Capítulo 20
Ellie se une a Joe y sus hijos en el camino de San Andrés. Es una mañana espléndida: cálida y brumosa a la vez. Las campanas repican, y las mariposas se arremolinan en las juderías del lado de la calle. Sigue los pasos de los Latimer, que miran fijamente hacia adelante.
Nige Carter se acerca entonces a Mark Latimer, susurrándole al oído.
—Tío, tengo que decírtelo antes de que entremos —indica en un tono confidente—: ayer vi a Olly Stevens con Jack Marshall —le cuenta, caminando a su lado—. Por lo que pude entender, Olly decía —mira hacia atrás cuidadoso de que la sargento de policía no le preste atención—, que tuvo problemas con niños. Algo sucio.
—¿Bromeas?
—No, me temo.
Hay una barrera de fotógrafos a la entrada de la iglesia. Todos están colocados como delante de un tribunal, y todos ellos gritan a Beth, intentando llamar su atención, como si se tratase de la princesa Diana, o Lady Di.
—¡Beth, aquí! ¡Beth, aquí!
Y la joven madre parece un conejo ante los faros de un coche. Mark hace lo que puede, sentenciando una y otra vez un «déjenos pasar, por favor», pero ellos no lo consideran una respuesta. Tanto Nigel como Mark hacen todo lo posible por amparar a las mujeres de la familia, intentando aislarlas de los flases de las cámaras, así como de sus insidiosas preguntas. Ellie sabe que Beth no lo puede soportar y no se lo merece. Como si hubiera puesto el piloto automático, se coloca entre la familia y los periodistas. Se comporta como una policía, pero también como amiga.
—¡Fuera, ahora, o haré que os arresten a todos! —pone su placa de policía cerca de los objetivos más próximos.
—¡No quebrantamos ninguna ley! —exclama con enfado el hombrecillo que maneja la cámara.
—Tened un poco de decencia, coño —dice ella. Que le saquen una foto a ella. Otra madre indignada, no le importa. Su familia no es la que ha sido desgarrada. Deja que los Latimer avancen con lentitud detrás de ella. Un fotógrafo levanta su cámara hacia su rostro—. Baja ese objetivo ahora mismo, ¡o si no te patearé las pelotas, y a todos los demás! —se vuelve hacia Tom—. Tú no me has oído decir esto —se vuelve otra vez hacia los fotógrafos—. ¡Prometo que lo haré!
—Tu madre mola —dice Chloe, detrás de ella, habiéndose girado hacia Tom.
—Ya lo sé —responde Tom, orgulloso.
Beth mira con gratitud a Ellie.
—Venid a comer hoy —dice, cuando se han sentado en los bancos provistos en el interior del edificio—. Cocina Nige.
La rama del olivo —una ofrenda de paz— es bien recibida, pero inesperada.
—¿Estás segura?
—Como hacemos siempre —dice Mark con firmeza—. Se le da muy bien.
Ellie dice que sí, aunque se supone que tendrá trabajo. Hardy no la puede obligar a hacer más horas extra, aunque conociéndolo, querrá que espíe a sus amigos durante la comida dominical. Y si se descuida, es probable que su trabajo vaya a recaer sobre la pelirroja, aunque visto lo visto esa mañana, puede que el inspector sea magnánimo con ella.
La policía nunca he visto la iglesia tan concurrida, ni siquiera en bodas y funerales. Cuando Paul Coates sale de la sacristía con sus vestiduras, Ellie se sobresalta: está acostumbrada a ver al alzacuellos, pero no aquel despliegue, un poco al estilo Gandalf. Parece nervioso y emocionado, como un cantante de pop que de repente se encuentra actuando en el estadio de Wembley.
Los tacones altos de Becca resuenan en las losas del sacro lugar. Después de que Beth le sostenga la mirada, se pone discretamente en un rincón.
Cora Harper entra con su madre, Tara Williams, en un silencio casi atronador. Nota las miradas que se posan en ambas, escuchando unos leves cotilleos. Nada nuevo para ellas. Sin embargo, la más joven tiene que detener a su madre para que no se disponga a lanzarles injurias a las chismosas del lugar. Dejando que se sujete de su brazo, se sientan en la parte más alejada del púlpito, en un ángulo que permite a la de ojos azules observar a los congregados allí.
Jack Marshall parece reflexionar para sí mismo, antes de ocupar un asiento desde el que se ve bien el altar. Nigel, una fila delante de los Latimer, se vuelve para cruzar la vista con Mark, y luego mira de modo significativo a Jack. Saben algo, o creen que lo saben. Ellie decide tener unas palabras con ellos. Tomando en cuenta el genio pronto de Mark y la falta de control de Nige, aquella situación no le da buenas vibraciones. De pronto, piensa en la pelea en el pub. Recuerda ahora la riña en el campo de fútbol que, a veces se habría convertido en una batalla campal, sí Joe y Bob no hubieran estado allí para calmar a Mark. Se pregunta entonces, si puede perder el control por cosas sin importancia, ¿de qué sería capaz debido al dolor?
Todas las cabezas se vuelven cuando entra Hardy, que parece como si acabara de salir de la tumba. Aquella es su primera aparición pública desde el artículo de Karen White en el Herald. Camina con pasos lentos, buscando un lugar libre en el que sentarse sin tener que estar pendiente de los chismorreos de la gente.
—No sabía que era creyente —dice Joe—. Y tampoco Cora —añade, advirtiendo a la pelirroja sentada al fondo de la nave central de la iglesia.
—Ni que nosotros los fuésemos —responde como un relámpago Ellie.
—Bien visto —la alaba su marido.
Mientras Hardy sigue buscando un sitio, alguien chasquea la lengua. Es Coraline.
—Hola, compañero —bromea, señalando el vacío a su derecha—. Le he guardado un sitio.
Alec esboza una leve sonrisa, haciendo un gesto afirmativo a modo de agradecimiento. A la izquierda de la joven está Tara, quien, brevemente, le estrecha la mano al inspector cuando pasa frente a ella. Éste se sienta junto a su subordinada, aliviado.
—¿Qué tal la cabeza? —cuestiona en un susurro, una vez se ha sentado a su lado.
—Mejor, gracias a que me ha hecho las curas... Aunque no era necesario.
—Claro que sí, es lo menos que puedo hacer —afirma ella en un tono amable, refiriéndose a su tácito acuerdo. Intercambia una mirada y una sonrisa agradable con él, quien ya parece más relajado en esa situación.
La joven novata de ojos azules esperaba que esa pequeña misa empezase con un himno u una oración, quizás con algo de incienso, pero el reverendo Paul no parece atenerse al guion establecido por sus predecesores.
—Gracias por venir —dice cuando ocupa el púlpito. Velas eléctricas brillan débilmente a cada lado—. Estaba pensando en cómo empezar —suspira—. Encontré esto en corintios: «Los problemas nos atenazan por todas partes, pero no nos derrumbamos; estamos perplejos, pero no desesperamos; somos perseguidos, pero jamás Dios nos abandona; caemos al suelo, pero jamás nos destruyen; aprendemos a levantarnos». Como comunidad, lo más importante que debemos recordar, es que Dios no nos ha abandonado. No nos han destruido. Ni podrán hacerlo.
En realidad, no es época de barbacoas, pero hay que preparar el asado de los domingos, así que será un asado. La cocina de los Latimer está atestada de cacerolas, y el vapor ondea alrededor. Mark extiende la mesa del comedor todo lo que puede, y trae las sillas del patio. En el jardín riega con la manguera la antigua trona de los niños, que siempre usan para Fred Miller.
Beth pone la mesa con el corazón duro como una roca. Aquella misma tarde está previsto que ella y Mark hagan una petición de ayuda en la televisión. ¿En qué están pensando con todos allí, atiborrándose de comida y vino, haciendo como que todo es normal? La casa está llena de gente. No podrá preguntarle a Mark por Becca Fisher. Siempre que piensa en eso, se le revuelven las tripas, como una especie de grito ahogado, pero hasta el momento ha conseguido dominarlo. Ahora lo nota agazapado en la base de su garganta, como un tigre esperando para saltar.
—Vaya despliegue, Nige —alaba Chloe, entrando a la cocina—. Tienes talentos ocultos.
—Sé que algún día serás un marido encantador —menciona la abuela de la adolescente.
—Antes tendrán que pillarme, Liz —le responde el, como si estuviera esperando a las chicas con un palo.
Los Miller normalmente entran ruidosos por las puertas del patio, con botellas en la mano, pero hoy llaman al timbre de la puerta. Es un gesto agradable, y el remordimiento de Ellie por ocultarle la relación del inspector Hardy con Sandbrook, hace que Beth vaya aceptando poco a poco su explicación de que lo hizo para protegerla, y después de su enfrentamiento con los paparazzi, su amistad se empieza a recuperar. Saluda a la agente de policía con un abrazo, y lo mantiene un segundo más de lo habitual para recalcar su perdón. Es un alivio dejar que la rabia se diluya.
Tras un par de horas y un poco de sudor, Nige se dispone a servir la comida. Los Latimer y los Miller se distribuyen alrededor de la mesa en una aparente normalidad. Beth tiene la sensación de que lo está viendo todo desde el exterior de su cuerpo. Cuando Nigel se sienta en la cabecera de la mesa y trincha el cordero, sonriendo como un idiota ante el coro de alabanzas, todos hablan un poco alto, pero para Beth, la ausencia de la voz de Danny es un silencio que levanta ecos, tan evidentes como una silla vacía. Siente dolor en los oídos cuando Tom mantiene una conversación unilateral sobre sus nuevos juegos para su recién adquirida PlayStation 3 —cortesía de Cora, por lo visto— con los que Danny nunca podrá jugar.
No obstante, a pesar de las intensas miradas que le dirigen todos, incluyendo a su madre, Ellie y Nigel, come. Está recuperando el apetito de un modo que no tiene nada que ver con ella. Será por el cordero y las patatas. Quiere carne, grasa, hierro, hidratos de carbono... El parásito —se niega a llamarlo bebé o feto— está haciendo notar su presencia.
Mark casi no ha tomado nada de su plato. Joe, que llena los vasos de vino, apoya una mano comprensiva en el hombro de su amigo, y Chloe le coge la mano y se la aprieta. Beth se queda sorprendida, saliendo momentáneamente de su propio dolor, entrando en el de Mark. Luego la rabia apaga su compasión, y el grito avanza un poco más hacia sus labios.
Los platos se recogen. Nadie quiere dejarle mover ni un dedo, y Tom desaparece en el servicio antes de que llegue el pastel de manzana. Beth se escabulle mientras los demás pasan los cuencos y cucharas. Está esperando a Tom cuando él sale del aseo del piso bajo.
—¿Estás bien, cariño? —los ojos de Tom recorren su alrededor, en busca de ayuda. Está claro que nota lo que pasa en el interior de Beth. La necesidad que sale de ella.
—Sí, ¿y tú?
—¿Puedo pedirte algo? Puedes decir que no —Tom parece receloso, incluso inexplicablemente asustado, teniendo en cuenta lo inofensivo que es aquello que Beth necesita de él—. ¿Puedo abrazarte?
—Claro.
Es adorable, el sumiso Tom. Ella puede ver que se traga su vergüenza por su deseo de hacerla feliz. Es un buen chico. Beth le abre los brazos, y lo estrecha con fuerza. Su olor no es el correcto, no es el mismo suavizante de la ropa, ni el mismo champú, tampoco el mismo pelo, ni la misma piel, pero servirá. Tiene el tamaño adecuado, y está caliente.
—Echaba de menos los abrazos —dice ella. Tom parece retorcerse, pero hasta eso le recuerda a Danny. Justo cuando está empezando a liberarse de sus brazos, el timbre de la puerta suena, y logra escapar.
Jack Marshall está a la puerta, inesperadamente, pero ahora todo es así. La joven madre le invita a pasar, y se fija en su aspecto algo demacrado. Se pregunta si habrá comido. Parece estar en los huesos, o al menos, esa es la impresión que da su rostro. Podría darle parte de la comida que ha sobrado. De todas formas, tampoco es que vayan a comérselo todo en unos días. Algo en la actitud de este, esa mirada nerviosa y algo temerosa, le dice que, después de todo, aquella no es una visita de cortesía.
—Jack está aquí —menciona Beth, haciendo a un lado, quedando su nuevo invitado a la vista de todas las personas en el comedor.
Mark se levanta de un salto de la silla y casi vuelca su plato.
—¿Todo bien? —su voz fría sugiere lo contrario. Beth mira a Ellie: está cetrina.
—He encontrado esto —contesta Jack, y abre la mano. En la palma hay una cajita negra. Beth se inclina hacia ella, y luego da un salto atrás: es un teléfono. El viejo Nokia tan usado de Danny—. Oí un pitido en una de las bolsas de reparto. Estaba en el fondo —se explica—. Se lo dejaría allí la última vez.
—Sí, es el teléfono de Danny —afirma Mark, reconociéndolo al momento.
Ellie cruza el comedor volando, en su prisa por hacerse con el teléfono, pero es demasiado tarde: ha pasado de la mano de Jack a la de Mark.
—Mark, yo lo cojo —lo llama, pues éste parece estar en shock—. Dámelo.
La voz de Mark resulta contenida. Demasiado contenida.
—¿Qué estabas haciendo con esto, Jack?
—Mark —Ellie insiste nuevamente, extendiendo su brazo, en el cual hay una servilleta que oculta su palma, a fin de no dejar huellas dactilares.
Finalmente, éste lo suelta, pero lo mantiene un segundo más de lo debido en su mano. Lo envuelve con mucho cuidado en la servilleta de papel.
El viejo pasea la vista alrededor de todos.
—Mark, Beth, van a decir cosas sobre mí.
—¿Qué tipo de cosas? —cuestiona Mark, conteniendo el impulso por gritar.
—Cosas que no son verdad...
A Beth se encoge el estómago en torno a la masa grasienta que lleva dentro. ¿Qué coño está pasando? Ellie no parece sorprendida. Tampoco Mark. Nota que la comida le sube la garganta.
—Liz, llévatelo de aquí —dice la castaña, que se encuentra tan desconcertada como Beth, sin embargo, la abuela de Chloe hace lo que se le dice, y se acerca a Jack, con la intención de escoltarlo fuera de la casa. Sin embargo, vuelve a hablar, lo que provoca que se detenga en seco.
—Pasaron cosas antes de que viniese aquí —dice él con la cabeza erguida, en un fútil intento por mantener su dignidad y orgullo intactos—. Y dirán que lo hice yo. Os miro a los ojos porque era vuestro hijo, para deciros que no soy ese tipo de hombre —pasea su mirada entre los presentes de la estancia—. Por favor, creedme —suplica Jack Marshall, cuando el sonido ya familiar del disparo de las cámaras se inicia—. Tenéis que creerme —Joe Miller echa las cortinas del cuarto de estar.
Antes de que Beth pueda hacerse cargo de lo que está pasando, suena otro clic. Este procede de la dirección opuesta. Todas las cabezas se unen para mirar el jardín trasero, donde un fotógrafo se ha subido a una escalera de mano y mira por encima de la valla. Segundos después, aparece otro a su lado. Tienen la casa rodeada.
—¡Hijo de puta! —exclama Mark mientras echa a correr hacia el jardín trasero, con Joe y Nigel pisándole los talones.
—Jack, tienes que irte —le pide Ellie en un tono amable, sacándolo de la casa con cuidado de evitar a los paparazzi.
Jack Marshall sale de la casa, alejándose de allí con pasos lentos, como si se dirigiese hacia su propio funeral. Los pocos paparazzi que hay en los alrededores de la puerta principal, lo siguen y le hacen fotos incesantemente.
—¡Que os den! —grita Mark, ahora en el jardín, yendo en contra de los periodistas—. ¡Venga! ¡Largaros! —empuja al que estaba subido en la escalera de mano, logrando tirarlo al suelo—. ¡Fuera! ¡Fuera!
—¡Esto es la vía pública! —rebate uno de ellos—. ¡Tenemos derecho a estar aquí!
—¿Sí? ¿Seguro? —está a punto de saltarles encima como un perro rabioso.
No tiene oportunidad de llevar a cabo sus amenazas.
—¡Apártate, Mark! —Joe carga contra la valla con la manguera del jardín en la mano. Dirige el potente chorro de agua a presión por encima de la valla, empapando a los fotógrafos. El humor cambia de repente: la risa de los hombres es contagiosa. Hasta el pequeño Fred está animado.
—Eres un genio —dice Mark, dándole una palmada en la espalda a Joe.
La alegría dura poco.
—¿Qué nos hemos hecho? —dice Mark—. Coraline me lo advirtió... —musita para sí mismo.
Aquello, comprende Beth, es una consecuencia de haber hablado con la prensa. Hay compuertas que no se deben abrir, como les advirtieron Hardy y Harper. Pero ellos mismos han sido los que los han invitado. Aunque, por suerte, las compuertas funcionan en los dos sentidos. Al final, siete días después de que Danny fuera abandonado en la playa, se ha convocado una auténtica rueda de prensa.
Es la primera vez que Beth vuelve a estar en el colegio de primaria de South Wessex desde aquella mañana del campo de juegos, donde le llevó el almuerzo, donde Beth tuvo sus últimos segundos de paz. Ahora está descolorido por el sol y vacío. Beth no puede soportar aquella visión, pero dentro es mucho peor. Aquella es la misma sala del colegio donde ella asistió a reuniones, obras de Navidad, conciertos, y fin de curso. Se solía sentar en aquellas sillas pequeñas, con la cámara del teléfono en la mano, fotografiando a Danny mientras cantaba desafinando. Ahora es ella la que está en el centro del escenario, interpretando un papel que ningún padre querría hacer nunca. Ahora está detrás de una tela negra, sentada entre su marido y su hija mientras Pete les coloca micrófonos al cuello.
—¿Por qué nos necesitan a todos? —pregunta Chloe. Está pálida y nerviosa. Las pecas le asoman incluso debajo de su espeso maquillaje.
—Para que todos sepan lo que Danny significaba para nosotros —dice Mark—. Lo fuerte que es nuestra familia.
Su hipocresía es más de lo que puede soportar Beth.
En ese instante, Alec Hardy entra a la estancia, seguido por la pelirroja.
—Eh, ¿están listos para esto? —cuestiona el escocés en un tono serio y calmado.
—Chloe, quiero que salgas tú primero, ¿de acuerdo? —le indica la joven a la adolescente. Ésta asiente, más tranquila en su presencia—. Todo irá bien. Te acompañaré hasta fuera.
Ambas empiezan a caminar, y la adolescente no puede evitar sujetar la manga de la chaqueta de la mujer de cabello cobrizo. Ella le dedica una suave sonrisa, apretando su mano momentáneamente antes de entrar a la estancia, donde todos los periodistas aguardan.
—Después de Chloe entre usted, Beth —indica Hardy, observando cómo su subordinada conduce a la adolescente a la mesa para la rueda de prensa—. Y, por último, Mark —finaliza, siguiendo a la oficial de piel clara.
El tigre agazapado en la garganta de Beth no va a tolerar su actitud ni un segundo más, pero aquel no es el momento de soltar el rugido. En lugar de eso, Beth se inclina hacia su marido, y susurra tan bajo que solo lo puede oír él:
—Sé lo tuyo con Becca Fisher.
Sus palabras surcan las arrugas de la cara de Mark, y a Beth la domina una satisfacción malsana, caminando hacia el estrado en el que se encuentra la mesa. Mark la sigue, abrumado y en shock. Hay un zumbido cuando se encienden los micrófonos. Los inunda una tempestad de flases. Hardy se queda detrás de la línea de los periodistas por un momento, pues su oficial le ha hecho un gesto para que se acerque a ella. Al lado de la muchacha de ojos azules está Miller
—Brian acaba de comunicarme que la científica lo ha confirmado —le dice en un tono serio—: los cabellos de la barca son de Danny.
—¡Lo sabía! —su exclamación es baja, asegurándose de mantener las apariencias, manteniendo su entusiasmo a raya.
—Creo que me debe cien libras, señor —comenta Cora en un tono algo divertido y satisfecho, provocando que él rebusque en su cartera, entregándoselas.
—Si no me equivoco, también me debe cien, Harper —comenta, compartiendo por un ínfimo momento su diversión y satisfacción, recibiendo otras cien libras de parte de la chica, pues era lo que habían acordado.
Tras unos segundos, la mirada azul de la novata se torna seria nuevamente.
—Ellie, te toca.
La mirada castaña de Hardy pasa de Harper a Miller. Ésta parece querer decirle algo también.
—También nos ha llegado información de la policía de North Yorkshire, gracias a los contactos de Cora —comienza a decirle, mientras los Latimer terminan de sentarse—. Un asesinato en los acantilados de Whitby, hace quince años —le comenta, provocando que la mirada de Hardy pase a ser determinada—. Dicen que tiene similitudes con nuestro caso.
—Luego me lo cuenta.
Hace ademán de marcharse, pues debe sentarse junto a los Latimer, pero la pelirroja de ojos azules lo toma por el antebrazo derecho, deteniéndolo. Está claro que no ha terminado de darle información. Su mirada azul está inundada de preocupación, dudas y sospechas. Pocas veces —por no decir nunca— Hardy la ha visto insegura, por lo que se detiene, observándola, a la espera de aquello que vaya a decirle.
—Señor, Jack Marshall vivía en North Yorkshire, a diez kilómetros de Whitby.
Hardy siente que por un momento le tiemblan las manos, pero se recompone. Aquella nueva pista puede conducirles directamente al asesino, o solo servir para despistarlos. Por la forma en la que la novata lo observaba, no está del todo segura acerca de la verdadera implicación de Jack en el asesinato de Whitby, ni en el de Broadchurch. Está claro que algo no le encaja, y no lo bastante como para considerarlo sospechoso. Cuando asimila la información que ambas compañeras le han proporcionado, asiente lentamente, provocando que la pelirroja suelte su agarre sobre él, observado cómo se acerca a la mesa. Ellie y Cora se quedan allí, entonces, detrás de los reporteros y los flases, contemplando cómo se desarrolla la rueda de prensa.
—Echamos mucho de menos a Danny —comienza diciendo Beth, con toda la entereza de la que dispone en ese momento. Supone un gran esfuerzo aguantar las lágrimas al recordar que su niño ya no está con ellos—. Y queremos que, quien haya hecho esto, dé la cara, porque estamos... —se interrumpe, pues un llanto ahogado acaba de subírsele a la garganta, amenazando con empezar a sollozar— Estamos pasándolo muy mal. No entendemos por qué nos ha ocurrido esto.
—Danny era un chico normal —es el turno de Mark ahora, quien continúa en un ligero shock, tras las palabras de Beth en la habitación que precede al lugar de la rueda de prensa—. Nunca le hizo daño a nadie —tiene más éxito que su mujer a la hora de aguantarse las lágrimas, y no solo por el hecho de hablar de su hijo, sino porque sabe que su matrimonio está, inevitablemente, encaminado al fracaso, y la culpa es solo suya—. Danny lo era todo para nosotros. Solo queremos saber qué le hicieron —Beth y Chloe se toman de la mano—. Si hay alguien que lo sepa, o que pudiera saberlo, o haya visto algo, su obligación es dar el paso, y decírselo a la policía. Porque hay que atrapar a quien lo haya hecho.
No crecen muchas cosas en el modesto jardín trasero de la casa de Jack Marshall, al borde de la playa. La parte pavimentada está decorada con efectos marinos, cabos deshilachados y aparatos rotos. Un viejo cubo metálico sirve de brasero. Jack observa cómo las llamas lamen el aire.
Encima de una desvalijada mesa de madera, hay una caja de cartón. Jack saca de ella un montón de fotografías, y las va seleccionando despacio. Chicos en bañador, Danny poniéndose un traje de neopreno, Jack con los brazos en torno a Tom Miller... Aquellas fotos no las han puesto en la pared exterior del refugio de la Brigada Marina en memoria de Danny.
Entre ellas hay otra que corta la respiración de Jack. Con manos temblorosas se la lleva a los labios y la besa, permaneciendo con los ojos cerrados largo rato, sumido en sus recuerdos más profundos. Cuando al fin los abre, mira la fotografía un poco más, como si dudara qué hacer con ella. Al final se la guarda en el bolsillo de su chaqueta, cerca del corazón.
Arroja el resto de las fotos al brasero humeante. El papel satinado arde lentamente en un principio, pero luego, una vez se ha caldeado el aire, empieza a arder con más rapidez. Esquirlas cenicientas se arremolinan y se depositan como partículas carbonizadas en su cuello. La foto de Dani con el pecho desnudo es la última en quemarse, y se dobla por los bordes, antes de reducirse a la nada.
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