espabiló del trance en el que había estado las últimas horas y recordó que había algo importante que debía mostrarle. La citó en el taller de vidrio soplado al día siguiente y Genevive, que no soportaba la emoción de las sorpresas, estuvo un par de minutos intentando convencerlo de que le dijera de qué se trataba.

—Tienes que verlo por ti misma —zanjó Enzo y, al ver que no cedería, Genevive paró de molestar. Tendría que esperar al día siguiente.

Enzo la acompañó a su casa y tan pronto como se aseguró de que estuviera todo bien corrió de regreso a la suya. Abrió la puerta de un tirón y entró como un torbellino al cuarto de sus padres. Buscó a Sabino Segreti con la mirada y una vez que lo localizó simplemente dijo:

—Regresó. ¿Me ayudas?

Y a pesar de ya estar arropado entre las cobijas, Sabino Segreti no hizo ninguna pregunta, se levantó y acompañó a su hijo al taller de vidrio soplado. En tan solo unas cuantas horas lograron montar toda la exposición que les había tomado meses construir.

Al día siguiente, después del mediodía, Genevive se presentó en el taller. Siguió las instrucciones que Enzo le había dado la noche anterior y en lugar de entrar por donde lo hacía usualmente le dio la vuelta y se paró frente a las puertas de la entrada trasera. No era muy común encontrar a Sabino o a Enzo por ahí, pues esa parte del taller era un pequeño espacio para montar galerías que solo se utilizaba raramente, cuando Sabino trabajaba en algún proyecto propio y decidía exponerlo para que las personas del pueblo pudieran ir a verlo y, si querían, comprar alguna de las piezas.

Sin poder esperar más, Genevive tomó la manija de las puertas y las jaló hacia sí misma para abrirlas de par en par. Entró a la habitación y, a pesar de ya haber estado ahí unas cuantas veces, la blancura de las paredes, el piso y la luz la sorprendieron. Lo peor vino al vislumbrar e identificar las esculturas de vidrio, pues se quedó sin aire.

Esparcidos alrededor de la habitación se encontraban pequeños cubos de diferentes alturas, también de color blanco, que hacían de taburetes para reposar algunas de las obras.

Sus ojos se desviaron de inmediato a la pared frente a la puerta, que era la primera parte que la recibía. Pegada a ella se encontraban pequeñas bolitas del color del café con leche en un orden que parecía aleatorio. Había algunas líneas del mismo color que conectaban algunos de los puntos. La primera impresión que tuvo Genevive fue que se trataba de estrellas, pero al observar con más atención llegó a la conclusión de que eran constelaciones de pecas puestas casi en la misma posición en la que ella tenía las suyas.

Caminó hacia el taburete que tenía más cerca pero chocó con un hilo que colgaba del techo. Lo agarró con sus manos y se dejó guiar hasta el extremo para revelar lo que sostenía: un copo de nieve cuidadosamente esculpido. Genevive comenzó a notar los diferentes hilos que se balanceaban sobre ella y sonrió automáticamente: ahora que finalmente había visto la nieve podía confirmar que los copos de vidrio tenían un gran parecido a ella.

Llegó hasta el primer cubo blanco esquivando los copos como un espía doblándose para evitar tocar un rayo láser y activar una alarma que lo delatara. El objeto que reposaba sobre la superficie plana tenía una construcción compleja y Genevive no pudo descifrar a ciencia cierta de qué se trataba. La forma recordaba a un reloj de arena, pero había agua dentro del contenedor. Dobló las rodillas para que su mirada quedara al nivel del líquido y una imagen comenzó a tomar forma ante ella, aunque un poco borrosa: era una foto de ella y Enzo cuando eran niños. La construcción del objeto, planeada con tanto detalle, aunada al material del vidrio y la fluidez del agua creaban una especie de ilusión óptica que agrandaba la imagen al momento que la vista se posaba en el ángulo correcto.

Pasó al siguiente punto de la galería y se encontró con un mundo hecho de vidrio. Genevive se maravilló con la exactitud de los continentes, los remolinos en los mares y las partes donde se veían rayones blancos de nubes. Quiso sostenerlo entre sus manos pero descartó la idea por miedo a romper una obra tan sublime como esa. Siguió su rumbo y se encontró frente a frente con una taza. De lejos parecía parte de una vasija cualquiera, pero una vez que se acercó más no pudo evitar pensar que aquello era digno de ser usado por una reina, y eso que ella no sabía mucho de familias reales o protocolos de la corte. El mango tenía detalles intrincados con ondulaciones ligeras y formas abstractas. Esta vez Genvive no pudo contenerse y lo sostuvo en el aire. Su mano cabía a la perfección, como si hubiera sido hecha a la medida. Una vez que salió de su asombro le entró de nuevo el miedo a romperla y prefirió ponerla de nuevo en su lugar.

Al ver la siguiente obra una sonrisa tomó posesión de casi la mitad de su rostro. Sostenidos por dos estructuras de metal había dos conos de helado: uno de vainilla y uno de chicle. Reposando sobre la superficie del cubo blanco había otro color que Enzo se había desvelado haciendo en el último momento: un helado verde. La sonrisa de Genevive solo creció más cuando vio las piezas que estaban colocadas justo al lado de los helados. Reconoció las formas en seguida, pues habían sido los protagonistas de los cuentos fantásticos de su infancia: dragones, alienígenas y dragones alienígenas de otros planetas. Los originales, aquellos que Enzo había creado media vida atrás, se encontraban al frente y atrás los respaldaban las versiones mejoradas de las piezas como si fueran un ejército compasivo que en vez de ir a la guerra se enfocaba en solucionar los problemas por la paz.

Llegó al centro de la exposición. Sobre un pedestal hecho completamente de vidrio transparente yacía la libreta de Enzo abierta en un página en específico. Genevive se acercó con sumo cuidado para no terminar rompiendo nada, y leyó lo que Enzo había escrito para ella:

Vivi,

No sé cuándo leerás esto. Podría ser dentro de un mes o dentro de un año (mi corazón espera la primera), pero será cuando regreses. ¿Regresarás? Realmente tampoco lo sé, pero hay algo muy dentro de mí que de verdad cree que todo saldrá bien. Aunque tal vez solo sea un ancla a la que me aferro para no terminar a la deriva.

Me estoy desviando, perdón. Es que te extraño mucho. Y eso que no han pasado ni dos meses desde que te fuiste. El tiempo se hace eterno y me duele pensar que estoy perdiendo momentos valiosos que podría pasar a tu lado.

No te culpo. Para nada. Si en alguna vez llega a parecerlo probablemente sea solo un reflejo de lo mucho que te he extrañado. Sé perfectamente que salir del pueblo y viajar siempre ha sido uno de tus grandes sueños. Y me alegro de que finalmente lo estés cumpliendo. De verdad. Solo lamento la forma en la que terminó todo las últimas semanas antes de que te fueras.

Como mencioné la vez que te llevé chocolate caliente a tu casa, no era mi intención decir nada que te lastimara. Y todo lo que dije ese día no es como realmente me siento. Solo quiero recalcar eso de nuevo. Y te pido perdón una y mil veces más.

El tiempo que llevo sin ti es una tortura. Honestamente no sabía qué hacer para sobrellevarlo hasta que recordé que dijiste que esperabas una gran disculpa y, por más que me agradara sentir que me recibiste ese día del chocolate y crea que las cosas al menos han mejorado un poco, pienso que no ha sido suficiente ni ha estado a la altura. Así que se me ocurrió la idea de hacer esta exposición únicamente para ti.

Es el primer gran proyecto de vidrio soplado que haré. Al momento que escribo esto todavía no está terminado, pero con un poco de suerte cuando lo leas será dentro del espacio para galerías que tenemos detrás del taller.

En mi mente tengo el fragmento de un recuerdo o de un sueño borroso (no puedo distinguir exactamente qué es), una imagen que desencadenó toda esta idea. Espero que tú puedas aclararme de cuál de los dos se trata. Si es algo que recuerdas, entonces no es un sueño. Y si no sabes de qué hablo, lo consideraré un mero producto de mi imaginación. Pero aquí va: es de cuando ambos éramos niños todavía, casi antes de que decidiéramos estar juntos. No sé cuántos años tendríamos. ¿Catorce? ¿Quince? No es tan relevante. Lo que veo en mi mente es a nosotros dos caminando por la ciudad, riendo. Y tú me decías que debería hacer una escultura de vidrio de ti para que no te extrañara. ¿Lo recuerdas?

Pues al final eso es lo voy a hacer. Porque te extraño. Porque quiero pedirte perdón. Y porque te quiero, Vivi, como no tienes idea.

No sé cómo quedará. Pero el hecho de que estés leyendo esto (si es que lo lees algún día) es una buena señal porque significa que terminé el proyecto y te lo pude enseñar. Si lees esto significa que regresaste, que no tengo que extrañarte más, que puedo disculparme como se debe y que todo estará bien.

Porque quiero que así sea.

Sé que también dijiste que tenía que volver a ser el de antes. No sé si eso sea posible. Pero estoy trabajando en mis problemas y espero algún día ser mejor que cualquier versión pasada de mí mismo. Al principio lo hacía por ti, Vivi, para poder obtener tu perdón. Debo admitir que ahora lo hago por mí y porque realmente quiero que todo el embrollo en mi mente pare.

Pero estoy aquí y estoy trabajando en la exposición. Y por primera vez en mucho tiempo siento que tengo una meta y un propósito. Supongo que en parte debo agradecerte por eso.

Creo que me he extendido bastante, así que intentaré resumir mis puntos en tres simples frases:

Gracias.

Perdón.

Te quiero.

Con amor,

Enzo.

Cuando Genevive terminó de leer, había pequeños charcos húmedos emborronando las letras de algunas palabras en la libreta. Cuando alzó la vista y se encontró con la pieza central de la exposición, aquella que a Enzo tanto trabajo le había costado, cayó de rodillas por el sentimiento de maravilla y asombro que la invadió. Ya sabía de qué se trataba porque la carta misma lo mencionaba, pero no había forma de prepararse mentalmente para eso.

Frente a ella se encontraba una escultura de tamaño real. La Genevive de vidrio llevaba su vestido favorito, el que tenía estampado de fresas, y las trenzas parecían fluir como si el viento las moviera. Ahora tenía el pelo corto, pero era realmente obvio que la escultura y la estructura de carne y hueso eran la misma persona. Se había levantado del suelo para poder apreciar más detalles, y algo que la dejó maravillada fue la cara. La expresión plasmada en ella era un fiel reflejo de su personalidad, con una de las cejas alzadas y la sonrisa mostrando la gran mayoría de los dientes.

Enzo había logrado esculpir el rostro de Genevive basándose en fotografías antiguas de cuando eran niños y mapas de pecas que en alguna ocasión había garabateado en su libreta, pues su memoria por sí sola no daba para tanto. El resultado era espectacular y el mismo Sabino Segreti se había sorprendido de que una pieza que al principio él consideraba imposible quedara tan bien.

Desde la entrada de la galería, recargado contra la puerta, Enzo observaba las reacciones de Genevive. El plan que tenía era que él mismo la guiara por la exposición y le leyera en voz alta la carta que había escrito para ella, pero cuando llegó notó que ni siquiera lo había esperado para entrar. Debió haberlo previsto, considerando lo impaciente que era Genevive en cuanto a sorpresas se trataba. Consideró la idea de alcanzarla en el recorrido y tratar de salvar su plan inicial, pero prefirió quedarse en silencio y dejar que ella fuera descubriendo cada pieza.

Por un momento Enzo pudo experimentar el mismo sentimiento que invadía a su padre cada vez que lo veía jugar entre las esculturas de vidrio que se guardaban en la bodega cuando todavía era un niño. Por primera vez se sintió realmente orgulloso de poder haber creado algo con sus propias manos y que al menos una persona reaccionara de forma tan positiva. Su mensaje había sido transmitido. Había sido escuchado.

A veces solo eso se necesita.

A veces las palabras no son realmente necesarias.

Enzo se acercó al final de la exposición y se detuvo justo al lado de Genevive. Ninguno de los dos dijo nada. Sus cuerpos se buscaron instintivamente y se fusionaron en un cálido abrazo que logró descongelar todos los malentendidos, fricciones y choques que acarreaban desde el invierno del año anterior.

Ambos volvían a estar juntos, en casa. Como se suponía que debía ser.

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