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Capítulo 19

El vino ha sido un error. Lo único que puede hacer Hardy es poner un pie delante del otro. Espera que Harper se encuentre bien. Aunque se ha hecho una ligera idea sobre lo que le sucede, no puede evitar preocuparse por ella. Nunca la ha visto tan desesperada y asustada. En la calle Mayor, una figura solitaria sale de la oficina del Eco de Broadchurch. Incluso con su vista nublada debido a un próximo ataque, logra ver una figura acompañada de lo que parece ser un canino. Debe ser Susan Wright.

—Buenas noches —se despide la mujer, lo que confirma sus sospechas.

—Buenas noches —dice él, abriendo la puerta del hotel.

En cualquier caso, se las arregla para llegar a la recepción del hotel y subir las escaleras sin que lo interrumpan. Está empapado de sudor cuando entra a la habitación, y se dirige al cuarto de baño, donde está su medicación. Ni siquiera se molesta en quitarse los zapatos o la chaqueta.

El vértigo convierte el espacio en un salón de los espejos. Las paredes parecen curvarse, y las superficies inclinarse en ángulos demenciales. Cuando la visión le falla, agarra a tientas la caja de pastillas, pero los blísteres están vacíos. ¿Dónde están las de repuesto? ¿Dónde coño están sus pastillas de repuesto? En lo último en lo que piensa Hardy antes de sucumbir a la gravedad, es en el envase del cajón de su mesa de trabajo. Choca con la nuca contra el lavabo cuando cae. La oscuridad es instantánea y total.


Un estruendoso golpe provoca que la oficial de policía se levante de la cama, automáticamente poniéndose alerta. Se pregunta si algo le habrá sucedido al inquilino de la habitación, por lo que, aprovechando que está vestida, decide salir al pasillo. Se queda frente a la puerta colindante a la suya, y está a punto de tocar ésta, cuando se percata de que se desliza sin problemas al interior. Sabe que aquello podría considerarse allanamiento de morada, pero no puede evitar entrar. Si alguien necesita ayuda, ella se la puede prestar, y no piensa abandonar a alguien en apuros. La habitación está impoluta, y la luz encendida. Esto le indica que su inquilino sigue en el interior. ¿Pero dónde está? El golpe que ha escuchado ha sido contundente, y por experiencia, sabe que el lugar que más probabilidades tiene de causar accidentes domésticos es el baño. Se dirige hacia allí con presteza.

Sus ojos se abren con sorpresa y horror al reconocer al hombre que está tendido en el suelo.

—¡Alec! —exclama, apresurándose en acercarse, arrodillándose a su lado. Ve que un charco de sangre está empapando el suelo—. Vamos, vamos, no te vas a ir. Tú no —niega con vehemencia, quitándose la chaqueta del trabajo, posándola contra la herida recién abierta. Sus ojos escanean su entorno, encontrando un blíster de pastillas en el lavabo. Arritmia cardíaca. Los pocos síntomas que había observado en su jefe la estaban conduciendo a esa terrible posibilidad—. ¡Becca, aquí! —exclama de pronto, escuchando cómo la gerente del hotel entra a la habitación—. Llame a una ambulancia, ¡rápido!

La australiana no tiene siquiera tiempo de preguntarle a la muchacha pelirroja cómo demonios ha conseguido entrar en la habitación del inspector, ni qué diantres está haciendo, pues se encuentra obedeciendo su orden al pie de la letra. La rubia había subido al segundo piso al venir el inquilino del primero a quejarse por un fuerte ruido.

Mientras habla con el servicio de emergencias, observa con cierta lástima cómo la pelirroja sigue presionando su chaqueta contra la herida en la cabeza de Hardy, habiendo colocado la cabeza del hombre en su regazo. Tiene una mirada determinada: no va a dejar que se muera. Por todos sus demonios que no se va a morir mientras ella tenga algo que decir al respecto.


Hay una línea blanca y nítida de luz encima de Hardy. Un ángel aparece delante de él con un halo deslumbrante que bordea su pelo cobrizo. Nota que alguien le indica a ese ángel que mantenga la presión en su cuello. Entonces el ángel habla con un marcado acento británico:

—Tranquilo, señor —dice la clara voz de Harper—. Le estamos llevando al hospital.

La luz blanca pronto se revela como el tubo de neón del techo de la ambulancia y Hardy intenta protestar. En cuanto le ingresen en el hospital estará perdido. Echarán una hojeada a su historial, y no le volverán a dejar salir. Una helada mano se agarra a su corazón con fuerza. La conoce ya lo bastante como para saber que sigue las normas al pie de la letra. En cuanto Harper sepa sobre su condición, se lo dirá a Jenkinson, y entonces sí que estará acabado.

—No pueden...

—Calma —la mano de la muchacha de cabello cobrizo sujeta la suya amablemente. Su tono de voz irradia preocupación—. Todo va bien, no se preocupe.

Alec quiere seguir protestando, evitar que lo lleven a ese condenado lugar, pero por desgracia, las palabras no llegan, y se hunde otra vez en la oscuridad.

Cuando despierta, tiene latidos violentos en la cabeza y un dolor intenso en su nuca, donde se ha golpeado. Su sagaz subordinada está sentada en una silla, al lado de su cama. Hardy de pronto adquiere plena consciencia de que, salvo por el camisón del hospital, está desnudo debajo de las sábanas.

—Buenos días —lo saluda en un tono suave, sonriéndole, levantándose de la silla—. Le han dado nueve puntos —dice la novata en un tono suave, apartando el periódico que estaba leyendo—. Se ha hecho una buena brecha. ¿Cómo se siente?

—¿Qué estoy haciendo aquí? —dice él en una voz ronca—. ¿Qué está haciendo usted aquí?

—Se desmayó. Lo encontré tumbado en el suelo del baño. La puerta de su habitación estaba abierta —comienza a explicarse—. Como yo ocupo la habitación colindante a la suya, escuché rápidamente aquel golpe que se dio —solo entonces se percata el inspector de que su vecina ha sido siempre su protegida. El alivio le invade—. Afortunadamente pude ayudarlo —nota de pronto que la chaqueta de la pelirroja está llena de sangre. Su sangre.

—Eso es...

—Se manchó cuando intenté parar la hemorragia.

—Lo siento.

—No se preocupe —dice ella en un tono despreocupado—. Solo es una chaqueta. Tengo otra en el coche para emergencias —Alec observa que Harper deja su cartera en la mesilla cercana. Entonces se le encoge el corazón al percatarse de que la tenía abierta por la foto de la niña. De pronto, la desnudez parece preferible—. No es asunto mío —mueve la cabeza a los lados, negándose a inmiscuirse en su vida privada, a pesar de saber quién es la niña de la cartera—. Estaba buscando a sus parientes más próximos. No pude encontrar ninguno, así que decidí decirles que soy su compañera de piso —menciona en un tono divertido.

—¿Qué...? —Hardy parece confuso, pero no puede evitar encontrar divertida su ocurrencia.

—Como es evidente, se lo creyeron, y me mantuvieron al corriente de su estado —su voz se torna seria de pronto—. Arritmia cardíaca —menciona, y a Hardy le parece que se le para el pulso—. Es una condición grave... Esperaba equivocarme en mi análisis.

—¿Cómo lo ha averiguado? —el escocés empieza a sentir el pánico—. ¿Me ha estado analizando? —cuestiona, habiendo procesado sus palabras.

—Sí, y no —responde ella en un tono complicado, acercando la silla a la cama, y sentándose en ella nuevamente—. Es cierto que le he analizado porque me encontraba preocupada por su estado...

—No tenía por qué hacerlo.

—Anda, cállese y déjeme hablar —él obedece, sorprendido ante su tono algo autoritario—. No ha sido eso lo que me ha hecho llegar a esa conclusión —suspira pesadamente, preparándose para abrirse más a él—. Mi padre era médico militar. Murió cuando yo tenía catorce años —le desvela, y, él entonces comprende un poco mejor a su brillante oficial: entiende ahora que sepa tanto de ciencias forenses y psicológicas—. Le dio tiempo a enseñarme varias cosas, y resulta que una de ellas es reconocer los signos de una arritmia cardíaca, para saber cómo actuar —se explica en un tono suave—. Por no hablar del hecho de que, cuando le encontré en el baño, inconsciente— se cruza de brazos—, vi su blíster de pastillas vacío.

Hardy piensa a toda velocidad: si todavía creen que es su compañera de piso, a lo mejor le dejan irse con ella. Intenta levantarse de la cama. Resulta mucho más difícil de lo que imaginaba. El dolor de cabeza se duplica, como si hubiera dejado parte de su cráneo abandonado sobre la almohada. Se tambalea un poco, y trata de agarrarse a cualquier superficie que pueda encontrar.

—Señor, no. No haga eso —nota que las manos de Harper están ahora en sus hombros, impidiéndole moverse—. Tiene que descansar un poco más —coloca la almohada detrás de su cabeza, y lo ayuda a sentarse.

—No debe contarle esto a nadie —Alec se acomoda en la cama, sin apartar los ojos de ella. Tiene que convencerla de la forma que sea para que no delate su condición—. Si saben que estoy enfermo, me apartarán del caso, y usted lo sabe —suplica, y ella asiente, pues sabe que es cierta esa afirmación. La mirada de Cora es suave, sin juicio alguno, esperando sus palabras—. No quiero perder este caso. Necesito acabar este caso —añade, en un tono desesperado—. Es mi carrera, Harper. Es mi vida. Por favor.

—No tiene de qué preocuparse, señor —ella se sienta en la esquina de su cama, observándolo—. No tengo intención de contárselo a nadie. Tiene mi palabra —nota que él le pregunta «¿por qué?» con la mirada—. Sé lo importante que es este caso para usted. He visto lo entregado que está, así como su determinación por resolverlo, y estaría mintiendo, si dijera que yo no tengo esa misma intención —suspira pesadamente—. Creo que ahora estamos en el mismo barco —Hardy arquea una ceja. No entiende a qué se refiere—. Tanto usted como yo tenemos un secreto que, de descubrirse, podría apartarnos del servicio activo —suelta antes de darse cuenta de lo que acaba de hacer.

—¿Qué secreto podría tener usted?

Ahora que lo ha dicho, no hay vuelta atrás. Decide aclarárselo.

—No sé porque le cuento esto —se sincera, notando que el miedo empieza a recorrer todos sus huesos: esto podría ser lo último que haga como policía—. Será que confío en usted más que en mi misma —una sonrisa tímida y nerviosa asoma a sus labios. Él no la presiona, manteniéndose en silencio y dejándola hablar—. Pero anoche, cuando tuve ese... —hace una pausa— Ataque, por así decirlo —su tono es nervioso—, hablé con mi madre, Tara —entrelaza sus manos en un gesto tenso—. Me confirmó que hace unos años me colocaron, lo que ella denominó, fuertes mentales. Para aislarme de un trauma, reprimiendo mis recuerdos.

—Por eso ayer tuvo esa reacción —menciona él, habiéndose percatado de esos síntomas—. Y por eso estaba tan tensa y alerta en ciertas ocasiones —recuerda las veces que la muchacha rechazaba el contacto físico y parecía sobresaltarse con facilidad.

Es evidente que la pelirroja no ha sido la única que se encontraba atenta al estado de su jefe. Él también estaba atento al estado de su subordinada.

—Tiene TEPT —sentencia en un tono ronco, provocando que ella asienta—. En la cena, algo le recordó a su trauma, ¿no es así?

—Exacto.

—Esperaba equivocarme anoche al notar esos síntomas.

—Lo mismo esperaba yo cuando realicé ese diagnóstico... Pero mi madre lo confirmó —su tono es fatalista.

La estancia se mantiene en un silencio sepulcral. Ninguno de los dos dice nada, y la joven oficial se prepara para recibir una reprimenda por parte de su superior. "Ya está: aquí se acaba mi carrera como policía...", piensa la muchacha, resignándose a su destino, cuando su jefe habla.

—Quédese tranquila, Harper —indica Alec, observándola con amabilidad, tomando su mano derecha en la suya, dándole un ligero apretón—. Sería un hipócrita si la apartase del caso ahora, teniendo en cuenta mi petición de hace un rato —su tono es algo bromista a pesar de la situación—. No pienso contárselo a nadie. Tiene mi palabra.

—Señor... Yo... —Coraline no tiene palabras para agradecerle su confianza e integridad—. Si hace esto estaría jugándose su puesto como inspector.

—No sería la primera vez... —menciona en un tono algo distraído el escocés, provocando que la muchacha arquee una ceja—. ¿Qué le parece sí nos cuidamos las espaldas? —sabe que es arriesgado, pero confía en ella—. Yo guardo su secreto, y usted guarda el mío.

Al igual que él, Cora sabe que es arriesgado confiarle un secreto así a alguien, pero por extraño que parezca, ambos parecen tener una confianza ciega el uno en el otro. Él no tiene motivos para desconfiar de su subordinada, al igual que ella no tiene motivos para desconfiar de él. A pesar de poner en riesgo sus respectivos puestos, ambos tienen claro que están dispuestos a dar un salto de fe por el otro. Una alianza es sellada en ese preciso momento.

—Parece que estamos juntos hasta el final —ella parece más aliviada ahora, al comprobar que ambos parecen querer ayudarse mutuamente.

Logra hacerlo sonreír.

—Hasta el final, sin duda.

—Pero prométame que buscará ayuda médica adecuada. La próxima vez puede que no esté aquí para ayudarlo.

Él asiente con la cabeza. Ahora estaría de acuerdo con cualquier cosa.

—¿Qué tiene ahí? ¿El periódico?

—Sí —la voz de Cora se ha tornado grave—. Este parece el beso de Judas —menciona, entregándoselo. Los ojos de Hardy escanean la portada.

MI DANNY grita la primera página. ENTREVISTA EXCLUSIVA CON SU MADRE. La cara de Danny irradia luz. La foto de Karen White aparece sobre su nombre. Hardy espera que esté orgullosa de sí misma.

Abre el periódico, y se topa con una doble página, dominada no por la foto de Danny, sino por la de Beth, parpadeando a la cámara. ¿QUIÉN QUERRÍA QUITARME A MI PRECIOSO NIÑO? declara en grandes letras mayúsculas. Su mirada es atraída por el texto de apoyo a la derecha de la página, y siente como si su cráneo cascado fuese a dejar que se le saliese el cerebro:

DANNY, RELACIÓN CON SANDBROOK.

Hay un resumen de diez líneas de lo que pasó en el juicio, y una foto de Pippa, por si acaso es necesario recordarlo. La joven novata, ha reconocido en el periódico la fotografía que ha visto en la cartera de su jefe. Nuevamente, sabía que tenía que ver con Sandbrook. Queda claro para Cora que Alec no ha perdido la esperanza de resolverlo. Aquella es una muestra más de cómo se entrega su superior a sus casos. Una prueba más de su integridad, no solo como policía, sino como persona.

Hardy alza la mirada, encontrándose con los ojos azules compasivos de su subordinada. Ella no le ha comentado nada sobre Sandbrook, pero ese brillo en sus ojos le dice todo lo que necesita: conoce lo sucedido, ha hecho la conexión entre la niña de su cartera y el caso de Pippa. Lo apoyará, como lleva haciendo desde que lo conoció. Ahora no los une una relación solamente profesional, sino que tienen una conexión más profunda: una intención, un destino, y un secreto que guardar. El escocés tiene claro que, en caso de que fueran descubiertos, hará todo lo posible porque la carrera de la joven no se vea mancillada. No lo permitiría. Como le ha dicho a Harper, ahora deben cuidar el uno del otro, e intentar llegar al fondo del caso. Y lo harán. Está seguro de ello.

Vuelve su vista al periódico, observando la foto de Danny. Nota acercarse a Harper, quien ahora está examinando su brecha, como si valorase que es seguro que se marche del hospital. Aquella es la primera vez en mucho tiempo que alguien se toma la molestia de cuidar de él. Quizás su doctor estuviera en lo cierto. Quizás sí necesita a alguien que vele por él, ya que él no tiene intención de hacerlo... Y puede que ese alguien, sea Coraline Harper.

Alec rueda los ojos por unos segundos. Aquello es lo que estaba esperando Karen White. Reservarse para la gran noticia. Ha lanzado el reto y soltado su lengua. En cierto modo, uno muy jodido, supone casi un alivio. Admira a regañadientes la entrega de Karen White a las familias de Sandbrook. Es una toca huevos de manual, pero no se puede decir que se dé por vencida. Probablemente sería una buena policía.

—Bueno —la voz de la muchacha de piel de alabastro interrumpe sus pensamientos—, creo conocerle ya lo bastante, como para asegurar que no va a quedarse en el hospital, ¿me equivoco? —supone ella, y él sonríe: ha acertado—. Voy al despacho de su médico: yo misma puedo firmar su alta voluntaria, ya que, a efectos prácticos, soy su compañera de piso —nuevamente parece divertida ante tal sugerencia—. Me encargaré de que nada salga de aquí —indica en un tono amable—. He traído mi coche hace unos minutos. Está en el aparcamiento. Podríamos pasar primero por el Traders, y así descansaría un poco antes de ir a la comisaría. Yo aprovecharía para cambiarme de chaqueta.

—Es una buena idea.

—Además —dice en un tono bromista—, necesita que alguien lo vigile para que no haga locuras.

—Que va...

—Claro que sí —afirma ella—. Si por usted fuera, se pondría a trabajar al momento —lo amonesta—, y no es aconsejable tras un accidente de esta envergadura

—Está bien —concede finalmente el hombre, rindiéndose ante su insistencia—: descansaré un poco en la habitación del hotel.

—Entonces le espero fuera —menciona, encaminándose a la puerta de la habitación, dispuesta a salir de ella.

Sin embargo, apenas ha llegado a la puerta y la ha abierto, la voz de su jefe la detiene.

—Cora —apela a ella, y la pelirroja se siente feliz de que recuerde su nombre y lo utilice, en vistas de su ahora, algo estrecha relación.

—¿Sí? —cuestiona, volviéndose hacia él, aún sujetando la puerta.

—Gracias.

Ambos saben que no se refiere solo a guardar su secreto, ni al mutuo acuerdo al que han llegado, sino también a haberle salvado la vida.

—No hay de qué, Alec —dice ella, antes de sonreír y marcharse.


A veces un artículo llega en el momento oportuno. El teléfono de Karen vibra con mensajes de felicitación de colegas, seguidos de inmediato por intentos mal disimulados de robarle sus contactos. Ahora está el doble de contenta por haber sido la primera en contar con Olly Stevens, pero cualquiera de los periodistas que en aquel momento están en el tren que sale de la estación de Waterloo, a las 8:03, podría hacerle cambiar de idea. Para asegurarse, lo llama a su teléfono mientras aún se encuentra recostada en su cama. Para su alborozo, el joven responde al momento. Por su respiración, va caminando por la calle.

—Es estupendo —dice él con una evidente sonrisa cruzando sus labios—. Refleja perfectamente como es Beth. Pero sabes que Maggie se va a mosquear.

Karen no está tan segura. Maggie, al igual que ella, quiere lo mejor para Beth Latimer, y es muy consciente de que una línea en un periódico de difusión nacional, como el Herald, equivale a veinte páginas en el Eco.

—Hablaré con ella. Beth y Mark estaban desesperados por darle difusión a su historia —indica, desperezándose—. Piensa en los testigos que podrían aparecer —indica, antes de suspirar. Sabe que lo siguiente que va a sugerirle es un asunto delicado—. Tendrás que recurrir a Ellie, y tratar de enterarte de si están recibiendo muchas llamadas hoy.

Se produce el habitual e incómodo silencio que se impone cada vez que Karen sugiere que explote su relación familiar con la sargento de policía.

—Bien —dice finalmente él—. Es indudable que ni Hardy ni Harper hablarán con nosotros —su tono parece rencoroso, como si desaprobase o tuviese celos de la estrecha relación entre el inspector y la oficial. Karen sonríe: podría aprovecharse de eso—. Así que, hoy eres la chica de oro del periodismo, ¿verdad?

—El jefe está oficialmente contento —dice Karen, sonriendo. En realidad, Danvers no la ha reñido, lo cual también está bien—. Y los demás periódicos pierden el culo por ponerse al día, pero ahora están interesados en la historia, y se están preguntando cómo vamos a seguir. A quién recurrir. Deberíamos hablar de Jack Marshall.

En los teléfonos de ambos llega el claro sondo de un mensaje entrante, y Olly mira el suyo. En cuanto lo hace, la cara se le pone pálida.

—Oye, tengo que colgar —dice, colgando apresuradamente la llamada, comenzando a caminar más deprisa, casi corriendo, hasta llegar a un aparcamiento cercano.

Karen no tiene tiempo de preguntarse por qué le ha colgado la llamada, pues el mensaje de su propia pantalla llama su atención. Es un mensaje de texto de Cate Gillespie.

He visto el periódico de hoy. He llorado por esa pobre madre.

Gracias por mencionar a Pippa. Eso mantiene vivo su recuerdo.

Es bueno saber que todavía nos defiendes.

Seguiremos en contacto. -C.

Olly, que ha tomado su coche, conduce tan deprisa que casi toma la curva de su calle sobre dos ruedas. Aparca a unas cuantas puertas de su casa, porque delante de ella está estacionada una furgoneta enorme —en realidad un camión de mudanzas—, y dos hombres gigantescos vestidos de negro, como porteros de una discoteca, se llevan el televisor de alta definición y lo cargan en la parte de atrás. Mira por encima de ellos, y consternado al ver su bici y su scooter requisados junto con todos sus DVD, echa una mirada a su coche, donde su ordenador portátil reposa sobre el asiento de atrás. Sabe de la última vez, y de la anterior a esa, que legalmente no se les permite llevarse algo que necesita para trabajar. Espera que no hayan cargado la impresora.

—¿Es una broma? —se molesta, observando que uno de los hombres carga el microondas en su camión.

—Yo no tengo nada que ver —menciona éste.

—No te hagas el valiente, hijo —dice el más alto de los dos alguaciles, cuando Olly se mueve inquieto a su alrededor, con los puños levantados. Olly no tiene intención de ser agresivo; no para atacar, en cualquier caso, pero tiene que reunir valor para llamar a la única persona que podría ayudarles.

—Están aquí otra vez —dice cuando su tía responde—. En esta ocasión se llevan mi Vespa.

—Ay, Oliver —dice ella—. ¿Todavía está en Bournemouth?

Él mira por los visillos y ve una forma menuda dentro de la casa.

—No, está aquí —dice—. Tía Ellie, me molesta pedírtelo, pero no hay ningún modo de que puedas...

—No —le corta en seco.

—Ella lo lamenta de verdad —improvisa Olly, desesperado por recuperar sus cosas.

—Es una gilipollas —dice Ellie—, y lo siento. Sé lo que es de querer a alguien así. Lo siento por tus cosas, pero no puedo seguir pagando sus fianzas, no después de que ella... —se interrumpe a media frase.

—Me gustaría que hablaras con ella —ruega Oliver, antes de intentar ir por un golpe bajo—. Nunca nos has dejado en la estacada.

El tono de la policía es inusualmente duro en esta ocasión.

—Oliver, estoy en la mitad de una investigación de asesinato, y ya no me queda dinero. Lo siento, tengo que dejarte.

La comunicación se interrumpe en ese preciso momento. Ha colgado la llamada.

—¡Mamá!

El joven reportero sigue al alguacil más bajo al interior de la casa. Lucy, su madre, se retuerce los dedos en el cuarto de estar, ahora vacío. De la pared cuelgan cables de donde estaba el televisor. Parece desamparada cuando agarran la consola de los videojuegos, pero cuando desenchufan el router inalámbrico, adquiere vida.

—No se lleve eso —dice, intentando quitárselo al alguacil—. ¡No vale nada! ¿Qué va a conseguir por eso? ¿Un par de pavos en eBay?

Olly se lo arranca de los dedos y se lo entrega al alguacil.

—Lléveselo —dice, hastiado—. Lléveselo de una puta vez.

Una vez que se han marchado los hombres, el joven periodista se enfrenta con Lucy.

—¡Por el amor de Dios! —exclama—. ¡Dijiste que lo habías solucionado!

—Ha habido una confusión —dice Lucy—. Se han equivocado —frunce el ceño—. No pongas esa cara: te pareces al cabrón de tu padre cuando haces eso...

Durante un momento le apetece abofetearla. Luego, se le quitan las ganas de pelea.

—Mamá, ¿no entiendes en qué problema estamos metidos? —pregunta—. ¿Por qué no te haces cargo del problema que tenemos?


Ellie Miller está tumbada a oscuras, viendo cómo su despertador digital va tragándose los números. el jueves pronto se convierte en viernes por la mañana. Está agotada, pero el desacostumbrado estimulante de la culpabilidad la mantiene despierta. Ha actuado mal con dos personas a las que quiere.

Olly la cogió con la guardia baja, pero no va a permitir que Lucy eche a perder también su relación. El modo en el que ha fallado a Beth es algo más profundo. Es imperdonable que se haya enterado de la historia de Hardy por los periodistas. Ahora se cuestiona con remordimiento por qué mantuvo exactamente la información oculta. ¿De verdad esperaba encontrar el momento adecuado, o solo le asustaba imaginar la cara de Beth en cuanto se lo contara? Ya sea ingenuidad o cobardía, las dos son imperdonables. Sabe que no va a calmarse hasta que lo solucione. Coge el teléfono de la mesilla de noche. Escribe a Olly primero.

No pretendía ser brusca. Tensiones por el caso.

Espero que sepas que siempre me tienes aquí, al margen de lo que pasa entre tu madre y yo.

Tía E. Besos.

El de Beth es más difícil de escribir.

Debería haberte contado lo de Sandbrook, y lo siento.

Hice lo que no debía por una buena razón; trataba de protegerte, pero debería haber sido sincera contigo.

Hablamos pronto. Llámame cuando quieras.

Ell. Besos.

Una vez satisfecha, los párpados le pesan al quitarse de encima el peso de la culpabilidad. Deja el teléfono con los mensajes, esperando pacientemente a ser enviados por la mañana. La última vez que recuerda haber mirado el reloj es a las 5:15.

Vuelve a despertarse a las 9:10. Fuera hace calor, y el mundo se ha levantado temprano. A pesar de ser viernes, y un día festivob, se la espera en la comisaría a las 10h para tomar parte en una rueda de prensa. Hardy quiere a todo el mundo en su puesto. Ellie aprieta la tecla para enviar las disculpas, y luego se mete debajo de la ducha, intentando despertarse.

Joe está en el cuarto de la colada, metiendo la ropa en la secadora, con el pequeño Fred en brazos. Cuando ve aparecer a su mujer, se acerca a ella y la besa.

—¿Por qué lo han hecho? —menciona la castaña, observando que su marido está leyendo el periódico, con la noticia de Karen White en plena portada—. Les dijimos que no lo hicieran...

—Lo veo lógico.

—Bueno, tengo que irme —menciona, dándole un abrazo y un beso en los labios. Acaricia la cabecita peluda de Fred.

—Oye, estaba pensando en llevar a los niños a la iglesia esta mañana —dice.

—¿A la iglesia? —ellos en realidad no son practicantes—. ¿Por qué?

Él parece casi avergonzado cuando se lo pregunta.

—No sé —admite—. Yo... He sentido algo... ¿Sabes a lo que me refiero?

Es raro, pero lo sabe.

—Lleva tú a los chicos —dice la castaña con una sonrisa—. Veré si Hardy me da un permiso especial.


Está acostumbrada al aspecto descuidado de su jefe, pero esa mañana ha alcanzado un nuevo nivel. Está sentado en la silla de su despacho, leyendo el periódico. Tiene el pelo algo despeinado, y una expresión cansada, como si no hubiera dormido en toda la noche. De pie a su lado, se encuentra Cora, con la misma cansada expresión en su rostro. Se ve, por el estado de su coleta, que se ha arreglado con prisas esa mañana, o que, como mínimo se ha rehecho la coleta con prisas. La castaña la observa detenidamente: ya no parece tan pálida como la noche anterior. Espera que la cena no la asustase. Extrañamente, mientras se acerca a sus compañeros de profesión, parece notar una nueva actitud entre ellos. No sabría definirlo, pero si tuviera que escoger unas palabras para describirlo, serían cercanía y confianza. No sabe desde cuándo, pero el gruñón inspector y la inocente y adorable oficial se han vuelto más cercanos. Ahora parece que están pegados por la cintura. Adondequiera que vaya Hardy, le sigue la pelirroja, y viceversa. La confianza que parece haberse instalado entre ellos, ha ido tomando forma desde que Hardy fue consciente de las útiles y poco comunes habilidades de Coraline, pero ahora parece haberse profundizado en un nivel completamente distinto. La castaña se acerca a su jefe, y cuando lo rodea para fijarse en el periódico, se queda paralizada. En la nuca tiene el pelo apelmazado por la sangre, y, ¿son puntos eso? Anoche no bebió tanto como para una cosa así.

—Dios, ¿qué le ha pasado?

—Anoche me resbalé en la ducha —dice en un tono que da por finalizada la conversación.

—¡Le han puesto puntos! —se mortifica Ellie—. Tiene una pinta horrible, si me permite decirlo.

—Lo sabe —sentencia la pelirroja en un tono serio, casi amonestante, que confunde momentáneamente a Ellie.

Desde luego, su trato hacia él se ha vuelto más cercano, sí, hasta el punto de casi bromear con él. Contempla algo divertida cómo Hardy rueda los ojos ante el comentario de su protegida.

—¿Ha visto el Herald?

—Esa Karen White... —masculla por lo bajo Cora, claramente molesta.

—Sí, lo he visto —responde Ellie—. No sabía que habían hecho eso.

—Teníamos a Pete fuera para respaldar ciertas declaraciones, y debe haber sido entonces —comenta la muchacha de piel de alabastro, suspirando pesadamente.

—Han abierto las compuertas —dice Hardy. Hay resignación, cuando ella esperaba cólera, como si hubiera estado anticipando aquello todo el tiempo—. El jefe de prensa está ahogado en llamadas.

—Así es —intercede Harper, como un segundo Hardy, continuando su explicación—. Con el permiso del inspector, me he adelantado y he convocado una rueda de prensa para esta tarde. Para que declare la familia. Solo así podremos intentar mantener el control en la medida de lo posible.

—Entre tanto necesito los antecedentes de Jack Marshall, Steve Connolly y Paul Coates. Todo aquel sin coartada ascenderá en nuestra lista.

—Ya me he adelantado —menciona la oficial, cruzándose de brazos—. Estoy esperando a que mis contactos en otros departamentos me envíen los datos que encuentren.

—Bien hecho, Harper —Hardy asiente, satisfecho y orgulloso de su trabajo—. Como siempre.

—Un placer —responde ella, sonriéndole.

Ellie odia tener que interrumpir este, evidentemente, cordial y cercano momento.

—Señor, ¿puedo pedirle un favor? —se encoge de hombros, preparándose para la negativa de Hardy—. Estoy pensando en ir a la iglesia.

—Oh, buena idea —asiente el inspector—. Todos juntos. Es la oportunidad perfecta para comprobar quién no se comporta con normalidad —menciona—. Harper, ya sabe qué hacer.

—Analizar a los presentes —ambos parecen estar en sintonía—. Entendido.

La idea no era esa, pero no importa. Al menos Ellie ha conseguido ese permiso que andaba buscando para asistir a esa misa por Danny.

—¿A qué hora es el servicio?

—Dentro de una hora —responde Ellie, y observa cómo su jefe echa una mirada al reloj de su muñeca izquierda. Aquel es uno nuevo para la castaña: parece de acero inoxidable. Se pregunta de dónde lo habrá sacado.

Hardy vuelve entonces asu trabajo, mientras que la pelirroja vuelve a su mesa, continuando su cometidode encontrar los antecedentes de sus tres personas sin coartada.

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