XIV
Ambas caminaron por los pasillos a paso apresurado, mirando cada cosa que pasaba frente a sus ojos, buscando entre el caos a aquella persona que estuvieron esperando volver a ver durante dos largas semanas.
Finalmente encontraron la recepción, se acercaron hasta la ventanilla y bastante inquietas preguntaron por ella. La mujer que las atendió les respondió de forma despectiva que debían esperar sentadas en la sala a que el médico que se encargaba de ella las llamara. Le cuestionaron a la mujer cuánto tardarían en darles noticias y solo recibieron un bufido en respuesta acompañado por un gesto bastante descortés con la mano que les indicaba que debían marcharse.
Bastante molestas e impacientes trataron de ignorar su mala actitud, tomaron asiento y esperaron. Al poco tiempo Hebe había empezado a caminar de una punta a la otra para distraerse un poco y para calmar las inmensas ganas que tenía de darle con una silla a aquella mujer que le dirigía desde su puesto miradas cargadas de disgusto.
Las mujeres se estaban volviendo locas mientras veían el reloj avanzar lentamente. Ya había pasado una hora desde que llegaron y no había noticia alguna. Matilde había aprovechado el momento de espera para llamar a su hijo, para avisarle que la esperara en la casa y que, probablemente, tardarían bastante.
Finalmente, dos horas después, apareció un joven mencionando el apellido de Deresi.
—¿Se encuentran aquí los familiares de la paciente, Mirin? —cuestionó en voz alta, viendo al instante cómo ambas se levantaban desde sus lugares—Acérquense, por favor.
El chico las guió a través de los pasillos hasta llegar a un cuarto. Las invitó a pasar, dándole paso a la figura de un hombre mayor que vestía un delantal y parecía estar muy cansado. En su mirada se reflejaban las largas horas de trabajo duro y su poca prolijidad delataba que se había vestido apresuradamente.
—Agradezco su paciencia, señoritas. Permítanme presentarme, soy Mauro, Anici. El doctor que se encarga de la señorita, Mirin —comentó el hombre mientras se acomodaba en su escritorio—. Me gustaría saber qué relación tienen con la paciente, para así comenzar a detallar su condición.
—Soy su mejor amiga —respondió sin dar un saludo o presentarse—. Vine yo debido a que su madre no puede.
—¿Acaso no tiene más familiares? —cuestionó algo sorprendido, sin tragarse realmente esa excusa.
—No, o al menos no que se interesen por ella. Ella solo tiene a su madre. Sus abuelos maternos fallecieron y su madre es hija única, por lo que no tiene tíos o primos.
—¿Y su familia paterna?
—Su padre las abandonó cuando ella aún estaba en el vientre. Nunca los conoció, tampoco sabe quiénes son.
—Entiendo...¿Y usted señora?
—Soy vecina de Hebe, pensé que no sería correcto dejarla sola en un momento como este.
El médico se quedó observando a la nada por un momento, tratando de analizar la situación. Si el representante de la familia era solo una niña a sus ojos, entonces lo mejor era no decirle nada respecto al estado en el que se encontraba la paciente. Suspiró, cansado, y levantó su mirada hacia ambas.
—¿La madre les comentó algo? —notó que la chica negaba con su cabeza, pero la mujer, en cambio, parecía tener algo que comentar.
—Paula me dijo que fue encontrada y que estaba en un estado bastante grave.
Hebe la observó sorprendida al enterarse de aquello, pensando en por qué no se lo comentó cuando iban en el auto.
—Pero no me dio más detalles.
—Ya veo, entonces les voy a pedir que vuelv-
La voz del hombre fue interrumpida cuando repentinamente una enfermera abrió la puerta de forma brusca. Se notaba con la respiración agitada y desesperada.
—¡Carissa, no puedes entrar así cuando es-!
—¡Doctor, lo necesitamos en emergencias!, ¡Se trata de la paciente, Mirin!
Ambos personales médicos se encaminaron rápidamente hacia la sala de emergencias. Sin notar que una persona las estaba siguiendo desde atrás. Una vez llegaron a la habitación y estando frente a su paciente comenzaron los procedimientos para intentar salvarla.
Hebe estaba detrás, prestando suma atención a aquel caótico escenario que se plantaba ante sus ojos. Aquello era aún más desolador que haber sentido su ausencia por tantos días, aún peor que haber visto aquel cadáver. ¡Era ella!, ¡Deresi estaba ahí! Pero su cuerpo no parecía pertenecerle, presentaba muchas heridas sangrantes y hematomas, su rostro estaba muy hinchado y manchado de sangre, sus brazos tenían sobre su piel varias marcas que parecían ser quemaduras muy pequeñas, pero que eran demasiadas, y sus ojos miraban en dirección al techo sin brillo, sin vida.
—Señorita, no puede estar aquí.
Exclamó una de las mujeres que rodeaba a la joven, desencadenando que los demás presentes posaran un momento su vista en la joven, al igual que Deresi, quién dejó caer su cabeza lentamente en su dirección.
—Por favor, déjeme quedarme —suplicó con la voz rota.
La mujer estaba a punto de contestarle, pero se vio interrumpida por un incesante pitido que comenzó a llenar la habitación, movilizando a médicos y enfermeras alrededor de Deresi. Exclamaban urgentemente cosas que Hebe no comprendía, pero sabía que algo no marchaba bien.
—¿Qué le sucede? —cuestionaba desesperada intentando encaminarse hacia allí, pero siendo retenida por la mujer— ¡Deresi!
Exclamó su nombre varias veces, mientras sus ojos se humedecían e intentaba avanzar. Deresi logró escucharla, por lo que la observó una última vez con una media sonrisa dibujada en sus labios. Levantó levemente una de sus manos, y a pesar del temblor en ella levantó su meñique, doblándolo un poco, antes de que aquellas personas que la atendían la rodearan impidiendo que pudieran volver a verse.
—¡No!, ¡por favor, no te rindas ahora!, ¡No puedes rendirte!, ¡Lo prometiste!
Hebe se mantuvo allí, suplicándole a los cielos que ella pudiese resistirlo, escuchando aquel pitido insoportable, escuchando como el cuerpo de Deresi chocaba contra la camilla cada vez que una descarga eléctrica atravesaba su ser. Matilde había llegado a su lado, aunque no sabía hacía cuánto estaba allí tirando de su brazo, buscando llevársela.
En su mente pensaba en lo mucho que odiaba al destino, a la vida. Se cuestionó por qué el mundo era así con ella al intentar quitársela; quizás, era para dejarla sola a merced de las pesadillas o un castigo, una lección, por ser un humano que no apreciaba lo suficiente su propia existencia.
Los minutos parecían eternos y los gritos de los médicos resonaban en las paredes. Enfermeros iban y venían en medio de aquel caótico momento; y aun así todo parecía ir en cámara lenta a los ojos de la joven.
El mundo recién volvió a la normalidad cuando ellos se separaron de la camilla, agotados y desanimados, pero el mundo de Hebe se detuvo cuando los escuchó decir con un aire cargado de pesar y agotamiento:
—Hora de la muerte, 19:06.
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