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Capítulo 10: Sobre sueños cumplidos y la dificultad de las despedidas


Esa noche Enzo pudo dormir con un poco más de tranquilidad y ganar un considerable tiempo de descanso. Gran parte de eso se debió a que su pesadilla usual fue reemplazada con un sueño diferente.

Se encontraba en el taller de vidrio soplado de su padre, pero el lugar estaba completamente vacío. Los hornos habían desaparecido y al asomarse en la bodega descubrió que no había ninguna obra de vidrio guardada. Del armario de los cero desperdicios, que había ido acumulando piezas gracias a las contribuciones de Enzo en el trabajo de Sabino, no había ni rastro. Lo único ahí era el suelo de concreto gris y las altas paredes. Y Enzo.

Una libreta se materializó en su mano. Enzo la abrió en una página al azar y, a pesar de que los expertos digan que es imposible leer en sueños, pudo visualizar las palabras escritas claramente y sin mayor problema. Al hacerlo, notó que se trataba de su libreta, aquella que usaba para escribir todo lo que se le viniera a la mente. La página en la que estaba abierta revelaba un poema. Nievevive.

Había algo diferente a la libreta original, pues en los bordes de esa hoja, garabateado en diferentes estilos de letra y con distintos colores de tinta, un nombre se repetía hasta el cansancio. Genevive.

Enzo recordó repentinamente lo que le había hecho y sintió tanta vergüenza de sí mismo que el sentimiento no logró desaparecer ni cuando despertó. Dio vuelta a la hoja y en la siguiente página se encontró de frente con un espejo. Su reflejo era reconocible y soltó un suspiro de alivio. Este era él. No el otro. No ese que iba lastimando a las personas. Ese era un impostor que había tomado control de su cuerpo temporalmente.

Igual, le costaba diferenciar entre ambos y aquello lo asustaba. Eran parecidos hasta cierto punto y el otro era silencioso como una serpiente al grado de poder escabullirse sin que él lo notara, como ya había ocurrido. ¿Y si regresaba? Él no quería permitirlo, pero no sabía si sería capaz de impedirlo.

Enzo era consciente de que había un impostor. Y una duda comenzó a carcomerlo lentamente. ¿Era el fraude acaso esa persona cruel y triste? ¿O podría ser él una visualización de su verdadero ser? ¿Qué tal si el impostor era el que él creía ser la mejor versión de sí mismo? Podría ser que esa persona que tanto extrañaba ser fuera solo una representación dramática, un acto en un teatro que había llegado a su fin. Y, cuando las luces del escenario se apagaban, los actores manifestaban quiénes eran en verdad.

Regresó a la página del poema en busca de una respuesta que lo dejara satisfecho. No encontró nada.

Una pluma apareció en su mano y la usó para trazar las letras de las dos palabras que se repetían en su mente.

Nievevive.

Genevive.

Una y otra vez.

Entonces algo pasó. Sus ojos se abrieron de par en par y las lágrimas se formaron en los bordes sin esfuerzo alguno. Una brisa débil le susurró algo al oído. Una palabra oculta entre las letras de aquellas dos que tanto delirio le provocaban. Una orden. Un deseo.

Vive.

Enzo despertó justo en el momento en que daba la vuelta para intentar vislumbrar al portador del mensaje.

La primera persona que vino a su mente esa mañana fue Genevive.

Debía arreglar las cosas con ella.

"No me busques, ¿entendido? A menos que finalmente hayas resuelto tus problemas y regreses a la normalidad."

El recuerdo apuñaló sus intenciones. De seguro ella no querría verlo. Hasta cierto punto él tampoco quería encontrarse con ella después de haberla hecho pasar por tamaña grosería. Y estaba seguro de que todavía no había resuelto nada ni había vuelto a ser el de antes. Incluso dudaba de que eso fuera una posibilidad. Pero tampoco podía dejar las cosas así porque solo empeorarían.

Suspiró, dándole vueltas al asunto en busca de la solución más sencilla. No había nada.

Al final decidió levantarse de la cama y, por primera vez en días, no fue al valle que daba pie al precipicio. En lugar de eso se vistió con sus botas invernales, un suéter y una chamarra sobre él, una bufanda y un gorro. Caminó hasta la puerta aún indeciso de adónde iría.

—¡Voy a salir! —gritó para que sus padres estuvieran al pendiente.

Sabino y Agnese Segreti, tomando café en la cocina, intercambiaron una mirada de reojo.

—¿A dón...? —la pregunta de Agnese fue interrumpida.

—¡Con cuidado! —gritó Sabino de vuelta—. ¡Te espero en el taller en la tarde para que me ayudes con algunos pendientes!

—¡Vale!

Y Enzo salió.

Afuera el frío había disminuido un poco, pero los estragos de la ventisca del día anterior mantenían a las personas precavidas. Había poca gente en las calles, pero en lugar de dar una imagen desoladora creaba algo cercano a un sentimiento de paz. Enzo comenzó a caminar sin rumbo alguno.

Terminó frente a la gelatería del señor Loreto. Había una pequeña fila para entrar y, sin saber muy bien por qué, se formó junto a las demás personas. Quince minutos después finalmente le llegó el turno de entrar a la tienda.

—¡Enzo! —lo saludó el dueño con una expresión de sincera felicidad por verlo. A Enzo se le estrujó el corazón—. Vaya que tú y Genevive me tenían bastante abandonado últimamente. Mis ventas no han sido lo mismo sin ustedes —expresó de corazón a pesar de ser una completa mentira tomando en consideración la cantidad de gente que esperaba afuera—. ¿No has venido con ella?

—No —gimoteó con una sonrisa tímida.

—Bueno, ya será en otra ocasión. ¿Qué te ofrezco? ¿El clásico de vainilla? —preguntó con el sacabolas de helado listo.

—De hecho, escuché que ahora está vendiendo chocolate caliente.

—¡Ah, sí! El favorito de la temporada. ¿Vaso grande o chico?

—Grande —pidió mientras rebuscaba entre sus bolsillos—. Y que sean dos, por favor —añadió por un impulso que le vino de súbito.

El señor Loreto se agachó para sacar los vasos en los que serviría la bebida mientras Enzo seguía buscando su cartera. Al darse cuenta de que la había olvidado, comenzó a retorcer los bolsillos de la chamarra y el pantalón con la esperanza de encontrar algunas monedas que hubieran quedado ahí escondidas. Pero estaban vacíos.

—Ehhh —farfulló quedamente—. ¿Señor Loreto?

—¿Sí? —contestó él asomando la cabeza por el mostrador.

—He olvidado el dinero en casa. Déjeme ir a buscarlo y en un rato regreso.

El señor Loreto sonrió.

—No te molestes, no hay problema. Hace mucho que no te veía y a decir verdad ya te extrañaba, así que esta vez va por cuenta de la casa.

—¡No, cómo cree! —rechazó Enzo, avergonzado—. Voy a mi casa por el dinero y regreso, no me tardo.

—¡Tómalo como un regalo por ser cliente frecuente! —siguió para intentar convencerlo—. Genevive y tú vienen siempre a comprarme y yo nunca les he dado las gracias. Si no fuera por ustedes tal vez la gelatería habría cerrado hace mucho tiempo. Anda, esta vez va por mi cuenta.

Enzo no quería seguir discutiendo para no hacer esperar por más tiempo a la gente de afuera, así que aceptó con la mirada baja.

Los vasos de chocolate eran tan gigantes que costaba trabajo sostenerlos con una sola mano, incluso a personas con dedos largos y palmas anchas como Enzo. Cuando el señor Loreto le entregó su pedido le dio las gracias tímidamente.

—¡Saludos a Genevive! —comentó el simpático dueño de la gelatería a modo de despedida. Enzo solo alcanzó a asentir sutilmente.

Tenía dos vasos llenos de chocolate caliente y casi por reflejo supo lo que debía hacer a continuación. Emprendió el paso hacia su destino lentamente, pues el señor Loreto había llenado los vasos hasta el borde y aunque cada uno contaba con una pequeña tapa no quería correr el riesgo de que el contenido se derramara.

Cuando llegó a casa de Genevive el chocolate seguía caliente y soltó un suspiro de alivio. Subió por los escalones por los que había pasado en incontables ocasiones y tocó a la puerta.

—¡Voy! —gritó una voz infantil desde adentro.

La puerta se abrió de par en par y Enzo apenas tuvo tiempo de ver el torbellino que se aferró a su pierna.

—¡Enzo! —lo saludó Omar, el más pequeño de los hermanos de Genevive.

—Hola —correspondió él, haciendo un esfuerzo para revolverle el pelo al pequeño sin tirar las bebidas.

—¿Dónde estabas? —inquirió Omar, separándose de él—. ¿Me cuentas una historia?

—Ehh, sí —la cara del niño se iluminó de inmediato—. Pero primero, ¿está tu hermana?

La felicidad de Omar se esfumó tan rápido como apareció.

—Ash —se quejó—. Siempre vienes a verla solo a ella.

Enzo no pudo evitar reír un poco.

—¡Genevive! —gritó el niño con media cabeza asomada en la puerta.

—¿Qué pasó, Omar? —se escuchó una voz que respondía desde adentro. —¡Ya te dije que no quiero jugar contigo!

—Nadie nunca quiere jugar conmigo aquí. Todos son muy aburridos —le susurró confidencialmente a Enzo antes de volver a llamar a su hermana—. ¡Te buscan afuera!

Ante eso, Genevive bajó corriendo las escaleras y una vez que estuvo en la entrada ella y Omar intercambiaron lugares.

—Adiós, Enzo —se despidió el niño dándole un rápido abrazo e inmediatamente después entró a su casa con la intención de obligar a otro de sus hermanos a jugar con él.

Cuando Genevive lo vio no dijo nada. Se quedó en el marco de la puerta con ambos brazos cruzados sobre su pecho. No lo invitó a pasar. Enzo tragó saliva.

—El señor Loreto te manda saludos —fue lo primero que se le ocurrió decir y tan pronto como las palabras dejaron sus labios lamentó su torpeza. No era así como quería empezar la conversación y se notaba a leguas que a Genevive tampoco le había gustado.

Se mantuvieron en silencio unos minutos. Genevive escrutaba a Enzo con la mirada mientras él volteaba hacia otro lado para evitarla. Sus ojos se cruzaron accidentalmente y, a pesar de sorprenderse por el color gris con una pequeña mota azul en los iris de él, Genevive se mantuvo impasible. Alzó una sola ceja como preguntándole si tenía algo más que decirle. Al no obtener respuesta, le dio la espalda y comenzó a cerrar la puerta tras de sí.

—¡Espera! —suplicó Enzo. Hubiera querido tomarla por el brazo y voltearla, pero le era imposible con los vasos de chocolate en mano. Tal vez era lo mejor, pues dudaba que Genevive apreciara el contacto—. Yo... ¡lo siento mucho! —Genevive se detuvo al escuchar la disculpa, mas no giró para verlo—. Fui un idiota. Soy un idiota. Yo... nunca debí tratarte así ni gritarte o decirte todo eso. No era mi intención. Y nada de lo que te dije expresa cómo me siento en realidad. Perdón —hizo una pausa para tomar aire—. Mira, sé que dijiste que no te buscara y todo eso hasta que resolviera mis problemas y entiendo si no quieres verme, de verdad. ¡Solo quería pasar a decirte que me estoy esforzando en mejorar! Y que te quiero, Vivi. Y pedirte disculpas, claro.

Enzo paró, inseguro sobre si debería continuar y contarle por todo lo que había pasado esas últimas semanas. Se contuvo al llegar a la conclusión de que no era el momento, además de que sonaría como una excusa por su comportamiento y no quería que ella lo percibiera así.

Al notar que había terminado, Genevive finalmente se dio la vuelta.

—¿Esta es tu gran disculpa? —interrogó con los brazos aún firmes y la ceja aún en alto.

Enzo se quedó en blanco. Había olvidado por completo esa parte del discurso que Genevive le había dado y se sintió avergonzado por no haber pensado con más detenimiento en el asunto.

—No —reconoció con la mirada en el suelo—. Pero igual te traje chocolate caliente —agregó con el brazo extendido para ofrecerle una de las tazas.

Esperaba que Genevive lo rechazara o que incluso le volcara la bebida encima en un arranque de rabia.

—Pasa —lo invitó ella, abriendo la puerta de par en par.

Enzo alzó la mirada, sorprendido. Se agachó y entró en la casa como un perro regañado por haberse escapado.

Era cierto que Genevive seguía enojada con él, pero al mismo tiempo se alegraba de verlo y de saber que al menos estaba mejor. Además, había algo que necesitaba decirle y por tanto quiso aprovechar el momento.

Ambos se sentaron en el sofá de la sala, a extremos opuestos, y tomaron su chocolate caliente sin decirse nada. El líquido acariciaba sus gargantas y les brindaba calor. Enzo se quitó el gorro, la bufanda y la chamarra. Iban a la mitad del vaso cuando Genevive se decidió a hablar.

—He estado pensando mucho en lo que me dijiste.

Enzo se atragantó con el sorbo que estaba tomando.

—¿De qué?

—Ese día.

Ambos se sentían incómodos hablando al respecto, pero parecía no haber forma de evitar el tema.

—No deberías —finalmente aconsejó él—. Son un montón de tonterías. Por favor, no le hagas mucho caso. Ya te dije que no lo dije en serio.

—Ajá — soltó secamente Genevive. Le dio un nuevo trago a su vaso y continuó—. Me sorprendió que pudieras decir cosas tan hirientes. Pero tengo que admitir que había unas cuantas verdades.

—Vivi...

—Como eso sobre el fracaso de la cita en el cine. O lo incómodo que te hice sentir esa noche. O que debería irme de aquí...

Enzo hizo a un lado su chocolate y no supo qué decir. ¿Cuántas veces era correcto disculparse? No quería terminar resultando molesto. Se acercó al lado del sofá donde estaba Genevive y, sin estar completamente seguro de si era una buena idea, la tomó de la mano. Ella no tomó la suya de vuelta, pero tampoco se alejó del contacto.

—Perdón.

—He estado pensando mucho en eso... —repitió, ignorando su disculpa—. Y al final llegué a una conclusión —soltó un suspiro antes de revelar una de las decisiones más importantes de su vida—. Me voy. Siempre hablo de lo mucho que me gustaría viajar y explorar otros lugares y creo que finalmente ha llegado el momento de que lo haga. Ya lo hablé con mis padres y como mi mamá hizo lo mismo a una edad similar la idea le gustó mucho. Y como la escuela ya no es obligatoria, no creo que haya problema si dejo de asistir. No sé a dónde voy a ir, pero me voy. Y antes de que digas algo, no es por ti. No es porque no quiera verte o algo así. Pero eso que me dijiste fue como el impulso que necesitaba para decidirme. Así que gracias, supongo.

Enzo quedó mudo. Habría querido responder, suplicar y exigir pero la declaración lo había tomado por sorpresa. Y es que además tampoco se sentía en posición de intentar convencerla de no irse. No tenía derecho después de cómo la había tratado. El agarre de su mano se aligeró.

—¿Qué quieres que te diga? —se lamentó.

—¿Honestamente? No lo sé. ¿Tal vez algo sobre que te alegras por mí? Al fin y al cabo esto es algo que siempre he querido, y lo sabes.

Era verdad.

—Pues felicidades —pronunció con dificultad, con los labios a duras penas abiertos y las ya conocidas lágrimas contenidas.

—Gracias.

Se quedaron en silencio, dudando si habría algo más que decir.

—¿En qué momento se volvió todo tan complicado, Vivi?

Genevive suspiró sin tener una respuesta concreta.

—No lo sé. ¿No se supone que así son las cosas?

—¿Tan difíciles y duras?

—No sé.

—¿Cuándo te vas?

—La próxima semana, que empiezan las clases.

—¿Qué día?

—El lunes.

Enzo hizo cálculos.

—¡Pero si hoy es sábado!

—¿Y?

—Es muy poco tiempo.

Genevive no respondió. Ella misma seguía en una batalla interna donde su decisión todavía no le quedaba bastante clara. ¿Estaría haciendo lo correcto? Tal vez podría irse y viajar después. De cualquier forma, estaba casi segura de que si Enzo le pidiera que se quedara ella lo haría. Pero solo si él se lo pedía. Si lo hacía, sería la única ocasión en la que lograría convencerla de algo, ganando la batalla contra su terquedad.

—¿Cuánto? —preguntó Enzo, siguiendo con los cálculos en su mente.

—¿Qué?

—¿Cuánto tiempo te vas?

—No lo sé. El necesario.

—Pero vas a regresar —afirmó él pero al darle voz le entró la duda—. Vas a volver, ¿verdad?

Genevive notó la mirada suplicante de él y le costó resistirse. Miró directamente a esos ojos que tanto le gustaban, ahora grises con pequeños reflejos azules, y no pudo evitar decir:

—Pues claro.

Ni ella misma supo si era verdad o una vil mentira. El tiempo tendría que decidirlo.

—¿Puedo preguntarte algo?

—Acabas de hacerlo —bromeó Genevive y a Enzo le dio tranquilidad. Como si de alguna forma u otra las cosas estarían bien y todo se solucionaría. Esbozó una pequeña sonrisa.

—Otra cosa.

—Vale

—Creo que es algo egoísta de mi parte. Digo, después de... todo. Pero necesito saber —tomó aire y exhaló con lentitud—. Vivi, ¿tú me quieres?

—Te amo —respondió ella sin dudar e inmediatamente.

Genevive en verdad lo amaba tanto que el sentimiento llegaba a consumirla. El futuro era incierto pero una cosa tenía clara: Enzo revolvería sobre ella todo el tiempo. Ya fuera como persona a su lado, la opción que más le agradaba a Genevive, o como el fantasma de un recuerdo embrujado.

Por su parte, Enzo relajó los hombros y estrechó con fuerza a Genevive. La rapidez y la seguridad de su respuesta lo conmovieron. A fin de cuentas, ¿cómo podía seguir amándolo después de lo que le había dicho?

—Yo también te amo —le susurró al oído. Genevive dejó escapar un sollozo ahogado y se aferró a su espalda. De haber tenido la opción, se habría quedado así para siempre. Abrazándolo. Con la confesión de amor aún revoloteando en sus oídos—. Por favor perdóname, Vivi. De verdad lo siento mucho.

Se separaron y se miraron fijamente. Ambos lloraban y sonreían al mismo tiempo. Enzo tomó la cara de Genevive entre sus manos con ternura y limpió sus lágrimas con los pulgares. Genevive hizo lo mismo con él. Dejaron escapar una pequeña carcajada y por un momento fue como si hubieran retrocedido en el tiempo y ambos fueran todavía esos niños que se correteaban por el pueblo y jugaban al atardecer entre las esculturas en la bodega del taller de vidrio soplado.

Pasaron juntos el resto de la tarde, aunque no hablaron mucho. Terminaron su chocolate, ahora tibio, y Enzo ayudó a Genevive a empacar ropa para el viaje. No se soltaron de las manos en ningún momento.

El lunes llegó tan rápido que apantalló a todos. Enzo faltó a clases para poder ir a despedir a Genevive, y lo mismo hicieron sus hermanos. En los bordes del pueblo, del extremo contrario a donde se encontraba el acantilado oculto, había una limitada estación de tren que era conocida por no hacer muchos viajes. La gente debía planear con antelación si quería viajar por ese método, pues no todos los días salían trenes. En el caso de Genevive había sido una mera cuestión de suerte que encontrara un viaje tan pronto y tan fácil.

La estación no estaba tan concurrida ese día y el tren se veía casi vacío. Pero a Genevive la acompañaba una marea de gente. Su familia, Enzo y sus padres, el señor Loreto, algunas compañeras de la escuela y un par de conocidos más: todos habían ido ahí para verla partir y emprender su viaje.

Genevive, cargando una pesada mochila donde llevaba todo lo que creía necesario considerar, tomó posición frente a todos para agradecerles por acompañarla. Y, una vez que terminó su discurso, llegó el momento de la despedida.

—¿Me puedo quedar con tu habitación? —preguntó Vico, quien dormía con Omar en una litera y ya estaba cansado de su hermano.

—No —rechazó Genevive mientras lo abrazaba.

—¿Me la puedo quedar yo? —aprovechó Emilio, el segundo mayor en la familia después de Genevive.

—Tampoco —volvió a negar ella pero el abrazo que le dio parecía decir lo contrario.

—¡Gene! —berreaba Omar agarrado a las manos de sus padres—. ¡No te vayas! ¿Quién va a jugar conmigo? ¡Gene! —se soltó del agarre y corrió hacia Genevive para abrazarla tan fuerte que casi la tiró. Enzo deseó tener la misma edad que él para poder hacer lo mismo sin que los demás lo juzgaran.

La madre de Genevive separó a Omar y se lo llevó a un lado para intentar calmarlo y explicarle que todo estaría bien. Mientras tanto, las compañeras de la escuela aprovecharon para despedirse, aunque no dijeron gran cosa porque ellas se habían escapado de las clases en un descuido de los maestros y debían regresar antes de que notaran su ausencia. Simplemente le pidieron que se cuidara y que tomara muchas fotos de todos los lugares que visitara. Genevive abrazó a cada una de ellas y las dejó ir para no mantenerlas más tiempo ahí.

Fue tiempo de que el señor Loreto se acercara. Se suponía que debería estar en la gelatería, pero ese día no abrió para poder dedicarse exclusivamente a despedir a su mejor clienta.

—Para el camino —le dijo, entregándole una bolsa llena de dulces y demás alimentos.

—Muchas gracias, señor Loreto.

—Sin ti probablemente bajen muchísimo las ventas del helado de chicle. Tal vez incluso tenga que descontinuarlo... —bromeó.

—Mas bien creo que va a tener que incrementar la producción. Porque cuando regrese voy a comprar todo lo que tenga.

Él rió, contento. Dio un paso hacia atrás para permitir que las siguientes personas se despidieran.

Agnese y Sabino Segreti habían llegado a ver a Genevive como casi una hija y presenciar su partida les dolía en el alma, pero entendían su decisión y se alegraban de que tuviera la oportunidad de hacer algo que quería desde siempre.

—Si de casualidad encuentras alguna pieza de vidrio interesante en alguno de los lugares a los que vayas, ¿me la comprarías? —pidió Sabino extendiéndole el dinero.

—Claro —sonrió Genevive.

—Cuídate, cielo —le dijo Agnese mientras la estrechaba en sus brazos—. Que tu viaje esté lleno de buenas experiencias.

—Gracias —respondió ella con los ojos llenos de lágrimas.

Su madre había regresado con un Omar ya más calmado. Se acercó a su hija y la abrazó. Su padre se unió a ellas.

—¿Ya llevas todo lo necesario? —preguntó y Genevive asintió.

—Estoy orgullosa de ti —manifestó la señora Giuliani—. Regresa cuando quieras. Te estaremos esperando. Y sabes que puedes llamarnos en cualquier momento.

Se separaron. El único que faltaba era Enzo, quien hasta ese momento en su vida nunca se había despedido de nadie sin saber cuándo volvería a ver a esa persona. En un tácito acuerdo, todos los presentes se hicieron para atrás y les dieron un poco de privacidad.

—Te extrañaré —reconoció Enzo—. Vivi, te extrañaré tanto que honestamente no sé qué voy a hacer sin ti.

—Espérame —determinó ella—. Regresaré, ¿sí?

Pero ambos sabían que nada estaba asegurado. Aun así, Enzo asintió.

—Mas te vale recibirme con un gran regalo. Y aún me debes mi gran disculpa.

—Lo sé.

Se quedaron en silencio y no supieron muy bien qué hacer. Genevive abrió los brazos y Enzo entendió el gesto. La estrechó con toda la fuerza que tenía, pero con cuidado de no lastimarla. No quería separarse.

Pero el tren silbó, indicando que estaba listo para partir. A Genevive le costó hacerse a un lado, pero finalmente había decidido que ese era el camino que quería tomar. Sonrió, con los ojos brillantes, pensando que su yo del pasado estaría encantado de saber que estaba a punto de cumplir su sueño. 

Su comitiva se acercó de nuevo. Genevive agitó una de sus manos como un gesto general de despedida, dio media vuelta y se subió al vagón que le correspondía. Su asiento quedaba junto a la ventana, así que todavía pudo contemplar y escuchar las últimas palabras de despedida.

—¿Entonces no me puedo quedar con tu habitación? —gritaron Vico y Emilio al mismo tiempo.

Genevive rio suavemente y ya no contestó.

El sol brillaba en lo alto a pesar de ser invierno, como si él también hubiera salido solo para presenciar ese momento. La brisa helada era ahora fresca y los murmullos en la estación llenaban el corazón de Genevive con una mezcla de emoción y miedo. El tren comenzó a moverse.

Las personas que la querían se quedaron quietas, viendo todo mientras ondeaban sus manos para despedirla. Enzo, por otro lado, corrió por el andén intentando seguirle el ritmo a aquella serpiente metálica que se llevaba a su mejor amiga, el amor de su vida. Llegó un punto en que el concreto terminó y le impidió seguir con su carrera. Se detuvo, jadeando, hizo un altavoz con sus manos y sin importarle que hubiera más personas en la estación gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Vivi! ¡Te quiero! —su voz sonaba distorsionada por el llanto que surgía acompañado de un arrepentimiento por haberla dejado partir, por no poder disculparse correctamente, por sentirse indefenso e impotente y desamparado al no ser capaz de hacer algo para jugar con el tiempo, ya fuera para detenerlo o para retroceder en él—. ¡Por favor, no me olvides! —suplicó con lo que le quedaba de aire.

Por la ventana, Genevive comenzó a notar que el paisaje cambiaba y se maravilló de lo rápido que el vehículo dejaba atrás su lugar natal. El viento entraba libremente y se esforzó en traerle los resquicios de ese último grito que reverberaba en el ambiente.

"Tonto" pensó para sí mientras acomodaba su mochila en el asiento de al lado para usarla como almohada. "Nunca podría olvidarme de ti."

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