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Capítulo 35

Una vez en su habitación de hotel, cuando se ha duchado y cambiado su ropa sucia por un uniforme nuevo de trabajo, Cora suspira, sentándose en la pequeña silla que hay frente a la mesa. Tamborilea con sus dedos en la superficie del portátil, dudando sobre qué hacer. Solo dispone de unos minutos antes de volver a la comisaria, por lo que, abre el ordenador. Tras teclear con el touchpad, abre Skype, e inicia una videollamada. Tara la responde al momento, y su cara inunda toda la pantalla.

—Hola, Lina —le dice la mujer de cabello rojizo, sonriéndole—. Ha pasado un tiempo —menciona, haciendo alusión al hecho de que su hija no ha contactado con ella desde que encontrasen el cadáver de Jack Marshall en la playa—. ¿Cómo estás? ¿Estás comiendo bien?

—Hola Mamá —la saluda ella, devolviéndole la sonrisa de forma dulce—. Estoy bien, no te preocupes —menciona, aunque su tono de voz pronto traiciona sus palabras—. ¿Sabes qué? —suspira pesadamente—. En realidad, no estoy bien —niega con la cabeza, sincerándose—. Estoy preocupada —la expresión de Tara se torna tensa, también empatizando con el estado anímico de su hija.

—¿Qué ha pasado?

—Demasiadas cosas —dice ella, tomando un vaso de agua de la nevera de la habitación—. He empezado a recordar lo que me sucedió, mamá —es la primera vez en todo este tiempo que se sincera de esa forma con su madre—. Sé que abusaron sexualmente de mi —los ojos de su madre se tornan vidriosos, esforzándose por no llorar—. No es culpa mía, eso lo sé. Tampoco es culpa tuya —intenta tranquilizarla, notando que está claramente disgustada—. Pero no puedo parar de tener flashes de lo que sucedió en los momentos menos oportunos...

Empieza a relatarle lo sucedido en todo ese margen de tiempo en el que no ha mantenido el contacto con ella. Cómo ha empezado a sospechar de todos, cómo Alec se ha esforzado por consolarla... Y cómo se han convertido en buenos amigos. Lo último que le comenta con gran preocupación, es el hecho de que a su jefe le queda poco tiempo en el cuerpo de policía.

—Está en la cuerda floja, a punto de que lo retiren del caso, y estoy desesperada —hunde la cabeza entre sus manos—. No puedo permitir que lo alejen, mamá. No, cuando ha hecho tanto por Danny, por su familia... Incluso por mí. Tengo que encontrar la forma de ayudarlo —sentencia a toda prisa—. Pero no se me ocurre nada. No tengo pistas, ni análisis... Todo se ha nublado en mi cabeza.

—Lina, cálmate —empieza Tara—. Entiendo que ahora parece que tu mente está colapsada, pero solamente es porque te sientes completamente abrumada. Te has involucrado personalmente en el caso, no solo por Danny, sino por tu jefe. Por Alec —le dice, habiéndola analizado—. Soy tu madre, y te conozco muy bien: has formado una conexión emocional con ese hombre, y la perspectiva de perderlo, de que lo alejen de ti, como sucedió con tu padre... Te desmorona —Cora asiente ante sus palabras, pues es exactamente como se siente—. Tienes que recomponerte. Conoces a Alec, mucho mejor que cualquiera de nosotros, diría yo. Aún no se ha rendido, y tú tampoco deberías hacerlo —la anima—. Tu mente es brillante. Estoy segura de que ya tienes la respuesta, aunque solo necesitas poner tu cabeza en orden —la taheña sonríe a su progenitora—. Alec, según me has dicho, está dispuesto a poner la mano en el fuego por ti, e incluso ha logrado que esa zorra de Jenkinson...

—¡Mamá!

—Bueno —se apresura en rectificar, habiendo logrado hacer sonreír a su hija—. Que esa maldita mujer —reformula, y la de ojos cerúleos se tiene que aguantar la risa—, no te despida, ¿verdad? —Tara suspira—. A esta partida de ajedrez solo le quedan unas pocas piezas en el tablero, Cora —le indica, y la mente de la muchacha parece relajarse con sus palabras—. Tú eres la Reina, y puedes moverte por todo el tablero para dar jaque al Rey... Pues es hora de que empiece la última jugada. Sé que puedes hacerlo. Confío en ti.

—Gracias, mamá —le dice la de ojos cerúleos, sintiéndose reconfortada y animada por sus palabras—. Siempre sabes qué decir para que me sienta mejor —ambas se sonríen mutuamente, y Tara asiente con la cabeza—. Debería volver al trabajo —se levanta de la silla, cogiendo su abrigo y bolso—. ¡Si quiero dar jaque al Rey en pocos movimientos, tengo que esforzarme al máximo!

—¡Esa es mi niña! —Tara da palamas—. ¡Mucha suerte, cariño!

—¡Gracias! —exclama la muchacha, antes de mandarle un beso a través de la cámara—. ¡Te veo pronto!

—¡Hasta pronto, estrellita!


Nigel Carter camina por la calle Mayor de Broadchurch con el paseo tranquilo de un hombre inocente, o a lo mejor es la marcha lenta, pausada, del que sabe que alguien lo está siguiendo, porque repentinamente se lanza al sprint por un callejón medio oculto. Continua corriendo a toda velocidad por la maraña de senderos que entrelazan el pueblo, y al final llega cerca del aparcamiento de caravanas. Con la capucha puesta, se desliza por la parte de atrás de los remolques, pasando junto al murmullo de las teles y radios en bullicio.

Cuando Susan Wright llega a su casa, con una bolsa en suyo interior hay un cartón de medio del litro de leche, colgando del dedo índice derecho, encuentra a Nige sentado en su sofá, con el brazo izquierdo por encima del cuello de Vince.

—¿Cómo has entrado aquí? —cuestiona, aunque se hace una idea aproximada.

—Esto sí que es vida —le gruñe—. Tengo una familia.

—Sigue así, chico. Suéltalo todo —menciona Susan, nada sorprendida por verlo allí—. Dios, eres el vivo retrato de tu padre...

Aquellas palabras logran molestar al joven rapado.

—¡No quiero oír nada sobre él! —las palabras salen siseando entre los dientes apretados de Nigel.

—Hizo las cosas mal —Susan intenta calmarle, pues ha notado que el agarre en el cuello de Vince se hace más fuerte—. Estaba confuso, pero en el fondo era un buen hombre —habla con una voz serena, manteniendo el control de sí misma, y, por tanto, de la situación—. Lo mismo que tú eres un buen chico, Nigel. Tienes problemas, y lo entiendo.

—¡Tú no entiendes nada! ¿¡Cómo pudiste decirles que fui yo!?

—Porque es así.

Nige Carter saca una navaja.

—Si no te vas en una hora, degollaré a este perro mientras duermes —sonríe maniático entre sus lágrimas.

Susan lo examina con atención. Ni siquiera parece inmutarse ante la amenaza. Con una escalofriante calma, se sienta en una silla, cerca de su hijo y el canino.

—Si me voy, nunca volveré. Jamás volveremos a veremos —advierte—. Puedo hacerlo —asegura—. Lo he hecho muchas veces.

Nige se pone de pie.

—Habla con la policía y diles que te equivocaste —sentencia en un tono serio, amenazante—. Diles que no me viste a mí, y luego te largas.

Están en un bucle.

—Eres su vivo retrato, Nige. Digas lo que digas, llevas su semilla dentro de ti —dice Susan con tristeza—. Sé que la llevas dentro —menciona, mientras el joven camina hacia la puerta de la caravana—. Y fue a ti a quien vi.

Después de que Nigel le haya tirado la navaja y se haya ido, Susan se queda sentada un rato en la caravana vacía, antes de ponerse en pie. Con mano experta, quita la ropa de las perchas y saca los zapatos del armarito. Coge todo lo que necesita: bolsa, zapatos, comida para el perro... Se mueve con rapidez, mecánicamente, denotando con claridad que no es la primera vez que hace algo así, tal y como le ha asegurado a su hijo. Solo se detiene durante un momento, delante de un estropeado álbum de fotos de cuero, que mete dentro de la maleta sin abrirlo. Ha recogido tan pocas cosas, que todavía hay sitio de sobra cuando cierra la cremallera. Vince la mira: «¿así que nos mudamos otra vez?» parece decir su cara.

—Vámonos —sujetando la correa del perro a su collar, está en lo alto del sendero del acantilado antes de que nadie los vea irse.

Dos minutos después, el agente, cuya obligación era seguirla, se detiene delante de la caravana número tres. Encuentra los armaritos vacíos y la puerta de cristal medio-abierta. La inquilina ha desaparecido como por arte de magia.

Para entonces, Nigel ya casi ha llegado a casa. Sigue por los callejones, y para que no le vean en la calle sin salida, salta la cerca hasta su patio trasero. Su madre está dormida en el sofá, delante de la televisión. Nigel, con gran ternura, coge la manta del respaldo del sofá, y arropa a su madre con ella. Asoma la cabeza por la ventana, recorriendo la calle con la mirada, en busca de un policía. Al no ver nada, cierra con cuidado la puerta delantera a sus espaldas. Nada ni nadie le impide que entre en la furgoneta de Mark Latimer, y la arranque. Conduce con ella, y toma la carretera recta que sale de Broadchurch.


Durante la cena, Dean sigue llamando Señora Latimer a Beth, lo que la hace sentir como si fuera la madre de Mark. Aquella noche todo es de una extraña formalidad: las velas en el centro de la mesa para la cena, que estén cenando en una mesa para empezar; Beth parece estar deseosa de impresionar a Dean, como este de impresionarla a ella. En realidad, no sabe por qué se empeñan tanto todos, pues es un chico normal. Nada pijo, nada grosero, solo normal, como ellos. Se ve que él está haciendo el esfuerzo por Chloe, y Beth lo valora. Físicamente resulta fantástico, y luego está la moto. Beth admite que, es probable que ella hubiera ido detrás de Dean a la edad de Chloe.

—Estaba todo muy rico, señora Latimer.

—Dean, por favor, llámame Beth —le insiste por segunda vez esa noche—. Señora Latimer hace que parezca la madre de Mark —se carcajea.

—Y aquí nadie quiere eso —apostilla el aludido, sonriendo.

Terminada la cena, Dean saca con gran timidez un regalo.

—Oh, he traído una cosa...

—¿Para mí? —se sorprende Beth. El chico es realmente un encanto, y es atento.

—Para todos. Para la familia —recalca, entregándoselo a Beth, quien sonríe, agradecida—. Por aceptarme, y por el futuro —dice. Ella desenvuelve el papel, y encuentra un conejo de peluche—. Pero sobre todo para nuevo bebé.

—El primer regalo para el nuevo... —Chloe se interrumpe.

Beth no lo puede evitar. Nada más posar sus ojos castaños en el regalo, las lágrimas se imponen. Dean está desazonado, mortificado.

—Lo siento —se atropella con su disculpa—. No quería molestarla...

Mark habla por todos.

—No te preocupes —lo intenta calmar—. Ahora todas las cosas son un poco confusas.

—Ya —dice Dean. Pasa su tenedor por un plato que ya ha limpiado—. Dan era un buen chico, sí.

Beth sonríe. A veces, es algo tan sencillo como eso: alguien que conoció a Danny, que le recuerda tal y como era. Para ella significa más que todos los torpes pésames, los «siento mucho su pérdida».

—¿Se sabe algo de Nige? —pregunta Beth a Mark.

—No. Le he preguntado a Pete, pero ha dicho que no hay noticias.

—Tranquilo papá —intercede Chloe—. No es Nige. No pienses en ello. No puede ser.

—Chloe tiene razón —Dean apoya las palabras de su novia—. No puede ser Nige. Se llevaba muy bien con Danny —asegura—. Se notaba siempre que salíamos.

—¿Cómo que salíais? —cuestiona Mark.

—A cazar animales —responde Dean. Una mirada de Mark le dice a Beth que para él eso también es nuevo. Dean percibe su sorpresa, y se apresura en explicarse—. Venían a la granja, y salíamos de allí, al anochecer.

—¿Qué? —Mark está tan confuso como su mujer, quien mira a Dean, nerviosa.

—Danny dijo que no pasaba nada. Nige dijo que ustedes lo sabían.

Mark tiene la cara petrificada, al igual que Beth. Chloe es también pasto de la incredulidad.

—No —dice con una voz temblorosa—. No lo sabíamos.


Coraline Harper, ahora en la comisaria de Broadchurch, acaba de recibir un correo electrónico por parte de Brian, el de la científica. Hay una nueva prueba, de gran relevancia, que debería poner en buen camino el caso. Se apresura en llegar al despacho de su jefe. Por el camino, se asegura de preparar un té y una tila. Mientras deja la tila en la mesa de Alec, la joven neófita lo pone al día sobre el correo de Brian. Éste parece cada vez más eufórico con cada palabra que sale de sus labios.

—¡Miller! —Ellie, que está recogiendo sus pertenencias para marcharse a casa, pega un salto, molesta por la memoria muscular de la obediencia. Aquella es una de las cosas que, desde luego, no va a echar de menos: que le den órdenes como a un perro. Alza el rostro, dirigiendo sus cansados ojos hacia el despacho de Hardy, al otro lado de la habitación—. ¡Escuche esto! —exclama el inspector, haciéndole un gesto a la taheña, quien mira a su amiga con compasión, pues sabe que está deseando llegar a casa para descansar—. Harper, adelante.

—He recibido un mensaje de Brian, con un informe de la científica —le comenta—. Han encontrado algo en la cabaña —sonríe, y a pesar de las ligeras ojeras que hay bajo sus ojos, la novata parece satisfecha de haber conseguido estos resultados—: una huella de bota en el barro de la colina, que coincide con la de la cabaña —la energía parece haber vuelto a su voz—. Es de hombre, un cuarenta y cuatro —de pronto, reflexiona—. Un momento... Ellie, ¿qué número calza Nigel Carter? Las notas deberían estar en mi mesa.

La castaña asiente, acercándose a la mesa de su subordinada. Comprueba las notas encima de su mesa.

—Cuarenta y cuatro —dice con un escalofrío—. ¿Esto confirmará que Susan vio a Nige?

El caso se ha abierto de nuevo. Aún hay esperanza. El hombre de cabello castaño y vello facial se levanta de su asiento, con la taza de tila en sus manos, caminando hacia la puerta de su despacho, seguido de cerca por su protegida.

—¿Hay algo importante que no vemos? —cuestiona Hardy—. ¿Y si había otra persona relacionada? —se habían hecho aquella pregunta un centenar de veces, siendo una hipótesis que la taheña barajase en un principio. Vuelven a la casilla de salida—. ¿Cree que sigue siendo una posibilidad, Harper?

—¿Sinceramente, señor? —él asiente—. Lo dudo mucho. Ya descarté esa posibilidad hace tiempo: no concuerda con el perfil psicológico del asesino, ni con mi reciente inmersión empática.

—¿Y si lo dejamos para mañana? —intenta escaquearse la sargento de policía.

Hardy da un sorbo de tila caliente, y hace una mueca.

—Ah, por cierto —apela a Ellie, quien aprieta los dientes, deseosa de marcharse de allí—: ¿su hijo y Danny se pelearon?

La pregunta coge a Miller desprevenida: ¿a dónde coño quiere ir a parar?

—No...

—Paul Coates, el pastor dice que sí, que se pelearon —intercede Cora, asintiendo.

—Dice que él se lo contó —apostilla Alec.

—¿¡Qué!? —para Ellie es la primera noticia en meses—. ¡No lo hizo! —eso es lo que hace Hardy cuando está a la defensiva: descarga contra alguien, y ella está harta de ser su saco de boxeo—. Pero vamos a ver, ¿qué está diciendo? ¿Insinúa que he estado encubriendo a mi hijo?

—Ellie, no está diciendo eso —niega la de ojos azules—. Pero necesitamos datos concretos. Cuantos más tengamos, mejor —reafirma en un tono sereno, antes de dar un sorbo a su té.

—Claro que lo hace —rebate Ellie—. Cuando se ve acorralado, empieza a atacar —acusa, y Alec parece ofendido hasta cierto punto.

—¿Cuándo fue la última vez que Danny se pasó por tu casa? —Harper, que ha entrado nuevamente en ese modo analítico, no parece desalentarse, y continua preguntando.

—Cora, son las 2:00 de la mañana —le recuerda en un tono exasperado, agotado—. No lo sé —apenas recuerda ya su propio nombre. Cuando se esfuerza por recordar, poco a poco se va dando cuenta de que las visitas de Danny habían ido haciéndose más escasas y espaciadas. Se lo guarda para sí misma, hasta que tenga tiempo de considerarlo.

—¿Hace dos meses? ¿Tres meses?

—Un poco más —concede Ellie, notando que su amiga suspira pesadamente. Entiende que quiera ayudar a su jefe cuanto pueda, y que el caso la tiene incluso más exhausta que a ella, en parte por el gran uso que hace de su mente para ayudarlos, pero esa no es excusa para acribillarla a preguntas.

—¿Podríamos ver el ordenador de Tom? —pregunta el escocés—. ¿Podría traerlo mañana?

"Alec... ¿Qué pretendes? Sabes perfectamente que el ordenador de Tom lo tenemos nosotros, y que de hecho hemos mandado el disco duro a...", comienza a pensar la taheña de forma atropellada, antes de interrumpir sus pensamientos bruscamente. Acaba de percatarse de las auténticas intenciones de su jefe. "Oh. No puede ser. Quieres que Ellie empiece a percatarse de que debe sospechar incluso de su familia: de Tom, de Joe... No puede seguir siendo tan optimista, no ahora, que podríamos tener una pista crucial para identificar al asesino".

"Lo que sea con tal de hacerle callar. Lo más probable es que mañana ni siquiera esté aquí", piensa Miller por su parte.

—Vale —dice finalmente—. Buenas noches.

—Buenas noches, Ellie —se despide la pelirroja, reprimiendo un bostezo.

Cuando la castaña conduce a su casa, aquella charla la afecta tanto que, de repente, frena en seco. Una vez Tom y Danny se enfadaron en el club de informática. Ella lo olvidó, creyendo que era una pelea inocente. Fue una pelea inocente. Se le cala el motor, enfadada porque Hardy le haya contagiado su veneno. Así es como les está afectando el caso: convierte las riñas de niños en algo que no son. Cuanto antes revisen el ordenador de Tom, mejor. Ella no sabe mucho de informática, pero a lo mejor puede hacer una búsqueda rápida en sus documentos e historial, para ver si hay algo preocupante, antes de entregárselo a los especialistas. Aunque sabe perfectamente que eso sería manipular las pruebas, y no es algo lícito.


Tom duerme bajo su edredón de rayas cuando entra Ellie. Tiene el pelo sudado, y los labios levemente abiertos. Hay en él algo de niño pequeño, que ella ya nunca ve cuando está despierto. Se pregunta entonces: ¿hasta cuándo tendrá todavía ese aspecto? Pronto será un adolescente. Se inclina para besarlo en la frente, antes de iniciar la búsqueda por su habitación.

El portátil no está encima de la mesa, donde esperaba encontrarlo. Tampoco debajo de la cama, ni dentro de su mochila. Se dice a sí misma, que la fría corriente de pánico que le recorre la columna vertebral solo es un síntoma de agotamiento.

En el cajón de la mesa de Tom, encuentra el ratón y el cable para cargar el portátil. Los tiene en la mano sin haberse parado a pensar si eso significa algo, cuando la luz del descansillo queda opacada. Joe está de pie en la puerta, con cara de sueño y en pijama.

—¿Qué estás haciendo? —susurra.

—¿Dónde está su ordenador? —susurra ella, intentando no despertar a su hijo.

—Ell, son las 2:30 de la mañana...

Para haber trabajado de paramédico, Joe nunca ha tenido nunca demasiada prisa.

Ellie lo sigue a desgana al dormitorio. Se deja caer en la cama.

—Lo siento, no sé dónde está —niega su marido—. Si ahora registramos en su habitación, lo despertaremos —todavía sin haber cambiado el chip, la castaña fija en el papel de la pared despegado y en el revoque sin pintar, que lleva meses sin mirar. Joe intenta abrazarla—. Mejor déjalo para mañana —le murmura al oído.

Ella lo aparta con tanta fuerza, que Joe casi se cae de la cama.

—¡Sí: es tu respuesta para todo! ¡Lo haré mañana!

—¿Qué? ¿Ahora qué he hecho?

—¡Sí! ¿Qué has hecho? ¡Ni siquiera has acabado de pintar esta habitación! —le espeta, molesta—. ¡Llevamos así seis putos meses!

El resquemor de Joe se convierte en enfado.

—Por el amor de Dios, duérmete de una vez Ell —apaga la luz.

La castaña nunca ha estado tan cansada, pero el sueño no acude a su llamada. Se queda boca-arriba, con la mirada fija en el techo, reflexionando: ¿dónde está el ordenador de Tom? ¿Dónde coño está?


Son las 3:00 de la mañana. En su despacho, acompañado de Harper, Hardy comprueba su buzón de entrada a cada momento, como si así fuera a conseguir que llegara antes el correo electrónico de Ruth Clarkson. El centro de investigación está desierto y a oscuras. Está a punto de preguntarle a la novata si quiere otro té, cuando se percata de que la pelirroja se ha quedado dormida en el sofá de su despacho, con varios documentos en sus manos. Una leve sensación de ternura lo invade, y observa esa expresión calmada en su rostro. Se pregunta si habitualmente consigue dormir tan tranquilamente como ahora lo está haciendo, aunque teniendo en cuenta todas esas noches en vela en el hotel, diría que no. Levantándose de su asiento, toma su abrigo del perchero, y se lo echa por encima a Coraline, tapándola con él.

Toma los documentos de sus manos, y se percata de que ha realizado un mapa conceptual de relaciones, con un perfil psicológico de cada sospechoso y persona que tuvo contacto con Danny en algún momento. Por increíble que parezca, ha escrito anotaciones en algunos de los sospechosos que él ya barajaba, entre ellos la familia de Miller (y no solo por el hecho de que la barca fuera de su excuñado). Vuelve a sonreír con satisfacción, orgulloso en extremo de su incansable tenacidad y trabajo duro. Cuando vuelve a sentarse en su silla, sabe que no tiene sentido volver al Traders. Le quedan, ¿cuántas? Siete horas para que le retiren del caso —de la policía— para siempre.

El correo electrónico titulado «Transcripción de los correos de Tom Miller» llega finalmente a la bandeja de entrada de Hardy a las 3:14 de la mañana. En cuanto ve aparecer la notificación en su pantalla del ordenador, el inspector se acerca al sofá, arrodillándose frente a él. Posa una mano en el brazo de su subordinada, zarandeándola suavemente para despertarla.

Coraline —la llama en voz baja, y ella abre los ojos a los pocos segundos—. Despierta —la exhorta—. Ha llegado la transcripción de los correos del ordenador de Tom.

Apenas termina de decir esa frase, la pelirroja de piel clara se pone en pie de un salto. Caminando juntos, la muchacha se inclina tras la silla de su jefe cuando este se sienta en ella. Ambos posan entonces su vista en la pantalla. Hardy abre el correo y lo lee. Rápidamente la muchacha de ojos azules lo compara con los datos del portátil de Danny. La relación se establece de modo tan evidente que se siente furiosa consigo misma por no haberla visto antes, aunque sí que había captado algunos indicios de ella.

—Pues claro... —masculla el escocés por lo bajo—. ¡Joder!

El breve estallido de euforia que los dominaba a ambos da paso a un repentino pavor.

—Oh, no... No puede ser... —la voz de la neófita es apenas un susurro, cuando Alec y ella intercambian una mirada—. Deseaba equivocarme en mis ultimas suposiciones —menciona la muchacha, observando los correos, así como sus destinatarios.

—Lo sé —afirma Alec, igual de preocupado que ella.

Aquello va a partir tantos corazones como los que sane. Por una vez en su carrera, el inspector Alec Hardy espera con desesperación estar equivocado. En un gesto amable, pues sabe tan bien como su protegida que ya no hay marcha atrás, toma su mano en un gesto de consuelo.

El Rey está ahora en Jaque... Y lo que hagan en las próximas horas, determinará si se convierte en Jaque Mate.

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