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El sol en tus labios

Concluida la comida del medio día, el joven de hebras platinadas evocó un fuerte suspiro. Se encontró atrapado entre la pared de terror y la espada de la inseguridad. Casi podía sentir una gota de sudor frío resbalar por su frente.

Lo que reposaba en su mente lo estremeció. Tragó saliva sonoramente, alertando a su pareja, un joven de cabellos castaños oscuros y ojos con el color de las nueces atrapado en ellos.

—¿Estás bien? —preguntó el moreno ladeando la cabeza. De la nada se contagió por el albino y sintió una repentina preocupación.

—Estoy bien —respondió con un tono dulce, lo que menos quería era levantar sospechas o sentimientos que podrían jugar en su contra—. No pasa nada. Ahora que lo recuerdo, ya tenemos cuatro años como novios ¿cierto?

—Ah, sí... —dijo, dubitativo. Sabía de sobra que su novio algo estaba tramando, porque cambiar la conversación era una costumbre suya cuando se encuentra nervioso—. Voy a lavar los platos, amor, ¿Por qué no vas a descansar en la recamara? Voy en cuanto termine.

Ahí viene de nuevo, ese trato como si sólo comer fuese una actividad agotante. El chico de hebras blancuzcas llegó a pensar que su novio lo consentía demasiado, pero no podía hacer nada cuando ya le había pedido que dejara esas cosas de lado.

No podía molestarse, no con esa tierna carita que le ponía el castaño cuando era reprendido. Terminaba doblegándose ante su ternura y esa descarada manipulación.

Comenzó a sobre llevar ese trato especial y a comprender que lejos de ser lastima, era una digna muestra de amor tan respectiva de él.

Asintió, se levantó de la silla y a paso lento y pesado cruzó un pasillo para llegar a la habitación que compartían. Se arrojó a la cama, los cabellos le cubrieron esos ojos grises, que en su tiempo habían sido bien admirados por el chico que ahora estaba lavando platos en la cocina.

Al encontrarse solo y en un silencio cómodo, su vida comenzó a desfilarle a base de cortos episodios; en algunos las personas lo miraban con lastima, con pesar, mientras decían "Pobre chico". Recordó lo mucho que llegó a repudiar esos momentos, tanto como aquellos que también debía experimentar en su día a día y que a veces, le dibujaban en el rostro un color rojo y lo avergonzaban.

Él no lo había pedido, de hecho, jamás se le preguntó si quería nacer, pero entonces ocurrió, aquel recuerdo que cada que lo piensa, le saca una sonrisa; conoció al chico de sus sueños.

Había sido de una manera un poco inusual, y no se llevaron bien desde un inicio, pero lo que lo hizo sentir especial por primera vez en su vida fue que el castaño lo trató como a su igual e ignoró aquello de lo que tanto hablaba la sociedad.

Ante él, no era diferente, no sufría y sobre todo, podía dejar salir su verdadero ser sin temor a ser rechazado.

El color café se convirtió en su favorito, porque era como una combinación de frío y calor. Con el café se sintió seguro, se sintió libre y dispuesto a conocer esos nuevos sentimientos que los dos experimentaron y decidieron unir.

Desde luego, en la historia hubo problemas, desconfianza y una fuerte lección de amor propio, pero juntos pudieron aprender, conocerse y enamorarse al punto en que lo especial que eran los volvía únicos en un mundo sin color; el café y el blanco se habían encontrado.

Abandonado a sus recuerdos, el albino comenzó a sentir su corazón cautivado por sus sentimientos. Supo que de ahora en adelante su vida debía ser compartida; sus ojos dieron vida a un par de lágrimas, y pasados unos tres minutos escuchó los pasos del castaño acercarse a la habitación.

Era ahora o nunca, no podía seguir postergando la realidad y sus deseos.

Esta vez la marea no se llevaría sus intenciones como lo hacía con las huellas en la arena.

Se levantó de la cama de un brinco. Estaba apurado, sus pies temblaron y estuvo a nada de tropezar, pero a duras penas logró llegar a la mesita de noche que estaba de su lado. Con mucho esfuerzo abrió el cajón con sus dientes.

La puerta se abrió en ese momento, el castaño estaba con la mirada baja y cuando sus ojos recortaron la figura de su novio se quedó hecho piedra.

—¿Qué te parece si vemos una pe...

Su voz se perdió, su corazón se alocó en fuertes y rápidos latidos. Se llevó una mano al pecho y otra a los labios. El albino sonrió como pudo, porque tenía un anillo sostenido con los dientes.

—No, espera... —dijo el castaño, en el limite de la sorpresa y emoción. Quería llorar, sus manos temblaron.

Su novio asintió, casi lamentó no poderse arrodillar.

—Sí... —le le escuchó decir pues no podía articular bien las palabras por culpa del anillo—. ¿Quieres casarte conmigo?

Y la pregunta cayó, y con ella el llanto de los dos. El castaño gritó un fuerte "¡Acepto!" y se arrojó a atrapar en sus brazos al chico de cabello plata.

El abrazo no pudo ser correspondido, como cualquier otro.

Su novio no tenía brazos, pero sí tenía el sol en sus labios y eso lo volvía único, divino y especial.






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