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Capítulo 23

Joe ha llevado a sus hijos a los recreativos, para intentar distraer a Tom de sus preocupaciones. Tiene a Fred montado en un caballito que se balancea tras meter unas monedas. El pequeño de los Miller se lo pasa estupendamente por su cuenta, como si creyese que es un vaquero del antiguo oeste. Aunque Joe no tiene muy claro si ese caballo es del oeste, o lo han sacado de un cuento de fantasía moderna. A su lado está Kevin, el amigo que intentó sonsacarle información a Ellie en la cafetería cercana a la comisaria. Él también ha llevado a su hija allí para que se divierta. Mientras Joe tiene cuidado de sujetar a Fred para que no se resbale y caiga del caballito, Kevin habla:

—Todos los que conozco han prohibido a sus hijos que sigan repartiendo periódicos —le cuenta en un tono confidente, como si no quisiera que nadie los escuchase—. Andy está moviendo una petición para que lo echen de la Brigada Marina.

Joe parece poco menos que mortificado ante esas declaraciones. Decide adoptar una postura lo más neutral posible. Sabe que ahora no le conviene enfrentarse a los demás padres. Pueden ser como buitres si alguien se opone a alguna decisión colectiva. Ya ha visto como obran anteriormente, en reuniones del colegio, o manifestaciones porque los docentes eran incompetentes.

—Quizá deberíamos esperar hasta saber un poco más.

Kevin hace la temida pregunta.

—¿Y si para entonces ya es tarde?

—No sabes si es Jack Marshall —sentencia el padre de Tom con un punto de dureza en la voz, al mismo tiempo que desvía la mirada, como si conociera un dato que se escapa a la comprensión de todos los demás.

—Tú no sabes si no lo es.

Por su parte, Tom está dentro del edificio de los recreativos, jugando en varias máquinas. No hay ninguna que suponga un reto lo bastante estimulante como para gastarse su paga mensual, así que simplemente pasea entre ellas, con la mirada y los pensamientos perdidos en otra parte. Para cerca de un puesto de palomitas, cuando un perro de color marrón llama su atención. Siempre ha querido tener un perro. Se arrodilla y le acaricia la peluda cabecita. El perro menea la cola, contento por las caricias. Pronto se echa en el suelo, invitando a Tom a que lo acaricie más. El niño no puede estar más contento de obedecer.

—Le caes bien —dice la mujer que sujeta la correa del perro. Es Susan Wright, quien observa al niño con una mezcla de amabilidad, y suspicacia—. Los niños no suelen gustarle —menciona, sorprendida porque Vince se deje acariciar por ese chaval.

—¿Cómo se llama? —pregunta Tom, curioso.

—Vince —le responde, antes de mirar a su alrededor—. ¿No juegas?

—No, me lo he gastado todo —miente el niño. No quiere que piense que está deprimido o triste, y que por eso aún tiene dinero en los bolsillos.

Tom continua acariciando a Vince. Lo que daría por tener un perro que le hiciera compañía. Nunca se lo dirá a sus padres, pero se siente un poco solo y desplazado. Ahora que no tiene a Danny, se siente aislado. Su madre trabaja siempre hasta tarde, y ahora que tienen a Fred, su padre no pasa tanto tiempo con él como quisiera.

—Puedes sacarlo a pasear algún día, si quieres —menciona Susan en un tono amable.

—¿De verdad?

—Vivo en el aparcamiento de caravanas. La mía es la tercera desde la playa. Tiene un 3 en la puerta —le comunica, dándole las indicaciones pertinentes para que pueda encontrarla sin problemas—. Puedes venir a buscarlo cuando quieras.

—Vale.

—¿Cómo te llamas?

—Tom Miller —responde el niño, y Susan tiene que reprimir una leve sonrisa: ha reconocido el apellido.

—Encantada de conocerte, Tom. Yo soy Susan —a los pocos segundos, azuza un poco la correa, indicándole a Vince que se levante del suelo. Ni corto ni perezoso, el perro color canela obedece. Tom también se levanta del suelo, observándolos—. Buen chico, buen chico —le dice, acariciándole la cabeza—. El tercero desde la playa —le recuerda al joven Miller mientras camina al exterior.


Ellie, Cora y Hardy están dentro de la tienda y pestañean ante los fogonazos de los flases. Las siluetas de los fotógrafos se dibujan en las persianas bajadas. Sus cámaras los convierten en sombras de muñecos extraterrestres. El titular de la nueva noticia del Herald los ha atraído como abejas a la miel: ABRAZOS A LOS NIÑOS. Los demás periódicos sensacionalistas apenas se han hecho eco de la noticia, la han publicado en todas las páginas. El titular del Daily Mirror dice: LA POLICÍA INTERROGA AL EXPRESIDIARIO. Los periodistas repiten el nombre de Jack, pero en tonos muy diferentes de los que usaron para atraer la atención de Beth en el acto en recuerdo de Danny.

—¿Cómo dejan que suceda esto? —se escandaliza el dueño del quiosco—. Necesito protección policial —ruega—. Estoy bajo asedio noche y día.

Ellie hace las preguntas que exige el protocolo.

—¿Te han amenazado? ¿Te han intimidado físicamente? —dice, aunque el cristal de la ventana vibra, respondiendo a su pregunta.

—No por el momento... —niega Marshall—. ¿Pero no has visto eso? —señala las persianas.

"Pero es cuestión de tiempo que empiecen a hacerlo. No hay nada peor que una chusma descerebrada que no tiene criterio propio", piensa la oficial, rodando los ojos. "Sería conveniente ponerle un sistema de vigilancia, o una escolta, pero dudo mucho que Alec vaya a hacerlo".

La pelirroja lleva entonces su atención a su teléfono móvil, pues acaba de llegarle un mensaje.

—Quédese dentro —dice Hardy, como si Marshall tuviera elección. Él tampoco puede apartar la vista de la ventana, y recula a cada flash—. Con suerte, todo esto pasará pronto —no parece muy convincente en su afirmación.

—¿«Quédese dentro»? —Jack está ojiplático—. ¿Eso es todo? ¡Échenlos de aquí! Tengo que abrir la tienda.

—Hoy no.

—Lo hacen adrede, ¿verdad? A ver si me derrumbo. Me tienen señalado, y nada cambiará su opinión.

Hardy recupera la compostura, pues los flashes de las cámaras lo están poniendo nervioso.

—No trabajamos así, pero usted nos ha ocultado cosas —intenta hacerlo razonar—. Si usted no tiene nada que ver...

—Yo no tengo nada que ver. Ya se lo dije. Estuve en casa toda la noche. Si hubiera salido, estaría grabado en las cámaras de seguridad.

Hardy y Miller se miran el uno al otro con incredulidad. Luego se vuelven otra vez hacia Jack.

—¿Sus qué? —pregunta Alec, incrédulo.

—Tiene cámaras de seguridad delante y detrás de la casa —menciona Harper—. Acaban de comunicármelo —menciona, enseñándole el teléfono a su superior—. Lo siento, señor. Quería verificar si su coartada era plausible mediante la búsqueda de cámaras de vigilancia —Alec no dice nada, pues ya empieza a acostumbrarse a sus procesos mentales y a que en ocasiones haga uso de su libre albedrío, aunque siempre termina por rendirle cuentas—. Le he pedido el favor a Frank antes de la reunión con la comisaria —se explica rápidamente, antes de posar sus ojos en Jack.

Éste parece observarla con cierto agradecimiento por haber intentado ayudarlo.

—¿Es eso cierto? —cuestiona Ellie.

—Así es —afirma el viejo—. La jovencita tiene razón —le da una breve sonrisa amigable—. Las instalaron después de que forzaran la entrada. Me costaron una fortuna, pero mis cámaras delantera y trasera están allí. Si hubiera salido, aparecería en ellas —el jefe de la Brigada Marina dice aquello con el desdén de alguien que está poniendo de manifiesto algo evidente, pero después vacila.

Esto ocurre constantemente: gente que olvida algo de vital importancia, porque da por supuesto que la policía contempla las cosas insignificantes de su vida desde el mismo punto de vista que ellos, a veces literalmente, como en este caso.

—Suerte que Harper es concienzuda hasta un nivel casi patológico —menciona Hardy en un tono algo hastiado, aunque sus últimas palabras están cargadas de un tono bromista, que solo detecta la aludida. Su atención se fija entonces en Jack—. ¿Por qué no lo mencionó antes? —el hombre de acento escocés da unas ligeras muestras de enfado.

—Lo olvidé —reconoce Jack—. Estaba furioso. Todos ustedes me tienen confuso.

Su indefensión deja al desnudo su vulnerabilidad. Cora, que ha detectado que ha bajado la guardia, a pesar de que juzga que es poco profesional por su parte, decide aprovecharse de ese momento, y le pregunta por su pasado.

—¿Por qué no nos cuenta lo que pasó, Jack?

El viejo intercambia una mirada con la muchacha. No sabe por qué, pero detrás de la mirada azul de la oficial no encuentra desdén, desprecio o sospecha. Solo una inocente y sincera determinación por conocer su historia. No tiene ánimo de hacerle daño. Aunque el rostro de Jack se mantiene impasible, se produce un mínimo cambio en su postura, que solo es notado por la analista del comportamiento: un infame hundimiento de los hombros. Desvía la mirada al suelo, como pensativo. Para la de piel de alabastro, eso es suficiente indicación: se está preparando para contarles la verdad. Finalmente, cuando habla, el alivio resulta evidente.

—Yo era profesor de música —comienza en un tono nostálgico—. Rowena era alumna mía. Una chica. No tuvo nada que ver con chicos —sentencia, dejando claro que nunca tuvo interés en los muchachos de la Brigada Marina—. Estoy seguro de que puede imaginar lo que falta, jovencita, aunque algo me dice que ya lo sabe —indica, recibiendo un gesto afirmativo por parte de la pelirroja.

"El tópico adolescente del amor prohibido entre un profesor y una alumna...", piensa la de cabello cobrizo, manteniéndose silenciosa, dejándolo hablar. Jack parece apreciar el silencio que le otorga.

—¿Tuvo sexo con una alumna? —pregunta Hardy, cruzándose de brazos—. ¿Quién se acercó primero?

—Fue una atracción mutua.

—Se enamoraron —intercede la novata, habiendo analizado el comportamiento de Jack: la ligera turbación de sus mejillas, la respiración algo acelerada... Signos claros de un enamoramiento aún latente.

El anciano asiente ante su afirmación.

—¿Cuántas veces se acostaron? —el tono del hombre de delgada complexión es severo.

Jack frunce la nariz con desagrado.

—¿Cree que hacía muescas en el cabecero de la cama?

Alec suspira, impaciente.

—¿Quién avisó a la policía?

—Su padre —la mirada desafiante de Jack de pronto se pone vidriosa y desenfocada. Para la analista del comportamiento, esta claro que está sumergido en su pasado, atrapado por él. Lleno de remordimientos, según lo que ve en sus ojos—. Me convirtieron en un ejemplo —añade en un tono apesadumbrado—. Me cayó un año. Tuve suerte de salir vivo...

—Me temo que no suelen tratar bien a aquellos condenados por ese tipo de delitos —menciona la oficial, recibiendo un gesto afirmativo por parte del anciano—. Siento que viviera eso. Nadie lo merece, culpable o no.

—Gracias, jovencita —le dice Jack, a pesar de notar la mirada severa que Hardy posa sobre su subordinada, como indicándole que no debe empatizar con su sospechoso—. Ella tenía quince años y once meses. Cuatro semanas y un día más, y no hubiese pasado nada. Cumplí mi condena.

—¡Por el amor de Dios, debería habérnoslo dicho cuando le preguntamos! —exclama el escocés, su acento volviéndose más fuerte en su indignación.

—Eso no es asunto de nadie.

"No quería que los rumores se dispersasen como la pólvora. Si la chica sigue hoy en día viva, y a juzgar por su actitud así es, no quería perjudicarla. La estaba protegiendo, tanto como se protege a si mismo", piensa la de cabello cobrizo, sus ojos azules nunca apartándose de Jack.

—¿Tuviste algún tipo de contacto con la chica después de que te soltasen? —la voz de Ellie resuena en toda la tienda.

—Se casó con ella —sentencia Cora, ya habiendo atado los cabos sueltos. Su jefe y su amiga se vuelven hacia ella, expectantes—. La marca de una alianza en su dedo —advierte, señalándola con la mirada.

—Es alguien muy especial, chiquilla —nuevamente Marshall parece asombrado con sus talentos—. Como bien dice, me casé con ella una semana después de salir —aquella segunda afirmación coge a Ellie con la guardia baja, y se defiende constantemente contra lo que todavía podría convertirse en una historia muy triste—. Ella tenía diecisiete. Yo cuarenta.

"Que triste mirada nos diriges, Jack. Como si todo el peso del mundo se hubiera posado en tus hombros... Llevas una carga muy pesada, ¿me equivoco? Esa mirada que tienes la he visto antes: en Mark Latimer. En Beth Latimer. Es la mirada de un padre y un esposo que ha perdido algo realmente importante. Algo que sabe que nunca, jamás, podrá recuperar", analiza brevemente la novata, notando que sus superiores se disponen a salir del quiosco. Antes de marcharse, sin embargo, y aprovechando que sus superiores no pueden verla, se acerca a Jack, y sostiene sus manos en un gesto amable, compasivo. En todo momento se mantienen la mirada. Ella sabe que aún está callando cosas, pero eso ya es terreno privado, y lo respetará. Él sabe que la muchacha que tiene delante es alguien íntegro que, a pesar de que parece saber mas de lo que dice, es lo bastante buena y sensata como para no inmiscuirse. La de ojos azules abandona entonces el establecimiento, siendo llamada por Hardy.


Unos minutos más tarde, en el exterior de la comisaría, el reverendo Paul Coates está haciendo frente a la multitud de paparazzi que esperan una declaración por parte de la policía sobre la noticia recién publicada. En cuanto ve que se acercan los agentes, decide hablar con ellos.

—¿Qué hacen para proteger a Jack Marshall? —cuestiona cuando Ellie, Cora y Hardy se abren paso a codazos entre la aglomeración.

—¿Y a usted qué le importa? —el inspector está más tajante de lo habitual.

—Es parroquiano mío. He hablado con él: está aterrorizado.

—Acabamos de ir a verlo —indica la novata—. Estamos intentando alejar a la prensa.

—Pues no están haciendo un buen trabajo, señorita —acusa el vicario, y la pelirroja retrocede por su hostilidad. No se la esperaba—. Porque hay una turba persiguiendo a un hombre inocente aquí al lado, y ustedes deberían hacer algo.

Hardy mira Paul de arriba-abajo. Detiene sus ojos en el alzacuellos, como si fuera una mancha. Da un paso hacia él, colocándose mínimamente frente a su protegida, como si el tono y la acusación del vicario lo hubiera molestado más aún.

—Señor, quizás deberíamos tomar en consideración... —empieza a decir Cora, antes de ser interrumpida por Alec.

—¿Está usted seguro de que es inocente?

Paul no se doblega. De hecho, insiste con mayor vehemencia.

—¿Y usted de que no lo es?

—Tomo nota de su inquietud.

Ambas agentes de policía siguen a Hardy de vuelta a la comisaría, entre un aluvión de tumultuosas y descabelladas consideraciones.

—Lo que nos ha contado Marshall no altera los hechos —dice él—. Fue condenado. Sigue siendo sospechoso. No podemos dejar que ni él, con esa historia suya tan triste, ni la prensa nos distraigan. Debemos seguir buscando pruebas —insiste—. Harper, ¿cómo va Frank Williams con las grabaciones de las cámaras de vigilancia? —cuestiona, pues la muchacha le ha indicado al policía que empiece a revisarlas mientras iban de camino.

—Sigue revisándolas mientras hablamos, señor.

Como si alguien lo hubiera invocado por medio de un hechizo o un teletransportador, Brian, de la científica, los está esperando en el piso de arriba, justo fuera del despacho de Hardy. Dedica una mirada y una sonrisa encantadoras a la muchacha de ojos azules, quien se la devuelve. Hardy arquea una ceja, algo molesto: ya puede ser bueno lo que Brian quiera decirles. No quiere que lo distraigan, y a Harper tampoco.

Brian los lleva a una habitación contigua, donde ha recabado y clasificado varias pruebas en pequeñas bolsas de plástico. Los agentes de policía se sientan en la mesa, con Hardy y Miller a un lateral, mientras que Brian se sienta en el otro. Harper preside la mesa, quedando entre el inspector y el jefe de la científica.

—La próxima vez que el escenario del crimen sea una playa, llame a otro —dice—. Ha sido una puta pesadilla: rastrillar, cambiar de sitio, desplazar objetos, es imposible... Hemos eliminado unos cuatrocientos elementos distintos como pruebas, considerándolos desperdicios o irrelevantes.

—Prefiero los relevantes —dice hosco Hardy.

Brian entonces señala una de las bolsas transparentes de la mesa, que contiene cuatro colillas de cigarrillo.

—Todas a metro y medio del lugar en el que se encontró el cadáver. Extrañamente todas estaban a un metro unas de otras.

—¿Qué las hace tan especiales? —pregunta Ellie, mientras Alec se coloca las gafas, examinando las pruebas.

—La hora —menciona el forense—. Si hubiesen estado allí un par de horas antes se las habría llevado la marea, pero no tienen rastros de agua de mar, así que las dejaron durante la madrugada. Más o menos a la vez que el cuerpo.

—¿Es una marca conocida? —cuestiona Hardy, confuso.

Brian le hace un gesto a la muchacha de ojos azules, quien parece estar observando las colillas con atención. La mirada del inspector pasa del forense a su subordinada.

—Por lo que se puede ver, son de una marca muy concreta. De alquitrán. Algo poco común estos días.

—En efecto, Cora —afirma Brian, satisfecho—. Si los han comprado en el pueblo, es bastante posible que alguien recuerde al comprador.

—Cuatro cigarrillos... —masculla Hardy en un tono serio, reclinándose en la silla.

—¿Qué pasa? —cuestiona Ellie, observando las colillas—. Lo importante es quién se los fumó.

Harper dice lo que el inspector está pensando.

—Hace ese recorrido paradeshacerse del cuerpo, y luego se para a fumar. No tiene sentido —niega con lacabeza—. No encaja con el perfil psicológico del asesino: iba con prisas, teníaque dejar limpio el escenario del crimen, no implicarse de una manera tanobvia. Sí, concedo que puede tratarse de un sociópata, pero por lo que he vistode su mente, no es el tipo de persona que se quedaría tan tranquilo frente a uncuerpo, fumando —está embalada, analizando una y otra vez las pruebas, elescenario, y los sospechosos. Casi parece que se trata de un disco duro a puntode estallar—. Es un principiante, lo sabemos por la barca. Nunca ha matadoantes... Esto es obra de alguien completamente distinto —sentencia con pesadumbreen cada palabra—. Quizás se trata de un cómplice.

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