Capítulo 28
Ellie se despierta tarde, y encuentra la casa vacía y una nota de Joe, que dice que ha llevado a los niños al parque. Tom al parecer lleva despierto desde hace varias horas. Aquello no le suena bien. Es normal que Fred se despierte al amanecer, pero Tom era de esos a los que tienes que dar unos meneos para que se despierten y destaparle. Hasta ahora ha rechazado la ayuda psicológica, pero se sigue ofreciendo a todos los compañeros de clase de Danny, y Ellie se pregunta si deberían planteárselo de nuevo. Últimamente apenas lo ve algunos días. Mira el reloj: falta media hora hasta la hora de entrar al trabajo. Cinco minutos después está duchada y vestida. A los diez minutos, está en la pista de patinaje del parque con un café en la mano.
Joe es fácilmente distinguible con su chaquetón de papá, y no solo porque tenga el cochecito de Fred a su lado, moviéndolo en lentos y suaves vaivenes para calmarlo.
—¡Sí, señor! ¡Nueve, nueve! —exclama, animando a los chicos, amigos de Tom—. ¡Qué técnica, Lee! —lo alaba, antes de fijarse en su hijo—. Vamos, Tom, ¡a por un nueve! —acaricia la cabeza de Fred, a quien comienzan a cerrársele los párpados. A Ellie la pone contenta que, a pesar de todo, se le ilumina la cara cuando la ve acercarse—. Hola —saluda a su mujer.
—Me he asustado al despertar —confiesa ella—. No sabía dónde estabas hasta que he visto tu nota.
—Sí, bueno, Tom se ha despertado sobre las seis, y quería venir al parque —se explica—. Por lo visto, ahora vienen cada mañana antes del colegio. Es una forma de quitarse el estrés de encima —añade, y Ellie pasea la vista por el campo de skate—. ¡Soy el jurado oficial! ¡Tom, eso es de nueve! —grita cuando Tom salta del medio-tubo—. ¡Sí! ¡Hay un empate! ¡Ahora a la siguiente ronda!
En su voz se refleja el entusiasmo, pero tiene unas sombras violáceas debajo de los ojos. La sargento de policía ha estado tan agobiada por su propio pasado y la preocupación por Tom, que ha olvidado por completo que eso podría estar pasándole factura también a su marido. Desde que empezó aquella investigación ha tenido que ser padre y madre a la vez.
—¿Te diviertes? —le pregunta, y él sonríe.
—Esto me hace estar de buen humor —confiesa, antes de que su tono adquiera un cariz preocupado—. ¿Cómo estás? —pregunta, acariciando su brazo—. En el velatorio estabas un poco... distante.
Ella entierra la cabeza en el brillante nylon azul.
—Estaba pendiente de todo el bar, pensando: está aquí, ¿por qué no lo veo? —le comenta—. Cora y Hardy también estuvieron ojo avizor, pero no sé si tuvieron la misma suerte que yo —le comenta, y Joe parece tensar la mandíbula ante la mención del nombre de la oficial—. Ya se lo preguntaré cuando llegue al curro. Cuanto más dura esto, más empiezo a sospechar de todo el mundo.
—Vaya —Joe finge estar ofendido—, cuando dices todo el mundo...
Ella sonríe.
—De casi todo el mundo.
—Es una lástima, porque estoy disponible para un riguroso interrogatorio en nuestra habitación cada noche —le ofrece las muñecas—. Coge las esposas, porque puedo ser un prisionero muy problemático.
—Espero que tengas una buena coartada.
—Resulta que sí: mi mujer estuvo junto a mí en la cama toda la noche. Roncando, me temo.
—Yo no ronco. Suelto aire —han estado teniendo esa conversación desde la primera noche que pasaron juntos. Supone un profundo consuelo seguir ese guion tan conocido.
—Te grabaré una noche, y ya verás.
Joe se inclina para besarla, ante la evidente molestia de Tom.
—¡Puaj, papá! ¡Iros a un hotel! —exclama—. ¡Deberías estar puntuando!
Ellie sonríe. Besa a Joe, luego a Fred, y se despide. Le ahorra esa incómoda y vergonzosa experiencia a Tom delante de sus amigos. Promete a Joe llevar las esposas a casa en un tono pícaro, y los escucha farfullar que solo son promesas vacías, y se dirige al trabajo, sonriendo, de una forma sosegada.
Es el primer día que Mark vuelve al trabajo. Nige no puede asumir la carga para siempre, y necesitan el dinero, como ya hablaron. Beth le prepara un paquete con la comida: sándwiches de jamón y mostaza, un plátano, una de aquellas bolsas de patatas que nunca se comió después de comprarlas en el supermercado, y una lata de Coca-Cola. Se pregunta, cuándo cierra la tapa del taperware, qué pasó con el taper de Danny. Lo último que recuerda de él es que lo llevó al campus de juegos del colegio, el día que se quedaron sin él. Ahora hay muchos huecos como ese en su memoria. Cosas triviales que, sin embargo, le molesta no recordar. También es el primer día de vuelta al instituto para Chloe, quien está sentada en la mesa de la cocina, con su mochila a la espalda. Mientras Mark cocina una tostada para que se la lleve de almuerzo, intenta conversar con su hija. Sabe que no es fácil volver al instituto en una situación así.
—¿Preparada para tu vuelta a clase, Chloe? ¿Te llevo?
—No —niega la rubia—. Voy con Jess, Lara y los otros —responde la adolescente—. Van a acompañarme —será un trayecto suave en autobús y tren.
Lara es la hija mayor de Bob Daniels, y ha crecido con Chloe. Beth todavía tiene guardado su número en el teléfono desde hace años, cuando recogía las dos niñas en la clase de ballet.
—No ha desayunado —menciona Beth, dando unos últimos toques a la comida de Mark.
—Tienes que comer, Chloe —insiste su marido, preocupado por ella.
—No tengo hambre.
—Sol una tostada, anda —la intenta persuadir Beth—. Tu padre la ha preparado como a ti te gusta —el rostro de Chloe expresa aburrimiento, molestia, incomodidad e inseguridad—. Al menos tómate un plátano...
—Es tarde —dice de pronto la rubia, no queriendo continuar con aquella conversación. Toma la mochila que tiene colgada del respaldo de la silla, y se la coloca sobre los hombros—. Me voy —sentencia, comenzando a caminar hacia la entrada—. ¡Adiós!
—Adiós —dice Mark, observándola marcharse.
—¡Te recogeré cuando salgas! —exclama Beth, quien no quiere dejarla sola por la calle desde lo ocurrido con Danny. No puede permitirse perder a su hija.
Ambos escuchan el sonido de la puerta principal cerrándose con un suave golpe.
—¿Crees que le irá bien? —cuestiona Mark.
—No lo sé... ¿Y a ti la vuelta al trabajo?
—A mí siempre me va bien —dice él—. ¿Irás a ver a tu madre hoy?
—Sí. Tenemos cosas que hacer.
Hay una pausa, un silencio atronador.
—¿Cuándo vamos a hablar del bebé?
Lo hace callar.
—Hoy no —gruñe, molesta, desviando la mirada.
—Llevas casi dos meses diciendo eso. Habrá que hacer algo. Sea lo que sea.
No va a hacerlo. Ahora no. No tiene ganas, ni está de humor para ello.
—Que tengas un buen día —le desea—. Saluda a Nige de mi parte.
Le despide, para que afronte un día en casa de otras personas, tensas por su presencia. No sabrán cómo tratarle: se sentirán avergonzadas ante él, preocupándose por tener problemas tan insignificantes, como una tubería atascada, o un calentador que falla, cuando la vida de Mark ha quedado destrozada, y tratarán de compensarlo con galletas y una charla intrascendente.
Beth envidia a Mark porque puede escaparse. Ella les ha ahorrado a sus antiguos jefes de la Oficina de Turismo el tener que despedirla. ¿Cómo va a volver a su antiguo empleo? Broadchurch se ha convertido en sinónimo de asesinato de un niño. Unos minutos más tarde, cuando se ha asegurado de que Mark y Chloe se han marchado de la vivienda, la madre de Danny Latimer coge su propio coche, y tras conducir unos cuantos kilómetros, toma la carretera que sale del pueblo, camino del encuentro que ha concertado Karen White. Conduce algo deprisa, para que las dudas no se apoderen de ella.
Cuando Ellie llega a su oficina, se encuentra tanto a Hardy como a Harper delante de la zona de servicio, preparándose unos tés. Bueno, es la pelirroja quien prepara un té, y en el caso del inspector, una tila. Parece que le ha cogido el gusto después de que la novata se la preparase casi todos los días. Por su parte, el inspector está preparando dos tostadas. Hardy tiene el ceño fruncido. Nuevamente, parece que sus compañeros no han dormido nada la noche anterior. Cora se gira hacia Ellie y le da un té de hierbas. Por lo visto, se ha anticipado a su llegada, y tenía una segunda taza lista. La castaña lo acepta con una sonrisa: se había terminado el café en el parque, y estaba deseando entrar en calor esa fría mañana de septiembre.
—¿Tostadas? —pregunta Ellie, observando que su jefe las saca de la tostadora colocándolas en un pequeño plato, antes de coger el cuchillo y la mantequilla—. ¿No tiene el desayuno incluido?
—No hemos parado a desayunar —comenta Cora, y se ruboriza a los pocos segundos, pues la mirada que Ellie le echa la avergüenza: sus palabras parecía que estuvieran implicando que hay una relación más allá de lo profesional entre ellos. Se dispone a rectificar, pero su jefe la corta, para evitar que complique aún más ese malentendido, aunque claramente, los tres saben que lo es.
—¿Sabe lo que hice anoche, Miller?
—¿Vestirse de Lady Gaga? —pregunta ella, y Cora suelta una carcajada, casi atragantándose con el té. Incluso Alec se ríe brevemente, y Ellie siente el leve pinchazo de placer que siempre le produce la compañía de su jefe. Definitivamente, podrían considerarse amigos.
—Dígaselo, Harper —le indica el inspector, y la muchacha carraspea, tamborileando con sus dedos en la superficie de la taza.
—En el velatorio, noté que al reverendo Paul Coates le temblaban las manos mientras sujetaba su vaso de zumo —comienza a explicarse—. Cualquier persona pensaría que se trata de un temblor normal, producido por los nervios de estar rodeado de tanta gente agradecida, pero Coates parecía en su salsa, literalmente hablando: resplandecía cuando alguien se le acercaba para estrecharle la mano. Podría haberse debido a una enfermedad neurodegenerativa, como el Parkinson, pero el resto de su cuerpo estaba inmóvil, su rostro no tenía un aspecto de máscara, su voz seguía proyectándose de forma natural, y sus andares no estaban ralentizados —razona, y Ellie está a punto de preguntarle cómo es que sabe identificar ese tipo de enfermedades neurodegenerativas, pero las siguientes palabras de su subordinada la paran en seco—. Una vez descartado esto, me fije en lo atentamente que observaba una de las cervezas de otro cliente. Casi con desesperación, y el análisis estaba claro: es un alcohólico, lo era, mejor dicho, a juzgar por esos síntomas de abstinencia y explican el insomnio, además del temblor de manos. Pueden aparecer incluso semanas después de iniciar la desintoxicación, por así decirlo.
—Así que, anoche, llamé a nuestra brillante Harper —ante esa apreciación, ambas mujeres sonríen—, y seguimos al pastor.
—¿A Paul Coates? —cuestiona Ellie.
—Dijo que pasea de noche debido a su insomnio, así que quise saber dónde iba. Ayer no paseó. Condujo hasta Yeovil, pasada la frontera del condado, al oscuro Somerset, y por una reunión —termina de untar la mantequilla en la primera rebanada de pan y empieza en la segunda.
—¿Qué tipo de reunión? —la castaña se cruza de brazos, aunque empieza a vislumbrar la respuesta.
—Una reunión, reunión —le indica, terminando de aplicar la mantequilla en la segunda tostada, entregándosela a su subordinada.
Ésta la recibe con una sonrisa de oreja a oreja, y por un breve instante, él la reciproca. Es una visión poco habitual en su jefe, y Ellie agradece que su compañera de piel de alabastro sea capaz de sacar a relucir esa parte amable de él.
—Alcohólicos anónimos —dice Cora—, como había supuesto tras el velatorio.
Miller asiente ante sus palabras, pues está claro que, si como su amiga había notado, se trata de un alcohólico que se abstiene de su adicción, debería, por lo menos, acudir a ese tipo de reuniones. Le extraña que no se lo haya comentado con anterioridad.
—Nuestro joven pastor es un alcohólico —sentencia Hardy, dando un mordisco a su tostada, observando que la muchacha de ojos azules hace lo propio.
—Un alcohólico en rehabilitación, si va a reuniones —lo corrige Ellie.
—Da igual —dice Alec—. Es interesante.
"Parece un niño con zapatos nuevos... Ya me esperaba esa reacción cuando lo descubrí", piensa para sí misma la pelirroja de ojos azules, dando un nuevo mordisco a la tostada que le ha preparado su jefe. Al haber estado casi toda la noche siguiendo a Coates, ambos apenas han dormido, y han decidido ir al trabajo para intentar reponer energías. "De ahí que no hayamos parado por el hotel a desayunar... Y de ahí el malentendido de hace unos segundos".
—Tal vez —concede la sargento de policía, caminando a su lado.
—¿Tal vez? —Hardy se ofende falsamente ante su aparente falta de entusiasmo.
—Si sospecha de los alcohólicos, debería que incluir a media comisaría —camina con sus compañeros hacia el despacho del inspector. De pronto, detrás de la ocurrencia, su reacción visceral es de rechazo. Es imposible que sea Paul Coates, pero se percata de lo que está haciendo, y se pasa revista: está aprendiendo a considerar lo que hay detrás de cada línea de investigación, tanto si le resulta cómoda, como si no.
—Bueno, él no nos lo ha mencionado —comenta Harper, mientras Hardy toma un sorbo de su tila—, por tanto, eso nos da una ligera excusa para considerarlo sospechoso.
—Exacto.
—Pero, señor —la castaña intercede—, puede que no lo dijese por considerarlo poco relevante.
—Ahora no podemos descartar nada, Ellie.
—Vamos a redoblar nuestros esfuerzos haciéndole un seguimiento, mientras aún contemos con los pocos recursos que nos quedan —sentencia Alec, de acuerdo con su subordinada, deteniéndose ante la puerta de su despacho—. Quiero todo sobre él: última parroquia, antiguas novias, libros sin devolver a la biblioteca... Y qué pasa exactamente en esas clases de informática —Coraline asiente ante sus palabras, pues ya está coordinando a sus compañeros para buscar esa información. El escocés examina las carpetas de encima de su mesa antes de percatarse de que Miller tiene algo en sus manos—. La investigación forense de la barca —dice, leyendo algunas de las palabras al revés—. ¿Qué tenemos?
Es difícil leer como es debido bajo la atenta mirada de Hardy, y Ellie nota que ella le resulta sospechosa debido a la relación de su familia con la barca. Con todo, trata de aislarse de su superior y se las arregla para digerir el contenido del informe.
—Sangre, pelo y huellas coinciden con las de Danny, y las pequeñas partículas de pintura coinciden con la de su monopatín —sigue a su jefe al interior de su despacho—. Y razas de un producto de limpieza. El mismo usaron en el cuerpo de Danny —Hardy todavía la está mirando, e interviene a los pocos segundos.
—Mientras transportaban el cuerpo de Danny costa abajo, el asesino intentó eliminar cualquier huella que hubiesen dejado en el cuerpo
—Pero era un producto de limpieza doméstico, posiblemente robado en la cabaña —intercede Ellie, sentándose con su amiga en el sofá del despacho del escocés. Éste da un nuevo mordisco a su tostada—. Todo parece indicar que no había nada previsto.
—Barca robada en la playa, limpiador robado en la cabaña... —enumera la oficial, tras tragar otro trozo de tostada que se había metido a la boca—. El asesino estaba improvisando. Como analicé, es un aficionado. No ha matado anteriormente. Iba con prisas, sin saber qué hacer.
Hardy asiente con aprobación: tiene su misma opinión, y Ellie también lo hace. Por fin están en la misma página.
—¿Qué estaban haciendo con el monopatín de Danny en la barca? —tamborilea los dedos en la mesa—. ¿Quién tenía acceso a ella? —cuestiona, antes de chasquear la lengua, claramente molesto—. Creo que es hora de que se lo preguntemos a su sobrinito.
Unos minutos más tarde, en el Eco, con Oliver es imposible no ser tía Ellie, y le alegra que Hardy y Harper tomen las riendas de la situación.
—¿Quién más sabía que la barca estaba amarrada allí? —cuestiona la oficial.
—Bueno, no era exactamente un secreto. Lo sabían todos, agente —dice Olly, por fin refiriéndose a ella con él título correspondiente a su profesión, sin ningún tipo de actitud despectiva o condescendiente—. Al menos, casi todo el que pasease por aquella parte de la playa.
—¿Cuándo la usaste por última vez?
—Hace siglos —intenta recordar—. Fuimos a hacer paintball por la costa con Tom y Danny —le comenta a la novata, quien asiente lentamente, tomando una nota mental de esa información.
—¿Cuándo fue eso? —cuestiona la muchacha, cruzándose de brazos.
—Hace seis meses, quizá. Aquel fin de semana de marzo tan caluroso.
La veterana policía se lo piensa dos veces: su hijo nunca ha jugado a disparar bolas de pintura.
—No puede ser —sentencia Ellie—. Tom nunca ha hecho paintball.
Olly se pone un poco colorado.
—Oh, bueno, Mark se lo pregunto a Joe, porque sabía que dirías que no a que Tom usase un arma —la castaña abre la boca, sorprendida, pero no sale ninguna palabra de ella.
—¿Quiénes tomaron parte en esa excursión? —lo presiona el inspector.
—Al final el grupo lo formamos: Tom, Danny, Nige Carter, Mark, y yo. Fue un día mítico —comenta—. Tengo fotos —añade, en caso de que las quieran usar como pruebas—. Posiblemente, el último día que pasé con Danny.
La sargento de policía todavía está en shock tras enterarse de que Joe ha hecho algo así a sus espaldas. Se queda temporalmente muda. La analista del comportamiento toma nota de su desconcierto, y se pregunta por qué Joe ocultaría algo así de su mujer. En la cena en su casa no le pareció notar que los Miller guardasen secretos entre ambos, pero claro está, hasta ese momento no había empezado a reaccionar tan bruscamente cada vez que Joe estaba cerca. Y ese sentimiento en la boca del estómago, como si Joe Miller no le diese buena espina... La novata de ojos azules se conoce lo suficiente como para saber que tiene que haber notado algo extraño en él, aunque haya sido de forma imperceptible, de modo que ni siquiera ella sabe identificarlo.
—Así que, todos ellos sabían dónde estaba guardada la barca, como abrir el cerrojo, y como arrancar el motor —sentencia Hardy, volviendo su atención a Oliver Stevens, notando que la novata ha sacado su libreta, apuntando los nombres que el reportero les ha facilitado.
—Sí.
—¿Quién más?
—Mucha gente, oficial —nuevamente, la trata con respeto. Para Cora es un alivio: parece que tomó la decisión correcta, al indicarle a su madre que hablase con Maggie Radcliffe y le dijese uno de los motivos para su estancia en Broadchurch (siendo el otro la razón de su trauma) —. Mamá se la alquilaba a cualquiera que se la pidiera. Todo el mundo ha ido en ella, antes o después. A ver... Brian, del King's Arms, Kevin, el cartero, al menos tres profesores de Tom... —busca más nombres—. Paul Coates también.
Hardy al fin parece satisfecho con esa última frase.
Una hora más tarde, los agentes de policía se han personado en la iglesia, donde no tardan en encontrar al reverendo, paseando entre las lápidas como perdido entre sus pensamientos. En cuanto se acercan a él, inician la conversación. Al principio la cosa es informal, y empiezan con la última vez que Coates utilizó la barca de Olly Stevens.
—¿La barca de Olly? Sí, una vez. Puede que haga más de un año. Pensé que, bueno, al estar aquí, debía ser más... Pescador —les cuenta con evidente buena disposición—, así que cogí la barca, una caña, y no pesqué nada. Me quemé la piel, eso si —su sonrisa es beatífica; Hardy se dispone a borrársela de la cara.
—¿Cuánto hace que está en alcohólicos anónimos?
La cosa funciona. Paul se detiene y se gira hacia ellos. Su rostro está desencajado, y ligeramente pálido. Casi emite un gruñido tras escuchar esa pregunta.
—Explíqueme por qué esa pregunta es relevante.
—Explíqueme por qué no lo es —sentencia Alec, retándolo a desafiar su autoridad.
—Oh, ya veo. Me quejo de sus errores por lo de Jack Marshall, y viene a por mi.
Hardy no muerde el anzuelo, y es Harper quien interviene.
—No trabajamos así —indica en un tono amable—. ¿Por qué fue a Yeovil, Paul?
—Para ser anónimo y tener privacidad, y para no toparme con mis parroquianos, jovencita —el autodominio de Coates irrita al inspector, a quien su respuesta para con su subordinada le parece altanera.
—¿Por qué no nos lo contó? —insiste la muchacha de ojos azules, notando que tensa su rostro.
—Porque no tiene nada que ver con su investigación.
—¿Estuvo bebiendo la noche que murió Danny? —intercede Alec en un tono cortante.
—Llevo sin beber cuatrocientos setenta y tres días —se vuelve hacia Ellie—. ¿Siempre es tan ofensivo?
—Bueno, hoy se está superando —pese a que a Hardy le gustaría creer que Miller toma partido por los sospechosos para proporcionarle una sensación de falsa seguridad, lo duda. Consulta el expediente que tiene delante.
—En su último trabajo, agredió a un chico tras haber estado bebiendo —sentencia la pelirroja, quien ya ha estado investigando lo suficiente, como para encontrar ciertos asuntos que el vicario, seguramente, querría tapar.
Éste adopta el tono de resignación de alguien que ha repetido una excusa una y otra vez.
—No le agredí. Fue una broma que salió mal. Era el doble de grande que yo.
—No tiene coartada para la noche de la muerte de Danny.
—¿Por qué iba a matarlo? ¿Es capaz siquiera de soñar alguna razón para que yo mate a un niño de once años? —Hardy no tiene que imaginar nada. Hay tantos motivos como asesinos posibles.
—Venga a traernos una muestra de ADN, ¿vale?
Alec Hardy da media vuelta, dando por finalizada la conversación, comenzando a caminar hacia el coche de Miller. La pelirroja le dedica una sonrisa compasiva y amable al vicario, antes de seguir a su jefe. Ellie es la última en marcharse, y se compadece del pobre reverendo. Cuando a su jefe se le mete algo en la cabeza, parece empecinado en no soltarlo.
Entretanto, Mark ha llegado a casa de Kevin, su amigo y padre de una compañera de clase de Danny y Tom Miller. Lo acompaña Nigel, quien saca los bártulos y las bolsas de herramientas de la furgoneta. En su rostro tiene una expresión preocupada, como si realmente juzgase que Mark no debería volver al trabajo tan pronto.
—Vale —dice, entregándole la bolsa a su jefe—, ¿seguro que estás bien?
—Es la cuarta vez que me lo preguntas —le recuerda Latimer, rememorando que en el trayecto hasta la casa se lo ha preguntado nuevamente—. He hecho esto antes.
—Lo sé, pero las cosas ahora son diferentes... ¿No?
—No me estoy divirtiendo, pero la única razón por la que hago esto es para olvidar que todo es diferente.
—Vale.
La mujer de Kevin pronto les abre la puerta. Su rostro palidece y casi se queda sin habla al ver a Mark en la puerta de su casa. Consigue recomponerse de la sorpresa, y articula sus palabras con cuidado, como si tuviera delante una frágil muñeca de arcilla a punto de romperse con el más mínimo toque.
—Dios, Mark...
—No, Dios está ocupado —bromea, intentando aliviar la tensión—. Esta vez, vengo yo —se ríe, y se abre camino al interior de la vivienda—. Otra vez la lavadora, ¿no? —comenta, encaminándose al cuarto de lavado, el cual ya conoce bastante debido a sus anteriores visitas a la casa.
—Está bien —dice Nige en un susurro, entrando tras Mark, notando que la mirada de la mujer está aterrada a la par que incómoda y desconcertada.
Después de dos horas en el coche, Beth se encuentra empujando la puerta de un restaurante Little Chef, de una carretera radial con poca circulación, en una parte del país donde nunca ha estado antes. Es la primera que llega. Todavía tiene tiempo de echarse atrás, cuando pide un café muy caro que en realidad no le apetece, y mira los neumáticos que pulverizan la llovizna de la carretera.
Cuando la cafeína afecta a su riego sanguíneo, desea haber pedido un descafeinado. Se pone muy nerviosa cuando se abre la puerta. Queda impresionada, como si hubiera visto a alguien famoso. La cara de que Cate Gillespie le dice que el reconocimiento es mutuo, y Beth se da cuenta de que ella también ahora es una celebridad grotesca que puede hacer enmudecer una habitación.
—Dios mío, qué raro es esto, ¿verdad? —dice cuando Cate ocupa el asiento de enfrente.
—Sí —dice Cate en un tono sombrío.
Observándolas de cerca, sus diferencias son evidentes. Cate es unos años mayor que Beth, y habla mejor, como si hubiera ido a la Universidad. A la castaña le recuerda, si es sincera, a aquellas madres de clase media, las que se habían mudado a Broadchurch de Londres o de donde fuera, que la miraban con arrogancia en los grupos de recién casados, cuando Chloe era muy pequeña. A pesar de todo, lo que las une es firme, profundo y sincero.
—Karen me ha dicho que el inspector Hardy está al mando —se acerca a ella, inclinándose sobre la superficie de la mesa. En cuanto la ve asentir, Cate se lleva las manos al rostro—. Dios, Beth, escucha: ese hombre es nocivo. Perdieron pruebas. Jodieron todo el juicio. El asesino de mi hija sigue fuera por culpa de ese hombre. No te creas nada de lo que diga.
Beth se siente mal: no tiene otra elección que fiarse de Alec Hardy, y esto es diferente a Sandbrook. ¿No es lo que todos le dicen sin parar?
—Vale, pero...
—Dios santo, te quiero contar tantas cosas... Pero no puedo —dice Cate, y a Beth se le ocurre por primera vez, que aquella es una especie de sesión de terapia también para ella. La idea es inquietante: joder, se da cuenta de que, de algún puñetero modo, quiere que Cate mantenga su autoridad allí—. Siento mucho por lo que estás pasando —le dice en un tono amable, compasivo—. Comprendo tu dolor.
—Eres la primera persona que me dice eso, a la que creo.
Cate tuerce la boca en una sonrisa compasiva. Hay rastros de belleza que sugieren que era guapa antes de que pasara aquello. Todavía lo es, pues sus rasgos todavía son regulares, y tiene unos ojos que todavía le brillan, y un pelo que todavía es lustroso, pero emana una pena que la desfigura.
—Lo sé: toda esa gente desesperada por decirte lo profundamente que siente tu dolor —dice Cate—, y tú pensando: «no tenéis ni puta idea», ¿verdad?
—Sí —siente un gran alivio de que hayan articulado así lo que le pasa—. Y es como si se pegasen a ti. No te dejan en paz. Están desesperadas porque les des las gracias.
—Y no entienden nada sobre el dolor. El dolor de verdad, cómo este —Cate mueve de modo impreciso la mano hacia Beth—. Creía que el dolor era algo que estaba dentro, algo contra lo que podía combatir y vencer, pero no lo es. Es algo externo, como una sombra. No puedes escapar de él. Tienes que vivir con ello. No decrece, solo aceptas su presencia. Empezó a gustarme con el tiempo —Beth no es consciente de la cara que está poniendo, pero Cate se interrumpe de pronto—. ¿Estoy loca? ¿Me he vuelto fría muy rápido? ¿Demasiado depresiva?
—Eres la primera persona que me dice algo con sentido —contesta Beth. Ni siquiera Mark la entendía de aquel modo. Tiene la sensación de que ella y Cate pueden contarse lo que sea la una a la otra. Olvídate de Paul Coates, olvídate de Mark, incluso de Liz y de Chloe. Esa es la relación que ha estado buscando.
—¿Cuánto hace? ¿Ocho semanas? —pregunta Cate, y Beth asiente—. ¿Tu matrimonio sigue bien?
De golpe, Beth se da cuenta de que no puede contárselo todo a Cate. Las cosas con Mark están demasiado delicadas. Son demasiado sórdidas para aquella conversación. Sería faltarle el respeto a Danny y a Pippa. Traga saliva, y luego opta por:
—Con altibajos. ¿Y el tuyo?
La cara de Cate lo dice todo.
—Divorciada. Casi todas las parejas con un niño asesinado se divorcian, lo sabes, ¿no? Supongo que hayas consultado en Google todo eso —se lleva la taza a los labios, pero no bebe—. Yo también lo hice
—Mi marido ha vuelto al trabajo.
—Ah, ¿sí? —se sorprende por una milésima de segundo—. Vaya, no ha perdido el tiempo —dice en un tono sarcástico—. Así son los hombres. Tienen que hacer cosas. No soportan pensar.
—Y mi hija ha vuelto al instituto justo hoy, pero yo no quiero volver al trabajo. No me siento bien.
—Claro que no —dice. Beth siente alivio: a lo mejor Cate tiene las respuestas adecuadas.
—Sigo pensando que, ojalá hubiese un manual para esto —dice, hundiendo su cabeza en sus manos por unos segundos, desesperada por obtener respuestas—. Una guía, porque, ¿qué hago cada minuto? ¿Qué puedo hacer?
—No lo sé, Beth...
—¿Tú qué hiciste?
Cate parece vaciarse, y Beth siente el vacío correspondiente en lo más profundo de sus entrañas.
—Trabajé un poco —dice, inexpresiva—. Pero tenía jaquecas horribles. No podía concentrarme, mucho menos ocuparme de las cuentas de la gente. Pero además estaba esa agobiante sensación de absurdo: «¿qué importa si no acabo mi trabajo? Lo peor ya ha pasado».
Eso no es lo que quiere oír Beth.
—¿Y qué haces durante el día?
—¿Sinceramente? —Beth asiente, aunque intuye que la respuesta no le va a gustar—. Me voy a la cama, duermo. Me levanto, y todo sigue igual, así que bebo una copa, y sigo bebiendo. Y luego lloro, durante un par de horas o así —la voz se le resquebraja por momentos—. Luego veo la tele, si no me recuerda a mi niña, que suele hacerlo, así que tomo pastillas para dormir —desvía la mirada, y percibe entonces la angustia de Beth—. Lo siento. Sé que has venido buscando respuestas: no las tengo. Me robaron la vida ese día. Mataron la mejor parte de mí, y no puedo rehacerme. Quizá tú lo hagas mejor que yo.
La conversación languidece. El deseo de Beth de separarse de Cate de repente es tan intenso como unos minutos antes lo era su necesidad de estar con ella. Hay un moderado forcejeo acerca de quién pagará lo que han tomado, que se resuelve cuando la camarera les dice que la cuenta ya está pagada por qué corre por cuenta de la casa. Al principio Beth no lo entiende, pero con una segunda ojeada le basta con ver las húmedas mejillas rojas, y resulta evidente lo que ha pasado. Beth considera obsceno aceptar aquella invitación. Tiene la sensación de estar aprovechándose en cierto modo de la muerte de Danny, pero no consigue hablar, así que intenta pagar. Los dedos le tiemblan cuando busca con torpeza unas monedas, hasta que la firme mano de Cate aprieta levemente la suya.
—Déjalo —dice con amabilidad, y hace un gesto de asentimiento a la camarera, que se escapa agradecida, como si le hubieran dado permiso. Beth se da cuenta de que aquello le ha pasado a Cate antes. Puede que muchas más veces, y que aquella no será la última vez que le pase a ella. Emprenden caminos distintos, con la promesa de volver a verse. Beth no tiene ni idea de si Cate tiene intención de que sea así, y ella no tiene idea de si ella misma lo quiere. La lluvia está cayendo a mares, y se sienta tras el volante, incapaz de conducir. Observa a Cate mientras sale del aparcamiento, con la sensación de que cualquier esperanza de una vida normal se marcha con ella. Había creído que nada podría igualar el horror del pasado. Ahora le aterra el futuro.
Tom Miller, solo en su cuarto, es incapaz de centrarse en algo. Ha cambiado su libro por una revista, la revista por la Nintendo DS, la Nintendo DS por su PlayStation 3, pero ni siquiera eso puede atraer su atención. Es media tarde, esa insoportable hora del día en la que es demasiado tarde para sumarse los planes de nadie, y demasiado pronto para considerar si quedar con alguien después de la cena, y, en cualquier caso, a ninguno le dejan salir ya hasta tarde.
Abajo, los sonidos del programa infantil de la BBC y del lavaplatos que están llenando, le indican que Fred y Joe están en casa. Con expresión resignada, comprueba el espacio para aparcar delante de la casa, destinado a su madre: está vacío, pero otra cosa que devuelve la vida. Baja la escalera más deprisa que un en monopatín en una rampa, y en cuestión de segundos ha traspasado la puerta de la calle. Joe que está limpiando la trona de la cocina, no se ha dado cuenta de que Tom ha salido. Solo Fred lo ve pasar.
—¡Paul! —grita al hombre que camina hacia la iglesia.
La cara de Paul Coates, que hace una mueca, está sonriente cuando se vuelve para encarar a Tom.
—Eh, hola, amigo —lo saluda con amabilidad.
—Quería preguntarle una cosa.
—Claro —afirma, dispuesto a ayudarlo con cualquier problema—. A no ser que se trate de algo muy complicado, porque entonces me temo que superarás mis conocimientos.
Tom se sonríe de oreja a oreja.
—Si alguien, accidentalmente, borra algo de un disco duro, ¿desaparece para siempre? —se rasca la nariz—. Mi padre ha borrado algo, sin querer.
El vicario se queda mirando a Tom un momento.
—No —dice—. Hay programas de recuperación. Si no funcionan, un buen experto podría ser capaz de recuperarlo. Así que no, no desaparece del todo.
—Vale, gracias —dice Tom en un tono amable, pero da la impresión de que no le gusta la respuesta.
—Esta vez no voy a cobrarte —menciona Coates en un tono amable, siguiendo su camino.
De vuelta en su cuarto, el joven Miller pasa cinco minutos intentando retirar el contenido de la papelera de su ordenador portátil. Amenaza con la cabeza a la pantalla, y a veces se vuelve para mirar por encima del hombro. El sonido del lavaplatos puede disimular los pasos de un padre astuto. Al final, cierra la tapa con fuerza, y mete el ordenador en su mochila de camuflaje, aunque no se molesta en añadir el cargador ni el ratón.
Beth ha ido al instituto a recoger a Chloe, tal y como le dijo que haría esa mañana. Espera y espera, pero no la ve salir. Finalmente, preguntándose dónde puede estar, o si se ha metido en líos y está castigada, habla con su tutora. Ésta le da una horrible noticia: Chloe se ha marchado nada más asistir a una hora de clase de biología. A Beth le parece que se le congela el aire en los pulmones. Saca su teléfono y llama a Mark.
—¿Beth? —escucha la voz de su marido al otro lado de la línea telefónica.
—Mark, Chloe se ha ido del colegio antes de que yo viniera a buscarla a la hora de comer. No ha vuelto a casa —lo pone en situación rápidamente. Nota como la respiración de Mark parece detenerse brevemente.
—¿Y se lo han permitido?
—Les ha dicho que tenía permiso para, de momento, venir solo por las mañanas —Beth intenta que no se le quiebre la voz. Mantiene a raya las lágrimas que aparecen en sus ojos.
—¿Es broma? —ahora Mark parece querer propinarle un golpe a algo, o a alguien. Sin siquiera verle el rostro, puede notar cómo chirría los dientes, en un esfuerzo por controlar su ira.
—En su móvil salta el contestador. No está en casa, ni con mamá... ¡No sé dónde está!
—Voy hacia allá —indica Mark con rapidez, escuchándose sus pasos acelerados.
Al cabo de unos minutos están ambos en la furgoneta de Mark. La explicación de él, que pretendía tranquilizarla, lo ha empeorado todo. ¡Novio! ¿Cómo puede tener novio Chloe y no decírselo a ella? ¿Cómo puede saberlo Mark y no contárselo?
La culpabilidad ha sido una presencia constante desde la pérdida de Danny, pero ahora está conmocionada por el nuevo brote de la misma emoción. Ha estado tan centrada en su hijo, que se ha olvidado de su hija. Entiende por qué Chloe le ocultaría lo de ese chico a Mark —a nadie le apetece contarle al padre protector, enfadado, que se está viendo con alguien— pero a ella creía que se lo contaban todo la una a la otra.
—¿Cuándo pensabas contármelo? —baja del todo el cristal de la ventanilla.
—Lo olvidé, no sé —intenta justificarse—. Me enteré cuando ocurrió todo lo de Jack Marshall —responde Mark, apartado los ojos de la carretera para mirarla, y tiene que dar un violento volantazo a la izquierda para esquivar a un ciclista—. Pasaban demasiadas cosas: tú y yo apenas hablábamos —conduce demasiado deprisa, dirigiéndose hacia un gran bache en la carretera. Pasa por encima a gran velocidad, y el coche da una sacudida. Beth se lleva instintivamente las manos al estómago.
Toma una carretera estrecha de curvas con altos setos en los lados. Beth se muerde la lengua por miedo a que le vuelva a hacer perder la concentración.
—¿Cómo es el tal Dean? —cuestiona, una vez desaparecen las curvas—. ¿Lo conoció en el instituto, o qué?
Mark hace una mueca algo incómoda y molesta.
—No es del instituto. Es un poco mayor.
—¿Cuánto es un poco?
—Diecisiete.
Beth suelta:
—¡Genial! Estupendo. ¿Y a ti te parece bien?
—¡No me parece bien, joder! —exclama como respuesta, todavía sin aminorar la marcha. Al fin pisa el freno, y Beth ve que el cuentakilómetros baja de los noventa y cinco por hora—. Pero ahora no quiero presionarla, ¿vale?
—¿Y ni siquiera tienes el teléfono de ese chico?
—Vive en una granja, más allá de Bredy Hill —le cuenta, manteniendo los ojos en la carretera—. Mira, apuesto lo que sea que está allí, y seguro que estará bien.
—¿Cómo puedes seguir diciendo eso? —dice Beth. Vuelve la cara hacia la ventanilla.
Casi sin avisar, Mark dar un volantazo, y entra en el patio de una granja en ruinas, abarrotada de antiguas trilladoras y un tractor amarillo oxidado. Unas vacas de aspecto triste comen en un enorme establo oxidado. Lo único nuevo que hay, es una moto brillante con dos cascos colgando en la parte de atrás.
—¡Tiene una puñetera moto! —exclama Beth, pero Mark la hace callar, agarrándole el brazo con la mano. Ella sigue su mirada hacia una pequeña construcción de la granja, en la esquina del patio. Dentro hay movimiento. Mark conserva la calma en la breve caminata hasta la casucha. Luego, pierde su compostura en el último momento, gritando el nombre de Chloe, y cargando con el hombro contra la puerta, en el segundo exacto en el que Beth recuerda las cosas que hacían ella y Mark a media tarde, cuando eran jóvenes, y piensa que sería una buena idea llamar.
Esperase lo que esperase, Beth no era aquello. El interior de la casucha parece un club de jóvenes. Hay pufs, un par de sillones desvencijados, hileras de luces colgadas de las vigas, un televisor de pantalla plana en la que aparece un videojuego... En el centro está Chloe, con unos auriculares puestos. Tiene los ojos cerrados, y se balancea suavemente. Dean —guapo, constata Beth, aunque se siente aturdida—, está inmóvil con el mando de la consola en la mano. Después de lo que parece una eternidad, Chloe se gira, y se quita los casos, abriendo los ojos como platos al ver a sus padres.
—¿¡Mamá!? ¿¡Papá!?
Beth no sabes si darle una bofetada o abrazarla.
—¿¡Qué coño estás haciendo!?
—Bailar —dice Chloe— Dean me ha preparado un rincón feliz.
—¿Un qué? —Beth aún intenta procesar la situación.
Dean se levanta, quedando junto a su novia.
—Un sitio donde pueda alejarse de todo —explica—. Disfrutar, sin sentirse culpable —Chloe le sonríe agradecida, y le coge la mano.
Beth mira Mark, y sabe que él está pensando lo mismo: somos nosotros hace quince años. La domina una sensación de lo más agridulce, como un beso que se anhela en una herida en la piel.
—¿Qué ha pasado en el colegio ¿Por qué no estabas con tus amigas? —pregunta Mark. Su enfado se ha desvanecido.
—Todos me miraban y eran demasiado amables conmigo —dice Chloe—. No dejaban de preguntarme si estaba bien. Tenían cuidado de lo que se decían, como si yo fuera un bicho raro. He llamado a Dean, y ha venido a recogerme —Beth intenta no hacer una mueca de dolor al pensar en Chloe subida en la parte de atrás de la moto de Dean, recorriendo kilómetros de campo abierto—. Solo quería dejar de estar triste. Quería a Danny, sabéis que le quería, pero necesito dejar de ser la hermana de un niño muerto. Me agobia, y sé que no podéis entenderlo.
Beth lucha por no llorar. No quiere avergonzar a Chloe llorando delante de Dean. Por suerte, es Mark quien habla por ella.
—No. Lo entendemos, claro que sí. ¿Verdad?
—Sí —Beth asiente con un hilo de voz, tragando saliva.
—¿Vas a tener al bebé? —cuestiona Chloe. Beth mira a Mark (si se lo ha contado a Chloe, lo matará), pero él niega con la cabeza—. Por Dios, mamá, os oí discutir —añade Chloe con paciencia, como si ella fuera sus padres—. ¿Qué vais a hacer?
Beth decide corresponder a la sinceridad de su hija.
—No lo sabemos —pasa la vista por las luces suaves, y la música y los sofás, y se siente avergonzada y al tiempo agradecida por que Dean haya hecho eso por ella.
—Pero primero necesitaremos hacerte una habitación feliz en casa, para que te sientas a gusto —añade Mark con una sonrisa.
Chloe sonríe aliviada porque sus padres aprueben su relación con Dean. Al menos de momento.
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