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Capítulo 4

Ellie lleva en coche a Mark Latimer al hospital del pueblo. Se ha ofrecido a hacerlo. La familia necesita todo el apoyo que pueda darles. El hospital es un edificio bajo de sílice con un brillante rótulo del Servicio Nacional de Salud clavado en la antigua piedra. Los árboles susurran a su paso, serpenteantes, como si estuvieran compartiendo la amarga noticia. Cuando dejan el minúsculo aparcamiento, la cara de Mark está inexpresiva. La única señal de lo que se dispone a hacer, es una breve vacilación en la entrada. Parece que sus piernas se niegan a cooperar.

—¿Cuántas veces has hecho esto, Ellie? —le pregunta. Al fin, sus piernas parecen reaccionar, comenzando a caminar lentamente al interior.

—Ninguna —reconoce ella. Por supuesto que ha estado antes en el depósito de cadáveres: por accidentes de circulación, un par de ahogados y una sobredosis. En su mayoría, lo ha hecho acompañada de Harper, pero no en esta ocasión. Esta vez acompaña a Mark. Y no sabe qué esperar. Nunca ha estado allí por un asesinato. Nunca por un niño y, Dios Santo, nunca por un amigo. Ha recibido formación sobre aquellos delitos concretos, claro, pero de eso hace años y aquella es la zona rural de Dorset. Prácticamente había dado por sentado que nunca tendría que ocuparse de algo así. Estaba claro que se había equivocado de cabo a rabo. Por debajo de la conmoción y la pena siente pánico. Apenas recuerda el procedimiento, por no decir el modo adecuado de dirigirse a quien sufre por las consecuencias de un acto tan violento.

En la sala de reconocimiento reina un silencio sepulcral. Levantan despacio la cortina para mostrar a Danny al otro lado del cristal. Aún tiene la cara sucia. La tierra oculta su piel infantil, mientras los granos de arena brillan como lentejuelas. Parece más joven de lo que ella le había visto en años. Parece vivo. Casi espera que se levante y grite: «¡Sorpresa!».

Mira a Mark, y la cosa es casi peor. Aquella cara que ha visto reír y cantar, borracha y feliz, está ahora contraída por la pena.

—Venía pensando que no sería él —susurra Mark—. Mi Danny.

Su intuición de policía o quizá su instinto maternal indican a Ellie que está por venir la inminente pregunta.

—¿Puedo tocarlo, Ellie? —pregunta Mark, y ella tiene que negarse con todo el dolor de su corazón. Comprende su desazón. Puede perfectamente ponerse en sus zapatos, y es algo que le destroza por dentro—. ¿Porque él? —dice Mark, dirigiendo su cólera contra Ellie por un segundo—. Es tan pequeño... Es mi pequeñín —se arrodilla junto a la cara de Danny, y aunque la misión de Ellie es vigilar, tiene la sensación de no querer atenerse a la ley—. Oye hijo, siento no haber estado ahí para evitarlo. Eres mi pequeño Danny, y te he fallado —su voz está teñida de pena—. Y lo siento tanto... Te quiero infinito, superestrella. Siempre te querré —Mark se pone a llorar ruidosamente, y sus palabras se mezclan unas con otras. Se quedan así treinta minutos.

Ellie no dice nada. Tiene el cuello empapado en lágrimas.


Entretanto, en la casa de los Latimer, Hardy —quien le ha ordenado a Harper que se quede con él— baja la vista hacia los guantes de goma en sus manos y en las envolturas de plástico en sus pies. Se ve transportado contra su voluntad a otra habitación de un niño. A otra escena de un crimen. Quiere —necesita— registrar aquella habitación antes de que lleguen los especialistas forenses. Encontrar cualquier tipo de pista, cualquier tipo de señal acerca del destino funesto de Danny. Observa como Harper abre la puerta de la habitación de Danny con un gesto casi reverencial, como si estuvieran a punto de invadir un lugar sagrado. El inspector comprende su prudencia: es el primer crimen al que tiene que enfrentarse esta novata, y percibe que, por todos los poros de su piel de alabastro, se emite un inconfundible horror y temor. Horror por la muerte del niño; temor por no poder encontrar la respuesta a lo que le ha pasado. En un gesto tal vez para consolarla —tal vez para darse ánimos a sí mismo—, posa una mano en el hombro izquierdo de la chica. La oficial de ojos azules se sobresalta por un momento, como si el contacto físico la disgustase. La recorre un escalofrío por todo el cuerpo. Hardy retira la mano al momento. No quiere incomodarla, y menos aún que se haga una idea equivocada. Le pide disculpas en un tono bajo, y ella le indica que no ha sido nada. Pero algo en la mente interna de Hardy le dice que hay algo más. Algo más detrás de esa reacción automática, casi defensiva. Pero no insiste. No quiere invadir su privacidad. Y no es el momento ni el lugar para ello. Si en algún momento ella quiere contarle algo, estará más que dispuesto a escucharla, a pesar de que aquello no se le dé bien. Sabe —y entiende— lo que es ser un principiante, pero también sabe por experiencia que la chica necesita endurecerse. Más todavía de lo que ya lo está. Una vez está la puerta abierta, pegatinas infantiles se despegan bajo las yemas de los dedos enguantados de la pelirroja. Dentro, un despertador se enciende y se apaga a una hora inexacta, como si las baterías estuvieran acabadas. La ventana está entreabierta, y la llave todavía en la cerradura. Harper toma en consideración estos datos, apuntándolos en su libreta.

Hardy da una ligera mirada por encima del hombro hacia la libreta de la chica. Nota que está apuntando: «Ventana entreabierta. Cerradura desbloqueada con llave... ¿Posible huida? ¿Secuestro?». Se sorprende por la conexión de datos que acaba de realizar la oficial, pero no descarta tampoco esa posibilidad. La cuestión ahora es ¿qué pasó? ¿Por qué Danny acabó en el acantilado? ¿Alguien lo llevó allí? ¿Si es así, quién? Desecha por un momento sus pensamientos y dirige su mirada al exterior que puede verse a través de la ventana. Presencia a unos niños jugando al fútbol en el campo de atrás. Los niños entran y salen corriendo de los jardines que bordean el campo. Hardy se pregunta entonces, cuánto tiempo durará aquello una vez que se corra la voz acerca del accidente.

Una corbata del colegio forma una S encima de la cómoda. Un ordenador portátil —maltratado— y una consola de videojuegos están en el suelo, junto a un telescopio y una videocámara de bolsillo. Multitud de trofeos deportivos se disputan el espacio en las estanterías y el alféizar, y fotografías de Danny en la piscina o en el campo de fútbol insuflan vida al cuerpo de la playa. Aquellos son los pequeños rastros que quedan de Danny ahora. Su historia, sus gustos, sus hobbies... Hay rastros de su infancia por doquier: un manoseado álbum de pegatinas de Pokémon está en lo más alto de una pila de revistas, y un mono de peluche espera pacientemente encima de la almohada a que su dueño venga a recogerlo.

A un lado del marco de la puerta está señalada la estatura de Danny con una marca en la pared, desde los cuatro años, hasta hace un par de meses. Las primeras fechas y medidas están escritas por la mano de un adulto, pero la mayoría es del propio Danny, con una letra infantil redonda que va evolucionando hacia una caligrafía más avanzada, propia de un niño y un adolescente. Las señales se interrumpen con brusquedad en un punto cerca del codo de Hardy.

La oficial se dedica a rebuscar por la habitación. No encuentra ningún tipo de pista visible —por el momento— que le indique qué ha pasado en aquella habitación las horas previas a encontrar el cuerpo. De pronto se vuelve, y se encuentra una imagen desoladora: Hardy se ha dejado caer en la cama del chico con la cabeza entre las manos. Aquello la deja atónita y la entristece. No estaba errada cuando, una hora antes, pensó que, tras la fachada dura de su jefe, hay alguien de buen corazón. Se resiste al impulso de apoyar una mano en su hombro para intentar consolarlo, como él ha hecho, minutos antes. Sabe que no sería adecuado, y por lo que ha podido comprobar, al inspector, igual que a ella, no le gusta el contacto físico. Pero incluso Cora sabe apreciar un gesto amable. Un gesto de consuelo. Se acerca unos pasos, y entonces murmura.

—Señor...

Su voz es tentativa. Casi parece no haber abierto la boca. Es en ese preciso momento cuando Hardy alza el rostro que tenía oculto entre sus manos. Se había olvidado por completo de que su subordinada estaba allí. Posa sus ojos castaños en ella. La mirada que le dirige es descorazonadora: todo le recuerda a Sandbrook. Su fracaso. La imposibilidad de dar paz a esas familias. Todo se le ha vuelto a venir encima. La mirada que ahora mismo está sosteniendo la suya —una mirada azul, pura, inocente—, está llena de comprensión y amabilidad. Agradece que no haya intentado consolarlo, que no haya intentado decirle palabras que, obviamente, ambos saben que son falsas. Le está dejando su espacio, pero al mismo tiempo le está indicando con su presencia allí, que no va a dejarlo solo en un momento como este. Como esperaba de ella, es comprensiva, compasiva... Pero profesional, a pesar de todo. Contiene las lágrimas. No quiere parecer débil delante de la novata.

Algunas personas contienen las lágrimas detrás de los globos oculares, pero cuando Hardy quiere llorar, tiene que contenerlas utilizando el fondo de su garganta. A veces le da la sensación de que es el único músculo con fuerza de su cuerpo. Da un hondo suspiro. De alguna forma, que la oficial Harper se encuentre con él, le da un mínimo de fuerzas y alza el rostro. En cuanto lo hace, se percata de que Beth está a la entrada de la habitación, mirándole. Mirándolos a ambos. Él ha visto aquella expresión antes en otra madre, y tiene que desviar la mirada. No es el dolor lo que no puede soportar. Es la confianza. La confianza incondicional que ella ha puesto en él.


Más tarde —tras despedirse de Harper, e indicarle que vaya pasando sus notas y sus hipótesis a un archivo de procesador de texto, para poder enviárselo a su correo y consultarlo después—, Hardy está en el muelle esperando a su jefa. La conversación con la comisaria Jenkinson es inevitable, y puede predecir lo que va a decir ella, tanto como lo que le va a decir él. A su izquierda está la playa donde ha sido encontrado Danny, así que mantiene una mirada sin vida hacia delante. Pequeños botes de goma viran para evitar las barcas de motor que surcan las tranquilas aguas del puerto. Frente a él han apilado unas rocas puntiagudas para que sirvan de rompeolas.

Jenkinson se le acerca llevando —¡que venga Dios y lo vea!— dos helados rematados por encima con bolas. No hay duda de que uno es para él. Resiste el impulso de emitir un gruñido molesto y desagradable.

—Dada la naturaleza del caso, quizás sea conveniente que se lo pase a otro oficial —dice, dándole el cucurucho. Él intenta que su jefa no advierta su repugnancia.

—No —lleva preparando esa respuesta desde que vio por primera vez el cuerpo. Además, no tendría sentido: él ha iniciado la investigación, y por todos los demonios que la va a ver concluida.

—No tiene nada que ver con sus capacidades —dice ella, empujando sus gafas de sol hacia la nariz—. No queremos que se repita lo de Sandbrook.

—Fui completamente exonerado —si le dieran cinco libras cada vez que tiene que decir eso...

De pronto, una sensación de extrañeza lo invade. La única que parece no haber sacado el tema —o no haberle increpado nada— acerca de Sandbrook es su oficial de ojos claros. Otro punto positivo en su favor.

Jenkinson se lleva el helado a los labios, pegándole un mordisco.

—Alec, ha venido aquí para no armar ruido.

No podía estar más equivocada.

—He venido aquí a hacer lo que el trabajo requiera —rebate.

—Pero para la opinión pública puede ser vulnerable. Le estoy dando la oportunidad de que se retire. Nadie le culpará —él se detiene en seco, volviéndose hacia ella con una mirada decidida.

—Ha ocurrido a tiro de piedra de su comisaría —argumenta, provocando que las comisuras de los labios de ella se tensen—. He conocido a su equipo. Soy el mejor cualificado —ella no lo contradice. No puede—. Solo hay una agente que puede llegarme, como mínimo, a la suela del zapato, y se trata de Harper. Pero no posee ninguna experiencia práctica a excepción de tres meses.

Al fin admite la capacidad que ha demostrado la pelirroja en estas pocas horas. Reconoce en sus ojos esa misma determinación que, en sus años más jóvenes, él poseía y aún posee. Queda claro que no hay nadie mejor que él para darle ejemplo. Para pulir sus dotes y proporcionarle experiencia. Lo decide en este momento: no va a ser su niñera, sino su supervisor. No piensa dejar que un talento así se desperdicie en labores de oficina.

—Lo de Sandbrook no me hace más vulnerable —retoma la conversación—, sino la persona más adecuada —asegura—. Si quiere pararme, la animo a intentarlo —mantiene la mirada de ella para apreciar si le engaña. No encuentra nada—. Gracias por el helado.

Hardy se encamina hacia la comisaría. Cuando da la vuelta a la esquina y Jenkinson no lo puede ver, tira el cucurucho a las aguas del puerto, donde cae con un chapoteo, antes de convertirse en nada. De pronto, una presencia a su lado se hace palpable: se trata de Miller, quien ya ha vuelto del hospital con el señor Latimer. Tras dejarlo en su casa, Ellie ha llamado a Cora, preguntándole si sabía dónde se encontraba el inspector, respondiéndole la pelirroja que se encontraba en el puerto. Que había escuchado a Jenkinson decir algo acerca de una reunión con Hardy en el paseo de la playa. La ha notado nerviosa al teléfono, seguramente porque sabe cómo se las gasta Jenkinson cuando está mínimamente molesta por algo. Probablemente ha pagado sus frustraciones con la pobre Harper. Por eso está Ellie aquí, en este preciso momento. "Lo que me faltaba... Más conversaciones intransigentes", piensa con desgana el policía, quien, a excepción de con Harper, no parece querer conversar con nadie del departamento. Aunque claro, únicamente conversa con la oficial debido a sus pesquisas y sus procesos mentales. Es puramente profesional. ¡Dios le libre de mantener una relación, mínimamente cordial o cercana, con alguno de los idiotas de la comisaría! Rueda los ojos en cuanto escucha la voz de la mujer, quien ahora camina a su lado.

—¿Qué quería Jenkinson? —cuestiona Ellie, curiosa.

—¿Jenkinson? —Alec quiere desviar como sea la conversación de ese tema. No quiere que lo interrogue sobre sus asuntos. Eso es cosa suya, y solo suya.

—La super-jefa —menciona la castaña, haciendo que Hardy tenga que resistir el impulso de soltar una risotada ante el apodo—. Le he visto hablando con ella —aclara, decidida a no dejar el tema de lado.

—No.

—Sí —afirma Ellie—. Estaban tomando un helado.

—¿Cómo demonios ha averiguado dónde estaba? —pregunta el de cabello castaño, asqueado.

—Por Cora —responde Ellie. Hardy da un largo suspiro y rueda los ojos: desde luego, a esa chica no se le escapa nada—. Su tono de voz... Parecía nerviosa —menciona, recordando el tartamudeo en su voz—. Parece ser que ha escuchado vociferar a Jenkinson acerca de que quería hablar con usted, pero como está molesta por algo, lo ha pagado con ella —murmura con desaprobación: como si la pobre oficial no tuviera ya bastante presión al ser este su primer caso—. Cora estaba preocupada.

Aquellas palabras no pasan desapercibidas por parte del inspector. ¿Preocupada? ¿Por quién? ¿Por él? Seguro que la novata tiene mejores cosas que hacer que preocuparse por una estúpida charla que, obviamente, no iba a ningún sitio. Sabe cuidarse solo. Pero Jenkinson... No es la primera vez que paga sus frustraciones con la novata. Lo ha deducido por el tono lleno de desaprobación de Miller. Incluso a él le parece que se ha pasado. Ya está el departamento con suficiente presión debido al caso, y más que se lo va a presionar en cuanto realicen un comunicado oficial. No necesita que la narcisista de su jefa meta más presión a sus subordinados.

—Antes de que lo olvide —dice Ellie, recordando su conversación con su amiga, haciéndolo salir de sus pensamientos—. Cora me ha dicho que ya ha recopilado todos sus datos y pesquisas y se los ha dejado impresos en su despacho.

—Bien.

El silencio se impone nuevamente entre ellos mientras continúan caminando.

—Miller —apela a la sargento de pronto, en un tono profesional—, su hijo iba a clase con Danny. ¿Lo sabe ya? —cuestiona.

—No.

—Tengo que hablar con él.

—Mañana —dice Ellie, quien, por fundadas razones, no está dispuesta a permitir que Hardy lleve el interrogatorio. Sabe que tiene que ser otra persona la que interrogue a Tom; puede qué Harper esté a la altura, ¿Pero Hardy? ¿Cómo va a poder hacerlo? Es imposible que este hombre arisco, gruñón, que ni siquiera llama a los demás por su nombre, sea capaz de comunicarse de un modo amable o que consiga algo con un chico desconsolado.

Ellie se dice que, el hecho de que deje de hablar como un inspector jefe será un buen comienzo. Merece la pena intentarlo, así que se arma de valor.

—Señor, ¿le importaría no llamarme Miller? —cuestiona—. Y a Harper puede llamarla Cora —añade, pues está segura de que la chica será capaz de trabajar en mejores condiciones sin tanta presión protocolaria sobre sus hombros. Ya tiene bastante con que la mayoría de los agentes del departamento piensen que es un bicho raro.

—¿Por qué? —para Hardy, aquella petición es inusual, incluso extraña.

—Ni ella ni yo tendemos a tratar a la gente por sus apellidos. No nos gusta —le responde en un tono amable, esperando que cambie de parecer—. Prefiero Ellie —la pausa dura tanto que por un momento no está segura de que la haya oído.

—Ellie —pronuncia su nombre con cuidado, como si estuviera intentando aprender un nuevo idioma—. Ellie —arruga la nariz, como si acabase de chupar un limón—. No.

La sargento pone los ojos en blanco, como si aquello fuera un paso atrás. Se pregunta si al menos considerará la opción de llamar a Cora por su nombre en vez de su apellido. Aunque teniendo en cuenta el talante de su nuevo jefe... Las cosas no parecen muy optimistas. Siente que la está poniendo a prueba. Se muerde la lengua hasta que le duele.


Ellie observa al grupo reunido para la sesión informativa con cuadernos de notas encima de las piernas. Coraline se encuentra a su lado, y la ve hacer puñetas con los dedos: está nerviosa. Es la primera sesión informativa a la que asiste. Y la primera también en la que tendrá que participar como informante del caso. La de cabello rizado nunca había visto con anterioridad un ambiente como aquel en la comisaría, y no se debe solo a que haya sido asesinado un niño del pueblo. La historia de Hardy carga de tensión la sala. A pesar de eso, hay algo convincente, casi galvanizador en él, cuando pasea delante de ellos, soltando suposiciones.

—¿Secuestraron a Danny Latimer? ¿Alguien accedió a la casa? ¿Y si lo hizo, cómo? —su acento escocés se hace más pronunciado cuando insiste en ese asunto—. ¿Y si no forzaron la entrada, de quién era la llave? —hace una pausa, dirigiendo su mirada castaña a la pelirroja—. Harper, ¿qué otra hipótesis barajamos?

La de cabello cobrizo siente su pulso incrementarse. Una voz molesta en su cabeza le dice que va a fallar. Que no sabe nada. Intenta ignorarla. La chica respira profundamente antes de hablar. Alza el rostro, y observa a Jenkinson clavar su mirada en ella, como si se tratase de una diana. Aumenta su pulso. Su voz tiembla ligeramente, pero la mirada del inspector Hardy parece infundirle el ánimo necesario para controlar su nerviosismo.

—La ventana de la habitación de Danny se encontraba abierta, con la llave que abre el candado en el interior de éste. En caso de que no haya sido secuestrado por alguien, tenemos que barajar la posibilidad de que el chico pudo marcharse de la casa por propia voluntad —expresa sus pesquisas, notando cómo sus compañeros, sentados frente a ella, apuntan cada palabra que dice en sus respectivas libretas—. Tenemos que preguntarnos lo siguiente: ¿Por qué salió solo? ¿Huía de algo? ¿De alguien? Si es así, ¿por qué? ¿Por qué salió de noche? ¿Acaso iba a reunirse con alguien? ¿Por qué no esperó a la mañana?

Hardy ha notado la presión que ejerce la comisaria en la novata. Asiente con la cabeza. Lo ha hecho bien. Necesita que recupere su confianza en sí misma. Cora siente cómo una corriente de alivio la recorre de arriba-abajo. La voz en su cabeza remite lentamente.

—Hay que conseguir las grabaciones de las cámaras de vigilancia en un kilómetro a la redonda de la casa —continúa Alec en un tono casi monótono—. Miller: la familia —apela a ella—. ¿Quiénes son y dónde estaban?

A Ellie no le gusta dirigirse a todo el grupo en circunstancias normales, y mucho menos que la atención se centre en ella sin estar preparada.

—Beth tuvo a Chloe cuando tenía quince años y Mark diecisiete —comienza—. Madre e hija estaban en casa, viendo la tele —oye el tartamudeo de su voz y se repliega en sí misma. Los subinspectores, Frank Williams in Nish Patel, están muy atentos (solo hace un par de meses que no llevan uniforme y aquel su primer caso importante) tomando notas detalladas, aumentando la presión. Ellie considera que cada palabra que sale de su boca tiene que ser precisa, útil, persuasiva.

—¿Harper? —intercede Alec de pronto, pues está decidido a demostrar que, incluso bajo presión, la pelirroja sabe trabajar excelentemente. El cambio no estaba previsto, sino que Ellie debía continuar con el informe de la actividad de la familia. La joven oficial parece sorprendida por un momento, pero cuando habla su voz suena controlada. Los ánimos de Hardy parecen haber calado en ella, tranquilizándola mínimamente.

—Dicen que no salieron de casa hasta esta mañana, para ir al colegio. El padre tuvo que salir por un aviso urgente; es fontanero. Regresó hacia las tres. Nadie fue a ver si estaba Danny. La abuela vive cerca. Estuvo en casa toda la noche... La otra abuela vive en Gales.

Hardy fulmina con la mirada a su equipo.

—Hasta que estemos listos todo esto es confidencial, nada de cotilleos, ¿entendido? —cuestiona en un tono férreo—. Adelante —mueve la mano como si espantara gallinas—. Miller, Harper. Conmigo.

Ambas mujeres se apresuran en seguir a su jefe. Éste se acerca un poco a la oficial, indicándole que ha hecho un buen trabajo con sus notas. Coraline se sorprende de que ya las haya leído todas, pero le indica que le alegra haber sido de ayuda. Hardy no dice nada más. Aprecia cuando la gente hace bien su trabajo. Eso es todo. Pasan junto a Bob Daniels que está de servicio. Bob es un agente a la antigua usanza, grande y franco. Juega en el mismo equipo de fútbol sala que Joe y Mark Latimer y su hijo Jayden forma parte de la pandilla de Tom y Danny. Ellie se mortifica a sí misma. Esa misma noche, cuando vuelva a casa, tendrá que decirle a Tom que su amigo está muerto. Nunca le he dado más miedo a una conversación.

Tienen que controlar cómo se corre la voz. Las especulaciones ya se han extendido, pero el informe oficial no se hará público hasta esta tarde. Ellie está firmemente convencida de que la gente del pueblo —y en especial los compañeros de colegio de Danny— deberían recibir la noticia antes y sin equívocos. Tendrá que preguntar a la redacción del periódico cómo manejan eso ellos. No hay precedentes. ¿Deberían llamar al colegio? ¿Y si lo hacen, entonces qué? Lo habitual es que las informaciones urgentes se las hagan llegar a los padres mediante un mensaje de texto, pero eso sería un insulto para todos. Si pudiera, ella llamaría a todas las puertas. Lo contaría cara a cara, de madre a madre, de familia en familia. Pero no puede. La necesitan allí.


Durante la breve caminata hasta el quiosco de prensa de Jack Marshall, Hardy está sumido en un apesadumbrado silencio. Después de que todos sus intentos de entablar una conversación fracasasen, Ellie se rinde y deja que sus pensamientos vaguen libremente.

Hace grandes esfuerzos para convencerse de que aquello lo ha hecho alguien que aprovechó la oportunidad. Uno de fuera del pueblo. Un loco que pasaba por allí. Pero con esa teoría, inmediatamente le viene a la mente un argumento en contra. Para empezar, uno no solo pasa por Broadchurch, y de noche no hay luces en la playa del acantilado del puerto. Hay que conocer el sitio bastante bien para saber dónde pisar, y más aún para abandonar un cuerpo y borrar las pistas.

¿Entonces quién? Hardy, que no disimula su desagrado hacia Broadchurch, decide entablar una conversación —casi en susurros— con la oficial a su cargo. No quiere que Miller —quien camina varios pasos por detrás de ellos— los escuche, ya que, al fin y al cabo, ha vivido en el pueblo mucho más tiempo que ellos dos, y podría considerar ofensiva la posibilidad que está barajando sobre el responsable de la muerte de Danny. Quiere comprobar si sus suposiciones y las de Harper son las mismas respecto al caso, y teniendo en cuenta lo que ha leído en sus notas, parece que está en lo cierto. Pero quiere oírselo decir. Quiere que salga de su propia boca.

Cora —murmura para sí mismo el nombre, rememorando lo que Miller le había dicho anteriormente. La novata no parece haberle oído. Niega con la cabeza—. Harper —apela a ella. La pelirroja se gira hacia él—. ¿Qué piensa de este caso?

—¿Señor? —parece confusa por la pregunta.

—¿Quién piensa que es el responsable? —reformula el inspector.

Ella se mantiene silenciosa por unos segundos antes de responderle.

—Es pronto para asegurarlo, pero creo que se trata de alguien del pueblo. Que sepamos, según los registros, la única persona del pueblo fichada por abusos sexuales es un viejo vicioso que está encerrado en una residencia para ancianos desde el año pasado —comenta, rememorando sus notas—. He hecho una leve verificación de antecedentes a todas las familias de Broadchurch, pero son como todas las demás que hay en otros pueblos, señor —menciona, contemplando que asiente, pues ha leído sus notas—. No creo que el historial de disputas internas y el tráfico de drogas sea suficiente para llegar a asesinar a un niño —niega con la cabeza, pues aquel caso se le antoja complicado.

—Sí, yo también he llegado a esa misma conclusión —afirma Hardy. Le alivia saber que esta chica a su lado tiene la mente igual, o casi tan amueblada como él. Es avispada para sacar conclusiones—. Diría que se trata de una persona respetable, o al menos de alguien sin antecedentes. Quién sabe... Quizás podría ser alguien conocido para Danny o su familia.

—Eso tiene muchas probabilidades, señor —dice ella casi en un susurro.

Ellie ha posado su mirada en Hary y Harper. Le parece sorprendente que ese hombre tan arisco y grosero se tome el tiempo siquiera para entablar una conversación con la oficial. Se siente un poco insultada, al no conseguir que Hardy entable siquiera una conversación cordial con ella, pero pronto desaparece esa sensación de envidia. Se pregunta de qué estarán hablando, pero decide no intervenir. Ya tendrá tiempo de preguntárselo a la pelirroja más tarde, cuando no pueda escucharla el castaño. "Quizás es bueno que Cora hable con él. Puede que haya conseguido ablandarlo un poco... Y con suerte, ¿quién sabe? Puede que sea más amable con el tiempo", piensa la sargento para sus adentros. Ellie mira a su alrededor. Con el sol en lo alto, el paseo marítimo resulta tan bonito como siempre, pero la sombra de la sospecha es demasiado grande para obviarla. Parece que una tela de oscuridad se ha colocado sobre las casas y los barcos que se mantienen en el puerto.

El asesino de Danny puede ser cualquiera. Como aquel tipo de mediana edad, que trata de equilibrar una caja de pescado; el hombre joven subido a una escalera, limpiando ventanas; un hombre trajeado que toma café de un vaso de plástico y avanza hacia ellos... ¿Sería capaz de estrangular a un niño? Saluda con la cabeza al trío de policías. Cora se sonroja, como si le hubiera leído la mente, y baja la vista a los adoquines. En el momento en el que es más necesario observar las cosas, parece que no puede mirar a nadie a los ojos.

Ellie, por su parte, una vez alcanza a sus colegas, se da cuenta con una sensación de desasosiego de que, probablemente sea alguien que conoce. No del todo: no sabe su nombre, pero podría ser aquel señor de la taza de plástico de allí, una persona que ve todas las semanas, una persona con la que se saluda con la cabeza, una persona que nunca les ha dado problemas hasta ahora... Y si ella conoce el asesino, entonces medio pueblo lo conoce. Los residentes de Broadchurch no están tan estrechamente unidos como enmarañados.

¿Pero quién?


Jack Marshall dirige la Brigada Marina además de ocuparse del quiosco de periódicos del pueblo, y aunque técnicamente sea forastero, lleva allí tantos años que en Broadchurch es toda una institución. Los adultos lo encuentran hosco, pero los niños le adoran. Hay una imparcialidad en él que les gusta mucho. En el exterior de su quiosco vende cubos y palas y postales, además de redes antiguas para quisquillas y molinillos de viento. Dentro, botes de caramelos están apilados desde el suelo hasta el techo detrás del mostrador. Jack considera que el autoservicio de golosinas es una fuente de bacterias, así que pesa él mismo los caramelos, como hacían en las tiendas cuando Ellie era pequeña. Continúa usando el antiguo sistema de medidas junto al sistema métrico.

Su entrada en el quiosco trae una brisa del interior que hace ondear la cortina de plástico de tiras arco iris que separa el suelo del escaparate de la parte de atrás. Jack lleva puesta la camisa, la corbata y la chaqueta de punto que usa todo el año. Parece que los hubiera estado esperando: por una vez, su pelo hasta los hombros propio de los años setenta, está cepillado.

—Jack, tenemos que hacerte unas preguntas —apela Ellie a él, antes de intercambiar una mirada con Harper, indicándole que puede empezar.

—Danny no ha hecho la ronda esta mañana —dice Harper en un tono sereno, tratando de que su tono sea lo más cordial posible, para así coaccionarlo a colaborar.

—He pensado que estaba enfermo —la cara y la voz de Jack carecen de toda expresión.

—¿Falta a menudo? —cuestiona Ellie.

—Todos lo hacen, antes o después —parece decidido a utilizar el menor número de palabras posible. Ellie mira a Hardy busca de ayuda, pero él está ojeando revistas, en apariencia sin escuchar.

—Pero no llamó para comprobarlo —intercede nuevamente Harper, escudriñando con su mirada al hombre entrado en años.

—No tengo tiempo. Aquí solo estoy yo.

Ellie y Cora intercambian una mirada. Les parece muy extraño que Jack aún no ha preguntado a qué viene todo este interrogatorio.

—¿Cómo estaba Danny ayer? —pregunta la sargento Miller.

Jack se mete las manos en los bolsillos.

—Estaba como siempre.

—¿Las últimas semanas notaste si le preocupaba algo?

—Solo estaba aquí unos quince minutos —niega con la cabeza—. No soy psiquiatra —Jack nunca ha sido muy comunicativo pero aquella actitud tan reservada es nueva.

Tanto Harper como su superior se percatan de ello al momento. Hay algo en su voz que delata que sabe más de lo que parece. Hardy alza la vista: contempla que Harper escribe en su libreta.

—¿Está casado? —por el modo en el que lo dice, es una pregunta sin respuesta adecuada. Jack le devuelve la mirada.

—No. ¿Y usted?

Hardy no contesta. La joven con piel de alabastro mira su mano izquierda. Vacía. Sin embargo, hay signos de que anteriormente se ha colocado una alianza en ella. ¿Divorciado? ¿Viudo? No le compete a ella averiguarlo. Eso es asunto de su jefe. Su privacidad debe ser respetada. Aparta su vista azul antes de poder realizar un análisis de su jefe. Hardy se ha percatado de ello. Sabe que lo estaba observando. Se prepara para una pregunta intrusiva en su privacidad, pero no llega ninguna.

—Lo trajeron aquí Mark y Beth —dice Jack de modo imprevisto—. Solo tenía tres días —su tono apenas ha cambiado, pero tiene la mirada desenfocada. Mira a lo lejos, como a un aparecido.

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