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Capítulo 5

Danny yace bajo una losa del laboratorio de patología. Una sábana blanca le cubre hasta sus pequeños hombros redondos. Parece haber menguado desde que Ellie lo vio en la camilla. Sí se debe al tamaño de su cuerpo con respecto a la losa, al hecho de que esté desnudo, o a los primeros estragos de la muerte, ella no lo puede decir. Ahora la confusión entre la muerte y el sueño, y aquella sensación que tuvo antes de que quería levantarse de un salto, han desaparecido. Siente una mano sujetar la suya. Desvía la vista a su derecha: Cora tiene sujeta su mano en un gesto amable, esperando confortarla. Sabe que esto no es nada fácil para Ellie. Ésta le da las gracias con un rápido apretón, antes de desenlazar sus manos, pues no quiere que Hardy se lo reproche. Ya tiene bastante munición para meterse con ella, y no necesita darle más.

Ni Harper ni Miller han visto nunca al patólogo, James Lovegood, con anterioridad. Hay un olor agrio, aséptico, y se pregunta si lo lleva pegado a la ropa y el pelo cuando vuelve a casa. La veterana policía nota que se le está filtrando por los poros.

—Hace casi dos meses que me tendría que haber ido —dice él—. Me pidieron que me quedara tres meses más, mientras encontraban a alguien. Yo creía que menos de dos meses aquí no estaría tan mal —se seca los ojos—. Los niños son los que me sacan de quicio. Siempre lo han hecho.

—¿Hay rastros de hematomas en el cuello por estrangulamiento? —cuestiona de pronto la pelirroja, quien, sin darse cuenta, ha proyectado sus pensamientos—. Lo siento, estaba pensando en voz alta.

El patólogo parece confuso y sorprendido a partes iguales.

—¿Cómo...?

—¿Cómo ha llegado a esa conclusión? —lo corta nuevamente Hardy, posando su mirada en la joven, extrañado y suspicaz. Son palabras demasiado exactas para una simple suposición.

—Mientras analizaba el cuerpo en la playa —comienza a explicarse en un tono tímido, algo temeroso—, noté que la camisa del chico se encontraba posicionada de forma que le ocultase la nuca. Era algo anormal —continúa Harper, sintiendo la mirada penetrante de su superior en su cara. Traga saliva—. Tras colocarme los guantes retiré mínimamente la camisa, y pude verle el cuello: me percaté de que uno de los discos vertebrales estaba desplazado hacia el interior, como si alguien hubiera ejercido una presión abrumadora en él. Si este es el caso, probablemente su autor es un hombre de mediana edad —rememora. Hardy se cruza de brazos: no ha incluido ese dato en su informe. Ella desvía su mirada—. Como probablemente no había pasado mucho tiempo desde el incidente, es normal que aún no hubiera rastros de hematomas en su cuerpo. Murió asfixiado, y el desplazamiento y rotura de uno de los discos probablemente lo propició —finaliza su explicación, dejando la estancia en un abrumador silencio—. Lo siento señor. Con la conmoción del caso no se lo he comentado —musita, agachando el rostro. Las palmas de las manos empiezan a sudarle. Intenta controlar su respiración para calmarse. Ha vuelto a meter la pata.

Hardy suspira pesadamente, pero no la amonesta.

—¿Qué ha encontrado? —pregunta al patólogo. Quiere saber hasta qué punto ella está en lo cierto. Algo le dice que puede confiar en el instinto de Harper.

Hay un cambio correspondiente en el tono de Lovegood al escuchar su tono demandante.

—Cortes superficiales y hematomas en la cara. Ninguna relacionada con una caída. Rastros de líquido de limpieza doméstica en la piel. La causa de la muerte ha sido la asfixia. Lo estrangularon, tal y como ha dicho la agente —Ellie da una mirada orgullosa hacia Cora. Si Hardy no sabe valorar estas pequeñas aportaciones, por mucho que se salte el libro de normas, es que es idiota—. Hay hematomas en el cuello y tráquea y en la parte superior de la columna vertebral. El patrón de los hematomas sugiere manos grandes, de hombre, como ha dicho la señorita —añade nuevamente, confirmando la suposición de Hardy acerca de la oficial: tiene más conocimientos de los que aparenta. Y su instinto no se equivoca, al menos por ahora—. Ha debido de ser brutal. El ángulo sugiere que estaba de cara a su atacante. Lo conocía —respira a fondo. Harper posa una mirada en su superior, quien casualmente, no ha apartado sus ojos de ella. Sus suposiciones no estaban erradas: es alguien del pueblo.

—¿Abuso sexual? —cuestiona el inspector, como si aquello fuera intransigente.

—Gracias a Dios, no.

Al margen del alivio que supone eso, a Ellie le zumba la cabeza. ¿Qué significa eso para los otros niños? Es raro que las cosas terribles sucedan en un vacío. Pautas. Eso es lo que tiene que buscar. Repeticiones y paralelismos. ¿Y si otro niño está ahora por ahí fuera, relacionado con algo que Danny sabe y ya no puede compartir? La idea de que un niño guarde un recuerdo semejante, tan grande y oscuro, infunde en Ellie las ganas de pelear.

—¿Hora de la muerte? —dice Hardy, como si estuvieran hablando del horario del autobús.

—Yo diría que entre las 10:00 de la noche del jueves y las 4:00 de la mañana del viernes —suspira profundamente.

—Gracias —dice Hardy, estrechándole la mano derecha con firmeza.

Cora es la siguiente en estrecharle la mano, y el patólogo le dedica una breve sonrisa, como si la alabase por su trabajo. Ellie la sigue. Estrecha la mano del hombre. Sus ojos están vidriosos. Le está costando aguantarse las lágrimas al ver así a Danny.

—Aquí no suele haber ese tipo de gente —menciona el patólogo, haciendo que Hardy y la oficial, quienes ya se disponían a salir de la estancia, se volteen para mirarlo—. Encuéntrenlo.

Solo entonces los tres policías salen de la estancia. Ellie está perdida en sus pensamientos. Se enjuga las lágrimas con la mano. Los de la científica están peinando la playa. Han sido cancelados todos los permisos, y todos los agentes van de casa en casa o están al teléfono. ¿Quién sabe lo que saldrá a la luz mientras Hardy, Harper y ella están fuera? Con suerte, para cuando caiga la noche, ya habrán detenido a alguien.


La casa de Beth es una escena del crimen, y la habitación de Danny está cerrada con cintas policiales de plástico entrecruzadas. Le piden una fotografía reciente y cuando busca en las fotos del teléfono, comprueba que ha pasado mucho tiempo desde que le sacó una foto a Danny.

Al final entrega la foto del colegio. En ella el pelo de Danny está liso. Recuerda que se lo cepilló en la mañana de la foto, y le hizo prometer que no se lo despeinaría hasta que la hicieran. El chico sonriente y limpio de la foto no se parece al desaliñado e impertinente Danny, pero es solo de hace un mes, y es la más clara y de mejor resolución.

En la cocina, Liz está preparando té y unas tostadas para canalizar todo lo que siente con comida y atenciones. Todos han dejado de pedirle que pare. El inspector Hardy acepta la taza de té que le brinda sin darle las gracias, y la pone a un lado. Recibe una sonrisa amable por parte de Coraline y Ellie, quienes aceptan la taza de té y se la van tomando en pequeños sorbos. El hombre de cabello castaño y mirada taciturna apoya la mano en las puntas de los dedos, y mira a Beth y a Mark a los ojos.

—Tenemos algunos datos provisionales —dice lo más suave que puede—. La muerte de Danny nos parece sospechosa.

—Oh, Dios mío —murmura Liz.

—Puede que se trate de un asesinato.

Es como si Hardy leyera un guion establecido. Puede que en cierto modo lo lea: dice las cosas que uno tiene que decir a la gente en estos casos. Beth no sabe cómo reaccionar, así que se limita a seguir quieta. Le apetece que le entreguen su guion, para así decir lo adecuado, actuar cómo se supone que debe hacer una madre desconsolada, y luego que la dejen en paz.

—Tendría que haber ido a verlo antes de irme a la cama —dice Beth, intentando aguantar sus lágrimas—. Es culpa mía.

Chloe escucha la conversación desde el pasillo.

—No es culpa suya —intercede Coraline, quien no puede soportar por mucho más tiempo la desesperación en la voz de la madre de Danny. Solo incrementa su nerviosismo—. Sea lo que sea lo que ha pasado, no cargue con ello —nota la mirada del escocés sobre ella, pero no le importa. No puede mantenerse impasible. Quiere decir algo. Lo que sea. Necesita hacerles saber que no están solos.

—Tendremos que hacerlo público pronto, pero no lo haremos sin su permiso —dice Hardy. Sabe de qué habla. Aquella tragedia que pasa una vez en la vida, para él solo es un día de trabajo. La idea es tan tranquilizadora como escalofriante.

—De momento tenemos que recoger todas las pruebas que podamos —intercede Coraline. No puede siquiera sostenerle la mirada a Beth. Las fuerzas le flaquean. Es su primer homicidio, sí, pero no es excusa para ser poco profesional. La voz vuelve nuevamente a atormentarla con comentarios desagradables. Necesita salir de ese entorno. Darse una ducha fría, y volver a centrarse.

—Ahora volvemos a la comisaría, así le dejó a Brian un sitio para que trabaje —comenta Hardy, haciendo un gesto hacia uno de los hombres vestidos de blanco, que se baja la mascarilla de la cara y se convierte en un ser humano—. Les prometo que encontraremos al responsable. Les doy mi palabra.

Beth confía en la palabra de inspector Hardy. Casi le gusta el modo frío y distante con el que se dirige a todo el mundo. Lo mismo puede decir en cierta forma de la novata. Ambos parecen mantenerse serenos. Es una profesionalidad tranquilizadora. Agradece también la mirada amable y las palabras comprensivas de la chica con piel de alabastro. Puede ver en sus ojos que su preocupación y su dedicación al caso es incuestionable y sincera.

Chloe, que ha cambiado su uniforme del colegio por una ropa más cómoda —pantalones vaqueros y sudadera con capucha— se marcha por la puerta trasera. En el callejón del lateral de la casa abre su bolso y mira dentro: es el peluche que ha cogido de la habitación de Danny. La mira con sus ojos de cristal. No saca la mano del bolso. La mantiene dentro, sujetando la pata del peluche, mientras pasa por delante de la tienda de la esquina. Las calles dan paso a senderos y senderos mientras Chloe sube la suave pendiente que la lleva a lo más alto del pueblo.

Dean la está esperando allí, apoyado en una barca dada la vuelta. Su moto está aparcada cerca de él. El casco de ella está preparado, sobre el asiento del vehículo. Abre la boca para decir algo, pero no sale nada, así que ella le besa.

—Ya lo sé —dice—. No parece real —se quedan quietos durante un rato. El pueblo donde se han criado los dos se extiende ante ellos. Dean retira el pelo rubio de los ojos de Chloe.

—¿Has visto a la policía? —pregunta él con desconfianza en la voz—. ¿Qué han preguntado? —pregunta, como en un bucle—. ¿Saben algo de nosotros? Todavía no tienes dieciséis.

—No lo sabe nadie —dice Chloe. Pone una pierna en la moto—. Venga, vamos.

La moto arranca, perdiéndose en el horizonte, hacia la playa.

Una vez allí, nada parece lo mismo y todo es demasiado real. Una multitud se agita en el borde de la cinta policial. Al otro lado de la separación, al pie del acantilado, se ha instalado una gran tienda de campaña blanca, donde se ha encontrado el cuerpo de Danny. Personas vestidas de blanco entran y salen de ella.


Entretanto, Ellie acaba de estacionar su coche en el aparcamiento de una gasolinera que cuenta con una cafetería. Hardy está sentado en el asiento del copiloto, mientras que Cora está sentada en la parte trasera. La castaña necesita tomar un café y comerse un buen bollo de mantequilla para despejar su mente y restaurar su energía. Tiene la cabeza gacha. Aún está muy afectada por la escena en casa de los Latimer. No puede dejar de pensar en el pesar de esa familia. La voz desgarrada de Beth, así como los posteriores llantos que han surgido, plagan sus oídos.

Cora tampoco está demasiado serena. Tiene la vista perdida en la nada, como si estuviera sumida en sus pensamientos más profundos. De pronto, un escalofrío la recorre de pies a cabeza. Múltiples voces resuenan ahora en su mente. Se paraliza en el asiento. Está a punto de tener un ataque de ansiedad. Las voces susurran entre ellas. La denigran. La hacen sentir que no hace nada bien. Insinúan que va a fracasar. Intenta fijar la vista en algo para distraerse. Lo que sea.

—¿Está bien? —cuestiona Hardy, observando a Miller.

Ninguno se ha percatado del estado de nerviosismo de su compañera.

—Sí —afirma ella—. Estaré mejor cuando haya comido —desabrocha su cinturón—. ¿Quiere algo?

—No.

—¿Y tú, Cora? ¿Te traigo algo? —indaga, observando a la oficial por el espejo retrovisor—. ¿Cora?

La chica, que en este momento está entrelazando los dedos, se sobresalta, parpadeando rápidamente. Necesita inspirar varias veces para tranquilizarse. Intenta aparentar que todo va bien. Su voz ha adquirido un tono más agudo cuando habla.

—Sí, ¿qué?

Está claro que no estaba prestando atención.

—Que si quieres que te traiga algo de la cafetería —repite Ellie en un tono comprensivo.

Conoce a su amiga lo suficiente como para discernir cómo y por qué la está afectando todo aquello. Cora tiene sus propios demonios. Éstos la atormentan algunos días, y confía lo suficiente en Miller como para contárselo. Pero ahora no quiere preocuparla innecesariamente. Ya tiene bastante con el caso. Se fuerza a sonreír. Debe parecer natural.

—Ah —parece pensativa por unos segundos, ignorando las voces en su mente, cuya intensidad aumenta—. Un cappuccino, por favor —pide en un tono suave, esforzándose porque no se le quiebre la voz. Fija sus ojos azules en su superior. No consigue disimular el temblor en su voz—. Señor —Alec no puede evitar sentir un escalofrío por el tono aterrado que impregna sus palabras—. ¿Cree que otros niños corren peligro?

Hardy arquea una ceja: hay algo en su actitud y voz que le escama.

—No sé —se sincera con ella, su tono de voz apenas rozando un susurro. Se mantiene en silencio unos instantes, observándola por el espejo retrovisor. Los ojos azules de ella irradian miedo—. Tal vez.

Ellie sale del vehículo tras escuchar esa respuesta, dejando a los otros dos policías en el interior, a solas. Hardy se desabrocha el cinturón, pues le oprime el pecho e impide respirar. La de ojos azules hace lo propio, y el escocés se percata de que ha palidecido levemente. Su mirada es esquiva, enfocándose en multitud de cosas, y a la vez en nada en particular. Ya no es capaz de mantenerla fija en un punto concreto, como lo había hecho hasta hacía escasos segundos, al hablar con Miller y él. Por el espejo retrovisor se percata de que tiene las manos entrelazadas con fuerza sobre el regazo, casi hasta el punto de dejarlas moradas. El hombre de cabello castaño tiene la suficiente experiencia como para reconocer un ataque de ansiedad. Pero... ¿Qué ha podido causarlo? ¿El caso la afecta hasta ese punto? Mantiene su vista sobre ella, observando que parece murmurar algo entre dientes para intentar calmarse. Un recurso nemotécnico. Tiene los ojos cerrados ahora, pero no deja de apretar los dedos. "No debería hacer esto", se dice Alec, suspirando pesadamente. Abre la puerta del copiloto, sale del coche, y cierra la puerta. Entra entonces a la parte trasera del vehículo, sentándose con mucho cuidado y lentitud en el asiento, junto al de Harper. Cierra la puerta con suavidad, apenas haciendo un sonido. Nota que la chica cierra los ojos con mayor fuerza. Ahora que está más cerca de ella, puede discernir algunas palabras.

Oxford Street, Downing Street, Womanby Street, Lloyd George Avenue...

Todas ellas son nombres de calles británicas. La chica está repitiéndolas una y otra vez, como un mantra. Está intentando calmar su ataque de ansiedad. Hay algo que lo ha provocado, y Hardy tiene una idea vagamente exacta sobre qué ha sido. Lo más probable es que se deba a la presión. La presión a la que la está sometiendo, tanto el caso, como la comisaria. El miedo a no cumplir con las expectativas de la familia. Miedo al fracaso. Miedo a equivocarse. Cualquier otro superior la apartaría de la investigación. Pero no él. Sería demasiado irónico. No tiene el derecho de hacerlo. Con reticencia, extiende sus manos hacia la pelirroja. Las coloca sobre las delgadas y pequeñas manos de la oficial. "Definitivamente no debería hacer esto", piensa, mientras recuerda que su madre hacía aquel mismo gesto, cuando, de niño, sufría ataques de ansiedad. Ella abre sus ojos azules de golpe. No esperaba ese contacto físico. Sus ojos aterrados se posan en su superior. Hardy se compadece de Harper. Ni siquiera él es de piedra. "¿Qué clase de inspector soy? Es su primer homicidio. Claro que está muy afectada", se regaña, mientras que, con sumo cuidado, desenlaza los dedos de Coraline. Ella no se lo impide. Hardy toma sus manos en las suyas entonces, acariciando con sus pulgares el dorso de sus pálidas manos en movimientos circulares.

—Respira, y expira —se permite tutearla en ese momento. Ahora no es su superior, sino un compañero. Alguien que está intentando ayudarla con ese ataque de ansiedad—. Tienes que tranquilizarte —ordena en un tono suave—. Miller y yo estamos aquí. No estás sola, ¿entendido? —le asegura. Ella parece normalizar su respiración. Está tranquilizándose. Él suelta sus manos, apartándose para dejarle espacio.

Coraline asiente. Las voces han cesado. El color vuelve poco a poco a su rostro y extremidades.

—Gracias, señor —le tiembla la voz al agradecerle a Hardy sus palabras y acciones—. Me encuentro mejor ahora.

—Bien —afirma Alec, aliviado por haber podido ayudarla—. Intente calmarse, Harper —retoma su papel como su superior—. Ahora mismo hemos de mantener la calma, no solo por la familia, sino por nosotros mismos, ¿lo entiende? —cuestiona, recibiendo un gesto afirmativo por su parte—. El fracaso y el miedo son algo con lo que convivimos cada día —continúa en un tono sereno—. No todos los casos tienen un final feliz. Es mejor que acepte esa posibilidad... Pero no deje que la afecte —la alecciona. Su tono es firme, pero indudablemente amable—. Tiene que mantenerse fuerte.

Las palabras de Hardy son como un bálsamo para ella. Cora se siente reconfortada sabiendo que tiene a alguien que comprende cómo se siente. Alguien que no la juzga por ello. Es la primera vez en tres meses que se siente realmente tranquila, sin ningún tipo de ansiedad o nerviosismo por el trabajo. Lleva acumulando toda aquella ansiedad desde que empezó a trabajar. Pensó que podría con ello. "Qué equivocada estaba", se dice a sí misma, regularizando su respiración. Su pulso es normal. Por lo general, su rutina al momento de un ataque consiste en visitar a su madre, quien se encarga de ayudarla, pero no es suficiente, pues un resquicio de su ansiedad continúa siempre en su interior. El hombre a su lado sabe exactamente qué decir para calmarla. Ningún resquicio de ansiedad continúa en ella, ahora que la ha ayudado. Si la admiración por su superior había comenzado a incrementarse, la pelirroja ahora no oculta su estima por él. Le dedica una sonrisa agradecida.

Sin saber qué más decir, incómodo por aquel silencio entre ellos, Hardy carraspea, saliendo del vehículo. Se apoya en éste, observando la cafetería en la que Miller ha entrado a comprar algo de comer y beber. "¿Pero cuánto tiempo más va a tardar esa mujer?", se pregunta, intentando olvidar lo sucedido a escasos momentos. Se dice que no puede ser suave con ella, o de lo contrario no aprenderá nada, pero tampoco puede dejarla así, cuando él sabe qué hacer para ayudarla.


Chloe se acerca todo lo que puede sin que se fijen en ella, y se detiene junto a un salvavidas. Deja el mono debajo y se arrodilla. Su cara está tranquila unos segundos, pero el esfuerzo por contener las lágrimas es excesivo. Dean se arrodilla a su lado. Chloe se derrumba sobre él, quien apenas mantiene el equilibrio, apoyándose en la moto. El mono se queda quieto, con una sonrisa paciente en su boca.

Alguien los ve.

Olly Stevens forma parte de la multitud. Su identificación del Eco de Broadchurch le cuelga del cuello. La boca se le abre horrorizada. Saca su teléfono del bolsillo sin perder de vista la pareja de jóvenes, y llama a su contacto de la policía de Wessex, que resulta que también es hermana de su madre.

Ellie —que en ese momento se encuentra en una cola, esperando para comprar un café para Harper y ella, además de un bollo de mantequilla— responde en ese modo lacónico que utiliza cuando está de servicio. Olly adopta de inmediato el papel de reportero.

—¿Es Danny Latimer? —dice.

Su voz suena casi excitada al otro lado de la línea telefónica. A Ellie la recorre un escalofrío: ¿cómo lo sabe? Se apresura en responder.

—No puedo hablar contigo.

—Chloe está en la playa —el reportero insiste—. Es él, ¿verdad?

Ambos adolescentes se marchan entonces de la playa. La moto de Dean se aleja rugiendo, la cabeza de Chloe enterrada entre los hombros de él. Los neumáticos levantan una nube de arena a su paso.

—Esto no está bien, Oliver. —le indica Miller. Su tono es de reproche. Su sobrino frunce el ceño: Oliver. No está hablando de un profesional a otro, sino como una tía que habla con un sobrino que se porta mal. Olly se molesta.

—Es él —confirma al momento—. Oh, Dios mío —se horroriza—. Pobre niño...

Ellie se percata en ese momento de que Hardy está fuera del coche. Parece incómodo por algo: ¿Habrá pasado algo con Harper? Sabe que ha cometido algunos errores hoy, pero espera que no haya sido muy duro con ella. Puede que trabaje bien bajo presión, pero la conoce. La conoce muy bien desde hace tres meses. Se guarda la ansiedad, sin dejar que nadie lo vea. Intentará hablar con ella más tarde. Tranquilizarla. La ha notado nerviosa desde esta mañana. Su mirada se encuentra con la del inspector. Hardy frunce el ceño aún más. Alza su brazo izquierdo, en el cual lleva un reloj, y se lo enseña a la sargento. Quiere que se dé prisa. Es un hombre poco paciente.

—No te lo he confirmado —se apresura en decir la castaña, esperando que su sobrino no haga una estupidez—. ¡No te lo estoy confirmando! —exclama. Esta frase es la que Olly necesita.

—Sí, lo entiendo, tía Ellie.

Termina la llamada.

Ellie maldice por lo bajo. Pulsa el botón de re-llamada, pero Oliver no contesta. La ha dejado en silencio. Espera —reza—, porque su sobrino no sea un cabeza-hueca. Lo último que necesitan es una noticia en cuya portada diga en letras mayúsculas: «¡EL CADÁVER DE LA PLAYA ES DANIEL LATIMER!». La aterra lo que pueda pasar entonces. Un escalofrío la recorre de arriba abajo. Vuelve a su coche, entregándole su cappuccino a la pelirroja, cuyo aspecto parece haber mejorado en su ausencia. Parece que estaba equivocada con Hardy: puede que sí tenga un lado sentimental después de todo. Mientras arranca el vehículo, intenta olvidar su conversación con el reportero.

Olly mira hacia el otro lado a la tienda, bajo el acantilado. Mueve la cabeza a los lados. Clava la vista en su teléfono un rato. Luego, con lentitud, casi de modo furtivo, abre la cuenta de Twitter del Eco de Broadchurch.

@broadchurcheco Fuentes sugieren que el cuerpo encontrado en la playa del acantilado Harbour es Daniel Latimer, de 11 años. Causa de la muerte sin explicar. Seguiremos informando.

Su dedo duda medio minuto sobre el brillante botón de Twitter antes de apretar enviar. Establece contacto visual con el mono de peluche de Danny, y su expresión cambia de triunfante a culpable. El reportero de plantilla Oliver Stevens ha conseguido su primera gran exclusiva, pero el coste queda escrito en su cara.


La redacción del Daily Herald está siete pisos por debajo del pavimento de Londres. La jefa de reporteros, Karen White, está sentada bajo un aparato de aire acondicionado ruidoso, respirando los bostezos reciclados de los empleados, mordisqueando un bollo intentando hacer más atractiva un informe de prensa sobre los subsidios a los centros educativos.

—Karen, creo que deberías echarle un vistazo a esto —menciona su compañero, Sam, acercándose a ella con un papel en la mano. Ella apenas le dirige una mirada. ¿Acaso no ve que está ocupada?

—Ahora no, Sam, por favor —niega con rapidez—. Tengo una nota de prensa del departamento de educación, y debo hacer que parezca una noticia importante, pero está redactada de pena —se queja en un tono molesto—. En serio: ¿quién enseña a estas personas?

Sam insiste.

—Siempre me dices que te avise si encuentro algo en las cuentas de Twitter de los periódicos locales —Karen rueda los ojos. Duda mucho que vaya a haber una noticia en ellas. Suspira.

—Venga, dime —le pide. No tiene tiempo que perder—. Rápido.

—Cuerpo encontrado en playa de Dorset. Posible muerte sospechosa.

Aquello hace que la corresponsal del Daily Herald tenga un déjà vu, y no precisamente de los buenos. Se pregunta por qué, precisamente ahora, la cara de cierto inspector con malas pulgas y una actitud borde ha venido a su mente. Desecha sus pensamientos. Seguro que tanto tiempo frente a la pantalla de su ordenador ha cansado su vista y mente. Tiene que concentrarse. Puede que la noticia de Sam tenga alguna buena historia que contar.

—Vale, ¿me puedes mandar el enlace?

—Ya lo he hecho.

Karen sonríe. Es bueno tener a lacayos —también llamados becarios— que encuentren la información por ella. Después, solo tiene que poner su nombre en la noticia. Y listo. Con una sonrisa edulcorada y falsa, se dirige a Sam.

—Ya lo has hecho... Gracias —se pregunta qué podría darle en agradecimiento por sus servicios. Posa su vista en su muffin mordisqueado—. Te demuestro mi gratitud: te voy a dar la última de mis muffins —se la entrega con un tono casi condescendiente. Sam no parece notarlo, y la acepta.

Comprueba sus correos electrónicos, y allí está el enlace de Sam. Se lanza a por la noticia, haciendo clic en el enlace. Aquello la lleva hasta su fuente: la primera mención del suceso proviene de un tweet del periódico del pueblo, escrito por un tal Olly Stevens. La noticia completa todavía no está en su página web, y ninguno de los otros diarios de difusión nacional parecen haberla recogido. "Bien. Todavía hay tiempo para hacerse con la historia", piensa, intrigada por el caso. Hoy en día todo lo importante, todo lo extraño y lo macabro, se encuentra en Twitter, y Karen sabe discernir una buena noticia de otra que no lo es. Aquella le da buenas vibraciones, aunque no puede dejar de sentir la inconfundible sensación de que algo no va a ir del todo bien...


Brian Young desciende desde la escalera, tan silencioso, que Beth no repara en él hasta que carraspea. Se encuentra recostada en el sofá, sin ganas de hacer nada. Su madre está en la cocina.

—Vamos a llevarnos el ordenador de Danny, para examinarlo —dice con suavidad. Sus manos con guantes se agarran a un antiguo portátil maltratado, cubierto de pegatinas del Manchester City.

—¿Lo devolverán? —pregunta Liz.

—Claro —afirma Brian. No soporta tener que hacerle esto a la familia, pero debe cumplir con su trabajo—. En cuanto acabemos con él.

—Dentro están todas sus cosas...

—Lo trataremos con cuidado —le asegura el forense.

La ansiedad domina la Beth cuando Brian guarda el portátil en una bolsa de pruebas transparente. En su cabeza destilan titulares sobre ciberacoso, secuestradores, y foros de chats, corrupción de menores. Ella y Mark nunca registran los ordenadores de los niños, en parte por respeto a su intimidad, y en parte porque no saben que buscar y cómo buscarlo. Danny es el especialista en tecnología de la familia.

Danny es...

Danny era.

El dolor al utilizar el pasado para referirse a su niño, a su Danny, le hace soltar un grito interno. Aquella es la primera señal inequívoca de que el entumecimiento empieza a desaparecer, y de pronto, desea desesperadamente recuperarlo. No quiere sentirse vacía. No quiere pasar página. No quiere olvidar. No puede. No debe.

Chloe, que acaba de entrar en el salón con el smartphone en la mano, está echando chispas. Se encamina hacia Brian con pasos fuertes, airada. Apenas se detiene a escasos centímetros de su cara. Está lívida.

—¿¡Porque han hecho público su nombre!? —le grita a Brian, poniéndole la pantalla debajo de las narices—. ¿Tú has accedido? —pregunta a su madre, quien se incorpora del sofá, confusa.

—¿Qué? —Beth tarda en procesar la información.

—Está en el Twitter del Eco de Broadchurch —dice Chloe en un tono acusador—. Daniel Latimer.

—¿Por qué lo han hecho? —cuestiona la castaña con el vestido rojo, posando sus ojos en el forense. Necesita respuestas. Y Brian es el único que puede dárselas en este momento.

—Debería hablar con el oficial al cargo —menciona el forense, intentando escabullirse de la situación. No se suponía que fuera a pasar esto. No quiere ni imaginar la ira de Alec Hardy en cuanto se entere de lo sucedido... No le gustaría estar en sus zapatos ahora.

—Nadie nos avisó de que esto pasaría —sentencia Beth, arqueando una ceja, confusa—. ¿No deberían consultarnos? —inquiere, antes de posar su vista en su hija, suspicaz—. ¿Y tú cómo lo sabes?

—Tengo una alerta en Google con las palabras «Broadchurch» y «muerte» —admite la rubia.

—¡Por el amor de Dios, Chloe! —exclama Liz, incrédula.

—¡Bueno, si no lo tuviese, no nos habríamos enterado! —rebate la adolescente en un tono molesto. Mark entra en ese momento a la casa. Ha escuchado la última frase de su hija.

—¿De qué? —cuestiona, ignorante ante lo sucedido.

Beth intercambia una mirad preocupada con Chloe y Liz. No saben cómo decírselo. No a Mark. Ninguna se presenta voluntaria, así que la adolescente suspira. Abre la boca, y empieza a hablar.


Alec Hardy está hirviendo de cólera. Entra a la comisaría de policía como un huracán. Da un estruendoso portazo que resuena en todo el lugar.

—¡Por todos los santos! —vocifera, realmente cabreado. Esto sirve para acallar los murmullos de sorpresa y los chismorreos de sus compañeros.

Coraline alza el rostro de su ordenador. En su rostro hay dibujada una clara decepción y rabia. "¿Cómo han podido hacerle esto a la familia? ¿Quién es tan egoísta para poner sus ambiciones personales por encima de las de los familiares?", es lo único que puede pensar de forma atropellada y repetitiva. No le basta más que echar un vistazo a la página de Twitter que tiene abierta en la pantalla para averiguarlo: Oliver Stevens. Le encantaría ir a su casa y darle una buena bofetada. Quizás con eso se le inculque algo de sentido común y humildad. ¿Pero cómo? ¿Cómo lo ha averiguado? Tiene que haber sido alguien de la policía. Nadie más sabía de la identidad del cuerpo.

—¡Maldito Twitter! —exclama Hardy. Camina con paso vivo hasta la puerta de su despacho. Se detiene entonces, observando a todos sus subordinados de forma crítica. Si pudiera, los despediría a todos ahí mismo—. ¡Han destruido las vidas de esa gente, y nuestra incompetencia ha hecho que todo sea aún peor! —los sermonea. Respira erráticamente debido a la ira que lo recorre—. ¡Piensen en lo que tendremos que hacer para recuperar la confianza! —comienza a observar a los agentes de policía. Ninguno es capaz de sujetarle la mirada, salvo Harper—. ¿Quién se lo ha dicho al periodista?

La pelirroja con piel de alabastro comienza a observar a sus compañeros en busca de una respuesta. Desvía sus ojos azules hacia Ellie. Tiene la mirada nerviosa. La ve alzar el brazo, como si estuviera en el colegio. "No puede ser. Tiene que ser un error... Seguro que hay una explicación", se dice mentalmente. Su amiga jamás haría algo tan poco ético y profesional.

—Creo que he podido ser yo —admite la sargento, levantándose de su mesa. Camina con pasos vacilantes hacia Hardy.

Este no necesita que diga nada más para comprender lo sucedido.

—Su sobrino.

—Vio cómo la hermana de Danny dejaba algo en la playa —se apresura en contarle Miller. Se reprocha no habérselo contado en el coche, cuando sucedió—. No le dije nada, solo que no lo publicase.

El inspector hace un esfuerzo por no gritarle. Intenta mantenerse tranquilo. No le conviene alterarse. Miller ha cometido un error, sí. Pero uno grave. ¿Acaso no se ha dado cuenta que al decirle eso ha confirmado, aún más si cabe, la noticia? Observa entonces a Harper, buscando en sus ojos algún indicio de que lo supiera de antemano. No haya ninguno. Hardy niega con la cabeza. No puede estar más decepcionado.

—Es un mierda —sentencia Ellie, quien, empieza a hervir de ira—. Le leeré la cartilla y hablaré con la familia.

Alec la mira de forma condescendiente.

—Váyase —es lo único que dice, antes de darle la espalda. Tiene que convocar a los periodistas y dar el comunicado oficial antes de lo previsto. Solo así será capaz de controlar mínimamente los daños colaterales causados por Oliver Stevens—. Harper —la llama por encima del hombro, escuchando unos rápidos pasos que se acercan a él. Respira e inspira para calmarse. No tiene que pagar su frustración con ella. Se gira para verla a los ojos—. Quiero que contacte con la prensa. Dígales que en unos minutos vamos a realizar un comunicado oficial sobre la identidad del cuerpo encontrado en la playa.

—Sí, señor —afirma Harper, observándolo con una gran tristeza. Parece tan decepcionada como él—. Ahora mismo lo hago —indica, dando media vuelta para volver a su mesa. Tiene que redactar un correo destinado a todos los periódicos y noticieros locales.

—Y Harper...

Ella se detiene al escuchar la voz de su jefe a su espalda. Su tono es suave, casi amable. Se voltea. La está observando con una mirada determinada y tranquila. Lo siguiente que le dice es apenas un susurro, pero deja clara su orden.

—Sea discreta —finaliza, entrando a su despacho.

La pelirroja pasa junto a Ellie, posando una mano en su hombro en un gesto compasivo y amable. No la considera responsable de lo ocurrido. Todo esto es culpa de Oliver y del maldito Twitter, como bien ha dicho Hardy. Se sienta en su mesa y empieza a teclear al momento. A Ellie se le cae el alma a los pies. ¿Cómo puede haber cometido un error tan garrafal? Ahora que por fin pensaba que había logrado acercar posturas con su superior, va y ocurre esto. No puede creerlo. Es todo culpa suya. La mano que Cora le ha colocado en el hombro apenas le sirve de consuelo, pero agradece la intención.

La rueda de prensa se lleva a cabo a pocos minutos. Gracias a la celeridad de la pelirroja de ojos azules, parece que la policía va a poder evitar, al menos de momento, las represalias debido al tweet. Hardy está ahora de pie, frente a la comisaría, y delante de él se encuentran dos periodistas, con sus micrófonos extendidos. Una furgoneta de retransmisión ha aparcado cerca de ellos. Distingue a varios curiosos cerca del cordón policial que han colocado para evitar intrusiones. Ellie y Cora observan desde la terraza de la comisaría el comunicado. La oficial ya se ha asegurado de decirle una y otra vez a su amiga que no es culpa suya. Miller al fin parece convencida de ello, tras su insistencia. Aprovecha para preguntarle a la pelirroja si se encuentra bien, dado que en el coche parecía pálida. Ésta le explica en pocas palabras que estaba teniendo un ataque de ansiedad debido al estrés y la presión del caso, pero que Hardy se ha tomado la molestia de consolarla. La castaña de cabello rizado se sorprende por ello, pero agradece en su mente que haya sido así. Como esperaba, Hardy no es del todo un idiota y un desalmado. Puede que tenga cualidades redentoras... Muy en el fondo de su alma. Ambas vuelven su vista hacia el inspector. En un tono profesional, comienza a hablar.

—Esta es una breve declaración para confirmar que, esta mañana, hemos encontrado el cuerpo de once años en la playa del acantilado Harbour, de Broadchurch —traga saliva—. Posteriormente, el niño ha sido identificado como Daniel Latimer, de once años, residente en la localidad. Su muerte nos parece sospechosa —nota el inminente mar de preguntas que se agolpan en las mentes de los periodistas, pero sigue hablando. No puede, ni quiere, darles la oportunidad de enredar más el asunto—. Seguimos investigando, y esta tarde les informaremos con más detalle Rogamos a los medios que respeten la privacidad de la familia en este momento —aquella es una indirecta hacia los periodistas más malintencionados, como Olly Stevens—. Muchas gracias.

Hardy se retira del foco de los medios. Alza la vista, observando a Miller, quien aún tiene un semblante avergonzado. Confía en que ella no dejará que pase otra vez. Qué día... Qué día tan jodido.


A Karen White le toma unos segundos asimilar la noticia de que Hardy tiene otro destino después de Sandbrook. Está viendo el comunicado en la televisión. Sam está a su lado, con una mirada entre decepcionada y preocupada. Todo el mundo sabe lo que pasó con Alec Hardy y el caso de Sandbrook. Karen parece estar a punto de estallar.

—¿Puedes creerlo? —cuestiona, molesta—. Le han dado otro trabajo después de lo de Sandbrook —hace un gesto hacia la televisión. El director, Len Danvers, pasa a su espalda—. Jefe —apela a él, provocando que se detenga—: muerte sospechosa. Joven en la playa de Dorset.

—¿Sexo? ¿Edad? —cuestiona Danvers.

—Chico. Once —responde Karen, casi de forma automática. Está acostumbrada a dar respuestas breves y concisas—. Quiero ir. Creo que podría ser...

—No, no, no —la corta al momento—. De eso nada —Karen rueda los ojos—. No da el perfil. Costaría demasiado —ciertamente, andan bastante cortos de fondos en este momento—. Que lo haga una agencia, y tú dale vidilla desde aquí —se encamina hacia su despacho. Para él la conversación ha terminado.

Karen lo sigue tras arreglarse el cuello de sastre. Tiene que parecer profesional.

—Venga. Últimamente no hago más que pulir notas de prensa —argumenta. Quiere un reto. Una buena historia. No subsidios a centros educativos de pacotilla—. Por favor —ruega, poniendo los ojos de un cachorrito abandonado.

—Lo siento, Karen. La respuesta es no.

Decepcionada, la de cabello moreno vuelve a su mesa y se deja caer pesadamente en su silla giratoria. El informe de prensa sobre los subsidios a los centros educativos no se ha vuelto más interesante durante su ausencia. Pasa unos diez minutos dándole vueltas, y luego vuelve a la cuenta de Twitter del Eco de Broadchurch. El periodista se llama Oliver Stevens, y su resumen biográfico dice: «reportero intrépido y con ambiciones del periódico del pueblo, Eco de Broadchurch». Busca su nombre en Google: ha colgado él mismo su currículum y muestras de su trabajo, y afirma que su ambición es llegar a ser reportero en un diario nacional. Karen archiva en su ordenador su artículo sobre el centro educativo, y luego llama al departamento de recursos humanos. Aquel año ha trabajado sin descanso, y todavía no ha disfrutado de sus vacaciones anuales. Se las deben.

La calle brilla por el calor. La silueta del taxi negro adquiere una forma fija al acercarse. Lo detiene y pide al conductor que vaya a la estación de Waterloo.


Alec Hardy únicamente entra a la comisaría a recoger un par de cosas antes de volver a salir. Por el camino, se percata de que Harper no está en su mesa, y de hecho parece haberla recogido. No la culpa. Después de un día así, cualquiera querría estar en su casa. El aire fresco del exterior no le aclara la mente. En todo caso, hace que se sienta peor. La respiración acelerada y la visión borrosa que anuncian un ataque le dominan, y lo único que quiere Hardy, es dejarse caer en su cama antes de que se produzca en público.

Supone un esfuerzo abrir la pesada puerta de roble del hotel Traders. Fue idea suya quedarse en un hotel —buscar algo más permanente sería reconocer que está allí de modo permanente—, pero le apetecía alojarse en una cadena anónima de hoteles de carretera de circunvalación. Aquel es un sitio encantador: todos suelos de piedra originales, modern art, y papel pintado de Dorset con dibujos de Farrow and Ball, pero las llaves de las habitaciones están colgadas de ganchos detrás del mostrador, y eso significa entablar conversación cada vez que sale o entra al edificio.

—Hola —lo saluda Becca Fisher.

—Hola.

—¿Un día largo? —le dice Becca Fisher cuando él estira la mano por la llave. Es bastante amable, con un encanto playero que le señala como australiana incluso antes de que hable. No le molesta su cháchara, pero no quiere hacer su día más largo.

—Sí.

—Menuda tragedia —continúa ella, ciega a la impaciencia de Hardy—. No imagino lo que estará pasando la familia. Estamos todos conmocionados —asegura—. Chloe trabaja aquí los sábados, ¿sabe usted? Supongo que mañana no la veré, y eso no es que la necesite —le entrega sus llaves—. Por cierto, ¿cree que la playa estará abierta mañana? Es solo por saber qué decir a los huéspedes...

—No lo sé —Hardy quiere marcharse. No tiene tiempo para conversaciones intransigentes.

—Es que... Hoy ya he tenido dos cancelaciones.

Hardy toma nota mental de la información sobre Chloe, pero solo contesta a Becca con un asentimiento de cabeza.

—Bueno, suerte que los tengo a usted y a su otra compañera hospedados por un tiempo...

Hardy arquea una ceja. Estaba a punto de irse, pero aquello ha llamado su atención. Se apoya en el mostrador con las manos. Intenta mantener el equilibrio.

—«¿Compañera?» —cuestiona. No sabe nada de esto—. ¿Qué compañera?

—Oh, seguro que la ha visto —menciona Becca en un tono amable—: pelirroja, piel blanca, ojos azules... Adorable. Muy joven para ser policía, si me lo pregunta —la describe, y Alec ni siquiera tiene que escuchar nada más para adivinar de quién se trata: Harper—. Es una chica muy amable. Vino hace tres meses con su madre a Broadchurch —Hardy se sorprende. Si es cierto que vino con su madre, no comprende qué hace en un hotel. Becca sigue hablando, como si no le importase molestar al inspector—. Hay rumores bastante interesantes sobre ella según he oído —el hombre de cabello castaño no quiere escucharlo. No soporta que la gente chismorree sobre la vida privada de los demás. Pero no tiene fuerzas para decírselo a la rubia—. Huyeron de su ciudad natal por un motivo desconocido... Dicen que porque sedujo a un profesor. Otros aseguran que es porque alguien la acosaba.

Hardy ya ha oído suficiente. Había olvidado lo terribles que podían ser las habladurías, y mucho más en un pueblo tan pequeño como este. Comprende mejor la actitud reservada, y en cierto grado, insegura, de su oficial. No le extraña que siempre economice en palabras cuando no se trata del trabajo. Tener tu vida expuesta a las críticas de los demás es ciertamente horrible. Se dirige a las escaleras que conducen a su habitación.

—Voy arriba —coloca una mano en el pasamanos, no solo para apoyarse, sino también para indicar lo que pretende.

Tiene un pie en el escalón de abajo, cuando oye su nombre a su espalda. Es Becca nuevamente. Reprime una mueca disgustada: ¿¡es que nadie lo va a dejar descansar en paz!? Se vuelve despacio para mantener el equilibrio.

—Hay dos personas esperándole en el bar —le indica, haciendo un gesto hacia la puerta que conecta el recibidor con el bar.

Hardy echa una mirada al interior. Estupendo. Es el reportero sobrino de Miller, junto a una rubia de mediana edad, quien lo tiene agarrado por el cogote.

—Maggie, directora del Eco —se presenta la mujer, tendiéndole la mano. Hardy se la estrecha, sin ganas. A instancias de Maggie, Olly dice:

—Yo... Hice mal al publicar esa noticia. Lo siento.

—Debería colgarlo por los huevos de la torre del ayuntamiento —dice Maggie—. A partir de ahora todas las noticias pasarán por mis manos antes de publicarse. El Eco trabaja con la policía. Hablaré con la familia Latimer para pedirles disculpas.

Genial. Ya no tendrá que pedirle a Harper que hable con la familia. Eso liberará la carga acumulada en sus hombros por la presión del caso. La muchacha ya ha tenido bastantes emociones fuertes por hoy.

Hardy parpadea.

—Apártate de mi camino —le dice a Olly en un tono que deja clara su advertencia.

El esfuerzo de subir dos tramos le tiene sudando y esforzándose por respirar. Afortunadamente, logra llegar a su planta sin demasiados problemas. Se percata de que alguien tiene alquilada la habitación colindante a la suya. No se había dado cuenta de ello. Vecinos. Estupendo.

Al fin en su habitación, vacía su chaqueta: su cartera aterriza en la mesilla de noche. Queda abierta por la foto de la cara que le continúa obsesionando. La niña está a contraluz, su pelo una aureola blanca. Hace daño mirarla. Motivo de más para verla cada vez que abre la cartera. Antes de que pueda aflojarse la corbata y los cordones los zapatos, las piernas empiezan a doblársele, y se deja caer en el sillón. Su vista enfoca un lienzo del acantilado del puerto en la pared de enfrente. Ni allí puede huir de aquel puñetero lugar. De todas las playas del mundo...

Cuando nota el sudor frío en la espalda, se da cuenta de que sus pastillas están al otro lado de la habitación. Le cuesta mucho levantarse a cogerlas y tragárselas.

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