Capítulo 22
Al día siguiente por la mañana, no hay clientes en el quiosco de prensa. El único movimiento del local es el suave ondular de las cortinas de plástico arcoíris. Jack Marshall está detrás del mostrador, con un ejemplar del Daily Herald delante, y mira en el terrible espejo de la primera página. Allí hay una fotografía suya, y acompañándola, el siguiente título:
YO NO HE MATADO A VUESTRO HIJO
EXCLUSIVA: COMERCIANTE EXPRESIDIARIO SE EXPLICA A LOS PADRES DE DANNY
Tiene la cara demudada.
Mark y Nigel han pasado por el King's a por unas cervezas. Latimer necesitaba aislarse y alejarse un poco de su casa tras la conversación con Beth la noche anterior. Ahora van en la furgoneta que Mark le presta a Nigel, con este conduciendo. El padre de Danny lleva las cervezas en el regazo, escuchando despotricar a su compañero, quien está observando un ejemplar del Daily Herald, sobre el salpicadero. Jack Marshall les devuelve la mirada desde la primera página.
—Tiene una condena por pedofilia, y le dejan vender helados —dice, claramente molesto—. ¿Qué somos, tío? Tenemos que cuidarnos. Si las cosas están mal, debemos arreglarlas...
Mark de la vuelta al periódico y lo pliega por la mitad de modo que solo resultan visibles las noticias de fútbol y el crucigrama.
—Tenemos que esperar hasta que haya suficientes pruebas...
—Está en el periódico: ¿qué más pruebas necesitas? ¿Y si las pruebas llegan demasiado tarde? ¿Eh? —preguntan Nige—. ¿y si muere otro niño? Si Jack es el culpable y le dejamos seguir asesinando, ¿cómo nos sentiremos?
—¡Ya basta! ¡Cállate! —ruge Mark. Habla con un susurro acelerado—. ¡Deja de machacarme una y otra vez! ¿Crees que esto no me tiene hecho polvo? Sabes lo que no puedo hacer nada. Si quieres hacerlo tú, adelante.
Nigel Carter levanta las manos durante un segundo, despegándolas del volante, en señal de que se rinde.
—Perdona colega —dice—. Claro. Entiendo.
Mark entonces echa una mirada hacia la parte trasera de la furgoneta. Logra ver una enorme bolsa de herramientas.
—¿Qué tienes ahí dentro? —pregunta Mark—. ¿Has estado haciendo chapuzas otra vez sin permiso? ¿Lo has hecho, tío? Sabes que no podemos dejar que los clientes queden descontentos.
—No, no —dice Nige, nervioso, intentando desviar la conversación—. Solo son herramientas. No te preocupes. Tu negocio está seguro en mis manos —menciona, y casi de forma automática, Mark se fija en las manos de su amigo: son grandes, están algo sucias, y tienen callos.
—Cuanto antes vuelva al trabajo, mejor...
Una vez Nigel deja a Mark en su casa, vuelve a la suya. Lleva su bolsa al garaje, y abre la cremallera. Se detiene un momento para mirar la manta sucia que hay dentro. Despacio, casi con reverencia, saca la manta, la desenvuelve, y queda a la vista la ballesta.
El arma es grande y pesada. Aunque es moderna, de acero negro mate, tiene algo de medieval. A diferencia de una pistola, donde el mecanismo mortal está oculto en el interior, una ballesta con sus cables y disparadores sensibles dejan claro para qué sirve. No existe algo así como una ballesta de repetición. Hay que volver a cargar la munición antes de cada disparo. Uno tiene que saber lo que hace con una ballesta, y es vital saber controlarse. No sería deseable que cayera en manos inexpertas.
El tiempo esta mañana tiene un comportamiento inmejorable: una brisa agradable, un sol fuerte, y el mar y el cielo compiten por el tono azul más brillante. Arriba, en el sendero del acantilado, Beth apenas es una mancha de licra negra y roja. Corre demasiado deprisa para establecer contacto ocular o recibir condolencias, y demasiado despacio para que nadie se fije en la casi forma convexa de su tripa. Si hubiera conseguido obligarse a mirar hacia la playa del acantilado del puerto, habría visto que están desmantelando las carpas del crimen, y devolviendo a la costa de su esplendorosa imagen de tarjeta postal.
Abajo, en el puerto, el reverendo Paul Coates mira como Becca Fisher termina de conceder una entrevista con una emisora local. El periodista la ha traído a la orilla del mar por el sonido de fondo, pero las olas y las gaviotas ofrecen una violenta competencia, y la australiana se ve obligada a inclinarse cerca del micrófono, lo que, evidentemente, la horroriza.
—Cómo puede ver —dice—, están quitando la cinta amarilla de la policía, y las playas vuelven a estar abiertas. Es un lugar precioso, y esperamos que la gente no deje de venir por culpa de este trágico, pero aislado, suceso.
El periodista se baja los auriculares al cuello para indicar que la conversación ha terminado, y Becca suelta el aire que había estado conteniendo con alivio. Se vuelve hacia Paul.
—¿He quedado como una completa idiota?
—No. Completa del todo, no —dice él, sonriendo—. Yo soy el siguiente, así que tendrás competencia.
—Incluso nos traen aquí para que se pueda oír el sondo del mar —advierte la rubia—. Odio todo esto —reconoce ella—. Nunca me habían entrevistado antes.
—Yo lo hago sin parar, aunque a nadie de interesa —logra hacerla reír—. Excepto a mi madre. Es la única que cree que soy un verdadero sacerdote.
—Así son las madres. Siempre creyendo en nosotros —dice Becca, apreciando su broma. Se cruza de brazos y da una patada a un guijarro imaginario que tiene a los pies, mientras el periodista escucha la repetición de la entrevista.
—¿Tienes familia aquí? —pregunta Paul.
—No. En Melbourne, preocupada por mí. Me gustaría no haberles contado nunca que tenía problemas con el negocio...
Paul frunce el ceño, como si solo entonces recordase algo.
—¿No llevabas el Traders con un hombre?
—Mi compañero —dice ella con una mueca—. Excompañero.
—¿De trabajo o de...?
—Compañero de todo —aclara ella, revelando la naturaleza de su relación—. La cosa terminó de mala manera. Bueno, empezó de mala manera, siguió de mala manera y terminó de mala manera. Pero aprendí una cosa: no compres un hotel con un gilipollas.
Paul sonríe, aguantándose una carcajada.
—Buen consejo. La carta de Pablo a los corintios viene a decir lo mismo.
Becca se ríe, sorprendida.
—Un sacerdote gracioso —alaba—. Nunca había conocido a ninguno.
Ambos se mantienen en silencio unos minutos.
—¿Has visto el Herald hoy?
—Sí —afirma ella, apesadumbrada—. ¿Crees que es él? —cuestiona en un hilo de voz.
—No, de ninguna manera.
—Es un tipo raro. Tienes que admitirlo —lo socava Becca.
—Todos tenemos nuestras cosas.
El periodista hace un gesto a Paul para que se acerca el banco. El vicario se frota las manos a la expectativa de lo que va a pasar, antes de avanzar hacia el micrófono.
Las camas del Traders son muy cómodas. Olly Stevens y Karen White, que han tenido una noche muy larga (valga el eufemismo), duermen hasta bien pasada la hora del desayuno.
Él se despierta primero, saltando de la cama como si tuviera un resorte, cuando se da cuenta de la hora que es. Karen se revuelve, intentando hacerse la dormida, pero mantiene la cabeza bien pegada a la almohada mientras él rebobina los acontecimientos de la noche anterior a toda velocidad. Detrás de ella, Karen oye que Olly lucha por ponerse la ropa. Por divertido que haya sido, no tiene más interés en que se haga público, que en que él se lo tome en serio.
—Ahora usarás la puerta trasera, ¿verdad? —cuestiona, dejando claro que está despierta.
—Eres una chica muy mala —empieza Olly, y luego se ruboriza al darse cuenta de lo que ha dicho—. Bueno... Ya está —se abrocha la camisa en los ojales equivocados, así que tiene que empezar otra vez.
—No quiero chismes pueblerinos —menciona ella.
—Entiendo. Lo que... Tu y yo, ya sabes...
—¿El sexo?
—Sí, el sexo. Que duró un buen rato... —se detiene momentáneamente—. Ha estado bien, ¿verdad?
Karen se estira como un gato debajo de la ropa de cama.
—Estás muy necesitado de aprobación, Olly —le hace notar—. Siempre pidiendo confirmación... ¿Te lo han dicho alguna vez?
—Qué puedo decir: me gustan las buenas críticas —menciona el joven.
—El sexo ha estado bien —confirma ella, dándose la vuelta en la cama, quedando de espaldas al muchacho.
—Perfecto.
—No, solo bien —se ríe.
—¿Te gustaría repetir?
—Tal vez—dice ella. Necesita que se despidan con un toque profesional—. Oye, me estaba preguntando por aquella barca que encontró la policía... ¿Cómo llegó tan lejos? ¿Remando? ¿Tal vez con un motor?
—¿Cuándo te ha dado por pensar en eso?
—¿Lo sabes o no?
Él recoge el chaquetón de dónde está caído, hecho un matojo, al lado de la puerta, y luego pone una mano en el picaporte.
—Podemos hablarlo, si me llamas luego —sonríe, y a continuación se marcha. Antes de que ella le recuerde que salga por la puerta de atrás, Oliver regresa, ya sin sonreír, con un ejemplar del Herald en la mano—. Esto no es lo que escribimos —sentencia, dejando el periódico en la cama.
Chloe está sentada en su silla, en la mesa del comedor. Tiene un ejemplar del Herald encima de la mesa, y está claro que lo ha leído de cabo a rabo por el tono molesto que su voz adquiere cuando habla por su teléfono móvil.
—Sí, pasa la voz —le pide a Dean al otro lado de la línea telefónica, asegurándose de que ni su agente de enlace, Pete, que está presente en la estancia, ni su abuela se enteren de con quién está hablando—. Boicot a su tienda. Que nadie se acerque.
Su abuela, Liz, pasa por detrás de ella, instándola a que deje de hablar por teléfono. Tampoco quiere escucharla hablar así de Jack Marshall. Ella lo conoce desde que llegó al pueblo. Es un buen hombre. No le cabe en la cabeza que sea capaz de hacer algo así. La sola idea de pensarlo la atormenta, y hace que le tiemble el cuerpo.
Chloe finalmente cuelga el teléfono, cruzándose de brazos en una expresión y gesto molestos.
—¿Y mamá? —cuestiona.
—Ha salido a correr temprano —contesta Pete, que está lavando los platos.
—¿Otra vez? —se queja la adolescente, quien la noche anterior no pegó ojo al escuchar la conversación subida de todo de sus padres—. Solo hace eso... ¿Qué le pasa? ¿No aguanta nuestra compañía?
—Es su manera de llevarlo —intercede Liz, cruzándose de brazos. Entiende lo preocupada que debe estar Beth, y lo atrapada que debe sentirse entre esas cuatro paredes—. Ahora escúchame —le ordena, y Chloe vuelve el rostro hacia ella de mala gana—: conozco a Jack, y no es lo que dicen ahí —señala el Herald. Por primera vez en años, no está de acuerdo con lo que ha publicado ese periódico. En esta ocasión, si puede decir con total seguridad que pecan de sensacionalistas.
—Estuvo en la cárcel, abuela —recalca la rubia—. Veía a Danny todos los días en la Brigada Marina.
—Veía a mucha gente todos los días —rebate Liz—. Jack no mataría ni a una mosca.
—Se acostó con una niña.
—No sabes los detalles. Te crees todo lo que lees —la acusa—. Antes de realizar un juicio, tienes que saber los detalles. Y mientras no lo hagas, solo Jack sabrá lo que pasó en realidad —añade—. Están sacando las cosas de tercio.
—Tú nos dijiste que confiásemos en el Herald —le recuerda la jovencita—. ¿Ahora dices que no nos creamos lo que escriben?
—No, cuando acusan a gente que conozco —descruza los brazos—. Veamos qué hace la policía.
Chloe está incrédula.
—¿La policía? ¡Sabemos más por la prensa que por la policía! —exclama la chica.
—Creo que eso no es justo, Chloe —sentencia Pete, finalmente metiendo baza en la conversación, habiéndose preparado unas tostadas con mermelada.
—¿En serio, Pete? ¿Para qué sirves? —el tono de la adolescente es condescendiente, insolente, y casi cruel en sus acusaciones—. ¡Porque lo único que haces es ponerte como un cerdo con nuestras tostadas!
—¡Ya basta! —grita Liz, no soportando la altanería de su nieta.
—Tengo razón: ¡no tienen ni idea! —está embalada—. ¡Interrogan a papá, cuando Jack Marshall es un puto pederasta!
—Deja de hablar así —advierte Liz en un tono serio, dando un paso hacia ella. La amenaza queda clara.
—Que a ti te caiga bien, no quiere decir que los demás seamos ciegos, abuela —le espeta—. Es un pedófilo de mierda, y eso no va a cambiar, tanto si lo conoces como si no. Debería pudrirse en la puta cárcel como el cabrón que es.
Liz no puede soportarlo más: en un arranque de rabia contenida, no tanto por las palabras de Chloe, sino por su actitud, le propina una sonora bofetada que se escucha en toda la casa.
—Te crees que eres mayor y que entiendes todo lo que está pasando. Pero eres una niña. Aún tienes las ideas a medio formar. No entiendes las cosas —la amonesta—. Cuando crezcas un poco, y tengas la suficiente madurez para hablar de estos temas sin comportarte como una niña malcriada, entonces me tomaré el tiempo de escucharte —observa cómo Chloe pone una mano en la rojez de su mejilla, donde ha recibido el golpe. Tiene los ojos abiertos como platos, pues no se esperaba eso—. Ahora, sal de casa. Y no vuelvas hasta haberte tranquilizado y tengas la suficiente decencia para disculparte con Pete.
Chloe, obedeciendo la orden de su abuela, aún en shock y en parte aún rabiosa por la situación y la noticia sobre Jack Marshall, coge sus llaves, se pone una chaqueta, toma su teléfono móvil y sale de la casa. Llama a Dean por el camino para que vaya a buscarla.
Entretanto, en la comisaría de Broadchurch, Hardy, Harper y Miller están reunidos en el despacho del primero con la comisaria jefe, Jenknson. Le han entregado todas las pruebas, interrogatorios, transcripciones, datos, hipótesis... Todo lo que han reunido hasta ahora, y el perfil psicológico del asesino, realizado por la oficial de cabello cobrizo.
Ellie está sentada en el sofá del despacho de su jefe, con la cabeza apoyada en su mano izquierda. Observa a su jefa con cierto reparo, pues nota extremadamente fácil cómo parece antagonizar a su buena amiga. Espera que, cuando Jenkinson tenga que abandonar el cargo —algo que, según se dice ocurrirá pronto, pues está deseando pedir un traslado—, la situación en la comisaría sea mucho más agradable, y, por ende, sin tanta tensión. Toma un sorbo del café que ha preparado.
Por su parte, Alec está sentado en su silla, frente a su escritorio. Su expresión es seria, casi abatida. Sabe que, de no conseguir resultados pronto, Jenkinson será capaz de disminuir y reducir casi al mínimo sus refuerzos. Da una ligera mirada a la novata, quien está de pie a su lado, con una expresión tensa en todo su cuerpo. Es evidente que lo que Miller le dijo acerca de Jenkinson —que se desquitaba con la novata—, es completamente cierto, y la rabia lo invade por no haberse dado cuenta antes. Espera que esa mujer no le ponga las cosas más difíciles de lo que ya lo están.
Cora está cruzada de brazos y tiene la mirada fija en Jenkinson, intentando analizar qué piensa realmente de sus esfuerzos y del caso. Claramente, para ella es un contratiempo, no solo por la atención mediática, sino porque ha estado acostumbrada desde hace tiempo a no tener tanto jaleo en su adorado paraíso. "Evidentemente esto le parece un horror a gran escala: quiere recuperar su tiempo libre. Poder disfrutar de minutos y horas de paz en su trabajo sin que nadie la moleste... Este trabajo debería ser vocacional, no para hacer el vago", la muchacha de cabello cobrizo frunce el ceño, tornándose su expresión seria en una de desagrado. Definitivamente, no le agrada su superiora. Por lo que puede ver, Hardy tiene su misma opinión, aunque parece molesto por otro motivo que ella desconoce por el momento. La comisaria está ahora observando la lista de principales sospechosos que han elaborado, paseando de un lado a otro de la habitación.
—¿Qué credibilidad tiene Jack Marshall como sospechoso? —cuestiona por fin la comisaria.
—Tiene un fuerte vínculo con Danny —se decide a contestar Coraline—. No tiene coartada para esa noche, y el teléfono móvil del niño estaba en su poder —añade en un tono sereno—. Pero según la escena del crimen, los hechos fehacientes que tenemos, y el perfil psicológico del asesino, Jack Marshall no encaja en él. No creo que sea el culpable basándome en eso.
La voz de Jenkinson cae como un cubo de agua fría sobre la joven.
—Si quisiera la opinión de una novata, la pediría.
En caso de que la comisaria hubiese levantado su vista del papel en sus manos, se habría encontrado con las miradas agresivas y nada amigables por parte de su inspector y sargento. Ambos tienen que contenerse en extremo para no soltarle a su jefa dónde puede meterse esas opiniones. Intercambian una mirada, incrédulos: ¿cómo puede tratar así a su propia subordinada? Y más ahora, que ha demostrado su gran utilidad para el caso... No tardan en comprender que, Jenkinson en realidad está terriblemente celosa del talento y el trabajo de Harper. No hay otra explicación para su, casi inmediata, aversión a cada gesto u palabra que hace.
Ellie, preocupada por su amiga, alza la vista para observar si se encuentra bien tras ese comentario tan malintencionado. Contempla cómo la joven toma un sorbo del cappuccino que le ha traído el inspector Hardy hace unos minutos, su mirada sin apartarse de la comisaria, como si quisiera explotarle el cerebro. Está como mínimo, muy cabreada por sus palabras.
—¿Qué otros candidatos hay? —cuestiona la comisaria, esta vez, dirigiéndose a Hardy.
—El padre, Mark —responde él tras unos segundos, debatiendo si hacerlo o no tras el comentario que ha realizado sobre su protegida—. Empezó mintiendo sobre donde estuvo la noche que murió Danny, incluso con coartada falsa. Ahora solo hay un par de horas sin coartada —añade, suspirando pesadamente—. Pegaba a Danny, según el hijo de Miller.
—Ocasionalmente, no siempre —rebate la aludida.
—¿Crees que es posible? —cuestiona Jenkinson.
—Quizá, no lo sé.
—Oh, ¿ha cambiado de opinión? —se sorprende Hardy.
—Pero por lo que sabemos del análisis que Cora hizo del comportamiento no verbal, no es culpable del asesinato de su hijo. Solo de cometer adulterio —rebate Ellie, provocando que la mirada de pocos amigos de la comisaria quede fija en la novata.
—¿«Análisis del comportamiento no verbal»?
—Sí... Soy experta en eso, señora —afirma Cora, claramente acobardada por el tono severo de su voz—. Me especialicé no solo en perfiles psicológicos y mapas de conexión de datos, sino en el análisis del comportamiento y las micro expresiones —le comenta rápidamente—. Es una rama de la psicología criminal muy poco común.
—Mientras no sean pruebas factibles, no me sirven tus truquitos de magia, Harper —la amonesta, y tanto Hardy como Miller ven claramente cómo la muchacha parece resquebrajarse momentáneamente, como una muñeca de porcelana. Las ganas de mandar a paseo a la comisaria aumentan en los dos veteranos agentes de policía—. ¿Qué más, Hardy?
—Paul Coates, el sacerdote local. Sin coartada. Enseñaba informática a Danny —da un largo suspiro, contemplando como su subordinada da un nuevo sorbo a su cappuccino—. Desde la iglesia se ve la parte de atrás de la casa de los Latimer. Le estamos investigando.
—Cuidado —advierte Jenkinson, quien no quiere más problemas—. Hay que hacerlo sin ofender a la iglesia.
—Entonces mejor que no sea él —comenta Hardy con cierto sarcasmo, colocándose sus gafas. No puede aguantar por mucho más tiempo la actitud de superioridad de su jefa, y más ahora que ha visto de primera mano cómo trata a su oficial de ojos azules.
Ante esa salida por parte de Alec, Cora no puede evitar sonreír de lado, ocultando sus labios tras la taza de cappuccino, terminándosela. Está claro que lo ha hecho no solo por disfrute personal, sino que es una forma de defenderla y de fastidiar un poco a su jefa, a pesar de saber que puede acarrearle consecuencias. Hasta Ellie, que normalmente no encuentra divertido el humor de Hardy, tiene que reprimir una carcajada.
—Bien. Seguid trabajando —indica Jenkinson—. Y tú, Harper, intenta no meter la pata —la denigra, antes de salir de la estancia, encaminándose a su despacho en una actitud ególatra y señorial.
Una vez se ha marchado, Coraline cierra la puerta. Una vez que se aseguran de que nadie puede escucharlos, Miller y Hardy intercambian una mirada llena de reproche.
—Gilipollas —Alec se reclina en su asiento, cruzándose de brazos.
—Sobrada de mierda —añade Ellie.
La joven novata sabe que no deberían hablar así de su jefa, pero no puede evitar estallar en una carcajada al escuchar los comentarios de sus dos superiores. Tiene que sujetarse el estómago ante el ataque de risa que la domina. Hasta empieza a llorar por el esfuerzo de contener las carcajadas. Se alegra, de que ambos estén ahí para ayudarla a levantarse cuando alguien la hace tropezar. Ellos la observan, aliviados de haber podido animarla, y de que no se haya tomado demasiado a pecho los comentarios de Jenkinson. Su risa es contagiosa, así que ambos empiezan a reír a los pocos segundos. Aquel es uno de esos preciosos y pocos momentos en los que pueden disfrutar de un momento tranquilo, sin tener en cuenta las graves circunstancias.
Desde la ventana del hotel Traders, cuelga un cartel de «hay habitaciones» algo inédito en la última semana de julio, siendo casi principios de agosto. Beth duda ante la puerta principal. La abre, empujándola con fuerza. Luego entra despacio en la recepción. Las llaves de la cada habitación cuelgan de casi todos los ganchos. No hay apenas huéspedes, exceptuando dos habitaciones colindantes que, parecen estar ocupadas. Entra en el vestíbulo, y se sorprende al no ver a nadie detrás del mostrador.
De pronto, una conversación en voz baja llega amortiguada del bar. Aquello llama su atención. Beth rodea la puerta, y ve a Becca, que comparte mesa con el reverendo Paul Coates. Ambos están leyendo muy atentos unos libros abiertos. Sus cabezas quedan tan cerca, que casi se tocan. "A Becca no le ha costado mucho encontrar un nuevo objeto de interés", piensa Beth. La joven madre, que durante los últimos días ha llegado a considerar un confidente a Paul, siente el familiar impacto de la traición. Contiene la respiración para escucharlos mejor, sin que se den cuenta de su presencia allí.
—Básicamente, vas un año por detrás del plan de negocio y sin indicios de cambio o mejoría —dice Paul. Queda claro que están revisando las cuentas de la australiana—. Y el banco te está reclamando la devolución de diez mil libras para dentro de cuarenta y dos días, o se quedan con el hotel.
Becca se aparta con un soplo un rizo rubio de delante de los ojos.
—Da asco, ¿verdad? —cuestiona la rubia—. Ya has visto qué tiempo ha hecho, y ahora esto...
"¿Esto? ¿¡Esto!? ¡Es la muerte de mi hijo! ¿¡Cómo se atreve!?", piensa Beth, airada. Se le escapa un sonido casi inaudible, y tanto Becca como Paul alzan la vista. La vergüenza llena la cara de Becca al momento.
—Beth, no esperaba verte... —su vos tiembla ligeramente—. ¿Quieres tomar algo?
"Apuesto lo que sea que no, joder", piensa Beth cuando empieza a avanzar hasta detrás de la barra. Lo primero que queda a mano, y que puede romper, es un vaso de pinta vacío, todavía caliente del lavaplatos. Lo arroja al suelo, donde se convierte en pequeños diamantes. Es una sensación fantástica. Hay una hilera de vasos largos a la altura de sus ojos. Beth enseguida sigue un ritmo: agarrar, destrozar, agarrar, destrozar, agarrar, destrozar. Las copas de champán son las siguientes. Con su sonido de campanilla de cristal al romperse, son lo más gratificante que he escuchado en mucho tiempo. Abre los grifos de la cerveza, de modo que el líquido se vierte con libertad, desbordando las bandejas de debajo, e inundando el suelo. "Que las ganancias de Becca se reduzcan a la nada. Cuanto antes se marche de Broadchurch, mejor", piensa para sí misma tras dejar todo ese recorrido lleno de ira y destrucción.
—¡Por el amor de Dios! —explota Becca cuando Beth se estira por los licores—. ¡Es suficiente!
Beth se detiene, posando sus ojos en ella. Una risa maniática sale de su garganta.
—¿Suficiente? ¡Ahora voy a por tus ventanas! —un trozo de cristal, largo como una daga, está encima de la barra. Podría cogerlo y pasarlo por el cuello de Becca. Es fácil quitar una vida. Muy fácil.
—Deja de tirar patatas! —exclama Becca, recibiendo el impacto de varias bolsas.
—¡Beth! —Paul intenta llamar su atención.
—¡Aun me quedan cinco sabores!
—Beth —dice Fisher, cerrando el grifo de la sidra—. Lo siento. Fue un error...
—¡Claro que sí, joder! —abre el grifo de nuevo—. ¡Mi marido! ¡Te clavaré al suelo, antes de dejar que destroces quince años de mi vida!
Beth mira desamparada a Paul, en busca de apoyo.
—Lo siento mucho. Si hubiéramos sabido lo que iba a pasar...
—¡Ni te atrevas! ¡Ni te atrevas a hablar de eso! ¡Si vuelves a acercarte a mi familia, te partiré la puta cara! —está fuera de control, como si hubiera bebido todo el alcohol que ha derramado. No se reconoce en el modo en el que está hablando.
—Vale —Becca está aterrorizada—. Entendido.
Nota unas manos en sus antebrazos, y trata de soltarse, pero las manos del párroco son mucho más grandes que las suyas, y la sujetan con fuerza.
—Ven conmigo, Beth —dice Paul, llevando a Beth fuera del bar—. Vamos fuera.
—¿Sabes lo que hizo?
—Me hago una idea —contesta él.
La agresividad de Beth desaparece tan de repente cómo empezó, y deja que la guíe por la empapada moqueta, mientras los cristales crujen bajo sus pies. Doblan a la izquierda una vez fuera del Traders. La lleva a casa. Beth se pregunta con amargura si lo hace para protegerla a ella, o a Becca.
A Karen no le importa que los vean juntos cuando corren a la redacción del Eco. Quiere hacer aquella llamada con un teléfono que tenga altavoz, y con Olly y Maggie de testigos.
—¡Ese no es mi artículo! —dice ultrajada, cuando descuelga Len Danvers—. ¡Has reescrito todo el maldito texto, cargando contra él! ¡Ahora es puro sensacionalismo!
—Lo he reestructurado para que tuviese la fuerza suficiente como para entrar en portada —dice él. En la máscara de ansiedad de la cara de Maggie, hay un breve destello de algo que parece alegría—. ¿De qué te quejas?
—¡Lo has tergiversado! ¡La gente va a pensar que lo escribí yo! —Karen oye el gimoteo que sale de sus labios y apenas se reconoce. ¿Qué le está pasando? Aquella gente está influyendo en ella. Se convertirá en uno de ellos si se queda más tiempo allí. Puede que la mentalidad pueblerina se transmita sexualmente...
—Mueve el culo y consigue más acerca de Jack Marshall —ruge Danvers por el micrófono del teléfono—. Cuál es su historia, qué piensan de él sus vecinos... Esta es tu historia. Sigue así.
Cuando termina la llamada, Karen se vuelve hacia Maggie.
—Antes de que te me eches encima, lee el artículo que mandé. Era completamente distinto —está sorprendida de lo importante que se ha hecho para ella el respeto de Maggie. Necesita el de verdad, se da cuenta, no solo la adulación de Olly.
Maggie suelta:
—Les mandaste un artículo de primera página, pero ellos te han dejado con el culo al aire —se lo veía venir con toda claridad desde el primer día—. Cuanto más cambian las cosas más siguen igual. No sientas pena de ti misma. Vuelve allí, y escribe algo tan brillante, tan sincero, que no pueda cambiar ni una palabra. Nos lo debes.
Esas palabras dan en el clavo. Karen nunca ha puesto en duda su propia opinión, y es una sensación espantosa. No es que crea que Jack Marshall es inocente —nada de eso—, pero reconoce de mala gana que, quizá en su prisa por adelantarse a Alec Hardy, podría haberse precipitado. Debería haber esperado hasta tener algo más sólido. Una fuente más fiable.
Con las mejillas ardiendo, se sienta pesadamente en su mesa, y comprueba sus correos electrónicos por primera vez aquel día. Hay cuarenta y cinco mensajes sin leer en su cuenta de correo. Con solo una mirada, puede ver que la mayoría son de antiguos contactos. Gente con la que no ha hablado en años, que ofrecen su ayuda para lo de Broadchurch. Las dudas de Karen se evaporan. La búsqueda del asesino de Danny Latimer es una noticia con más garra del país. Ha hecho lo que tenía que hacer por la familia de la víctima. El resto no importa.
La depravación de Jack Marshall se ha propagado. Su foto está en la primera página de todos los periódicos, no solo del Herald aunque el reportaje de Karen White es el único con derecho a llevar la palabra exclusiva. Los paparazzi tienen su tienda rodeada.
Harper se encuentra en la sala de observación. Nuevamente, han pedido a Jack que vaya a comisaría. Tienen que intentar sonsacarle la verdad. Solo así podrán intentar protegerlo de las opiniones y acciones, tanto de los medios, como de sus propios vecinos. "Una vez se instala una idea en tu mente, es muy difícil deshacerse de ella. Esto debe ser más lo más parecido a una caza de brujas moderna", piensa para sí misma la muchacha de cabello cobrizo, observando con sus ojos azules a Alec y Ellie, al otro lado del cristal, sentados frente a Jack, en la sala de interrogatorios.
—Podría denunciarles —indica Hardy, dejando el ejemplar del periódico sobre la mesa.
—¿Eso los detendría?
—Sinceramente, no —niega el inspector en un tono pragmático—. Si coopera un poco más, podríamos librarle de toda sospecha.
—¿Cree que no he oído eso antes? —suelta el viejo—. «Coopere y todo irá bien», y justo después, me acusan.
"Ahí tengo que darle la razón: por desgracia es una táctica recurrente con los sospechosos habituales. Intentar que colaboren para conseguir una mínima información que permita culpabilizarlos. No lo culpo por pensar así. Pero en este caso necesitamos su ayuda. Tenemos que descartar sospechosos, y que él sea el foco principal de la atención mediática no ayuda", reflexiona la joven de ojos azules, contemplando que la mirada de Marshall queda fija en el escocés, sus manos apretadas la una contra la otra. "Está aterrado... Sabe que si no nos dice nada todo irá a peor, pero tiene miedo de hablar. Teme las repercusiones, y teniendo en cuenta lo que está sucediendo y se habla por Broadchurch, tiene sobradas razones para no querer hacerlo... ¿Qué es lo que escondes, Jack? ¿Tan terrible es, que vale la pena arriesgar tu seguridad por proteger tu secreto?", la pelirroja se fija entonces en sus manos. "Interesante. Su mano izquierda tiene la marca de haber llevado una alianza con anterioridad. Quizás aquello que esconde tenga que ver con el hecho de que ya no está casado".
Hardy suspira. Da una mirada al cristal que los separa de Harper. Espera que ella tenga algo de información.
—Lo único que quiero saber es la verdad sobre la muerte de Danny Latimer, Jack.
Jack parece reflexionar, enmudeciendo casi al momento. Está planteándose realmente si merece la pena mantenerse callado, cuando las cosas han empezado a empeorar tanto para él. Pero sabe que decirlo podría empeorar aún más la situación, y no quiere abrir viejas heridas que, aún estos días, siguen sin cicatrizar del todo.
El sol ha comenzado su descenso en el cielo. Chloe, ahora sentada en la arena de la playa junto a Dean, deja que éste acaricie su cabello en movimientos suaves. Por suerte, debido al frío viento que ahora baña la costa, sus mejillas se han vuelto rojas, y la marca de la bofetada de Liz es apenas visible. Dean le besa la frente. En cuanto lo ha llamado y ha ido en su busca, se ha sorprendido por la marca en su rostro. Por un lado, comprende la ira de Liz, pero por el otro, no llega a comprender ni por asomo que nadie haga nada contra Jack Marshall. Decide confesarle a Chloe algo importante.
—Estuve en la Brigada Marina —comienza, y nota los ojos de su novia clavados en él—. Jack Marshall me echó.
—¿En serio? ¿Por qué?
—Siempre quería que los niños le abrazásemos —dice Dean—. Le encantaba que fuésemos en bañador cuando hacía calor. Entonces se nos acercaba y nos pasaba el brazo por encima de los hombros. Yo dije algo como: «No gracias, tío. Nada de abrazos» —se estremece un poco del asco—. Desde entonces le caí mal. Me preguntaba siempre que qué me pasaba —menciona en un tono sereno, antes de percatarse de que Chloe lo observa horrorizada, con la boca abierta por la sorpresa—. ¿Por qué me miras así?
Ella no le responde, sino que, tras unos segundos, saca su teléfono móvil de su bolsillo. Teclea el número que le dio Karen White, y escribe un mensaje:
Necesito verla enseguida
En ese preciso instante, Mark, que en vez de ir a casa ha decidido darse un paseo para aclarar sus ideas, pasa por el camino que queda cerca de la playa. Está a punto de continuar su camino, cuando su vista capta algo que lo hace detenerse en seco. A lo lejos, sentada en el suelo, cerca de una motocicleta, está Chloe, besándose con un chico. Éste parece mayor que ella. Mark no puede creerlo: ¿desde cuándo su hija tiene nuevo novio? ¿qué edad tiene? ¿por qué no se lo ha comentado? ¿acaso Beth lo sabe? Miles de preguntas pasan ahora desbocadas por su mente, y no tiene respuesta para ninguna de ellas. Se dice que tiene que hablar con Chloe cuando llegue a casa. Tiene que saber que se trae entre manos. Tras lo ocurrido a Danny, no piensa dejar que algo le suceda a la hija que le queda. Continúa su camino con la cabeza gacha, ahora en dirección a su casa. A esa casa en la que no quiere estar. A ese lugar que ha perdido por culpa de su estupidez.
Karen ya no es la única periodista de un periódico de difusión nacional en Broadchurch. Ahora el pueblo está abarrotado de ellos, tanto de la prensa, como de la televisión. A la mitad los conoce después de años cubriendo las noticias de los tribunales, pero mientras el resto del grupo se pone al día en el Traders con unas copas delante, ella está en el sanctasanctórum de la redacción del Eco, y protege celosamente su exclusiva. Hace una hora aproximadamente, ha conseguido un dato sobre algo que le mantendrá en primera línea, pero ya hace mucho tiempo desde que recibió la llamada, y está empezando a ponerse nerviosa.
Olly hace girar su silla hasta el otro lado de la mesa de Karen, así que prácticamente está sentado en su regazo.
—Es tarde —dice, poniéndole sus manos sobre las de ella—. Y si volvemos a...
—No —dice Karen, apartándole con firmeza la mano—. Estamos esperando a alguien — confía en que no hayan cambiado de opinión—. En realidad, a dos personas.
En ese preciso momento, se abre la puerta de par en par, y una pareja de adolescentes cogidos de la mano atraviesa la redacción casi a oscuras, con cascos de motorista balanceándose en sus manos libres. A Olly se le ponen los ojos como platos al ver quiénes son. Karen mira de arriba abajo a Dean. La primera vez que supo de su existencia fue cuando Chloe le mandó el mensaje. Es un par de años mayor que la adolescente. Ha de tener al menos diecisiete si conduce una moto. Con el rabillo del ojo se fija en que Olly ha enarcado las cejas, y desea en silencio que deje de hacerlo. Necesita trabajar su cara de poker.
Karen reprime un grito de alegría cuando Dean le ratifica lo que hace unos minutos le ha contado a su novia.
—Necesito contrastar eso No puedo fiarme solo de tu palabra —indica Karen, pero Chloe interviene.
—Enséñaselo —convertida ya en una experta en los medios, va dos pasos por delante de ella. Ha hecho una lista de nombres y números de teléfono de chicos que estuvieron en la Brigada Marina en la época de Dean. Algunos nombres tienen estrellas al lado—. Le he pedido una lista. Sabía que diría eso.
—Son tres chicos —explica Dean—. Todos ellos estuvieron conmigo en la Brigada Marina. He incluido sus números.
—Habéis venido preparados —menciona Olly, quien no oculta su sorpresa y desdén. Sigue convencido de que hay algo mas detrás de todo esto—. ¿Estáis seguros?
—Todo el mundo sabe que lo hizo él —se expresa Chloe, claramente molesta—. Bueno, todo el mundo salvo mi abuela, y solo porque es un cristiano fanático como ella. Detuvieron a mi padre cuando hay un pederasta suelto. Todos sabemos cómo es él, y la policía no está haciendo nada.
—Cuando hayamos terminado aquí, tendréis que ir a hablar con la policía, ¿vale?
—¿Pero va a usarlo? —cuestiona la rubia—. Todo el mundo debe saber lo que ha hecho Jack —asegura, antes de añadir con una voz tímida— Dijo que si necesitaba algo...
Karen mira el reloj, luego otra vez la lista. Si Olly y ella trabajan deprisa, aquello aparecerá mañana en la primera página. Sería un buen tanto a favor de la familia Latimer, y uno en contra de Hardy. Considerarlo de ese modo, hace la decisión fácil.
—Sí, sin duda —se apresura en tranquilizarla la morena—. La gente tiene que saberlo.
Agarran sus teléfonos en cuanto se han ido los adolescentes. Un chico tras otro confirma lo que ha dicho Dean. Con sus declaraciones, quedará un artículo perfecto, y mientras las palabras llenan la pantalla, Karen sabe que en él Herald no cambiarán ni una sola coma. Algunas historias son sensacionalistas por sí solas.
Al día siguiente, Beth, que ha invitado a Paul a casa, en seguida prepara un té para el vicario y para ella. Se sientan en la cocina.
—Quiero disculparme. No con ella. Contigo —quiere reír, pero se da cuenta de la poca objetividad que aún conserva, y advierte lo mal que quedaría, y se contiene—. No puedo creer lo que he hecho —Paul se ríe por un momento—. Bueno, sí puedo creerlo —admite—. Dios, qué bien me he sentido. ¿Debería pagar lo que he roto? No pienso hacerlo, aunque ponga el grito en el cielo.
—Beth —Paul la interrumpe—. ¿Has pensado en buscar ayuda profesional? ¿Un consejero de duelo?
—No quiero ver a un consejero. No quiero ningún tipo de ayuda —le dice—. Me quitaría la rabia. La necesito. Es todo lo que tengo.
Paul no responde. Se limita a asentir con la cabeza para demostrar que lo entiende. Beth se pregunta, y no por primera vez, lo que de verdad pasa por la mente del vicario. No juzga a los demás, como parece hacer sinceramente. ¿Es un cristiano de los que perdonan hasta las últimas consecuencias? ¿O en su mente pasa una corriente incesante de cinismo reprimido? Se da cuenta de que eso no le importa mucho mientras la escuche. Aquel cura, virtualmente un desconocido hasta hace unas semanas se ha convertido en una de las escasas constantes de su vida, y en ciertos aspectos, su intimidad es mayor con él que con su marido. Pensar eso la lleva a confesar otra confidencia.
—Mark sabe lo del embarazo —deja escapar—. Dijo que debería tenerlo.
Él da una única respuesta que se permitiría a un cura.
—Creo que tiene razón.
—Sí, claro. Si eso es lo que dicen los hombres, habrá que hacerlo —Beth lo dice con indiferencia, luego se pone a gritar de repente—. Siento odio —los ojos de Paul reflejan su propia conmoción. Es la primera vez que lo dice en voz alta, pero ya ha empezado, y no puede parar—. Odio esta cosa que crece dentro de mí. No la quiero. No está bien. Danny tendría que estar creciendo. Aún no había acabado con él. Le quiero a él, no a esta cosa —la voz se le quiebra, y aumenta el volumen—. Mi trabajo era ser su madre. Prepararle para el mundo, formarle para que se enfrentará a él lo mejor posible, y le fallé. Le abandoné.
—No es verdad —dice el sacerdote con un punto de dureza en la voz—. Te lo quitaron.
Sus palabras ahora arremeten contra él.
—¿Por qué? ¿Por qué tu Dios lo crea y luego se lo lleva?
—No lo sé. Hay gente que cree que se lleva a los que más quiere primero.
—Tu Dios es un puto egoísta...
—No sé cuál es la razón. Solo sé que esta vida es la que tenemos, y debemos aceptarla —por lo menos posee la virtud de parecer pesaroso.
—¿Por qué? ¿Por qué debería aceptar esto? ¿Qué he hecho mal? —las lágrimas comienzan a surgir nuevamente—. ¿Por qué me castiga?
—No lo sé. Ojalá lo supiera —mientras dice eso, se levanta de la silla, acercándose a ella. La abraza, intentando tranquilizarla.
Ella acepta el abrazo, llorando desconsoladamente.
Una vez se ha calmado lo suficiente, Paul decide preguntarle lo siguiente:
—¿Has pensado en algo más para el servicio en memoria de Danny? Sería un servicio en su memoria, para celebrar su vida, cómo era él. La forma en lo que lo hagamos, dependerá por completo de ti. Puede sonar la música que le gustaba, que la gente hable de él...
Lo que de verdad quiere Beth es un funeral. Un ataúd. Una despedida. Pero el impulso por moverse, actuar, hacer algo por su hijo, resulta irresistible. Algo oculto en su interior se revuelve cuando se da cuenta de que no debe dejar que la muerte de Danny eclipse su vida.
—De acuerdo —dice—. Quiero hacer algo. Mark estará de acuerdo conmigo.
Paul parece complacido, y luego casi azorado.
—Deberíamos pensar en cómo lo anunciaremos —sugiere—. Quiero decir, que me gustaría mucho que apareciera en las noticias locales, con unas citas que les entregaríamos, si no te molesta —Beth no consigue evitar una sonrisa. No es un vicario normal, con los ordenadores y ahora línea directa con West Country News—. Tengo la sensación de que este servicio podría terminar siendo bastante importante. Lo cubrirán los medios, pero también querrá asistir mucha gente. Podríamos difundirlo desde la iglesia. ¿Estás de acuerdo?
—Que sea lo más importante posible —dice Beth. El entusiasmo de Paul es contagioso: ella invitaría al mundo entero si pudiera.
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