Capítulo 29
Está oscureciendo cuando Paul Coates entra en la sala de interrogatorios de la comisaría de Broadchurch. Alec Hardy lo espera dentro, y en la mesa, hay un montón de kits para extracción de pruebas y ADN. Está claro que aquella no es una visita de cortesía.
—Será rápido —le asegura, apartando una de las sillas—. Siéntese.
Paul Coates deja su mochila en el suelo y se sienta, tal y como se le ha indicado.
Cuando Alec saca los guantes de goma, sale despedida una nubecilla de polvos de talco que termina cayendo encima de la camisa negra de Coates.
—¿Ha comido, o bebido algo durante la última hora? —indaga Hardy de forma protocolaria.
—No.
Alec saca un pequeño bastón de algodón de una bolsa, y se acerca a Paul, sentándose en la silla que queda junto a la suya. La voltea para quedar mirándolo de frente. El vicario abre la boca para el frotis, según se le indica. Hardy hace a propósito la primera pregunta, cuando gira el trozo de algodón por dentro de la mejilla del reverendo.
—Así que la religión sustituyó al alcohol... Cambio una adicción por otra, ¿no?
Coates conserva cierta dignidad, y espera hasta que puede hablar otra vez.
—Quiere sacarme de quicio, ¿verdad? —el rostro del inspector escocés apenas expresa una leve elevación de la comisura izquierda, como si quisiera formar una sonrisa sarcástica—. Sí, seguramente —afirma para el aire, mientras el agente, que se ha levantado y acercado a la esquina de la mesa, mete el bastoncillo en una bolsa de pruebas, con cuidado de no contaminar nada—. ¿Qué tiene en mi contra?
—¿Sinceramente? —dice Hardy, arqueando una ceja, despojándose de los guantes—. Me preocupa —comenta sin tapujos—. Se le veía tan dispuesto a ponerse delante de las cámaras cuando todo estalló... Como si quisiera apropiarse de ello y reclamarlo en nombre de la Iglesia, rondando a los Latimer como las moscas a la mierda —espeta en un tono molesto.
—Vaya... —incluso Paul parece sorprendido por el cinismo del hombre frente a él.
—He observado que siempre pasa: un suceso terrible, y la Iglesia parece contentísima, porque de repente, la gente le presta atención. Porque el resto del año es solo un edificio al que nadie entra.
—No entiende el concepto de fe, ¿verdad? —dice Coates—. Yo no lo forcé, la gente me buscó —se defiende de manera determinada—. Gente que, normalmente ni piensa en la religión. Querían que hablase, querían que escuchase. Me necesitaban —hace una pausa, notando la mirada llena de desaprobación y algo condescendiente del hombre con vello facial—. ¿Sabe por qué? ¿Sabe por qué vinieron a mí? —en un pronto, el vicario se levanta del asiento, apoyando las llevas de sus dedos en la mesa, como para demostrar su autoridad—. Porque hay un miedo para el que usted no tiene respuesta. Un vacío que no puede llenar. Porque todo lo que tiene son sospechas, y la necesidad de culpar a aquel que tenga más cerca —Hardy se cruza de brazos ante la diatriba—. Mire, puede acusarme, puede coger muestras, despreciarme por quien fui en el pasado... Pero no puede despreciar mi fe, solo porque usted no la tiene —sentencia en un tono convencido—. Ahora mismo, la gente necesita esperanza, y usted no se la está dando —lo acusa, antes de mascullar por lo bajo—. Incluso su subordinada perderá la suya... Al final se vendrá abajo —aquel comentario consigue arrancar una mínima expresión de ira por parte del inspector—. ¿Hemos acabado?
Espera la reacción de Hardy, como si fuera a tener lugar una conversación. El inspector de cabello castaño y barba de pocos días mantiene los brazos cruzados y la boca cerrada. No piensa darla la satisfacción al vicario de que sepa lo alterado que está en realidad. Y no piensa dejar que ni el caso ni su oficial se vengan abajo. No mientras le queden fuerzas.
Las palabras de Coates suenan como un eco dentro de su cabeza el resto de la tarde. No es cierto que no sepa lo que es la fe. Él siempre ha creído en las pruebas y en los procedimientos, pero ¿a qué te aferras si fallan, como ahora? ¿Qué pasa entonces?
Si Hardy no fuera como es, rezaría pidiendo un milagro.
Maggie vuelve al Eco con la sensación de tener un objetivo por primera vez en días. Si ni siquiera Ellie Miller se quiere tomar en serio la amenaza, entonces no tendrá ninguna posibilidad con ese miserable escocés que ahora es el inspector del caso. Si pudiera convencer a Coraline Harper... Destaca precisamente por su intuición, y Alec Hardy parece tomar en cuenta la opinión de la oficial. Necesita ponerle una prueba delante. Una prueba irrefutable.
Le ha dado miedo hasta investigar a Susan Wright. Ella duda, claro está, que la mujer que vive en una caravana y tiene tratos con gente violenta, posea la capacidad para intervenir el teléfono de su redacción, pero algo parecido a la superstición le ha impedido hacerse cargo del asunto. Pero ya no más. No se va a dejar acobardar.
Prepara todo lo que necesita: su viejo y fiable fichero rotativo Rolodex, un vaso de tinto, su cigarrillo electrónico, y su teléfono. Hay un gesto de determinación en su boca.
Recorre el fichero para familiarizarse con los viejos nombres. Necesita ponerse al día: un par de personas lo han dejado, y otro par ya están muertas, pero todavía hay gran cantidad de contactos a los que puede recurrir. Los repasa mentalmente por orden de utilidad, y llama a Mick Oxford, un reportero brillante, cuyo apodo en Fleet Street es «El Enciclopedia Andante».
—No, tesoro, no me he muerto, solo me he mudado a Dorsett —dice, cuando el sonido de su voz es acogido con incredulidad—. Buscar cualquier cosa en tus archivos sobre una tal Susan Wright, en referencia cruzada con el nombre de Elaine Jones, entre 1985 y 2000. Tengo una botella de Jameson para ti —le indica—. Te enviaré por correo electrónico todos los detalles. Tú llámame cuando tengas algo. Recuerdos a la familia.
Con cada contacto que establece, nota que recupera su antigua energía. Ha hecho diez llamadas telefónicas. Le quedan dos docenas más que hacer, cuando entra Olly a la redacción del Eco.
—¡Has vuelto! —dice él con una sonrisa de satisfacción. Aquella frase es certera en muchos más sentidos de los que es capaz de comprender.
—En efecto, aquí estoy —dice ella—. Debería haber vuelto hace siglos —comenta, antes de ver que ha cogido su bolsa, dispuesto a marcharse de la redacción—. No tienes planes para hoy, ¿verdad?
—Sí, había quedado con...
—Bien —lo interrumpe—. Suelta tus cosas, y ayúdame a acabar de mirar estos contactos —le exhorta, y Olly sonríe, pues tiene ganas de ayudarla, a pesar de que interfiere con sus planes. Maggie le entrega una larga lista de nombres y números—. Diles que estoy buscando cualquier cosa que tenga que ver con Susan Wright.
Olly arquea mucho las cejas en cuanto escucha ese nombre.
—¿Esa mujer del perro? ¿Qué relación tiene con esto?
Maggie duda otra vez si contarle a Olly lo de la amenaza. Se da cuenta de que no puede, aunque ahora, por motivos distintos. Antes, el miedo la dejó muda. Ahora, es el orgullo. Está avergonzada de que le haya llevado tanto tiempo conciliar ambas actividades.
—Si la policía no anda detrás de ella, lo tendremos que hacer nosotros. Tenemos que averiguarlo todo sobre ella—. Seremos como Woodward y Bernstein.
—¿Quiénes son esos? —cuestiona Olly, habiéndose sentado junto a ella— ¿Unos cómicos?
—Dios, odio a los jóvenes...
Las manecillas del reloj del despacho de Hardy señalan las 22:00h, y por una vez el centro de investigación queda vacío a su hora. Un cabrón con suerte —uno de los subinspectores más callados, cuyo nombre Hardy nunca puede recordar—, se traslada hoy, y piensan ir a brindar por su futuro post-Broadchurch.
Con el tiempo echándoseles encima, Alec habría preferido mil veces que se quedaran, pero tanto Miller como Harper han insistido en que, una noche en el pub, proporcionará al grupo el empuje moral, que tan desesperadamente necesitan para la cantidad de horas extra que les esperan en los próximos días. Con los ánimos de todos bajo mínimos, no le queda otra opción más que aceptarlo. Él sin embargo quiere establecer distancia, decidido a no mezclar el ocio con el trabajo, a no relacionarse más de lo debido con sus compañeros de profesión. Ellie entonces entra a su despacho.
—Hoy es el último día de Finnley —indica, y Alec respira alivia por dentro: ¡con que ese era el nombre, bueno, apellido, de ese subinspector!
—Bien —asiente—. ¿Quién es Finnley? —cuestiona, pues, aunque el apellido le es vagamente familiar, no lo asocia a una cara.
La sargento de cabello rizado y castaño resopla. No puede creer que, incluso con el tiempo que lleva ya su jefe en la comisaría, no se haya memorizado los nombres y caras de todos. Por Dios, ¡tiene una memoria eidética perfecta para los casos y las pistas! Pero desgraciadamente, parece fallarle en cuanto se trata de socializar. Ni que se asemejase a los procesos del Windows... Casi se echa a reír al imaginarse que, encima de la cabeza del inspector aparece una ventana diciendo: «Hardy.exe ha dejado de funcionar».
—Alto, pelo negro, corte asimétrico...
—Ah, ese —al fin parece identificarlo, y Ellie tiene que volver a reprimir una carcajada al imaginarse al escocés con una ventana de: «Hardy.exe ha solucionado el problema».
—Vamos a ir todos a tomar algo rápido —indica la veterana policía, dando un ligero gesto hacia los policías reunidos fuera del despacho de Alec.
Entre ellos, se encuentra la pelirroja de ojos azules, quien está charlando con una compañera alegremente, eso sí, manteniendo las distancias pertinentes. Alec posa sus ojos en ella por unos segundos, antes de percatarse de que Ellie Miller lo observa en silencio. Sus ojos le dicen todo lo que necesita saber.
—Oh, no. Tengo cosas que... —declina su amable invitación, antes de ponerse a rebuscar en su chaqueta, sacando su cartera. Lo menos que puede hacer, es pagarles una ronda—. Pague una ronda de mi parte —menciona, sacando veinte libras, entregándoselas.
—¿Seguro que no quiere venir?
—No, tengo mucho que hacer.
Ellie hace cálculos en su mente. Debe tener en cuenta el número de personas y las rondas que se van a tomar, así que decide comentárselo.
—Una ronda completa serán unas treinta libras...
—Vale... —Alec saca unas cinco libras, entregándoselas, antes de rebuscar en sus bolsillos, en busca de monedas sueltas.
—¿Está bien? —cuestiona, pues nota algo apático a su superior.
—Sí.
—¿Ni una rápida?
—Dígale a...
—...Finnley —acaba por él la sargento de policía, algo divertida en su intento por recordar el nombre y aparentar amabilidad.
—Finnley —pronuncia el apellido como si se tratase de una palabra extranjera—. Dígale que... Bien hecho —parece tener dificultades para encontrar un halago para su subordinado, ya que, obviamente, apenas a tenido contacto con alguno, a excepción de Miller, Harper, Daniels o Williams.
Viendo que no va a conseguir nada más, la policía sale del despacho de su jefe, acercándose a sus compañeros. Hardy escucha cómo les comunica que él les paga una ronda, y vitorean, contentos. Entonces, todos recogen sus cosas, y se empiezan a marchar. Cuando nota que Harper mira en su dirección, como si fuera a despedirse, alza la mano, diciéndose adiós. Ella corresponde el gesto con una sonrisa amable. Una vez se ha asegurado de que todos se han ido, Alec saca su teléfono móvil, y lo pone encima de la mesa, delante de él. En ciertos aspectos, considera más fácil ir a dar la noticia de que un miembro de la familia ha muerto trágicamente, o interrogar a asesinos, que hacer esa llamada. Se siente humillado por su necesidad de oír a Daisy, su auténtica voz, no ese alegre saludo de su buzón de voz. Mira el aparato, deseando que tenga el identificador de llamadas conectado para ahorrarse el rechazo. Contempla la imagen de ella parpadeando en su pantalla, sintiéndose idiota. Hace seis meses que ya no le llama. ¿Por qué lo iba a hacer ahora? Si los deseos se cumplieran, hablaría todos los días con ella.
Activa la marcación rápida antes de poder contenerse, y con la esperanza que se va desvaneciendo con rapidez, cuenta los veinte tonos de llamada, antes de que se ponga en marcha la grabación.
—Hola soy yo —empieza, y hasta a él le suena falso su intento de parecer indiferente, pero insiste—. Probando si funciona tu contestador, como siempre. Oye, si puedes, llámame. Esta vez ha pasado mucho tiempo —le pide casi en un hilo de voz, intentando que no se note la desesperación en su voz—. Bueno, sé que estás ocupada con los estudios, y en casa... Y con otras cosas, pero pienso en ti. Todos los días. Lo siento, no me pondré ñoño. Lo siento Me dijiste que no lo hiciera —se devana los sesos, buscando con desesperación las palabras adecuadas—. Podríamos probar una videollamada, ¿quieres? Me apetece. Sería mi primera videollamada, antes de que olvides mi cara —su tono de voz se aletarga a cada palabra, decepcionado por no poder hablar con ella—. Bueno, eso es todo —sin saber qué más decir, decide poner punto final a la llamada—. Soy papá, despidiéndose. Te quiero, cariño... Por favor —sin embargo, la palabra se resquebraja a medias—, llámame.
Deja el teléfono encima de la mesa sintiéndose completamente hundido. Incapaz de estarse quieto, recorre la oficina, desconectando impresoras, poniendo los capuchones a los bolígrafos, y colocando los archivos en el ángulo adecuado. Empieza a buscar por las mesas, examinando cada hoja, cada carpeta, cada nota, en busca de una pista significativa que haya obviado. No encuentra ninguna, y su desesperación va en aumento. Cuando ha terminado el recorrido, llega la pizarra con la operación Cogden. La fotografía del colegio de Danny ha empezado a doblarse por un borde. Los hechos incontrovertibles y comprobados —hora fecha y lugar—, están en recuadros debajo de la foto, pero el resto de la pizarra es un lío: una especie de palimpsesto con datos escritos unos sobre otros, de sospechosos desechados y teorías desencaminadas.
—No puedo con esto —se oye decir Hardy, antes de que las lágrimas empiecen a aparecer en sus ojos. A las palabras las sigue un dolor angustioso, un puño enorme que le aprieta el corazón hasta casi reventárselo. Se tambalea, se golpea en la espalda contra una pared, y se desliza impotente hacia abajo. Hardy adopta la postura cómoda de su infancia, con las rodillas subidas hasta el pecho, tan cerca, que puede apoyar su barbilla en ellas. La experiencia dice que puede mantener aquella posición fetal horas y horas. Se toma el pulso en la muñeca izquierda. Debe intentar tranquilizarse, pero los sollozos que pronto llegan a sus oídos lo hacen mucho más difícil.
Al tener los ojos cerrados, no se percata de la presencia de alguien en la oficina. De pronto, se sobresalta al notar unas suaves manos que sujetan las suyas, acariciando sus dorsos. Abre los ojos al momento, y sus castaños se encuentran con unos azules familiares. ¿Harper? Creía que estaría con los demás. Se pregunta qué hace allí. Debería estar disfrutando de la noche, y no con él, allí, en la fría comisaría. La taheña está arrodillada frente a él. Cuando observa a su subordinada, se pregunta cuánto tiempo ha estado en la oficina sin que él se haya percatado de ello.
—¿Qué está...? —apenas puede hablar, y el hacerlo le supone un gran esfuerzo físico.
Como si supiera lo que quiere preguntarle, la muchacha responde en un tono bajo.
—No me apetecía salir hoy —comenta, sonriéndole atentamente, aun acariciando sus dorsos—. Además, no tenías buena cara —añade en un susurro, tuteándolo, de modo que las cámaras de seguridad no lo capten. Echa una mirada a Alec, para comprobar si está respirando de forma acompasada. Estira su mano, y limpia con su pulgar las lágrimas que caen por las mejillas del escocés—. ¿Puedo sentarme a tu lado?
Él no tiene fuerzas para contestar. Todas ellas están enfocadas en regular el latir de su maltrecho corazón, por lo que la neófita se sienta a su lado, sin decir ni una sola palabra. Alec no quiere parecer vulnerable frente a ella, pero casi sin poder evitarlo, es como si estuviera esperando que su presencia lo calmase, como un bálsamo. Necesita que alguien le diga que todo va a salir bien, que la investigación va a finalizar con la captura del asesino de Danny. Se está quedando sin tiempo, y empieza a desesperarse terriblemente. Agacha la cabeza, ocultándola de la mirada compasiva y amable de la novata de ojos azules. Sus hombros tiemblan, señalando que aún sigue sollozando. La pena invade a la analista del comportamiento, quien espera poder ayudarlo, consolarlo.
Comprende que Alec tiene un peso demasiado grande sobre los hombros, y verlo desesperar así, al hombre más fuerte que ha conocido, además de su padre, la hace querer llorar con él, compartir su dolor. Por suerte, esto último puede hacerlo, ya que es alguien muy empática. Cuando habla, aun susurrando, intenta que no se le resquebraje la voz.
—Todo va a salir bien... Tranquilo —dice ella en un tono suave, antes de, tentativamente, rodear los hombros de su jefe con su brazo derecho. Acaricia su brazo con amabilidad, realizando movimientos verticales lentos a modo de consuelo—. Vamos a resolver este caso. No estás solo.
El escocés comienza a relajar su respiración, sintiéndose aliviado y reconfortado por la presencia de la muchacha. Agradece que se haya quedado con él, a pesar de que no debe ser una actividad emocionante. Está seguro de que consolar a su jefe no figura dentro de su lista de noches favoritas, pero a la chica no parece molestarle. Al contrario, parece que disfruta de su compañía. Hardy puede decir lo mismo: es la única persona que parece comprenderlo y compartir sus puntos de vista respecto al caso. Ya no puede negar la conexión tan cercana que hay entre ellos, pues se han convertido en amigos, y no solo en superior y subordinada. El inspector escocés sujeta la mano de la muchacha, que continua acariciando su brazo, y le da un ligero apretón.
—Gracias, Coraline.
Permanece inmóvil ante los restos de su investigación, hasta que el ritmo de su corazón recupera su versión de lo normal. Cuando se levanta con un leve jadeo y un chasquido de las articulaciones, ayudado por Harper, ya son casi las 23:30. Se masajea las sienes con ganas de que algo jodido suceda. No es necesario que sea algo drástico. Un grano, una sola célula que sirviera de prueba, bastaría, y pronto. El caso se le está escapando.
Bien entrada la mañana, apenas está amaneciendo, Olly se distrae de su trabajo cuando el fax vibra y funciona a su espalda. Se da la vuelta, y mira el aparato con asombro.
—¿Quién sigue usando el fax?
—Vamos a ver, hijo del futuro —bromea Maggie, sonriéndole—. Si les dejasen, mis antiguos contactos todavía estarían usando pluma y tintero el fax saca las páginas y las lee—. Pero te diré algo: Mick Oxford sabe cómo encontrar cualquier cosa que necesites —a fin de cuentas, no tiene que buscar en su fichero Rolodex.
La sonrisa se le apaga en cuando lee el granuloso fax. La horrorosa historia que tiene delante da credibilidad a la amenaza de Susan Wright. Maggie ya no duda de que esa mujer conozca a hombres que la podrían violar y hacer cosas peores, pero igual que sabe leer las líneas escritas, sabe leer lo que hay entre ellas, y aquella historia tiene su trama. Un punto débil, que Maggie no dudará en explotar.
—¡Esto es oro puro, Olly!
Pide a su compañero que la lleve en coche hasta el aparcamiento de caravanas. Su recién recuperada jactancia, tampoco va tan lejos Con él esperando dentro del coche, Maggie golpea con fuerza el cristal de la puerta de la caravana número 3. Como no hay respuesta, pega algo a la puerta con cinta adhesiva: un sobre con su nombre, y la cabecera del Eco de Broadchurch en la esquina inferior derecha. Después se marcha por donde ha venido.
Unas horas más tarde, tras salir del colegio, ya que esa mañana no tenían clase por la tarde, Tom se encuentra observando el mar de Broadchurch, con sus azules olas inundando la arena con rapidez. De vez en cuando se ajusta la mochila para asegurarse de que el peso de su portátil sigue dentro vuelve la vista con frecuencia, pero cada vez que vea a alguien 1 que pasea un perro otro chico bicicleta una pareja suelta baja la cabeza y sigue andando está claro que quiere estar solo. Es la hora de comer, y debería estar en casa, pero no tiene ganas de ir todavía. Necesita tiempo para pensar en sí mismo.
De pronto sonríe como un niño con zapatos nuevos cuando un gran perro marrón salta al borde de la duna y le chupa la mano. Tom se ríe muy alto, y pasa el brazo por el cuello del perro.
Susan Wright aparece a la vista con una correa en la mano.
—Hola de nuevo —la cara de Tom luce una sonrisa de oreja a oreja cuando abraza el cuello de Vince—. ¿Me recuerdas? Soy Susan.
—Sí, hola.
—Has salido temprano —advierte ella.
—Sí, bueno, han cancelado las clases de la tarde —justifica su presencia allí—, así que me estoy dando un paseo, para relajarme.
—Debes tener cuidado —dice Susan—. Esto está cerca de donde murió ese niño.
El niño de once años entierra la cara aún más en el pelo del perro, como si quisiera aislarse de todo.
—Le conocía —sentencia el joven Miller casi sin pensar—. Era mi amigo.
—Siento oír eso —dice Susan Wright. Comprueba si hay testigos: la costa está literalmente despejada. La mujer, el chico y el perro son los únicos seres vivientes a la vista.
—Gracias.
La mujer de cabello rubio parece estar dándole vueltas a algo.
—Tom, ¿no?
—Sí.
—¿Quieres venir conmigo a dar de comer a Vince? —señala con la cabeza la tercera caravana detrás de la playa—. Te querrá para siempre —Tom duda y mira a Susan de arriba-abajo, pero le convence Vince, que le acaricia la mejilla con el morro y le toca la ropa con las patas.
—Vale —el niño asiente.
Parece haber olvidado todas aquellas precauciones que sus padres le han instado a que tome. La sonrisa que Susan dirige a Tom no queda reflejada en sus ojos.
El acantilado se alza por encima de ellos. Cuando llegan a la caravana, Susan encuentra un sobre sujeto con cinta adhesiva al cristal de la puerta de entrada. Lo despega y lo abre con solo un movimiento, leyendo su contenido en segundos. Frunce la nariz, pero el resto de su expresión no cambia.
—Entra, venga —indica a Tom que crucé la puerta, y mira a su espalda una vez más, antes de cerrarla. Nadie los ha visto entrar.
Las cortinas están echadas. Dentro hay feos armaritos de pino, mesas desordenadas, y no se ve ninguna fotografía en ninguna parte. No parece que Susan y Vince tengan muchas visitas. La mujer hasta tiene que hacer sitio en la banqueta llena de cosas, para que se siente Tom. Le enseña dónde está la comida del perro: dentro de una caja de plástico, debajo del extintor. Cuando Vince ha terminado de comer, incita a Tom a jugar con él, tirando de una vieja cuerda. Ella lo observa en silencio, antes de sacar un plato con galletas.
—Tengo un buen surtido —comenta, acercándose a él con el plato en sus manos —. Venga, coge —empuja las galletas hacia Tom, y deja sus dedos en el borde del plato hasta que él coge una—. No cojas solo una: coge unas cuantas —le insta, y el niño coge unas galletas más, agradecido por su hospitalidad—. Le gustas —menciona, observando que Vince frota su hocico contra el muslo de Tom, pidiéndole una porción de sus galletas.
—Dijo que lo podría sacar a pasear alguna vez —recuerda el niño, partiendo una de las galletas, y entregándole una porción al perro de color canela.
—Sí, claro que sí. Ahora ya sabes dónde estamos —le dice, sonriéndole de forma tirante—. Puedes sacarlo siempre que te apetezca —le asegura, y nuevamente, el rostro de Tom resplandece: siempre había querido tener un perro, pero la alergia de Fred lo hace inviable—. ¿De verdad conocías al niño que murió? —pregunta, y él emite un sonido afirmativo a modo de respuesta—. No debe haber sido fácil para ti...
Tom asiente, con la boca llena.
—Mi madre es policía. Es una de las detectives que trabaja en ese caso, al igual que la chica que me gusta —se le escapan las últimas palabras antes de poder controlarse, y se ruboriza—, aunque ella es una oficial —le cuenta, una sonrisa de enamorado asomando a sus labios—. Acaba de mudarse aquí, pero es muy buena persona.
—Qué casualidad... —menciona en una voz casi monótona, poniéndose en pie. Reconoce perfectamente los rostros de las personas que el niño ha descrito. Al ponerse de pie, parece llenar el diminuto espacio: está delante de la ventana, y todo queda en sombra—. Ven, Tom, quiero enseñarte algo —le pide con un tono lo más amable posible—. Venga, no seas tímido —insiste, al ver que el niño no se mueve de su sitio.
Tom deja de jugar con el perro de mala gana, apenado por tener que dejar de acariciarlo y disfrutar con su presencia, y se acerca a la mujer. Susan le pone la mano en el hombro, y lo guía hacia un delegado armarito, junto a la puerta, que está cerrado con un brillante candado nuevo. La misteriosa mujer introduce la llave y tira de la puerta.
—Mira aquí dentro —le indica.
Allí, apoyado en la pared, hay un monopatín que, en la parte de abajo amarilla, tiene pintado un llamativo dibujo geométrico azul.
—¿Sabes de quién era?
—Era de Danny —dice Tom.
El niño está perplejo más que asustado.
—Eso es —Susan está cerca de él, a su espalda—. Lo he estado cuidando, buscando a alguien para devolvérselo después de lo que pasó... —se justifica—. Pero si eras su amigo, creo que es justo que lo tengas tú, ¿no te parece? —añade en un tono misterioso.
El sonido de la puerta principal anuncia el regreso de Tom.
—Papá, ¡ven a ver esto! —grita desde el descansillo, y Ellie, que ha pasado por casa para ducharse y cambiarse de ropa, se prepara para un hallazgo espantoso.
El gusto de Tom y su habilidad para rastrear la playa dejan mucho que desear. La primavera pasada trajo a casa una cáscara de cangrejo entera, con su contenido podrido. Tiene en brazos a Fred, de modo que, si es algo asqueroso, Joe tenga que ocuparse de ello. Pero lo que ve le hiela la sangre: su hijo, claramente satisfecho consigo mismo, tiene algo sujetó debajo del brazo que reconocería en cualquier parte. Hay fotos de sus dibujos azules y amarillos por toda la sala de pruebas. Casi podría trazarlas de memoria.
—Tom, ¿qué es eso? —cuestiona por si acaso, aunque sabe lo que es con tan solo mirarlo.
—El monopatín de Danny —dice Tom, y el aspecto triunfal desaparece poco a poco de su semblante, en respuesta a la expresión horrorizada de su madre.
Joe aparece bajo el umbral de la puerta de la sala, como si lo hubieran invocado.
—¿Qué haces fuera de la escuela? —cuestiona, pues no los han informado de que hayan cancelado las clases, aunque claro, esa no seria una novedad. Ya hay antecedentes de que ha sucedido anteriormente.
Su cara se torna pálida en cuanto posa sus ojos en el monopatín del niño asesinado.
—¿Por qué tienes el monopatín de Danny? —pregunta, y da un paso hacia Tom, quien, en respuesta, da otro hacia atrás, acobardado ante la actitud algo hostil y confusa de su padre.
—Tom —Ellie le entrega a Fred, y él lo toma en sus brazos. Aquello basta para calmarlo. Luego, Ellie se acerca con tanto cuidado a Tom, que va casi de puntillas—. Déjalo en el suelo —ordena—. Déjalo en el suelo con cuidado, y que nadie más lo toque —el niño lo deposita lentamente en la alfombra—. Bien, Tom, dime la verdad —observa a su hijo, quien se incorpora, después de dejar el monopatín en el suelo—. No pasará nada si me dices la verdad —le asegura—. ¿De dónde lo has sacado?
—Me lo han dado...
—¿Quién te lo ha dado, cariño?
—Esa mujer del aparcamiento de caravanas —responde, asustado y nervioso—. Es simpática —un tartamudeo debilita su protesta—. Dijo que podía dar de comer a su perro.
A Ellie le tiemblan las manos cuando marca el número de su amiga de cabello cobrizo. Le cuenta a los hechos tal y como son, aunque mentalmente se está gritando a sí misma. Al otro lado de la línea telefónica, se escucha cómo la muchacha de ojos azules toca la puerta de la habitación del inspector, hablando con él, y comentándole lo sucedido. Lo último que la sargento escucha, antes de que se corte la llamada, es cómo Alec Hardy maldice por lo bajo, antes de salir corriendo, con Cora mencionando que llevará su coche.
No consigue creer lo estúpida que ha sido: ¿cómo ha podido pasar por alto las señales de advertencia? ¿Cómo es que no dio prioridad a la queja de Maggie? Claro que, Joe y ella advirtieron a Tom sobre que no hablara con desconocidos, pero desde el primer día se enseña a los niños a tener cuidado con un hombre, no con una mujer. Siempre se les dice que, en caso de perderse, recurran a una, pero desgraciadamente, las mujeres también hacen daño a los niños, y Susan Wright la deja más helada que casi cualquier otra mujer que haya conocido.
—¿Lo has traído en el brazo, o has venido subido? —pregunta a Tom, una vez consigue dominar su voz.
—He venido subido —la gran importancia de lo que ha hecho, al fin empieza a hacerse evidente—. ¿No debería haberlo hecho?
Ellie lucha contra el impulso de darle unos meneos a su hijo, pero solo niega con la cabeza. No es culpa suya. Seguro que estaba tan emocionado por haber recuperado el monopatín de su amigo que, ni siquiera pensó en las consecuencias de sus actos. Ella debería habérselas explicado mejor.
El coche de Harper se detiene fuera de la casa de los Miller, con la novata al volante, mientras que Alec Hardy ha ocupado el asiento del copiloto. Una vez el monopatín está guardado en una bolsa y metido en el maletero, Ellie se sube al vehículo. Salen disparados hacia el aparcamiento de caravanas.
Cuando llegan Hardy, Harper y Miller, los demás agentes ya tienen rodeado el remolque de Susan Wright. La pelirroja, mientras camina hacia la caravana, no puede evitar preguntarse: "¿Vino aquí Danny la noche que murió? ¿Acaso Susan Wright atrajo al niño con la idea de que alimentase a su perro, para luego matarlo, como podría haber hecho con Tom? ¿Y si las colillas que encontró Brian en la playa pertenecen a Susan? Tendremos que pedir que hagan un análisis de su ADN...", sus pensamientos fluyen a toda velocidad, como si se tratara de una autopista colapsada por el tráfico. La idea de que Tom Miller, el hijo de su amiga, estuviera en aquel sitio hace escasos minutos, le pone la carne de gallina. "Ya hice la conexión entre Susan y la cabaña, especulando que podía relacionarla con la escena del crimen por ser la limpiadora del lugar, además del hecho de que hemos encontrado los mismos restos de producto de limpieza en la barca y en Danny... Podría ser una sociópata. Es una posibilidad, teniendo en cuenta cómo se conduce, pero algo me dice que esa hipótesis no es del todo cierta. Un sociópata no se preocuparía por devolver el monopatín, a sabiendas de que lo relacionaríamos con quien fuera que se lo hubiera dado a Tom Miller. Esto es más complicado de lo que parece... Espero que, al interrogarla, se arroje algo de luz a todo este misterio". Los agentes de policía se dividen en dos grupos: unos que acompañen a Miller, y sus compañeros en la parte delantera de la caravana, y otros que rodeen el vehículo, por si acaso intentase huir.
Hardy se acerca a la puerta de a caravana, y la toca con el puño dos veces.
—Susan, soy el inspector Hardy —se identifica—, ¿puede abrir, por favor? —intenta abrir la puerta, pero ésta no cede—-. Adelante —ordena a los agentes que los acompañan que procedan. Los agentes fuerzan la puerta de cristal, que cede con facilidad.
Los policías entran entonces en tropel a la casi claustrofóbica estancia. Susan no está en el interior, y tampoco su perro, pero la nevera y el armario están llenos, y hay un cuenco con comida de perro a medio comer en un rincón.
—Traigan a la científica —orden a Hardy—. Hay que encontrarla. No puede estar lejos.
En ese preciso instante, una llamada entra al teléfono de Ellie Miller. Ésta descuelga, y a los pocos segundos, cuando posa sus ojos en sus compañeros, éstos saben que le acaban de comunicar dónde se encuentra su sospechosa. Montan en el coche de la pelirroja de ojos azules, y se dirigen al pueblo. La novata detiene el vehículo a la entrada de la redacción del Eco de Broadchurch, donde, un perro de color canela está atado al poste de una farola, frente a la puerta principal.
—¿Por qué iba a estar...? —empieza Hardy, pero observando que Miller se baja del coche a toda prisa, con Harper pisándole los talones.
Se obliga a seguirlas.
La puerta del Eco está entreabierta. Ellie vacila por un instante, por miedo a lo que podría encontrar. Solo espera que Susan no haya llevado a cabo su amenaza. Si hubiera sido así, y algo le ha sucedido a Maggie, no se lo perdonará nunca. Sin embargo, como Coraline le ha comentado en el transcurso del viaje hasta la redacción, si Maggie no se encontrase bien, es probable que no hubiera hecho esa llamada. Aquello consigue tranquilizarla.
Hardy camina crispado al lado de Cora, siguiendo a Miller en silencio, andando de puntillas hacia el fondo de la redacción. En un desordenado rincón oscuro, Maggie, Olly y Susan Wright, mantienen una embarazosa conferencia, sentados alrededor de la mesa de reuniones. A los tres agentes de policía les llega el desagradable olor a tabaco a las fosas nasales.
—Gracias por venir, Susan —está diciendo Maggie. Su voz transluce su antigua confianza—. He investigado un poco sobre usted —comienza, en un tono sereno, denotando que tiene el control de la situación. Hay muchas personas en la redacción: Susan no se atreverá a hacerle nada—. Yo también conozco a gente, ¿sabe? La mayoría de los periódicos de difusión local del país, los dirigen amigos míos —la editora jefe del Eco de Broadchurch desliza una hoja de papel por encima de la mesa, hacia la mujer de cabello rubio y expresión indiferente—. Sé lo de su marido y lo de sus hijos, y lo que se dijo y nunca se probó, sobre usted.
Desde donde están situados los agentes de policía, justo detrás de Susan Wright, aún sin hacer notar su presencia, lo único que se puede vislumbrar es que se trata de una página de periódico. Sin embargo, son incapaces de leer lo que pone en ella.
—¿Qué quiere de mí? —pregunta Susan de modo mecánico.
—Usted me amenazó —el enfado de Maggie se dirige tanto contra sí misma como contra Susan—, y quiero que sepa que yo he sido la que la ha delatado a la policía —sentencia en un tono triunfal—. ¿No es así, inspector Hardy? —menciona, alzando la vista hacia ellos, pues a diferencia de las otras personas de la mesa, ella sí había anticipado su presencia allí, esperándola con ansias.
Olly queda pasmado al ver al inspector, seguido por la sargento y la oficial. Susan permanece inescrutable, volviéndose hacia los policías.
—Susan Wright, no está obligada a decir nada, sin embargo, su defensa puede verse perjudicada si, cuando la interroguen, oculta algo que, durante el juicio, pudiera eximirla. Todo lo que usted diga puede ser utilizado como prueba.
En ese momento, se oyen las radios de los coches que acaban de llegar. Asimismo, se escuchan con claridad portazos en la calle.
—Toma esto —dice Maggie, acercándose a la pelirroja—. He hecho copias.
—Muchas gracias —es todo lo que puede decir la oficial. Le echa una ojeada: se trata de un periódico de Esexx, de hace casi dos décadas, pero a Susan Wright se la reconoce al instante. Hay un titular de una sola palabra encima de su foto de la ficha policial: MONSTRUO.
Ellie, que se ha acercado a su amiga, recorre con su vista el periódico que ésta tiene en sus manos. Tras hacerlo, una docena de palabras atroces llaman la atención de la policía castaña. ¿Cómo han podido pasar por alto aquello?
La mujer con rostro inescrutable no se resiste a la detención, y acepta de forma sumisa que la esposen. Empieza a caminar lentamente entre un agente y el inspector, quien queda a su espalda.
—Eres increíble —alaba Olly a su jefa, y ésta se reclina en su asiento, satisfecha.
—Lo sé, tesoro. Mira y aprende.
Sin embargo, una vez Susan Wright sale a la calle, la cosa cambia por completo. Empieza a resistirse, gritando a pleno pulmón. Su fachada, antaño y como siempre imperturbable, se resquebraja de pronto, convirtiéndose en una mujer desesperada.
—¿¡Dónde está el perro!? ¿¡Dónde está mi perro!? —grita—. ¡Contestadme, joder! ¿¡Dónde está mi perro!? —continua vociferando incluso cuando un agente de policía la sujeta, ayudándose de otro para llevarla hacia el coche patrulla—. ¿¡Quién se ha llevado a mi perro!?
Cora empieza a observar su alrededor. Se fija en el poste de la farola en el que, hace escasos minutos estuviera atado el canino de color canela, pero no logra divisarlo ahí. Es como si alguien lo hubiera hecho desaparecer, como un truco de magia. Queda claro que alguien ha sustraído al perro sin ningún miramiento. Se acerca a sus compañeros de profesión fuera de sus coches patrulla, sin dejar de vigilar a la mujer, a quien finalmente hacen entrar a uno de ellos. Pregunta entonces a los agentes si alguien ha visto algo inusual o sospechoso. Todos ellos responden que no. "Esto no me gusta: quienquiera que se haya llevado a su perro, está claro que conoce lo bastante a Susan Wright como para saber que, su falta, la desequilibraría por completo. ¿Pero quién? Tendré que reflexionar sobre ello", piensa la joven, de nuevo fijando la vista en la mujer rubia, quien incluso dentro del coche, sigue resistiéndose, exigiendo saber a voz en grito qué diantres le ha pasado a su perro.
Beth y Chloe apartan los ojos del programa matinal de la tele que llevan dos horas mirando. Aunque Beth, no podría explicar nada de lo que ha visto. Mark acaba de decirles que van a salir, por lo que lo observan con los ojos bien abiertos, sorprendidas y extrañadas.
—¿A dónde vamos? —pregunta Chloe.
—Es una sorpresa —dice Mark. Hay un brillo en sus ojos que Beth no veía desde hacía mucho tiempo. Trama algo, y bueno. Mantiene el misterio cuando las lleva hacia la orilla del mar. Solo entonces Beth se fija en lo que la rodea, así que descubre dónde las lleva a Mark, y supone una terrible sorpresa—. Hemos llegado —dice él, contento, delante de la sala de recreativos.
—Papá, ¿qué hacemos aquí? —pregunta Chloe.
—¿Tú qué crees? —Mark viene bien preparado, y saca monedas de una libra de una bolsita de su bolsillo—. Bien: para ti —da unas monedas a Chloe—, Beth —le entrega otras cinco libras a su mujer—, y cinco para mí —les sonríe—. A ver quién gana más: ¡quién le sacará más provecho a cinco libras? —indica, caminando hacia los recreativos.
—¿Lo dice en serio? —Chloe aún no puede creerlo.
—Lo dices en serio... —afirma Beth, sorprendida.
—¡Claro que lo sigo en serio! Venga, a ver quién gana más!
Beth últimamente no puede fiarse de sus propias opiniones, por no hablar de las de otros. ¿Es lo adecuado? ¿O es un error tremendo? ¿Qué pensará la gente? Está a punto de echarse atrás, pero Mark y Chloe están dentro, y prefiere quedarse con ellos que estar fuera sola, torturada por la visión de un niño con el pelo castaño oscuro, que le ruega a su madre que le deje dar otro viaje al delfín mecánico.
En la sala de recreativos ocurre exactamente lo mismo que en el resto de los sitios turísticos ese otoño: está medio vacía, y Beth lo agradece. Hay solo un grupo de gente, grupos de chavales, y por suerte, nadie los reconoce. Empieza a seguirle la corriente a Chloe, que a su vez se la sigue a Mark. Hace literalmente los mismos movimientos: mete monedas en la máquina, y ve caer las bolas, pero cuando Chloe y Mark apuestan sobre cuál caerá primero, se produce un pequeño milagro: la adolescente se empieza a divertir, y eso es contagioso. Beth gasta su última libra en un torneo de air-hockey de mesa.
A la castaña le lleva un buen momento darse cuenta de que se está divirtiendo, y es entonces cuando Chloe golpea el disco y marca un gol. La joven madre se lleva los dedos a la frente, y hace la señal de que ha perdido, observando cómo su hija no para de reírse. Beth la observa atentamente: había olvidado lo guapa que es Chloe cuando se ríe. Cruza su mirada con la de Mark, y le da las gracias en silencio. Juegan varias partidas más al air-hockey: Chloe contra Mark, Beth y Mark contra Chloe... Cuando al fin los padres logran ganarle una partida a su hija, Mark les da un abrazo, y tira de ellas pronunciando la palabra inmortal: «comida». Unos minutos después, los tres están sentados juntos en el rompeolas, con el almuerzo en el regazo.
—¿Ha estado bien? o ¿Ha estado bien? —pregunta Mark.
—Ha estado bien —reconoce Chloe.
—Solíamos venir cuando erais pequeños —dice Beth.
—Sí, cuando se ponía a llover —añade Mark con añoranza, recordando los viejos tiempos. Esos tiempos que, desgraciadamente, ya no volverán—. Los cuatro juntos.
Se quedan unos minutos en silencio.
—Danny se gastaba todo en las máquinas de gancho —recuerda Chloe.
—Y siempre perdía —dice Mark, carcajeándose.
Beth toma la decisión de pronto, y con tanta seguridad, que le asombra que alguna vez hubiera albergado la duda:
—Tendremos que traer al bebé aquí, cuando nazca —dice con seguridad—. Le encantarán los ruidos y las luces.
Con su visión periférica, ve las son risas que intercambian su hija y Mark.
—Si —dice él—. Habrá que hacerlo.
De vuelta en la comisaria, llevan a Susan Wrigth directamente a la sala de interrogatorios por orden del inspector Hardy. La pelirroja entra de motu propio la sala de observación, pues está intrigada por aquello que pueda analizar de la conducta no verbal de Susan Wright. La muchacha se sienta en la silla que está provista para ella, llevando sus ojos a la sala de interrogatorios, al otro lado del cristal. Esta situación ha pasado de ser algo sin demasiada importancia, a convertirse en el asunto prioritario. Tienen que confirmar su coartada, lo que supone que los agentes deberán recorrer una por una las caravanas del aparcamiento de la playa. También necesitan que los datos de la policía de Essex respalden el titular del periódico. Deben asegurarse de que no dan puntada sin hilo. Mish se ocupará de ello.
Y, aunque tengan los datos policiales, Cora, por su experiencia vivida con Jack Marshall, sabe que, incluso los hechos son de una utilidad ilimitada. Siempre pueden intentar presionarla con lo que han encontrado, pero no parece ser de las que se quiebren fácilmente ante la presión. Aunque, desde luego, siempre pueden recurrir a su habilidad para realizar un perfil psicológico, o un análisis del comportamiento no verbal de la sospechosa.
—¿Por qué tenía el monopatín de Danny Latimer? —comienza interrogando Alec firmemente. Ella no reacciona. Ni siquiera parece pestañear. Lo mira impasible. Inexpresiva—. ¿Por qué le dio el monopatín de Danny Latimer a Tom Miller?
"Esta no es la primera vez que se la somete a un interrogatorio así. Se ve por su postura y actitud: sabe perfectamente que, mientras no hable, no podremos acusarla ni hacer nada para perjudicarla, sin ir contra la ley", piensa la muchacha, analizando brevemente la situación al otro lado del cristal. Nuevamente, Susan Wright da el silencio como respuesta.
—¿Cuál es su color favorito? —Hardy cambia de táctica: debe demostrarle que no puede achantarlo, que no puede dominar la situación. No puede permitírselo—. Puedo estar así todo el día.
—Por su aspecto, diría que no —menciona Susan, quien claramente, es capaz de ver la frustración del inspector—. Quiero ver a mi perro.
—¿Qué? ¿El abogado no es suficiente? —ironiza el inspector, y el aludido lo mira de forma desagradable, como si ese comentario fuera completamente poco profesional.
—No diré nada, hasta que haya visto a mi perro.
—No creo que esté en situación de negociar —intenta hacerla cooperar el escocés, a pesar de que sabe de buena tinta que no pueden obligarla a hablar. Y sin ella, se alejarán más de la solución del caso. Si ella se ha dado cuenta de ello, están perdidos. Los tendrá bailando en sus manos.
—Ya veremos —dice con una sonrisa.
"Maldita sea. Lo sabe. Sabe que no tenemos pruebas. Ni la más mínima. Tiene perfectamente claro que es nuestra primera testigo en mucho tiempo, y que, sin su declaración, seguiremos dando palos de ciego", piensa la muchacha de ojos azules, chasqueando la lengua, molesta, antes de advertir que su jefe y compañera se levantan de sus respectivos asientos, deteniendo el interrogatorio.
—Tómese su tiempo para pensar —indica Alec en un tono lo más contenido posible—. Sin prisas —no quiere darle la satisfacción de saber que está desesperado por encontrar al asesino. Harper se reúne con ellos en el pasillo—. Encuentre a su puto perro. ¡Ya! —le ordena a la muchacha, y Ellie, que camina tras su jefe, asiente, indicándole que la ayudará.
Esa tarea es incluso descomunal para ella, a pesar de sus aptitudes y prodigiosa memoria. Necesitara ayuda, y la castaña está más que dispuesta a ofrecérsela. La cuestión ahora es, ¿a dónde se ha ido el perro? ¿Quién lo querría? Y lo más importante: ¿por qué?
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