Capítulo 39
Mark Latimer corre como si le persiguieran o persiguiera él a alguien. No es el paso medido y resultó de Beth cuando sale a correr, sino que da largas zancadas, muy agitado y sin dirección. Solo cuando llega a la playa del acantilado del puerto, comprende que su destino era aquel todo el tiempo. Encuentra un tramo desierto entre pozas, y se detiene en seco.
El cielo es naranja, veteado por nubes muy negras. Parece como si la atmosfera se hubiera incendiado, quedando la sensación de que los cubre una bola de fuego. Mark se enfurece, amenazando con el puño al aire en ese extraño crepúsculo. «¿Por qué?» se pregunta una y otra vez, aunque si por un casual hubiera alguien escuchando, la palabra le resultaría ininteligible. Sale de su pecho como el aullido de un animal salvaje. Tira piedras, agitado el tranquilo mar, hasta que el brazo le duele por el agotamiento. La furia fluye de forma violenta y rápida, pero no disminuye. Cuando se han terminado las piedras y solo quedan guijarros y arena, Mark se pone de rodillas y solloza. El agua salada la empapa los pantalones vaqueros y los zapatos.
Debería ir a casa con Beth. Ella le necesita. Chloe lo necesita. Pero la idea de volver a aquel mundo de mujeres para hablar y consolarle, le repele. Necesita hacer algo. Llama por teléfono a Bob Daniels, el único amigo que le queda en la policía, y le dice que se dirige a la comisaría. Interrumpe la llamada antes de que Bob pueda preguntar por qué. En esta extraña tarde, el atardecer es cálido, como si quisiera consolar la tristeza y la traición que inunda en su corazón. Los pantalones se le secan con rapidez. Una marca de sal dibuja suaves ondas en torno a sus pantorrillas.
Se detiene a cierta distancia de la entrada de la comisaría, y el horror adquiere forma: el asesino de Danny está en alguna parte de aquel edificio redondo. Bob le está esperando en la escalinata. La palmada que le da en el antebrazo sustituye a un abrazo.
—Tengo que verlo —dice Mark—. Necesito que me mire a los ojos.
Esa petición significaría el despido inmediato si el inspector Hardy llegara a enterarse. Además, Bob tiene una familia a la que mantener. Mark lo sabe, pero no se puede contener. Lo necesita tanto como el oxígeno en sus pulmones.
—Venga colega —la palabra está cargada de veinte años de historia. De todas las pintas que han tomado juntos, y de todos los partidos de fútbol que han jugado... De los niños, las mujeres, las vidas—. Por Danny.
Bob echa una rápida ojeada a sus espaldas.
—Da un rodeo hasta la parte de atrás —es completamente consciente de lo que está haciendo—. Puedo meterte de extranjis por la puerta lateral —le indica, y a Mark se le ilumina la mirada momentáneamente—. No puede enterarse nadie, o estoy jodido.
Aquello es lo más importante que ha hecho un hombre por Mark. Espera que su cara exprese su gratitud, porque no se fía de sí mismo para verbalizarla. La puerta trasera por la que entra lleva directamente en las celdas, por un largo pasillo amarillo claro de un color intenso, antiséptico. Mark se da cuenta de la complejidad logística que supone dejarle entrar. ¿Cómo lo ha hecho Bob? ¿Ha desconectado las cámaras? ¿Invalidado temporalmente el sistema de alarma? Quizás, Bob no sea el único que está deseando ayudar a Mark y su familia, después de todo.
—Nunca he hecho esto —confiesa—. Está en la número 3 —cierra la puerta a sus espaldas—. Tienes dos minutos.
Es la única celda ocupada. Mark deja que se abra la mirilla, que cae con un sonido metálico.
Joe Miller está sentado en la estrecha cama, con su mono blanco puesto. Parece muy pequeño. En parte, es un efecto de la perspectiva, que queda enmarcada por la trampilla. Pero por algún motivo, también parece como reducido. Es mucho menos el hombre de lo que Marc creía que era: un eunuco pequeño y patético.
—Mark... —Joe está atemorizado, como si intuyese que la puerta no va a aguantar la ira que recorre de arriba-abajo al padre de Danny. Ya lo ha visto enfadado muchas veces anteriormente, y no puede hacer más que rezar porque la puerta aguante su furia desmedida.
—Eras nuestro amigo —lo acusa en un tono bajo—. Parte de nuestro hogar.
—Lo siento —alza las manos. En ese momento, una línea escrita en la autopsia corre apresurada a la mente de Mark: Danny estaba frente a su atacante. Aquel huevón inexpresivo fue la última cara que vio su hijo. La idea casi tira a Mark al suelo—. Lo siento tanto... —se lamenta Joe, nuevamente.
Las mejillas de Mark están mojadas de lágrimas y saliva.
—¿No eres hombre para matar a tu hijo, y te llevas al mío?
—Fue un accidente —asegura Joe—. Lo... Lo dejé en la playa para que lo vierais —añade a toda prisa, aún intentando justificar sus enfermizas acciones—. Podría haberlo dejado en el mar.
Aquel es el límite de lo que Mark puede soportar.
—¿Oyes lo que dices, Joe?
—Si vino a mí, fue porque tú no eras buen padre para él —recalca el reo, ahora en un tono ligeramente orgulloso, lleno de superioridad—. ¡Porque le pegabas!
—¡No me uses como una puta excusa! —Mark siente algo en la garganta que se desgarra por la fuerza de sus palabras. Desearía poder romper la puerta que los separa para poder estrangularlo él mismo con sus propias manos. Tal y como le hizo a su hijo—. ¡Solo fue una vez! ¡Y voy a sufrir por ello toda mi vida! —Joe también está llorando. ¿Cómo se atreve? —. Le hiciste cosas, ¿verdad? Sé que dicen que no se las hiciste, pero seguro que sí las hiciste.
Joe niega con la cabeza mecánicamente.
—Juro que nunca le hice nada. No soy así, Mark —intenta justificarse nuevamente—. Me preocupaba por él...
Mark aprieta la cara contra la puerta, y el metal se le hunde en la carne. Ni siquiera repara en el dolor.
—Tienes que creerlo... —musita el reo, claramente sin defensa posible.
—Pensé que te odiaría, Joe —escupe las palabras—. Pero al verte aquí... No te mereces ni eso —argumenta, y con una ligera satisfacción, ve cómo el rostro del reo se desencaja—. Me das lástima. Porque no eres nada.
Mark cierra la mirilla de un portazo, antes de que Joe pueda ver que está mintiendo. Claro que odia a Joe. Aunque odio, no es una palabra lo suficientemente fuerte para esa bola de energía negra que tiene en el pecho, que dispara violentos impulsos por su cuerpo. Le alegra la resistencia de la puerta de la celda, no por Joe, sino por Beth, Chloe y el nuevo bebé. De haber tenido la oportunidad, le habría quitado la vida a Joe Miller.
Ahora en el exterior es de noche, y llueve a cántaros. Ellie y Tom hacen carreras con las gotas de lluvia que resbalan por el cristal de la ventana. La castaña todavía está esperando la llamada de Hardy. No sabe si todavía tiene derecho a saber lo que está pasando. ¿Qué es ahora? ¿Una testigo?
Un tamborileo en la puerta les hace dar un respingo a los dos. Fred por su parte, juega con sus juguetes en la cama.
—Soy Lucy —Ellie se apresura en descorrer el pestillo y la deja entrar. Ha desaparecido todo: las discusiones, el dinero y las mentiras... Porque uno recurre a la familia cuando no queda sitio, ni a nadie quien acudir. Se abrazan largo rato. Oliver está con ella. Entra con una sonrisa amable a la estancia: ha traído cómics y comida para los niños. Se sienta con Tom en la cama.
—Hola, tío, ¿qué tal? —cuestiona, sujetando en brazos a Fred, quien le sonríe.
—Bien.
El reportero del Eco de Broadchurch le entrega a Tom un comic.
—¿Es el nuevo número?
—Sí —responde su primo—. Es el nuevo —sonríe al ver que Tom empieza a leerlo al momento. Por suerte, esto lo distraerá de sus actuales circunstancias—. ¿Qué tal, Freddie? —cuestiona, y el niño vuelve a sonreír, aun con su chupete en la boca.
—¡Elefante! —exclama, enseñándole su peluche.
—¡Qué bonito! —menciona Olly.
Lucy, sin que sea necesario decirlo, comprende que Ellie necesita salir.
—Tómate todo el tiempo que necesites —dice, ayudando a la castaña a ponerse en su chaquetón naranja, como si fuera aquella niña pequeña a la que tenía que ayudar en su infancia.
Ellie sale del hotel, amparada por la noche. Cuando llega al límite del pueblo, desearía llevar puesto algo menos reconocible. Su chaquetón de mamá la hace tan distinguible como una boya en el puerto. Va con la cabeza baja, y recorre los callejones apartados. Sin embargo, alguien ve que cruza una calle cercana al Eco. Es la última persona del mundo a la que quiere ver en este momento.
—Sargento Miller —dice Karen White. Ellie flexiona las piernas, como si fuera a escapar corriendo, y mira a un lado y a otro de la calle en busca de un fotógrafo, pero da la impresión de que Karen está sola—. Siento mucho por lo que está pasando —dice, y la policía no puede decidir si está expresando compasión, o disculpándose por la emboscada—. Todos andan detrás de su versión de la historia —se trata más bien de eso. Ella se prepara para el chantaje: dame la exclusiva y cuidaré de ti. Lo que dice en realidad Karen, deja la mujer sin respiración—. No hablé con nadie —se pierde en las sombras antes de que Ellie tenga tiempo de darse cuenta de la auténtica naturaleza del favor, y mucho menos de agradecérselo.
Sigue caminando con esfuerzo, sin abandonar los senderos y las calles pequeñas. Lleva los ojos clavados en los pies. No es necesario que alce la vista. Podría recorrer el pueblo con los ojos cerrados. Es capaz incluso de crear un plano de memoria y decir el nombre de todas las calles. Se pregunta entonces si Cora se sentirá así, con el dominio de tanta información.
Se detiene en el límite del campo de juegos. La iglesia está a oscuras, pero hay luces encendidas en todas las habitaciones de su casa. Distingue las formas poco claras de los miembros de la científica. Retrocede al imaginarlos rebuscando en su cocina, su armario, su habitación... Su vida.
Poco a poco, vuelve la cabeza a Spring Close. Allí no hay movimiento. En la casa de los Latimer solo se puede ver a Beth en la ventana de su dormitorio, apoyada en el marco, con las manos en el alfeizar. Ellie traga saliva y se lleva las manos a la cabeza. Cuando vuelve a mirar, Beth ha desaparecido. Una rendija de luz se amplía y se contrae a lo lejos, dejando patente cómo se abre y cierra la puerta trasera del jardín de Beth. Lo menos que puede hacer Ellie ahora es encontrarse con ella a medio camino. Nota que las piernas le pesan una tonelada. Dar cada paso es un horror. Las dos antiguas amigas caminan despacio la una hacia la otra. Se detienen, quedando a escasos centímetros. Hay muchas cosas que Ellie quiere decirle a la joven madre, pero va a dejar que Beth hable primero. No tiene derecho a hacerlo ella. No, después de saber que su marido es el culpable. La matriarca de la familia Latimer está dominada por las lágrimas, la furia... La violencia.
Las dos mujeres se quedan en silencio. Están paradas una frente a la otra largo rato, sin decir ni una sola palabra. Por fin, Beth mueve la cabeza hacia los lados, lenta, intencionadamente, casi con sarcasmo. Hay veneno en su voz cuando habla.
—¿Cómo podías no saberlo? —le espeta, casi escupiendo las palabras.
Cuando la ve caminar de vuelta a su casa, Ellie aúlla por dentro. Siente como millares de cuchillos se clavasen en su pecho, impidiéndole tomar aire. La reacción de Beth es un barómetro del resto del pueblo. Está segura de que todos piensan, o pensarán así, una vez se corra la noticia. Casi supone un alivio saber que tiene que irse. Milagrosamente, se mantiene firme durante una llamada rápida a su hermana, que susurra. Tom al final se ha dormido con un brazo sujetando protectoramente a Fred.
Ellie vuelve sobre sus pasos por los callejones. Cruza la calle Mayor de Broadchurch y entra en el Traders. Para su sorpresa, no hay nadie en la recepción. Eso le facilita las cosas. Consigue subir la escalera hasta la habitación de Hardy sin que nadie la vea. O eso espera. Una vez frente a la puerta, da unos ligeros golpes. En su interior se encuentran el inspector y la oficial. Es la segunda quien le abre la puerta al segundo toque. Tiene un aspecto cansado, y va vestida de una forma más casual, habiéndose despojado de su atuendo del trabajo. La muchacha de ojos azules la recibe con un abrazo, tal y como se ha despedido de ella en la comisaria, y la conduce hacia el interior de la estancia, cerrando la puerta tras ella.
Alec y Cora se sientan en la cama, mientras que Ellie se desploma en una butaca cercana, todavía con el chaquetón naranja puesto.
—Quiero matarlo —no se avergüenza de eso. Es casi una cuestión de orgullo—. Ayudadme a entenderlo —dice ella, pidiendo ayuda a sus amigos. Ahora recurre a la experiencia de Hardy—. Porque yo no puedo —niega con la cabeza—. ¿Le cree? ¿Piensa que es posible? Dice que estaba enamorado —recuerda las palabras de Joe, y le provocan escalofríos—. ¿Cómo puede enamorarse un adulto de un niño de once años? ¿Es un pederasta?
—Creo que no hay una etiqueta para alguien como él, Ellie —intercede la mujer de piel clara y cabello taheño. Tiene los brazos cruzados bajo el pecho, y suspira pesadamente.
—Entonces, ¿por qué no le hizo nada? La científica dice que no hay rastros de abusos, ni antiguos ni recientes —rebate la castaña—. He preguntado a Tom: dice que Joe nunca le tocó —asegura—. ¿En qué le convierte?
Hardy se quita las gafas. No sabe qué decirle exactamente, pero lo va a intentar. Por su amiga.
—Bueno, que no abusase de ninguno de los niños, no quiere decir que no fuese a hacerlo —dice, muy fuera de su elemento, al tener que adoptar su nuevo papel de policía bueno.
—Tampoco que fuese a hacerlo —el tono de Ellie está lleno de desesperación y desconocimiento. Sus ojos se desvían inconscientemente hacia su compañera de cabello rojo. Ahora está recurriendo a su análisis del comportamiento. Necesita respuestas. Sus siguientes palabras le quitan el aire de los pulmones.
—Nunca estaremos seguros, Ellie —la voz de ella está cargada de pena—. Dijo que estaba enamorado. Lo más probable es que idealizase los encuentros, como una manera de justificar que lo que estaba haciendo y sintiendo no era nada inmoral. Quizás, su mente estaba tan metida en la fantasía de un auténtico amor, que no podía ver que realmente estaba acosando a Danny —analiza, cerrando los ojos—. Lo que tenía con Danny era una obsesión enfermiza, y creo que Joe lo sabía, a pesar de no verlo con claridad, o verlo desde una perspectiva distorsionada. Pero no podía dejarlo —continúa hablando en un tono lo más calmado posible—. Le gustaba estar con una persona a la que controlar. Necesitaba la adrenalina que le provocaban esos encuentros. Necesitaba el control... Manipuló a Danny para continuar con los encuentros, incluso comprándole el smartphone como un medio para continuar vigilándolo, y le regaló dinero para conseguir su afecto. Pero el asesinato no fue premeditado, sino impulsivo —logra ver con claridad su comportamiento—. No sé si lo calificaría como un psicópata. Un sociópata encajaría más en su perfil, pero desde luego, sabía lo que estaba haciendo, por mucho que intente justificarlo ante los demás —finalmente abre los ojos, dejando de empatizar con el asesino. Esta vez parece haber podido controlarse, manteniéndose serena—. Me temo que ni siquiera yo tengo una respuesta para eso, Ellie. Es imposible conocer a la gente de una manera exacta.
Alec asiente con la cabeza, acariciando la espalda de su protegida, quien parece tensa por un momento, como si estuviera reviviendo algo. Sin embargo, ese momento pasa como un fogonazo.
—Y nunca puedes saber lo que pasa en el corazón de alguien.
—Tendría que haberlo visto —sentencia la castaña, agachando el rostro.
—¿Cómo? —cuestiona Alec.
—Soy una puta sargento —sentencia ella, llena de impotencia e ira—. Miller, la brillante policía, durmiendo con el asesino —se le ocurre por primera vez que Hardy y Harper lo han sabido antes que ella. ¿Cuánto tiempo se ha estado engañando a sí misma? Necesita que se lo digan—. ¿Cuándo empezasteis a sospechar?
—Hace un día —responde Cora—. Siempre habíamos partido de la base de que tenía que ser alguien próximo a la familia. Y luego estaba la descripción: ¿quién podía ser sino Nige? La reacción de Joe en el interrogatorio de Tom fue demasiado reveladora.
—Además, estaba la cuenta de correo del móvil desaparecido de Danny —tercia Alec—. Solo tenía dos contactos: solo Tom y Joe, así que...
La humillación de Ellie es completa.
—Me habéis estado diciendo que nunca confiase en nadie...
Hardy deja salir todo el aire de sus pulmones.
—Ojalá me hubiese equivocado. —dice Alec, quebrándosele la voz.
—También yo... —afirma la muchacha de ojos cerúleos, con el mismo tono apenado.
Permiten que Beth recupere a su hijo una semana más tarde. Danny ya habría empezado séptimo curso. Iría de mala gana al colegio de secundaria de South Wessex, con una americana demasiado grande. En su lugar, Beth lleva el uniforme de fútbol del Manchester City a la funeraria cercana a la iglesia de San Andrés.
Beth, Mark, Chloe y Danny vuelven a estar juntos por última vez al día siguiente. Fuera del tanatorio, Beth agarra con tanta fuerza la mano de Mark, que este emite un leve sonido de dolor. En su cara también hay un gesto adolorido. La joven madre ya ha visto antes el cuerpo de un fallecido —estuvo junto a su padre cuando falleció—, pero era una persona que recientemente acababa de fallecer. Danny lleva muerto más tiempo. Esto es muy distinto.
Pero una vez cruzada la puerta, los nervios son reemplazados por una extraña sensación de euforia. ¡Danny! Los miembros del tanatorio han hecho un buen trabajo con él, con su aspecto. Al menos no aparece el cadáver de película de terror que ella imaginada. Parece que estuviera dormido plácidamente. La camiseta de fútbol azul claro le resaltaba esos hermosos ojos, pero ahora están cerrados. Sus pestañas abundantes y negras sobre caen sobre sus mejillas. Como por acuerdo previo, sin siquiera hablar de ello, cada miembro de la familia pasa un minuto a solas con Danny, susurrando a su fría oreja. Mark es el primero. Le sigue Chloe., que ha traído en su bolsa el gran mono de peluche que tanto gustaba a su hermano, No pierde el temple cuando coloca el juguete entre los mortecinos brazos de Danny. Beth intenta no escuchar las despedidas en privado de los otros, pero no puede evitar hacerlo con la de su hija.
—Que duermas bien, Dan-Dan —dice con una ternura enorme que destroza a Beth. Luego, cuando la adolescente se da la vuelta, casi se derrumba en los brazos de Mark. Empieza a sollozar fuertemente—. No puedo dejarle solo, papá —niega ella—. No puedo. Sigue teniendo miedo a la oscuridad... —Mark, que también está llorando, la lleva fuera a que le dé el aire. Beth y Danny se quedan solos.
Ella levanta la manta, y le cuenta sus pequeños y delgados dedos, como hacía cuando era un recién nacido. Entonces le sujeta la mano derecha. Inclina su cabeza hacia él.
—Te quiero, mi pequeño —dice, besando su frente, como siempre había hecho. La piel de Danny es mármol en sus labios—. Te quiero... Y te echo mucho de menos, mi Danny.
Se queda así, junto al ataúd, durante una hora. Mark lleva a Chloe a casa, donde los espera Liz, y regresa al tanatorio. Con cuidado, aparta a su mujer del féretro. Tiene que ser cuidadoso, pues no quiere lastimarla. Le dice que es hora de cerrar el tanatorio por hoy. Antes de marcharse, sin embargo, Beth pasa los dedos por el pelo de Danny, despeinándoselo. De esa forma, parece más él. Es lo último que hará por él como su madre, y es patéticamente poco.
La mañana del funeral, un domingo, Beth se pone un vestido de nuevo, y se peina y maquilla con cuidado. Tiene ciertas esperanzas puestas en el acto. Todo el mundo le dice constantemente que hoy será un día doloroso pero bueno para ella. Utilizan palabras como terapéutico y catártico. Ahora que ha llegado este día, sobre el que tanto fantaseo, no parece real.
Es arrastrada sin piedad de vuelta al presente cuando ve el coche fúnebre. Hay demasiado espacio vacío alrededor del ataúd de pequeño tamaño. El nombre de Danny lo forman crisantemos blancos, y hay una pequeña corona de flores en forma de balón de fútbol azul celeste y blanco. El maquillaje de Beth ha desaparecido cuando ocupa su puesto al lado de Mark en el coche de duelo.
El cortejo avanza muy despacio por la calle Mayor. Hasta un niño en monopatín podría dejarlo atrás. Pasan delante del Traders, la oficina de turismo, y el Eco de Broadchurch. Pete les ha advertido de que podría haber unas cuantas docenas de personas en el camino —el interés de la prensa es tal, que han tenido que limitar la entrada al servicio religioso solo a los invitados—, pero nada prepara a los Latimer para lo que ven. Centenares de personas se han alineado en las aceras para despedir a Danny en su último viaje. Hay gente a la que Beth solo conoce de vista de toda la vida, y caras que nunca ha visto antes. Jubilados, adolescentes, y madres con sus carritos han interrumpido sus quehaceres diarios para detenerse en silencioso respeto. Por primera vez desde que pasó aquello vez es capaz de encontrar consuelo en el apoyo de desconocidos.
En la esquina con la calle de San Andrés Steve Connolly está parado, con su mono de mecánico, y las manos unidas delante, en un gesto respetuoso. No le da miedo posar la vista en Beth. Durante un momento, el rayo de sol que atraviesa la avenida parece sugerirle por un momento que el espíritu de Danny sigue vivo. Beth vuelve la cabeza, pero Steve ha bajado el rostro en señal de respeto, y luego, el coche dobla la curva, y queda fuera de su vista.
Parece que todo el mundo ha mandado flores. Los lirios proclaman su llegada a la puerta de la iglesia, y el empalagoso olor convierte septiembre en pleno verano. En un rincón oscuro del cementerio, la tumba del padre de Beth está abierta, y espera por Danny.
Dentro del sacro lugar, los reunidos son un par de hombros que se agitan.
El ataúd lo llevan al altar Nigel Carter, Bob Daniels, Pete Lawson y Dean. La señora Xerez, antigua profesora de Danny, enciende una vela y la coloca al lado de la fotografía de él, sacada en el colegio.
Tom Miller está unas cuantas filas detrás, encajado entre Olly y Lucy Stevens. Haciendo un esfuerzo consciente, Beth se obliga a no mirarle. No quiere que Tom esté allí, pero a diferencia de lo que le ocurre con Ellie, no puede, no debe hacerlo responsable de lo que hizo Joe. Encuentra sitio en un rincón de su corazón para ese chico amigo de Danny, y para lo que debe de estar pasando.
Paul Coates lleva una estola púrpura sobre sus ornamentos blancos. Es el único que mantiene los ojos secos en todo el edificio.
—La Biblia nos dice: la amargura, la ira, la rabia, el clamor y la calumnia se alejen de ti, junto con toda malicia. Sed buenos los unos con los otros. De corazón limpio. Perdonaos unos a otros, como Dios os perdonó en Cristo —la duda le arruga la frente—. Después de lo que hemos pasado, no sé, pero tenemos la responsabilidad, hacia nosotros mismos, y hacia nuestro Dios, de intentarlo.
En el primer banco, Beth llora en voz alta y con fuerza. La cara le escuece por las lágrimas que se derrumban sin cesar. Es como si cayera a un pozo sin fondo. Allí no hay terapia ni catarsis. Solo la horrorosa realidad de que no está más preparara para decir adiós a Danny, que aquella mañana, cuando lo vio en la playa. Nunca estará preparada para decirle adiós.
En la parte trasera de la nave, Alec Hardy, sentado junto a Coraline Harper y Tara Williams, suspira hondo. Lucha porque las lágrimas no caigan desde sus ojos. Nota que una mano amable rodea su izquierda. Ni siquiera tiene que desviar la mirada para saber que se trata de su protegida y amiga. Da la vuelta a su mano, quedando sus palmas unidas, y sujeta con firmeza la mano de ella, rodeando con sus dedos su dorso. La otra mano de la neófita está entrelazada con la de su madre. Al fin, como quisieron desde un principio, Danny puede descansar en paz.
Karen White da sorbos al vino blanco de un vaso de plástico, y mira el velatorio. Mark y Beth habrían hecho que Danny se sintiera orgulloso. Hay una glorieta en el jardín trasero, y han abierto la cancela para que los niños reunidos puedan moverse por el campo de juegos. Los niños entran y salen sin vigilancia, lo que permite a Karen hacerse una idea de lo que era Broadchurch antes del asesinato. Es como si el flautista de Hamelín hubiera devuelto a los niños al pueblo.
A todos los niños menos a uno.
Karen se seca los conductos lagrimales con una servilleta de papel. Hoy, la gente habla de Danny más como si estuviera vivo que muerto. Eso la hace sonreír. Tiene la sensación, de que al final va a llegar a conocerle muy bien.
En la habitación de delante, un video en la televisión de Danny jugando al fútbol tiene ensimismados a Mark y Nigel Carter. Se ve cómo juegan con él, cuando era más pequeño. Esos dulces momentos del pasado consiguen aliviar su pena. Nige, que aún está algo nerviosos desde que se deshicieron de las sospechas que había sobre él, decide hablar con su amigo.
—Tú nunca creíste que fuera yo, ¿verdad, colega?
—¿Cómo iba a creerlo? —contesta Mark con demasiada rapidez.
Karen advierte que Nigel no puede creer sus palabras. Claro que Mark sospechó de él. Lo mismo que Beth sospechó de Mark. Todos sospecharon de todos... Excepto de Joe Miller.
Hablando de los Miller... Ellie brilla por su ausencia. Todos los periodistas del pueblo andan tras ella, pero hasta ahora nadie la ha encontrado. Olly se muestra tan protector con ella, que ni siquiera quiere mencionarla: la policía la tiene bien oculta, y eso es un alivio. La periodista de cabello moreno es plenamente consciente de que, si Len Danvers se entera de que tenía al pez en el anzuelo, pero lo ha dejado escapar, la despedirá con efecto inmediato. Pero a ella no le interesa esa historia. Ya no. Si ahora está allí, no es por la información que pueda conseguir, sino para darle su apoyo a la familia Latimer. A Beth. Karen pretende marcharse después de hablar con ella, de darle unas palabras de condolencia, pero la mujer castaña que anda por ahí, con una bandeja de hojaldres de salchicha, está rodeada siempre por gente. Esboza una sonrisa nerviosa y algo melancólica en su rostro. Todos quieren hablar con ella. Casi están haciendo una cola.
Karen vuelve a llenar su vaso —el vino es de un tetrabrik y está empezando a calentarse—, y se queda bajo el cenador, donde Olly y Maggie están charlando tranquilamente. Han recuperado la compostura, después de haber estado derramando lágrimas como locos en la iglesia. No es para menos.
—Te resultará raro volver a informar sobre las reuniones del consejo parroquial después de esto, ¿no? —le dice Karen a Olly. Este arrastra los pies, nervioso.
—La verdad es que me han ofrecido trabajo en el Herald.
Maggie se limita a disimular su decepción con felicitaciones. Karen está menos inclinada a medir sus palabras.
—¿Estás loco? —dice, incrédula—. ¿Ganaras, qué? ¿Diez de los grandes, por escribir informes de agencia? Si quieres aprender el oficio, será mejor que te quedes aquí —lo amonesta—. Aprenderás más con Maggie en una semana, que en un año en el Herald.
—Eso es lo que le dije a Danvers —sonríe Olly—. No me parecía bien. Pensé que debería quedarme aquí un poco más.
Maggie rodea encantada con sus brazos el cuello de Olly. Éste corresponde el abrazo, sonriendo. Karen considera que ha equivocado la bala. La vida es larga, de eso no hay duda, y quién sabe si sus caminos se cruzarán en el futuro. Pero justo ahora no está segura de que su relación de trabajo —por no hablar de la física— se adapten demasiado bien a Londres.
Da otro sorbo a su vino. Posando su mirada por encima del borde del vaso, vigila a quien estaba esperando ver en el velatorio.
Alec Hardy está de permiso indefinido, mientras espera que la policía de Wessex decida su destino profesional. Tiene claro que no será capaz de adaptarse a una vida ociosa. El color ha vuelto a su rostro, y ya no parece tan enfermo. De hecho, parece más sano. Es como si estuviera en la cancela del jardín de la muerte, más que a su puerta. Pero en sociedad se mueve con dificultad. Suerte que, como ya es habitual, la joven pelirroja de ojos cerúleos está a su lado. Ella también parece haber mejorado en aspecto, y no está tan demacrada. El caso los ha llevado al límite en más de un sentido, pero han logrado salir con la cabeza bien alta. Ambos están de pie, apoyados en la cancela del jardín, observando el horizonte.
—¿Qué vas a hacer ahora, Harper? —cuestiona el inspector, tomando un sorbo de su vaso de agua.
—Puedes llamarme Cora, lo sabes perfectamente, ¿verdad? —menciona ella con un ligero toque irónico, rodando los ojos, pues aún parece resistirse a acercarse a ella. Aunque la sonrisa breve sonrisa ladeada del escocés le dice que lo hace para fastidiarla—. Bueno, el caso ha terminado —comienza ella, trazando con la yema del dedo índice derecho el borde de su copa de licor de mora—, y he recuperado la mayor parte de mis recuerdos —añade, suspirando—. Lo más sensato sería volver a casa, a mi pueblo natal, en Cardiff. Intentar recuperar mi antigua vida, y con suerte, recuperar todo aquello que he perdido en mi memoria. Intentar librarme del TEPT sería un buen comienzo, sinceramente...
—Sí, supongo que tienes razón —afirma él, apenado por la perspectiva de su inminente marcha. Ella sonríe dulcemente al ver su expresión triste.
—Pero creo que he encontrado mi sitio aquí —sentencia, y los ojos de su superior se posan en ella, sorprendidos—. Allí ya no hay nada por lo que merezca la pena volver —se explica, encogiéndose de hombros. Da un sorbo a su licor de mora—. Este es ahora mi hogar, al igual que es el de mi madre —da una ligera mirada a Tara, quien está charlando con Maggie—. Me veo incapaz de abandonar a estas personas —se sincera, posando sus ojos azules en los castaños de él—. ¿Qué hay de ti? ¿Te quedarás?
Él parece pensar la respuesta, pero finalmente sonríe.
—Quien sabe —ambos saben que eso no es una negativa—. Puede que tenga un motivo para quedarme, al fin y al cabo...
—Ah, ¿sí? —ella da un nuevo sorbo a su licor, completamente ignorante a la implicación de sus palabras—. ¿Cuál es el motivo?
—Bueno, tiene que ver con cierta oficial tozuda como una mula —bromea, y ella finalmente comprende que se refiere a su persona, inflando las mejillas—, que aún necesita que alguien la guie en su camino a inspectora —finaliza, y siente que Cora le propina un leve codazo en el brazo derecho, falsamente ofendida.
—Idiota —masculla ella entra carcajadas, logrando hacerlo reír.
Continúan charlando animadamente entre ellos, sin importarles los demás. Ambos todavía van vestidos con sus trajes de policía. Cuando se voltean, apoyándose en la cancela del jardín, los ojos de Alec escanean su entorno. No puede evitarlo. La novata hace lo mismo. Las costumbres son difíciles de quitar, al fin y al cabo. Están acostumbrados a hacer eso.
Karen se acerca a ellos con pasos lentos. Le extraña ver sonreír al hosco inspector, pero eso significa que está de buen humor. Ahora es el mejor momento para intentar hablar, y no piensa dejar que se escapen de su anzuelo.
—La veo mucho mejor, señorita Harper —la alaba, y nota cómo la chica se pone automáticamente en guardia, al igual que su jefe—. Oh, tranquilícese —le dice—. No he venido a entrevistarla. Su pasado es cosa suya, igual que aquello que le sucediera —añade, y Cora es capaz de ver por su ademán que, si bien Karen White no sabe que tiene un grave trauma, tiene un mínimo conocimiento de que algo horrible le sucedió. Ha hecho sus deberes—. Quería felicitarla por su desempeño en el caso —le dice, extendiéndole la mano derecha, habiendo cambiado su vaso a la izquierda.
La taheña mira con algo de desconfianza la mano que le tiende la reportera, pero en sus ojos no ve atisbo alguno de intenciones ocultas. Cambia su copa a la mano izquierda, tal y como ella ha hecho, y le estrecha la mano derecha.
—Gracias —responde al halago—. Pero no ha sido cosa mía. El cuerpo de policía ha hecho un gran trabajo.
—Sí, de eso no tengo la menor duda —afirma Karen sin una gota de sarcasmo en la voz. Una vez suelta la mano de la muchacha, se dirige a Hardy, cuya analítica mirada no se ha desviado de su persona—. ¿Por qué no me contó lo de Sandbrook?
—Usted convirtió mi vida en un infierno —dice él, y Karen nota la mirada gélida que la neófita le dirige.
—Usted no contó la verdad —contraataca ella.
—No podía. Usted quería respuestas sencillas, chivos expiatorios, hombres del saco...
—El mundo, por desgracias no está hecho en blanco y negro —tercia Harper—. Hay demasiados matices de gris en él.
Karen se siente insultada, luego perpleja.
—¿Entonces por qué me avisó de que habría un comunicado?
—Porque usted luchó a favor de las familias de Sandbrook —dice Hardy—. Era lo que había que hacer.
El escocés deja su vaso vacío, y apoya una mano en la espalda de la pelirroja, dirigiéndola lejos. Ambos agentes se acercan a Pete para hablar con él. Karen está que echa humo. La última palabra siempre la debe tener Alec Hardy, pero ella todavía no ha terminado con él. Se dispone a seguirlos, pero alguien la interrumpe.
—Karen —tiene a Beth pegada al hombro. La cara le ha empezado a engordar y le brilla por el embarazo, pero la piel alrededor de los ojos muestra rastros de una marea salada, instalada en las finas arrugas y haciéndolas visibles. Parece muy joven y vieja a la vez—. Nos mantendremos en contacto, ¿verdad?
Karen quiere aullar. Como si ella hubiera dejado solas alguna vez a sus familias. Quiere abrazar a Beth, consolarla, pero la encuentra frágil, como si un abrazo la pudiera partir por la mitad. Se contiene, y se limite a ponerle la mano en el brazo un instante. Una sonrisa sincera hace acto de presencia en su rostro.
—Claro que sí —dice—. Y espero que sepas que me puedes llamar siempre que necesites algo —le asegura—. Un consejo, o solo alguien con quien hablar.
Beth asiente. No tiene siquiera que darle las gracias por todo lo que ha hecho.
—¿Vendrás esta noche? —le pregunta, esperanzada—. Vamos a encender la baliza por Danny.
A Karen se le vuelven a llenar los ojos de lágrimas.
—Allí estaré.
La temperatura desciendede pronto, y cuando el sol se pone sobre el techo de la casa, busca con lavista a Alec Hardy y Coraline Harper, pero ambos se han esfumado.
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