Capítulo 7
Cora despierta en su habitación del hotel Traders por el sonido de una llamada entrante. Se levanta casi como un resorte, tomando el teléfono móvil en sus manos. No reconoce el número de teléfono, pero descuelga. Se trata de Alec Hardy. Le pregunta si está libre esa mañana, y ella le responde que sí. Éste le indica que debe reunirse con él en el centro del pueblo. La oficial bosteza: son las 06:34 de la mañana. Guarda el número en su teléfono móvil, y sale de la cama. Se da una ducha, se viste, se peina, coge su identificación y su bolso, y sale del hotel. Pasa por una cafetería cercana para comprar un cappuccino y una tila. Está segura de que su jefe necesitará tranquilizarse, y más aún, teniendo en cuenta que la ha llamado a una hora tan temprana. Llega al centro del pueblo en cuestión de minutos. El hombre de complexión delgada la está esperando. Con una sonrisa amable, se acerca a él.
—Buenos días, señor —dice más por educación que por circunstancias. No pueden serlo. No, cuando hay un niño muerto.
—Buenos días —responde él, lo más amablemente posible.
Cora le tiende la bebida que lleva en su mano izquierda, y Hardy hace una mueca de disgusto.
—Es una tila —aclara ella, aun extendiendo su brazo.
Hardy suspira aliviado. Es justo lo que necesita para calmarse. No ha pegado ojo en toda la noche. Toma la humeante taza de plástico de las manos de su subordinada. Nota que tiene las manos cálidas. Probablemente de sujetar las dos tazas.
—Gracias —es escueto en su agradecimiento, pero a ella le basta—. ¿Ha conseguido dormir algo?
Ella da un sorbo a su cappuccino antes de contestar.
—No —niega con la cabeza. Su tono es apesadumbrado—. ¿Y usted? —hace contacto visual.
—Tampoco.
Se quedan en silencio por unos segundos, disfrutando de los rayos de sol que empiezan a bañar con su calidez las calles. La oficial posa su mirada azul en su jefe. Examina su expresión: parece más relajado ahora. La alivia verlo así. Cuando no está de mal humor o con el ceño fruncido, tiene una expresión muy agradable. Tras dar un sorbo a la tila que le ha traído la pelirroja, Hardy repara en que no deja de observarlo. Arquea una ceja: ¿qué pasa ahora? ¿Tiene monos en la cara?
—¿Qué ocurre, Harper?
—Lo siento, señor —se disculpa, apartando la vista rápidamente. Le avergüenza haber sido tan poco discreta—. Todavía no me ha dicho para qué me necesita esta mañana —logra decir, intentando desviar el tema de conversación.
Hardy no parece reparar en ello, y simplemente responde.
—Vamos a recorrer el camino que Danny hacía en su reparto de periódicos —se explica rápidamente, acabándose la tila en unos pocos sorbos, arrojando el vaso de plástico a un contenedor de basura cercano.
Ella asiente, terminándose su café, tirando la taza de plástico al contenedor.
Con las primeras luces de la mañana, el inspector y la oficial realizan la ruta de reparto de periódicos de Danny. El escocés lleva en sus manos un plano a lápiz como guía. El chico cubría mucho terreno: senderos de la costa, y también calles residenciales. Hardy sube una cuesta poco pronunciada, que le lleva a una gran zona de césped que domina los acantilados de la playa. Es un paisaje verde, intemporal. Busca a Harper con la mirada. Se le ha adelantado unos metros. No le cuesta localizarla: su cabello cobrizo, destaca entre el perifollo que florece hasta la altura de la cintura. Parece absorta en el paisaje. Por una vez, Hardy admite que agradece verla más relajada que el día anterior. Cuando ve que se aleja demasiado, la llama, y ella se gira, caminando hacia él.
Ambos continúan recorriendo el camino. En el sendero en lo alto del acantilado, que parece un camino a ninguna parte, Harper distingue una cámara de vigilancia sujeta a un poste telegráfico. Apunta a una cabaña aislada, algo entre un remolque y una casa de campo. "¿Podría ser el lugar en el que murió Danny?", se pregunta la oficial de policía. Ya saben que el crimen no se cometió en la playa: no hay rastros de sangre por ninguna parte, y los cortes que tenía el chico parecían sangrar algo abundantemente. El inspector se percata de la mirada fija de la muchacha en la cabaña, y se pregunta qué estará pensando. A los pocos segundos la ve escribir en su libreta: «cabaña de madera al pie del acantilado. ¿Posible escenario del crimen? Investigar con atención». El hombre sonríe disimuladamente: definitivamente, la mente de Harper es única. En todos sus años de experiencia, nunca ha visto nada igual. Para ella todo parece parte de un gran puzle, y va encontrando algunas piezas. Hardy piensa que esa cabaña está fuera de lugar. Podría haberla traído un ciclón, como a la casa de El mago de Oz. El hombre de ojos castaños tiene la impresión de que un fuerte vendaval podría mandarla dando vueltas acantilado abajo. Ambos caminan por el sendero que los lleva hacia la cabaña.
Ya muy cerca, los policías se protegen los ojos de la luz con las manos, y miran dentro: por su aspecto, es una casa de vacaciones. Deshabitada, eso sí, pero en buen estado. Decorada con gusto a base de conchas marinas trabajadas, y un hermoso paño sobre la mesa. Para Hardy eso es la misma idea del infierno: aire puro, aislamiento, hierba, un cielo interminable... Pero sabe que el mundo está lleno de idiotas a los que les gusta este tipo de cosas.
—Hay que encontrar al propietario —dice Cora, más para sí misma que para su jefe—. Tenemos que entrar ahí —sentencia, colocando un recordatorio en su libreta—. Me pondré a ello en cuanto lleguemos a la comisaría.
"Me ha quitado las palabras de la boca", piensa el hombre a su lado, observándola.
Coraline se voltea, y entonces algo llama su atención. De forma automática, posa una mano en el brazo izquierdo de Hardy, llamando su atención. Él está a punto de protestar, pero sigue su mirada.
Aquella mujer y su perro color marrón quedan a la vista.
"No tiene los andares descuidados de una turista de paso: conoce este sitio", piensa la muchacha de cabello cobrizo. Solo entonces se percata de que tiene la mano aún apoyada en el brazo de su superior, y la retira mientras susurra un «lo siento». El de cabello castaño niega con la cabeza, indicándole que no se preocupe. Comprende que, con la tensión del momento, ella haya olvidado respetar el espacio personal.
Hardy y ella dan un paso en su dirección, pero al verlos, la mujer da la vuelta sobre sus talones, y acelera el paso para alejarse. El inspector se percata de que Harper ha guardado su libreta, y está colocándose en una posición que indica que va a salir corriendo en su busca. Es el momento de Alec para posar una mano en su brazo. La detiene.
—Ya tendremos tiempo para hablar con ella —menciona en un tono ronco. Está demasiado cansado y demasiado lejos de su medicación para intentar perseguirla, y no va a permitir que la novata vaya sola. No piensa arriesgarse a que algo pueda pasarle. No en su turno. Ahora la mujer del perro queda registrada en su radar, y por descontado, en el de la pelirroja.
Tras despertar y hacerse un desayuno, Ellie se encuentra con un mensaje en su teléfono móvil: es de Cora. Por lo visto, el inspector insoportable —conocido como Alec Hardy— ha decidido llevársela con él esa mañana, por lo que, no tiene que esperarla a la puerta de la comisaría para tomarse un café. Admite, que le molesta un poco el hecho de que el inspector se lleve a su amiga. Es su compañera de trabajo, no la de Hardy. Se pregunta si el taciturno hombre está ablandándose con la muchacha. Quien sabe: puede que le recuerde a una hermana pequeña... Indefensa e inexperta. En cuanto termina su café y se viste para ir al trabajo, escucha ruidos en el piso superior: sus hijos están despiertos.
Sirve zumo de naranja en un vaso y se lo sube a Tom. Joe la está esperando, sentado en un lado de la cama. Le ha entregado a Tom unas tostadas con mermelada. Apenas las ha probado. El marido de Ellie parece agotado, como si el desfase horario al fin se le hubiera echado encima.
—¿Cómo estás, cielo? —le pregunta, preocupada, entregándole el vaso.
—Bien —está claro que intenta aparentar que todo va bien.
—Has tenido pesadillas —menciona Ellie en un tono suave, cariñoso.
—¿De verdad? —su voz tiembla. Espera no haber dicho nada mientras dormía. Nada relevante, al menos.
—Gritabas en sueños —le dice Joe, preocupado.
"Claro que tiene pesadillas: su mejor amigo ha muerto", piensa Miller, reprochándose no ser más cauta ni cuidar mejor de Tom. Seguro que aún está muy afectado.
—¿Y qué decía? —recorre con los dedos el borde del vaso, pero no lo bebe.
—No se entendía bien —dice su madre—, pero has dicho «Danny».
Al escuchar esto, Tom baja la vista hacia su regazo. Ellie trata de recordar cómo es tener once años, cuando secretos inocentes adquieren proporciones gigantescas.
—¿Vas a ir a trabajar? —pregunta el niño, con su cabello rubio ocultando sus ojos.
—Sí —afirma la sargento—. Papá ha planeado un día tranquilo para ti.
—Iremos al videoclub —ofrece—. Alquilaremos el DVD que te parezca, y haremos palomitas —explica Joe con excesivo entusiasmo—. Veremos el DVD con los edredones en el sofá. ¿Qué te parece?
A Tom no le engaña ni por un solo segundo. Está claro que hay algo que preocupa a sus padres.
—¿Tendré que hablar con la policía? —cuestiona, aunque ya sabe la respuesta.
—Sí, en algún momento —responde Ellie—. Pero creo que hoy no. A no ser que pienses que puedes ayudarnos en algo.
—No... —Tom nuevamente agacha la cabeza—. ¿Cuándo hable con ellos, podré estar contigo? —indaga, como un niño pequeño que necesita de la protección de su madre en todo momento. Empieza a darse cuenta de que lo van a tratar como a un adulto hasta cierto punto, y eso le aterra. Le van a hacer preguntas sobre Danny y su relación con él, y no sabe si estará preparado. Necesita el apoyo de su madre.
Ellie niega con la cabeza: no sabe quién va a interrogar a Tom. Tiene que ser alguien que no lo conozca, pero ha estado yendo por la comisaría desde que era un recién nacido. Se le encoge el corazón al darse cuenta de que solo hay un agente en Broadchurch que cumple ese requisito. De pronto, un escalofrío agradable la recorre. No, no es el único. Hay otra agente que no lo conoce ni tiene relación con él: Cora Harper. ¿Pero dejará Hardy que la pelirroja lleve el interrogatorio? Sigue siendo una novata. Espera —reza— porque el inspector se haya ablandado lo suficiente como para que sea así.
Karen White está ahora en la redacción del Eco. Se detiene súbitamente con la mano en el manubrio de la puerta, interrumpiendo su avance. Hay una foto pegada en el cristal de la puerta. Una foto de Danny Latimer, sonriendo, con una camiseta amarilla. Es diferente la del colegio que ha difundido la policía. Su aspecto encaja con el tipo de niños que le gustan a la reportera. Insolente. Divertido. A Karen se le ocurre, por primera vez se le ocurre de verdad, que Broadchurch no es una consecuencia de Sandbrook, sino una historia —una tragedia— en sí misma. Traga para deshacer el nudo en su garganta.
Dentro, la gente hace cola para firmar en el libro de condolencias que ha preparado Maggie Radcliffe.
Karen ha recordado —con un poco de ayuda de Google— porque le sonaba el nombre de Maggie. Estudiaron su trabajo sobre el Destripador de Yorkshire en la facultad de periodismo. Ella fue de las primeras en dudar de la operación policial. Participó también en el campamento feminista contra las armas nucleares de Greenham Common, además de cubrir la información para los periódicos sensacionalistas. Es de la vieja escuela, de la generación de Len Danvers. Siente mucho respeto por ella, y por eso mismo, sabe que no le será tan fácil de manipular como Olly Stevens.
Por suerte, la editora jefe del Eco parece mantener una profunda conversación con un tipo que parece demasiado joven para el alzacuello que lleva puesto. Karen nunca ha visto a un cura tan joven. Le mira de arriba abajo: viste ropa nueva, de última moda, no comprada por allí, y su pelo claro peinado con una raya en el medio, resulta tan pasado de moda, que está a la última otra vez.
—Esto debería haberlo hecho la Iglesia —dice Paul con el boli encima del libro.
—No se trata de competir —responde Maggie con frialdad—. Es algo nuevo para nosotros.
—Me gustaría escribir una columna —sugiere el vicario—. Algo como el Pensamiento del día en radio 4. Para recordar a la gente por qué es importante la Iglesia en un momento como éste, lo que puede ofrecer.
Maggie bufa.
—Su jefe y yo tuvimos un enfrentamiento mucho antes de que apareciera usted por aquí —menciona en un tono molesto—. No sería muy bien recibida en su Iglesia.
—No por mí —dice el vicario muy serio—. Tanto usted como Lil serán siempre bien recibidas en mi Iglesia.
—También debería pensar en eso —dice Maggie, solo un poco apaciguada—. Mire, gracias por la oferta, pero no necesito colaboraciones. Lo que ahora mismo necesito es publicidad, y eso no es cosa suya.
El becario tamborilea con los dedos impecables en la superficie de la mesa.
—De acuerdo entonces. Pagaré mi espacio con mi propio dinero. Escribiré un artículo. Pagaré la tarifa que tenga establecida. Si he de pagar para difundir unas palabras de consuelo, lo haré.
—Le haré un 10% de descuento —responder rápidamente Maggie.
Karen sonríe con suficiencia. Dos minutos allí dentro, y ya ha visto corrupción: es demasiado que las noticias locales sean el último bastión del buen periodismo al viejo estilo.
Cerca está Becca, la del hotel, con el tipo de vestido que resalta una figura perfecta. "Seguro que no se pasa el día entero sentada delante de una pantalla", piensa Karen. Becca mueve coquetamente el pelo en dirección al vicario. Luego mira hacia Maggie, como por costumbre. Algunas mujeres ni siquiera se dan cuenta de que lo hacen, y son siempre las que no tienen que esforzarse para conseguir atención.
—«Espero que tú y tu familia encontréis un poco de paz» —recita, pensando qué escribir en el libro—. ¿Qué se puede escribir que no suene a tópico? —pregunta Becca.
—Sabrán apreciarlo —Maggie es todo sonrisas ahora, y a Karen le resulta fácil pasar a su lado hacia el interior de la redacción.
Le lleva unos cuántos segundos conseguir que sus ojos se adapten a la oscuridad. ¿Cómo pueden trabajar en un sitio así? Ella está acostumbrada a muebles económicos gris claro, ventanales y tubos fluorescentes. En aquel sitio hay más madera que en una sauna. Un conducto de ventilación en una pequeña ventana está sujeto con cinta adhesiva, y en el alféizar hay unas flores secas dentro de un pequeño bote de barro, y un gato de madera. En aviso sobre las condiciones de seguridad para salvar vidas está pegado a la pared.
Olly Stevens está encorvado sobre su monitor.
—¿Olly? —apela a él en un tono amable—. Hola.
Levanta la vista hacia ella con un brillo que indica que la reconoce, y que demuestra que no es solo Karen la que he buscado en Google. Ella se acerca al borde de la mesa. Es guapo este el cachorro de reportero, aunque sea un año o dos más joven de lo que en un principio pensó. No será difícil engatusarlo.
—Oh, ¡Karen! —está claramente sorprendido.
—Bonito lugar —alaba, a pesar de que el sitio le provoca náuseas. Ni por todo el dinero del mundo trabajaría en ese cuchitril de pueblo. Ni hablar.
—Sí, bueno, cuando no saltan los plomos... —bromea él, logrando arrancarle una carcajada.
—Supongo que no tendréis una mesa libre, o una esquina en el que pueda meterme mientras estoy aquí, ¿no? Al fin y al cabo, somos del mismo grupo editorial.
Olly ya casi ha preparado un lugar de trabajo para Karen, cuando Maggie se fija en ella. Camina con pasos decididos hacia su posición.
—Maggie Radcliffe, soy la editora —se presenta.
—Karen White. Daily Herald.
—Has venido deprisa —menciona Maggie, obviamente desconfiada.
Maggie estrecha la mano que le ofrece, y las dos mujeres se toman las medidas la una a la otra.
—Recuerdo lo que escribiste sobre el Destripador de Yorkshire —menciona, intentando darle coba. Necesita quedarse cerca de esa oficina si va a seguir el caso de Danny.
—Hace mucho tiempo de eso —responde Maggie, dando una mirada hacia Olly, q quien parece que le salen corazones por los ojos al mirar a Karen.
—Karen se preguntaba si tenemos una mesa libre...
—No molestaré...
—No —la reportera de cabello rubio la interrumpe de plano—. Bueno, estamos en medio de un caso muy importante —empieza a argumentar Maggie, ya que la estancia se ha quedado en un silencio sepulcral—. Supongamos que te doy una mesa —indica en un tono algo hostil. No le gusta que se metan en su terreno—. ¿Qué pasa si empieza a llegar más gente?
Si hay algo que sabe Karen, es que menos es más. Es lo que la hace diferente del resto. Esa habilidad para retirarse de un asunto y dejar un tiempo de margen para pensar. El periodismo es como el mundo del espectáculo: hay que dejar siempre con ganas de más. Es el procedimiento que utilizo con las familias de Sandbrook. Incluso podría funcionar con Hardy algún día. Como sabe que por ahora la situación juega en su contra, sale a la calle Mayor, y sopesa sus posibilidades. Se recuerda que ella es la única periodista de un diario de difusión nacional que sigue aquel asunto. Echa una ojeada al local del Eco de Broadchurch mientras se aleja. Ellos no son competencia. Si juega bien sus cartas, podrían terminar trabajando para ella. Piensa detenidamente en el mejor modo de poner a Olly Stevens de su parte sin provocar la ira de Maggie. Le manda un mensaje de texto:
¿Te apetece enseñarme el pueblo? Karen
Abre el sitio web del Eco en su teléfono y busca la palabra Sandbrook. Parece que no han establecido la relación. Maggie Radcliffe es famosa por tener una mente enciclopédica, pero ¿quién usa enciclopedias ya? No parece que nadie en el periódico haya pensado en investigar el pasado del inspector. Karen White está contenta: le gusta tener ventaja.
Cuando Hardy vuelve a la comisaría en compañía de la oficial Harper, son las 08:15. Acaban de volver de su paseo matutino por la costa de Broadchurch. Ambos tienen los zapatos llenos barro y arena. Parecen estar charlando animadamente sobre algo, cuando Hardy alza el rostro y se encuentra con una desagradable sorpresa: allí, apoyada en una columna, se encuentra Karen White. Maldice por lo bajo. Lo último que quiere es que Karen meta las narices en sus asuntos. Da una mirada de reojo hacia Harper. Tampoco quiere que esa chupatintas del Daily Herald intente avasallarla. Coloca una mano en la espalda de Coraline, indicándole que siga andando. Ésta comprende al momento lo que quiere su superior, pues se ha percatado del rostro cenizo y poco amistoso que ahora lleva.
Cuando Karen le llama por su cargo y apellido, él la ignora, así que le pone la mano en el hombro. Él se la quita, como si estuviera contaminada.
—Karen White, Daily Herald —le dice, como si él pudiera haber olvidado quién es ella. Hardy la mira directamente con sus ojos castaños sin pestañear.
—Lo sé —afirma en un tono áspero—. Estuvo ayer en mi rueda de prensa.
—Hola —saluda a Harper, quien inmediatamente frunce el ceño. No le gusta esa mujer. El tono amigable de su voz le inspira desconfianza, y a juzgar por la actitud molesta de su jefe, su intuición está en lo cierto—. Eres Coraline Harper, ¿verdad? —cuestiona—. La novata de la que tanto he oído hablar —aquello hace que Hardy se muerda la lengua. No le gusta la forma en la que se dirige a su oficial.
—No tengo tiempo para hablar ahora —niega Coraline, intentando zafarse de la atención de la periodista—. Tengo trabajo que hacer.
—Sí, claro —asiente la morena, observando que la oficial sigue caminando hacia la comisaría—. Seguro que ha sido un cambio de aires bastante brusco, ¿no es así? Teniendo en cuenta que vienes desde Londres... —cuestiona en un tono de voz elevado, haciendo que la chica se detenga. Se mantiene paralizada en el sitio, como si de una estatua se tratase.
Alec Hardy fulmina con la mirada a la reportera.
—Harper, ve dentro —le ordena, y la oficial al fin parece moverse, entrando con un aire preocupado al edificio. Karen se vuelve entonces hacia él—. ¿A qué ha venido eso? —cuestiona en un tono airado el inspector. Consigue no alzar la voz, de modo que su pregunta parece más un gruñido que un grito—. No hable con mis subordinados. No investigue sobre ellos, ¿queda claro?
—Oh, solo quería que nos dejase solos —menciona Karen, y Alec tiene que resistir el impulso de pegarle una bofetada. Decide que lo mejor es ignorarla. Comienza a caminar hacia la comisaría—. ¿Puedo invitarle a una taza de té? —Karen sonríe. Aunque le dé la espalda, es un recurso para conseguir que su voz siga sonando amable, cuando por dentro, está rabiosa—. Sé que la atención se va a centrar en usted. Necesita a alguien que le deje al margen de esto. No lo desaproveche. Si me necesita, estaré en el Traders.
Solo entonces él se vuelve.
—Es usted increíble —escupe, como si se quitase el veneno de una cobra, antes de cruzar la puerta de la comisaría. Se la cierra en las narices.
En cuanto entra en la recepción, el recepcionista se queja de que tienen demasiado trabajo. Hardy rueda los ojos: no puede creerlo. ¿En serio se quejan por trabajar? Menudos incompetentes.
Una vez entra en la planta en la que se encuentran su despacho y las mesas de sus subordinados, da una ligera mirada, y logra distinguir a Harper en su mesa. Se pregunta si el encuentro con Karen White la habrá alterado. Si lo ha hecho, la muchacha no da muestras de ello. Está concentrada, probablemente en encontrar al propietario o propietaria de la cabaña del acantilado. De pronto, la pelirroja alza el rostro al sentirse observada. Alec le dirige un gesto afirmativo con la cabeza, preguntándole indirectamente si está bien. Recibe un gesto afirmativo por parte de la chica, indicándole que sí. Aquello lo deja más tranquilo. No necesita que White desconcentre a su mejor agente. ¿Mejor agente? Sí, podría decir que lo es. De entre todos sus subordinados, con excepción de Miller, Harper es sin duda la mejor, no solo por sus habilidades, sino por su dedicación y su trabajo duro. El inspector se dirige hacia la pizarra. El olor del disolvente de los rotuladores de pizarra siempre lo marea un poco, pero con concentración puede escribir con mano firme:
OPERACIÓN COGDEN
INSPECTOR A CARGO: Alec Hardy
Víctima: Danny Latimer
Edad: 11 años
Estatura: 1,40 metros
Lugar: Playa del acantilado del puerto, Broadchurch
Hora de la muerte: entre las 22 y las 4 (estimada) del jueves 18 de julio.
El departamento de investigación es un auténtico caos. Los han llamado a todos a la vez, y eso significa que hay más policías que mesas. Están levantando el falso suelo para tener acceso a las tomas de corriente e instalar más líneas telefónicas. Una red de cables se entrecruza en la oficina.
El instalador de teléfonos es un tipo fornido con gafas de montura dorada que no deja de dar miradas nerviosas a Hardy. Este se esfuerza por leer su nombre en la placa de identificación —Steve Connolly— y le devuelve la mirada con toda la hostilidad que puede. Cuanto más incómodo haga sentirse a Steve Connolly, más rápido tendrá el trabajo hecho y dejará de joderle. No le gusta nada tener a un civil por ahí. Mueve mesas y hace caer archivos que deben estar guardados bajo llave. ¿Cree esta gente que él hace eso para divertirse?
Miller se le acerca. Tiene dos tazas de plástico en las manos: le ha traído un café con leche. Se le llena la boca de saliva ante el olor a nuez que desprende, pero incluso una taza de café instantáneo le pondrá más nervioso, y esas mezclas de café son como combustible para cohetes. Además, no le conviene ingerir cafeína. Prefiere la tila que Harper le ha dado esta mañana.
—Buenos días —lo saluda con un tono amable—. Le he traído un café.
—No tomo café —responde él de forma cortante, pasando junto a ella, hacia su despacho.
—Por supuesto —Miller, claro está, se toma el rechazo como algo personal. Deja la taza de café sobrante encima de su mesa, y se acerca al despacho del inspector—. Cora me ha dicho que han ido a los acantilados.
—Hemos hecho la ronda de periódicos de Danny —responde, alzando el rostro—. Hay una cabaña en el acantilado Briar —comenta, observando un pequeño post-it que hay en su escritorio: es la letra de la pelirroja. Por lo visto ha medido la distancia entre la casa y la playa—. Está situada a dos kilómetros de donde se encontraba el cuerpo de Danny, siguiendo la costa —añade—. Harper está buscando a su propietario, y al del aparcamiento de al lado —sentencia, claramente agradecido de que la oficial ya esté trabajando en ello—. Miller, quiero que consiga las grabaciones de su cámara de vigilancia —ella asiente. Ni siquiera lleva cuatro minutos allí, y ya está ladrando órdenes—. ¿Qué tal va el puerta a puerta?
Miller se apoya en el dintel de la puerta.
—He destinado cinco policías de uniforme y dos aprendices —responde ella, antes de darle un sorbo a su café—. Uno no conduce, y el otro no había tomado declaraciones hasta anoche —parece igual de decepcionada que él por su plantilla.
—¿Es todo lo que nos dan? —cuestiona Hardy. No puede creer que vaya a decir esto, pero están faltos de personal. Demasiado. Así no van a avanzar mucho en el caso.
—Fin de semana de verano —menciona Ellie—. Hay tres festivales de música y dos eventos deportivos en cien kilómetros a la redonda —se explica, contemplando la mirada molesta de su superior. Claramente esto lo contradice—. Así que todos los agentes están ocupados hasta el lunes.
—No se lo diga a la familia —susurra a Miller—: los de uniforme se quejan de tener que coger llamadas —sentencia, recordando lo sucedido en la recepción de la comisaría.
—Estamos poniendo más líneas —dice Ellie, señalando a Steve Connolly.
—Quiero las mesas limpias al acabar el día.
Hardy no soporta aquel sitio. No soporta a los idiotas y cómo trabajan. No soporta sus jodidas caras sonrientes. Su mirada se desvía fugazmente hacia Harper. Sigue concentrada, y parece estar apuntando algo con rapidez. Bueno, no odia todas las caras sonrientes. Sale de su despacho y vuelve su atención al papel de la pizarra. Ellie lo sigue.
—La científica sigue trabajando en la playa. Será un día largo —le comenta—. Ah, y seguimos registrando la casa de los Latimer —Hardy parece impasible ante lo que ella le cuenta. Continúa con la mirada fija en la pizarra—. Perdone, ¿me escucha?
—El monopatín y el móvil de Danny. Son prioritarios. Y sospechosos principales —dice de pronto, como si hubiera estado pensando en otra cosa—. Conoce el pueblo: ¿candidatos? —sin darse cuenta de que él no ha concluido, intenta interrumpirle, pero él sigue lanzado—. ¿Si mataron al chico antes de dejarlo en la playa, cuál es el escenario del crimen? —se cuestiona, rememorando lo que su oficial a cargo ha dejado escrito esa mañana en su libreta: ¿podría ser la cabaña del acantilado? Hasta que no encuentren al propietario y puedan entrar a analizarla, esa posibilidad no existe—. ¿Qué va a hacer ahora?
—Tenemos a un agente de enlace con la familia —Ellie se sorprende de que se dirija a ella. Parecía estar manteniendo un monólogo consigo mismo—. Voy a llevarlo con los Latimer —añade, antes de recordar algo, acercándose a su mesa—. Ah, y Jack Marshall, el del quiosco... Dice que ha recordado algo.
Hardy no pierde el tiempo. Casi en el mismo momento en el que oye ese nombre salir de los labios de Miller, ya está encaminándose a la puerta. Cualquier mínima pista es crucial, por pequeña que sea. Ellie se encoge de hombros. "Siempre con prisas. Desde luego, este hombre... ¿Acaso descansa?", piensa para sí misma, antes de ir en busca del agente de enlace.
Las cosas están como siempre en el quiosco. Jack Marshall arroja un montón de periódicos sobre el mostrador. El esfuerzo le deja casi sin respiración. Hardy está frente a él, observándolo cuidadosamente. Se pregunta qué escribiría la novata en su libreta. Sale de sus pensamientos en cuanto escuchar hablar a Marshall.
—No he dejado de pensar en él toda la noche —dice—. Yo ayudé a montar la Brigada Marina. Danny vino durante dieciocho meses intermitentemente. Un chico descarado, pero con buen corazón. Es importante tener buen corazón.
"No tiene que contarme eso", piensa Hardy, con los brazos cruzados sobre el pecho. Rueda los ojos disimuladamente.
—Dice que ha recordado algo... Sobre Danny.
Jack asiente bruscamente con la cabeza, como si estuviera hablando bajo coacción.
—Debió de ser a finales del mes pasado, hacia las 7:45 del miércoles por la mañana. En la carretera que va de los acantilados a Linton Hill. Yo le vi.
—¿Qué hacía allí?
—Hablaba con el cartero —Jack corta la cuerda que sujeta el montón de periódicos con una navaja brillante y afilada—. Bueno, no hablaban, más bien discutían —rememora—. Estaban bastante lejos, pero el lenguaje corporal era muy claro. Entonces Danny agarro la bici y se fue, enfadado. El cartero iba gritando detrás de él.
—¿Seguro que era el cartero? —pregunta Hardy. Jack no lleva gafas, y no parece que sea de los que usan lentillas. No puede fiarse de una mera suposición. Necesita hechos y pruebas sólidas.
—Bueno, tenía una bolsa y uno de esos chalecos reflectantes —comenta Marshall—. ¿Quién más estaría en la calle a esas horas? —su tono es casual, como si la pregunta fuera una tontería.
—¿Puede describírmelo? —Hardy saca la libreta.
En estos momentos le gustaría tener a Harper con él, para que tomase apuntes.
—Estaba bastante lejos. Estatura media, moreno, pelo corto. No me acordé hasta después de que ustedes se fuesen ayer. Debí haberlo mencionado.
"Sí. Debería. ¿Entonces por qué no lo hizo?", piensa Hardy, arqueando una ceja, antes de marcharse del establecimiento, de vuelta a la comisaría. Espera que Harper o Miller tengan mejores noticias que él. Encontrar al cartero no va a ser difícil: no cree que haya demasiados en la zona. Pero conseguir alguna información útil para el caso... Eso ya es más difícil.
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