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Capítulo 15

Olly y Karen son las únicas personas en el bar del Hotel Traders. Unas velas parpadean en la mesa mientras hablan de Jack Marshall.

—¿Y qué es la Brigada Marina? —pregunta ella. Se imagina a los niños vestidos de marinero con cuellos azules.

—Son como boy scouts, pero en barcos... —empieza Olly—. Muchos chicos, trucos de supervivencia, trabajo en equipo...

—Danny estuvo en la Brigada, ¿verdad?

—Así es —afirma Olly, dando un trago a su cerveza.

—Y repartía periódicos... —parece reflexiva—. ¿Está casado el tal Jack? —una hipótesis acaba de aparecer en su mente y la hace estremecerse. Casi le parece que su gin-tonic está caliente.

—Todos fuimos de la Brigada —sentencia Oliver con un punto de dureza en la voz, como si hubiera adivinado lo que pasa por la cabeza de Karen en ese preciso instante—. ¿Por qué...? —se queda en silencio. Ha aparecido alguien al lado de su mesa. Maggie Radcliffe, vaso en mano.

—No os importa que me una, ¿no? —dice, sentándose entre ellos. Lanza una larga mirada a Karen—. Tiene gracia —comenta en un tono cordial—: cuando os he visto venir por la calle, estaba hablando con tu jefe por teléfono.

—¿Mi jefe? —un escalofrío recorre a Karen de pies a cabeza. Mierda. La han pillado.

—Sí. Te ha estado llamando sin parar, y no está contento. Pero tenía la corazonada de que contactarías con la prensa local... —menciona en un tono acusatorio, dando una ligera mirada hacia Olly, en cuyo rostro se dibuja una expresión dolida. Posa sus ojos en la morena—. Te has ausentado sin permiso.

—¿Por qué? —cuestiona Olly. Quiere escucharlo de su propia boca.

Karen piensa deprisa. Como se suele decir, miénteles ahora, y los perderás para siempre.

—Vale, me has pillado —dice con las palmas hacia arriba en señal de rendición—. Pedí unos días libres. Estoy aquí por mi propia cuenta —admite—. Yo escribía la crónica de sucesos. En el Herald no hay dinero para reportajes. Ha habido recortes, y por ello, lo único que hacemos es regurgitar notas de prensa —suspira pesadamente—. No debí cambiarme de sección...

—¿Pero eso qué tiene que ver con que estés aquí? —pregunta Olly—. En Londres no deben escasear los delitos sobre los que informar...

La morena remueve su bebida en el vaso. De perdidos al río...

—Alec Hardy —sentencia, pronunciando ese nombre con molestia y rencor—. Y informé sobre su último caso —las caras de ellos son inexpresivas—. En Sandbrook.

Maggie por poco se da una palmada en la frente.

¡Pues claro! —dice.

—Tenía una carrera brillante, y luego todo se desvaneció después del juicio —es un alivio decir eso en voz alta a una persona que sabe que lo entenderá—. Y de pronto, ahora está aquí —carraspea—. Yo estuve en el juicio mientras el caso se venía abajo. Falló a esas familias. Vi cómo pasó, y tengo miedo de que haga lo mismo aquí.

Maggie asiente sombría con la cabeza. Karen se termina su gin-tonic deprisa. Beberse tan rápido el líquido del vaso sin esperar a que se derritan los hielos hace que le duelan los dientes.

—¿Queréis otra copa? —cuestiona, ahora con la garganta seca.

Becca Fisher se encuentra detrás de la barra, pero está absorta en la pantalla de su teléfono móvil. Aunque no hay más clientes, Karen tiene que gritar dos veces para que la atienda y le vuelva a servir otro gin-tonic. Con tan poco movimiento, lo normal es que se desviviera para atender a los pocos clientes que tiene. Se pregunta entonces: ¿Qué está mirando Becca que es más importante que su negocio?


Alec Hardy observa el horizonte que se funde con el mar en calma. El suave viento mece su cabello, despeinándolo. Con las manos en los bolsillos, espera pacientemente. En su teléfono hay una llamada reciente al médico que le atiende. Tras todo este tiempo, podría decirse que son amigos, o lo equivalente para el inspector escocés. El hombre de mediana edad, con cabello canoso y complexión corpulenta, llega a los pocos minutos. Hardy y él se sientan en una marquesina, de espaldas al misterioso y sinuoso mar de las playas de Broadchurch.

—Eres la última persona que esperaba que me llamase —menciona el doctor en un tono suave.

—Eres la primera cara amiga que veo en meses —admite el inspector.

Su interlocutor suelta una risotada.

—Si la mía es una cara amiga, Dios sabrá cómo son las otras...

—Ni te lo imaginas —menciona Alec—. Es otro mundo.

Se mantienen en silencio por unos segundos.

—Lo de encontrarnos aquí es de novela de espías —bromea el hombre de cabello gris—. ¿Por qué no en la oficina?

—Este es un pueblo pequeño. Te observan —indica Alec, recordando los horribles rumores que circulan sobre Harper—. No me gusta —su aversión es evidente.

—Como sabes, te he mandado mi diagnóstico sobre los resultados que me enviaste... —el de cabello castaño niega con la cabeza: sabe perfectamente lo que va a decir a continuación tras leer su carta esa mañana—. No pinta bien, Alec.

—Lo sé...

—Tienes que acabar con todo esto —le exhorta, como hiciera en la carta—. Ni estrés, ni presión, nada que te cause un esfuerzo innecesario.

Alec tiene la expresión serena. Cuántas veces habrá escuchado ya la misma cantinela... Demasiadas. Sabe perfectamente los riesgos que corre, así como sus consecuencias. Pero no puede ni debe detenerse. No por ahora.

—No puedo.

—Debes hacerlo —insiste en un tono preocupado—. Si no, acabarás muerto.

—Malditos doctores —se queja—. Siempre con lo de: haz lo que te digo, o acabarás muerto —se mofa en un tono sarcástico.

—Va en serio —afirma el doctor—. Me aseguraré de que el papeleo esté hecho para que te den la invalidez.

—No hasta que acabe aquí —niega vehementemente.

—¿Tanto te gusta esto?

—No, lo odio —se apresura en responder—. Odio el aire. Odio la arena. Odio a esos imbéciles —su tono se torna molesto con cada palabra—. Odio cómo trabajan. Odio las putas sonrisas de sus putas caras —incluso mientras dice aquellas palabras, el rostro y las acciones de su subordinada inundan su mente. Lo admite nuevamente: ella es la excepción a esa norma—. Odio este cielo interminable...

—¿Y qué narices estás haciendo aquí?

El inspector tarda en contestar. Las imágenes de su pasado y de los errores que lleva cargando sobre sus hombros invaden su mente sin ninguna consideración. Respira pesadamente para mantener la calma y evitar otro ataque. Finalmente, abre la boca. Su tono es apenas un susurro arrepentido.

—Penitencia.

—¿Qué? —su doctor apenas puede creerlo—. No... ¿En serio?

—En serio —afirma con pesadez el inspector—. Gracias por venir —se levanta de la marquesina, extendiéndole el brazo derecho. Su doctor se lo estrecha tras levantarse también.

—Cuídate, Alec —se despide—. O al menos, encuentra a alguien que se preocupe y vele por ti —añade, antes de alejarse de allí. Esta última frase provoca que el hombre de delgada complexión ponga los ojos en blanco.

Cuando el inspector escocés vuelve a la comisaría, saca la carta que había guardado en su chaqueta con disimulo. Tiene dos partes. La primera es el informe de sus pruebas; la segunda, la nota escrita a mano del médico que le ha estado tratando desde que se desmoronó todo. Allí, están escritas con claridad las mismas palabras que le ha dirigido su doctor en su conversación de hace unos minutos. La advertencia resulta clara: nada de tensiones ni esfuerzos innecesarios. Tal y como le ha reiterado en su charla. No se anda por las ramas. Hay una bomba en su organismo, y cada vez le da una patada con más fuerza. Hardy mete las dos páginas en la trituradora de papel.

Si Jenkinson se oliera algo de esto, se terminaría todo para él. Por un momento la mirada de su subordinada pasa por su mente como un relampagueo, y posa sus ojos en ella. Está trabajando en su mesa, concentrada. Ha notado que esa mañana su mirada ocultaba su conocimiento. Suspira con pesadez. Romper la carta no consigue eliminar las palabras de su mente. Nuevamente esa terrible rúbrica: si no detiene ahora mismo su cuerpo, éste lo hará por su cuenta, y cuando lo haga, será demasiado tarde para hacer algo al respecto. "Y lo dejaré en cuanto haya agarrado a este asesino", se dice Alec. Se lo debe a los Latimer. También se lo debe a los Gillespie. Pensar en las familias de Sandbrook es como una puñalada en el costado, pero aquel caso es su penitencia, y este es su castigo: se supone que tiene que doler.


Liz se ha ido a casa, Pete al fin ha terminado su turno, y Chloe está dormida en su habitación fuera de combate, después de tomar la mitad de una dosis del sedante recetado a su madre. Lo necesitaba. Beth misma se lo ha entregado. Hace días que su hija no duerme.

Beth está sola. Esta es la primera vez desde que se quedó sin Danny. Mira de arriba abajo una botella descorchada de vino tinto que, obviamente, sabe que no debe tomar. Debe tener en cuenta al bebé. Nadie lo sabe todavía. Nadie se lo censuraría, pero ya se está haciendo de noche. Mark sigue detenido, y las preguntas sin respuesta se le arremolinan en la cabeza. Necesita algo que le despeje por un rato la mente. Se sirve un poco en una copa y bebe. Es fuerte, pero no dulce: ¿es la culpabilidad, o las hormonas las que hacen amargas las uvas?

Cuando suena el timbre de la puerta, va a abrir con la copa en la mano, y allí, bajo la luz del porche, está el reverendo Paul. Justamente la única persona del mundo que sabe que no debería estar bebiendo.

—¿Molesto? —pregunta él. Sus ojos van de la tripa de ella a su mano, pero es lo bastante inteligente, o amable, para no hacer ningún comentario al respecto—. He venido a ver cómo estabas.

Ella rueda los ojos ante su comentario, pero no de forma condescendiente u molesta. Agradece su presencia y compañía.

—¿Qué cómo estoy? Creo que insensible —le hace un gesto con la mano para que pase a la sala de estar—. No te di las gracias —indica, cerrando la puerta de la casa—. Fuiste muy amable conmigo el otro día —añade—. ¿Quieres un poco de vino?

—No —niega el a toda prisa—. ¿Has hablado ya con alguien sobre...? Ya sabes —mira a los lados—. ¿Sobre el embarazo? —la última parte de esa pregunta es susurrada, pues aún se trata de un secreto.

—Solo contigo —responde ella—. Qué afortunado.

—He estado pensando en Danny. Sé que no podemos celebrar el funeral hasta que la policía concluya la investigación, pero podríamos celebrar una ceremonia conmemorativa por la vida de Danny. Una celebración, aquí. Para vosotros. Para el pueblo —utiliza el nombre de su pequeño y no habla con eufemismos. A él no le asusta el dolor de Beth, y ella lo aprecia. ¿Pero está preparada para lo que sugiere? —. Hay una comunidad de la que formas parte, que te quiere, y sufre contigo —a ella le descompone un poco eso. La idea de que la muerte de Danny es una tragedia para la comunidad. No ha conocido a nadie que tenga un hijo en el depósito de cadáveres—. Un acto en su memoria puede ayudar —a la joven madre se le ocurre, que un acto público en su memoria podría evitar que la gente se les eche encima y los dejen en paz con su dolor.

—Tal vez. Tendría que hablarlo con Mark —no está segura de que haya perdonado al reverendo Paul que hablase con los periodistas al día siguiente de que ocurriera. Que se inmiscuyese en la tragedia.

Y luego está la cuestión de Dios.

—¿Cómo sería de religiosa?

—Tanto como queráis —no es la respuesta que esperaba—. Podemos hacer que sirva para reflejar quiénes sois, quién era Danny.

El uso del pasado es como abrir una herida que empezaba a cicatrizar.

—Solo quiero sentirle cerca de mí. Quiero oír su voz. Quiero saber cómo está.

—Ahora está con Dios. Bajo el cuidado del Señor —su voz suena como una plegaria—. Busca consuelo en eso.

—Pues dile a Dios que me dé una señal. Que me diga si Danny está bien —pero ella sabe que las cosas no funcionan así, si es que funcionan de algún modo. Le gustaría creer en Dios, aunque solo fuera para enfadarse con él por llevarse a su niño.

Cuando Paul se va, Beth no sabe si debería rezar, pero no comprende para qué. ¿Qué sentido tiene? Solo hay una cosa que quiere, y Dios ya ha bajado la persiana a su oficio de hacer milagros. En lugar de eso, se queda como una hora tumbada delante del televisor, pasando de un canal de noticias a otro en un deprimente trance, solo interrumpido por el repiqueteo del buzón. Mira la hora en la esquina de las noticias: han pasado tres minutos de las 22:00. En lugar del esperado rectángulo blanco, una carta de condolencias, sobre el felpudo, encuentra un trozo de papel plegado. Lo abre, y revela con una cuidada letra de forma redondeada.

No quiero asustarla. No soy un fraude. Necesito hablar con usted. Llame, por favor.

STEVE

Hay un número de móvil cuidadosamente escrito en el dorso.

Beth sujeta la nota con manos temblorosas, recordando sus palabras a Paul Coates: dígale a Dios que me dé una señal. Ella no cree en ese tipo de cosas. Nunca lo ha hecho, pero ¿y si? ¿Y sí?


Son las 10:15 de la noche. Ellie Miller no ha cumplido su promesa de estar en casa a la hora del té, ni tampoco la de hacerlo a la hora de acostarse. La veterana policía se consuela pensando que, Fred por lo menos, no recordara las veces que ella faltó a la hora de acostarse, y no lo sentirá con tanta intensidad como Tom habría hecho a la misma edad. Con un ánimo algo apesadumbrado, deja una taza da cappuccino sobre la mesa de la pelirroja, quien se encuentra trabajando a destajo. Ésta agradece el gesto con una sonrisa fugaz, antes de seguir trabajando.

Coraline Harper está terminando de recopilar todos los datos necesarios del tal Steve Connolly. Por lo visto, tiene varias denuncias por robo de vehículos, fraude y suplantación de identidad como un médium. Tal y como ella esperaba y ha advertido a su superior escocés, el hombre es un fraude que se sirve de las desgracias ajenas, así como de su intuición y el análisis del comportamiento, para escribir libros y venderlos. Por lo visto sigue siempre el mismo modus operandi: se presenta en un pueblo en el que ha ocurrido una desgracia con la excusa de un trabajo, se infiltra en la sede de la policía local, se acerca a la familia del afectado u afectada tras conocer los entresijos del caso, y, por último, les ofrece consuelo en forma de sesiones de espiritismo, con las que cobra una cuantiosa suma de dinero. Después, cuando el caso queda resuelto, escribe su historia sobre cómo intentó colaborar con la policía, pero nadie le hizo caso, cuando él, evidentemente, tenía todas las respuestas. En resumidas cuentas, siempre termina contando lo mismo: el resolvió el caso.

Rueda los ojos, molesta ante la conducta de ese hombre, y, tras imprimirlo, entrega a Hardy todo el fichero que ha recopilado sobre el fraudulento médium. Éste la felicita nuevamente por su trabajo, y la muchacha se dispone a recoger su mesa.

Entretanto, Ellie baja dando traspiés las escaleras de la comisaría hasta recepción. Becca Fisher ha preguntado por ella. Se pregunta qué sucederá. Ellie se frota los ojos, contenta de que no haya espejos cerca. Becca siempre tiene el aspecto inmaculado, perfecto, de una mujer que no tiene hijos.

—Me han pedido que venga a la comisaría —empieza—. Chloe Latimer me ha dejado un mensaje de texto —Becca parece incómoda, jugueteando con sus dedos.

—Vale —dice Ellie, antes de dirigirse con ella a una de las salas de interrogatorios, tras mandar un mensaje a su jefe y subordinada.

La pelirroja, que estaba a punto de recoger su mesa, se detiene en seco al escuchar la voz de su jefe, quien aparece a su lado como un fantasma.

—Harper, tenemos que bajar a la sala de interrogatorios —le indica—. Becca Fisher ha venido a declarar.

—De acuerdo, señor —afirma ella, dejando las cosas de su mesa tal y como estaban, comenzando a caminar a su lado hacia las escaleras.

Cora y Alec no tardan en personarse en la sala. Becca se sienta en la silla, frente a Hardy y Miller, con las manos cruzadas sobre el regazo y la mirada gacha. La joven oficial de ojos azules se mantiene de pie, con la espalda apoyada en la pared, cruzada de brazos.

"El lenguaje corporal de Becca me está confirmando la hipótesis que había barajado en el último interrogatorio realizado a Mark Latimer. Son este tipo de situaciones las que me hacen querer estar equivocada", piensa para sí misma, suspirando pesadamente, a la espera de la confirmación final. Sus superiores también parece que se han dado cuenta de la única razón plausible para la presencia de Becca Fisher en la comisaría a esas horas de la noche.

—El jueves por la noche... Mark Latimer estuvo conmigo —confiesa, cruzándose de brazos en una actitud defensiva. Es consciente de que la van a juzgar por mantener una aventura con un hombre casado, y más ahora que ha perdido a su hijo—. Nos encontramos en el aparcamiento, y yo conduje. Estuvimos juntos hasta las 13:00h, y luego, le dejé otra vez en el aparcamiento.

El misterio de la cita en lo alto del acantilado queda resuelto. La primera reacción de la policía castaña es de alivio: una aventura. Algo espantoso, pero comparativamente mejor que las situaciones que había empezado a imaginar en su mente. Su alivio pasa al horror: Cora tenía razón desde el principio. Enseguida siente pena por Beth: aquello la dejará destrozada. Después le inunda la furia. Siente un agudo ataque de rabia. ¿Cómo se atreven?

Alec está tranquilo. Como lleva pasando desde que ha empezado a trabajar con ella, la intuición y análisis de su novata han dado en el clavo. Ahora comprende mejor cuando dijo que Mark era culpable de algo, pero no de la muerte de su hijo. Es culpable de adulterio. Desvía su mirada a la izquierda, donde se encuentra Harper. La severa mirada de la oficial está fija en Becca, casi sin pestañear. Parece estar preguntándole: ¿por qué?

Al notar que alguien la observa, la pelirroja parpadea, y desvía la mirada al fin, encontrándose sus ojos azules con los castaños de su superior. El hombre apenas gesticula con un movimiento de su cabeza, pero sirve para indicarle a la oficial, que puede intervenir y realizar un leve interrogatorio si lo desea.

La muchacha no pierde el tiempo. Necesita escucharlo de Becca.

—¿Qué hicisteis? —limita su desdén a una mueca de desprecio, algo que no se pueda citar y utilizar en su contra. No puede dar crédito ante la desfachatez de Becca, y, por ende, de Mark: para ella, poner en riesgo la integridad y felicidad de la familia es algo impensable.

—¿En serio? Nos acostamos —el tono altanero de Becca disminuye a cada palabra bajo la mirada severa de Cora. Adelanta la barbilla, en un gesto orgulloso, pero el desafío pronto da paso al arrepentimiento. Parece recapitular—. Lo sé. La peor decisión de mi vida.


Steve Conolly duda ante la puerta de Beth.

—Me ha sorprendido que me llamara.

No tanto como a Beth. Ella no se reconoce a sí misma mientras le invita a entrar. Le prepara una taza de té. Parece absurdo dedicarse a hablar de cosas sin importancia cuando hay algo tan importante en juego, pero es lo que hacen, charlar con torpeza de cómo se prepara bien el té. Encuentra reconfortante que a Steve le parezca todo tan raro como a ella.

—¿Por qué le habló Danny? —pregunta cuando está preparando el té.

—No, no, no lo hizo —dice Steve. La decepción de Beth debe ser patente, porque él de inmediato se desvive por explicárselo—. Yo... No veo a gente muerta, no... Tengo algo así como un espíritu guía. Ella me cuenta cosas sobre gente que ha muerto, y durante estos años, casi siempre han resultado ser ciertas. Así que le pregunté sobre usted, y me dijo que había alguien, alguien cercano a usted, como un pariente con una R o una S en el nombre, intentando comunicarse. Tal vez un abuelo, o alguien que tocase el piano.

Nada de aquello tiene sentido para ella. Es evidente que hay una R en Latimer, pero eso no es un secreto, y nadie, ninguno de sus familiares, se dedica a la música.


Traen a Mark del calabozo. Después de oscurecer, la sala de interrogatorios ya no sirve como reloj de sol. La única luz que entra es el mortecino e inmóvil brillo de las farolas de la calle, y da la sensación de que el tiempo se ha detenido. Han cambiado las tornas, y en esta ocasión, es Ellie la que se encuentra de pie en la sala, mientras que Harper está sentada junto al inspector.

—¿Por qué no nos has dicho que estuviste con Becca el jueves por la noche? —pregunta Ellie.

—Es evidente —intercede Cora en un tono sereno—: el escándalo sería monumental.

—Exacto —afirma Mark—. Si saliese a la luz en este pueblo...

Hardy suelta un soplido de incredulidad.

—¿Y nos dejó seguir con esto, porque le preocupan los rumores?

—Los rumores no —dice Mark—. Nuestras vidas. Mi familia. El negocio de Becca —enumera—. No conocen este pueblo, ni usted ni Coraline. No saben cómo marcan estas cosas.

"Pues si tan preocupado está por las apariencias y el qué dirán, además de su querida reputación, ¡haber pensado dos veces las cosas antes de hacer algo tan estúpido como esto! Quien siembra vientos, recoge tempestades... Y es exactamente lo que estás haciendo ahora, Mark. Si no hubiera muerto Danny la misma noche que estabas tirándote a Becca Fisher, estoy segura de que probablemente, no te habrías sentido culpable, y, de hecho, me atrevo a asegurar que habrías continuado con tu aventura por mucho más tiempo", los pensamientos de la pelirroja son como un tren desbocado. No puede aguantar la prepotencia de Latimer. La oficial cierra los puños sobre su regazo, manteniendo la calma para no alzar la voz y espetarle lo hipócrita y estúpido que es.

—Diría que me hago una idea, teniendo en cuenta la ingente cantidad de rumores y habladurías que circulan sobre mí... —rebate la pelirroja, claramente molesta por su actitud.

—Harper —le llama la atención su jefe—. Calma.

—Lo siento, señor.

En ese momento, la mirada nerviosa y arrepentida de Mark, se posa en Ellie.

—No se lo cuentes a Beth. No he hecho nada parecido antes, lo prometo.

—No con ella —masculla la castaña.

—No, con nadie —asegura Latimer—. He tenido ocasiones, pero jamás hasta ahora he hecho algo así —tanto a Ellie como a la novata les hierbe la sangre. ¿Qué es lo que quiere? ¿Una medalla por todas las veces que se ha contenido?

—¿Por qué ahora? —pregunta Hardy.

—Estamos cansados. Llevo casado desde los diecisiete años, y vi la oportunidad de algo más... Y la cogí.

—No tiene nada que ver con el asesinato de Danny —interviene Harper, tomando aire y cruzándose de brazos—. ¿Por qué no nos lo dijo?

—Porque me avergüenzo —admite, bajando la mirada al suelo—. La única vez que hago algo así, y pierdo a mi hijo —está destrozado, como un niño.

Los ojos azules de Harper notan al momento ese gesto, y reconoce que realmente se encuentra arrepentido por sus actos. No suaviza lo que hizo, pero al menos indica que no volverá a hacerlo. Sin embargo, sigue pensando que debería ser sincero con su mujer sobre ese asunto. Nota que la mirada de Ellie es hasta cierto punto compasiva. Comprende, al igual que ella, que la culpa y el remordimiento por sus acciones serán el castigo que lleve Mark el resto de su vida. La mirada castaña del inspector no juzga ni condena al padre del niño asesinado. Simplemente lo observa, como alguien que contempla el atardecer.

—Por favor, no se lo cuenten a Beth. Por favor. Terminaría destrozándola.


La esperanza se marchita y se seca en el pecho de Beth. Aquello es como una mala función en un campamento de vacaciones barato. Niega con la cabeza.

—Eso no me dice nada —indica en un tono poco animoso la joven madre.

—No, no pasa nada —niega Steve—. Cruce de cables. Es normal.

Debería echarle, pero aquellas palabras y si, y si, le hacen seguir.

—Deme el mensaje —¿se trata de una crisis nerviosa? ¿Preguntar por el mensaje de su hijo muerto? Se siente histérica. Una risa triste se apodera de ella. La contiene justo a tiempo.

—Debería decirle que no escojo lo que me dicen —se explica Steve—. Solo soy el receptor.

—Dígamelo.

—Vale —coloca las manos en posición de rezo, frente a sus labios—. Danny quiere que sepa que está bien, que cuidan de él —no es la señal esperada. Nada de nombres cariñosos, ni recuerdos, ni bromas, nada de la innegable unión con su hijo. Pero es el Danny que ella quiere y echa de menos. Un hombrecito que trata de cuidar de su madre. Empieza a temblar violentamente ante esa idea, y cuando se sienta sobre sus manos para que dejen de hacerlo, sus rodillas se entrechocan—. Dice que no busque a la persona que le mató, porque no va a servir de nada. Dice que no servirá. Porque solo la hará infeliz, porque usted conoce muy bien a la persona que le mató. Y dice que la quiere a usted mucho —la mira intensamente—. Eso es todo lo que hay.

Su segundo visitante, el segundo hombre desconocido de la noche, se marcha, y entretanto Mark todavía no está en casa. Beth toma nota de lo que ha dicho Steve. ¿Acaso puede considerarse locura, que una sepa que se está volviendo loca?

No se molesta en tomar una pastilla antes de irse a la cama. Nada que no sea anestesia general la dejara fuera de combate esta noche. Pero se mete debajo del edredón de todos modos. Se queda allí tumbada, mirando el reloj y esperando que Mark vuelva a casa. No sabe si contarle lo que ha hecho aquella noche. Es surrealista. «Mira, me dejas sola una noche y permito entrar a un cura y a un médium». ¿Vería Mark el lado divertido? Ella sabe que habría sido muy distinto si él hubiera estado aquí: Paul no habría cruzado la puerta, y habría partido la nariz a Steve por molestar. Sigue con esos pensamientos durante mucho tiempo, dándole vueltas a la cabeza a lo que ha pasado esa tarde, para así no tener que pensar en su marido.


Más tarde, los tres agentes están apoyados en la ventana que da al exterior de la comisaría, y observan a Mark, que se marcha arrastrando los pies en la noche, con las manos en los bolsillos, y pateando las piedras. Es evidente que no tiene prisa por llegar a casa.

—Harper, ¿cree lo que ha dicho la dueña del hotel?

—No tiene motivos para mentir —niega ella—, y, de hecho, nada en su comportamiento o lenguaje no verbal me ha dado esa señal.

—Aparte del hecho de que se acostaron —añade su jefe, apoyado en la ventana, habiendo girado su rostro para observarla. Nota que la ligera ira que ha demostrado en la sala de interrogatorio parece haber remitido—. ¿Y sí, como dijo, Danny descubrió la aventura de Mark y Becca Fisher?

—¿Un padre que mata a su propio hijo para que no hable? —Ellie aún no puede considerar esa posibilidad.

—¿Crees que es imposible, Ellie? —cuestiona Cora—. No sería la primera vez.

—No lo sé —admite la castaña.

Ya es bastante malo que Ellie está al tanto de los hechos sobre Hardy y Sandbrook —todavía no ha encontrado el momento adecuado para contárselo a Beth—, pero aquello es mucho peor. A la castaña le preocupa que el cambio sea permanente, pues Beth era una persona muy optimista, pero ahora es apenas la sombra de lo que fue, con una honda tristeza que arrastra día a día.

Pasan varios minutos desde entonces. Coraline ha decidido terminar el informe de la declaración de Mark y Becca, y por ello, ha vuelto a sentarse en su mesa, trabajando con celeridad, para así, poder llegar al hotel y descansar tras el agotador día. Mientras teclea en el ordenador, su teléfono comienza a sonar. Una llamada entrante. Contesta sin mirar el nombre en la pantalla.

—¿Sí? Coraline Harper al habla —dice en un tono profesional.

—Hola, Lina —escucha la voz de su madre al otro lado de la línea telefónica, y casi salta del asiento debido a la sorpresa. Logra mantener su sorpresa a raya, para así no atraer la atención sobre ella.

El ligero murmullo de la conversación telefónica de la pelirroja ha llamado la atención del escocés, quien posa sus ojos en ella, desviando su vista del trabajo que está realizando en el ordenador de su oficina.

—¡Mamá! —exclama—. ¿Qué haces levantada a estas horas? —cuestiona, sin percatarse de que la mirada de su jefe se encuentra posada en ella—. ¿Ha pasado algo? ¿Estás bien? —cuestiona, pasando su tono de sorprendido a preocupado.

—Sí, estoy bien —afirma Tara, y la pelirroja suspira con alivio, apoyando su espalda en el respaldo de su silla—. Solo quería saber si te encuentras bien... Llevas sin llamarme un día entero. Bueno, casi dos.

—Lo siento —se disculpa—. Últimamente no hago más que trabajar —admite, apoyando su cabeza en su mano izquierda—. Espero poder verte el siguiente fin de semana... Te llevaré una tarta de nata y almendras como comprensión.

—Oh, que pícara eres —se ríe Tara—. Sabes que no puedo resistirme a un dulce, y menos a una tarta.

—Exacto —afirma Cora, riendo brevemente—. Por eso mismo lo hago.

La mirada del hombre de delgada complexión se ha suavizado considerablemente al escuchar las respuestas que da Harper. Le enternece que, incluso en las circunstancias actuales, la muchacha tenga tiempo para hablar con su madre y preocuparse por ella. Una sonrisa disimulada aparece en sus labios.

—Bueno, será mejor que vaya a acostarme —menciona la mujer en un tono cansado—. Solo quería hablar contigo antes de dormir. Saber que estás bien, y si tu jefe sigue siendo bueno contigo.

—Sí, lo es —afirma la agente de cabello cobrizo, antes de alzar el rostro, percatándose de que el inspector la observa, notando la sonrisa que esgrime en su rostro. Éste la borra a los pocos segundos, y vuelve a concentrarse en lo que sea que estuviera haciendo—. Oye, mamá, tengo que volver al trabajo —menciona, nerviosa por suponer qué pensará Hardy de ella. No quiere dar la impresión de distraerse—. Te quiero. Que descanses.

—Yo también te quiero, estrellita —responde Tara—. Descansa cuando llegues al hotel —le desea en un tono amoroso—. Adiós.

—Adiós —cuelga el teléfono, antes de volver a teclear en el ordenador.

Por su parte, Ellie se ha acercado a la zona de servicio del personal. Llama a Joe mientras se prepara un té. Necesita unas cuantas llamadas para lograr ponerse en contacto con él, y cuando contesta, ella oye el lavaplatos funcionando al fondo.

—¿Cómo está Tom? —es lo primero que pregunta—. ¿Has hablado con él?

Joe suspira con pesadez.

—Sí, sí. Me preguntó si Coraline y tú creíais que él le había hecho algo a Danny.

La castaña cierra los ojos al pensar en ello.

—Le habrás dicho que no.

—¡Claro! Luego me preguntó por qué tú no eres la policía encargada del caso.

—Bueno, todos nos lo preguntamos —escucha un chirrido, y ella se lo imagina dejándose caer en el sofá y aterrizando sobre uno de los juguetes de Fred. Desea durante un intenso segundo que pudieran intercambiarse los papeles. Lo que daría justo ahora por tener las responsabilidades de Joe, y ser un ama de casa. Se aleja de la zona de servicio, tomando un sorbo de su té.

—En fin... ¿Cómo está el jefe? —pregunta Joey—. ¿Y Coraline?

—Cora está bien. Trabajando duramente, como siempre —afirma la agente—. En cuanto al jefe... Sigue igual, como si no fuese lo bastante difícil.

—Ablándalo con tu amabilidad, Ell —sugiere—. ¿No lo haces siempre así? —hay una sonrisa en su voz, y ella se la devuelve—. Despiértame cuando vuelvas —le pide tras unos segundos de silencio.

—Te arrepentirás.

—Nunca lo he hecho —se carcajea antes de añadir en un tono cariñoso—. Te quiero.

—Lo sé. Yo también te quiero.

Sintiéndose mejor, regresa al trabajo. Se sienta en su mesa, y abre el video del interrogatorio de Harper y Hardy a Tom. Nota en todo momento el tono afectuoso y suave con el que Cora se dirige a su hijo, y aquello la enternece. Le alivia saber que Tom estuvo más calmado con ella allí. Ve a su hijo contando que Mark le pega a Danny. Nota lo que le cuesta contar la confidencia que le hizo su amigo, aunque sea para atrapar a su asesino, y se siente orgullosa de la lealtad que profesa Tom. Aprieta el botón de rebobinado y lo mira una vez más: «le partió un labio». La idea de Mark dando golpes es repugnantemente plausible.

—¡Miller! —la voz de Hardy llega desde su oficina. Se quita las gafas mientras camina hacia su mesa—. Reconstrucción, jueves por la noche —dice Hardy por encima del hombro de ella—. Una semana después. Su hijo debería hacer de Danny —se apoya en la mesa de ella.

—¿¡Qué!? —la castaña está aturdida—. No quiero que lo haga.

—Él es la mejor opción.

Mientras sus superiores comienzan a discutir nuevamente, Coraline empieza a recoger sus pertenencias, preparándose para marcharse al hotel. Aunque comprende la perspectiva de Hardy, y entiende que es su mejor opción, como analista del comportamiento por una vez, no puede aprobar esa línea de acción. La psique de Tom está muy frágil todavía, y someterlo a semejante presión podría dejarle secuelas que perdurarían hasta sus años adultos.

—¿No me ha oído? Ha perdido a su mejor amigo. ¡Podría traumatizarlo de por vida!

—Quizás deberíamos dejar que lo decida él —sugiere Hardy.

—No, soy su madre. Lo decido yo —es en lo único que no va a ceder. Nadie, ni siquiera Joe, y desde luego, el maldito de Alec Hardy, van a pasar por encima de ella.

—Oh, así que su compromiso con este caso se acaba al salir por la puerta.

Es indudable que él posee la habilidad de volver negativo lo positivo. Ellie explota, mientras Cora termina de recoger sus cosas.

—Con el debido respeto, señor, aléjese de mí, o mearé en una taza y se la lanzaré.

—Hablé con... —Alec se interrumpe y encoge de hombros, con una expresión molesta en el rostro, como si esquivar tazas de meados fuera su trabajo habitual—. Su marido es Joe, ¿no? Hablé con él. Y con Tom.

La mención del nombre de Joe tranquiliza a Ellie. ¿Qué le ha aconsejado? ¿Que ablande a Hardy de forma amable? No pueden seguir así.

—Le invito a cenar —dice ella de sopetón.

La novata se detiene al escuchar esa invitación. Se disponía a despedirse de ellos, caminando hacia las escaleras que dan a la recepción de la comisaría. Le sorprende ese ofrecimiento, pero le alegra que Ellie, al menos por el momento, quiera intentar establecer una relación más cordial con su jefe. "Me pregunto si me invitará a mi también", piensa para sí misma. Sería la primera vez que una compañera la invite a su casa a cenar, y le encantaría que fuera Ellie.

—Buenas noches —se despide, recibiendo un gesto afirmativo con la cabeza por parte de sus dos superiores.

Cuando al fin procesa las palabras de la castaña, la reacción de Hardy no es tan entusiasta como cabría esperar.

—¿Qué? —está confuso, a falta de una palabra mejor.

—Elija la noche —sentencia Ellie.

—¿En su casa?

—Sí —la castaña se atreve a encontrar cómica esa situación. No es habitual ver a Hardy tan callado, como si fuera un antílope al que acaban de deslumbrar con un foco de luz.

—¿Por qué?

—¿Conoce a mucha gente por aquí?

—No.

—¿Solo come en el hotel? —cuestiona, sorprendiéndose—. Vaya, no esperaba que Cora y usted tuvieran tanto en común —masculla, divertida.

—No es buena idea —se estremece al pensarlo. Conversar de forma casual no es precisamente su punto fuerte. Sus habilidades sociales están algo... Oxidadas.

—Por favor, no se comporte como un gilipollas. A mí tampoco me apetece, pero es lo que hace.

—Ah, ¿sí? —Hardy está mortificado. Cuanto más avanza la conversación más le queda claro que no va a poder negarse.

—Sí —afirma ella con rotundidad—. Invitar al jefe y a un compañero o amigo a casa. No hay que hablar de trabajo.

En el silencio que sigue, Hardy parece procesar la frase «no hay que hablar de trabajo» con algún tipo de aplicación interna para traducir. No cabe duda de que es un proceso complicado.

—¿Y de qué hablaremos? —pregunta por fin, notando que el pánico lo domina. Él es una persona generalmente antisocial. No sabe si podrá gestionar correctamente la situación. No tendrá el control, y detesta no tenerlo.

Aquella es una buena pregunta. Ella no tiene ni idea.

—No lo sé —niega ella—. Solo diga si —dice, con los dientes apretados.

Hardy parece arrinconado.

—Sí —afirma finalmente, dándose por vencido.

—Gracias, maldita sea —suspira Ellie, y luego cuando él ha vuelto a su despacho—: idiota. —masculla, antes de sacar su teléfono móvil, redactando un mensaje para su buena amiga de cabello cobrizo y ojos azules.

Oye, ¿si estás disponible, te gustaría venir a cenar a casa? -Ellie.

No espera recibir una respuesta, por lo que se sorprende al escuchar que un mensaje llega casi al momento de haber mandado el suyo. Por lo visto, su amiga de piel de alabastro tiene el móvil a mano. En cuanto abre el mensaje, sonríe, complacida.

¿A cenar a tu casa? ¿Con el jefe? ¡Me encantaría! ¡Ya me dirás cuándo es! -Cora.

Ellie guarda su teléfono móvil. Definitivamente, esa cena va a ser algo digno de verse. Ha pensado en invitar a la oficial sin comentárselo a su jefe. Una pequeña venganza por ser siempre tan borde. Está deseando saber cómo se comportarán ambos fuera del trabajo. Obviamente, conoce a la pelirroja y puede anticiparlo, pero con Hardy es otro cantar... No puede esperar que a que llegue el día.


Cuando Beth oye el sonido de las llaves de Mark en la puerta, las preguntas que ha evitado hacerse toda la tarde ocupan su atención: ¿Por qué le ha mentido? ¿Por qué mintió a la policía? ¿Qué les habrá comentado a ellos? ¿Quién se lo va a contar? Se queda rígida oyendo que Mark se quita las botas, va a ver a Chloe, y se lavan los dientes. Pasa media hora antes de que se meta en la cama junto a ella. Huele a pasta de dientes y a sudor.

—¿Les has dicho dónde estuviste?

—Sí...

—¿Vas a decírmelo?

—Ahora no —dice él.

Tras girarse, ella se apoya en el codo para incorporarse levemente.

—Mírame —le exige, encendiendo la lámpara de su mesita de noche. Él vuelve lentamente los ojos hacia ella, y por primera vez desde que están casados, Beth no tiene idea de lo que hay tras su mirada—. ¿Lo mataste? —pregunta. Ni siquiera es consciente de que estaba pensando en eso hasta que lo pregunta.

—¿Qué? —Mark está incrédulo.

—¿Mataste a Danny?

—¿Cómo puedes decir eso, Beth? —se indigna Mark—. ¿Eso es lo que crees? ¿Eso es lo que ves cuando me miras? —su voz sube de tono—. ¿Crees que podría matar a mi hijo? ¿Sí? ¿Lo crees? ¿Crees que podría estrangularlo con mis manos? —ella comienza a llorar. No debería haber preguntado eso—. ¡Por el amor de Dios, Beth! —no lo ha negado. Las palabras de Connolly revolotean en su cabeza: el asesino es alguien a quien conoce bien, muy, muy, bien—. ¿¡Qué coño nos está pasando!?

Mark sale hecho una furia de la habitación, agarrando su teléfono de la mesita de noche. En el descansillo, Beth oye el pulsar de las teclas, y en rápida respuesta, un ruido que nunca ha oído en el teléfono de Mark. No un sonido personalizado, sino un sencillo bip. El sonido estándar de un texto que entra. El inocente pitido electrónico enciende una alarma en la mente de Beth. Se sienta en la cama, y Mark baja la escalera corriendo. Cuando ella sale al descansillo, la puerta de entrada se cierra con cuidado detrás de él. Por la ventana de la cocina, advierte que era atraviesa el campo en dirección a la calle Mayor. Ya se ha calzado las zapatillas de correr, y empieza a seguirle antes de darse cuenta de lo que está haciendo. Ella anda con cuidado, y él nunca vuelve la vista, ni siquiera en la bien iluminada calle Mayor. Ni siquiera cuando dobla a la derecha en dirección al Traders y baja la pendiente hacia la calle del puerto.

Becca Fisher emerge de las sombras.

Beth tiene la sensación de que el suelo se derrumba a sus pies y cae por un vacío interminable, algo habitual en las pesadillas. Aprieta su espalda contra la pared de al lado, y aprovechando el ruido de las olas para disimular sus pisadas, se acerca más. Ella está envuelta en sombras, pero Mark y Becca están absortos el uno en el otro. No notarían su presencia, ni aunque pasara corriendo con su vestido de novia.

—No tenías que contárselo —dice Mark.

—Estás fuera —dice ella. Tiene las manos en el cuello de él, y sus caderas quedan pegadas, una frente a la otra—. Lo del jueves... Nosotros... fue un error —intenta distanciarse la rubia.

—No lo fue —niega Latimer—. Para mi no.

—Si no lo fue entonces, lo es ahora.

—Sí, lo sé —afirma el joven padre.

—Mal momento —comenta la australiana—. Podría haber sido algo.

—Aún podría —dice Mark, como si se tratara de un adolescente enamorado. Beth se inclina el doble, intentado escuchar la conversación.

—No —niega Becca.

—No cambia nada —Mark se resiste a dejarla marchar.

—Lo cambia todo.

No puede seguir con aquello. Ya no.

—He perdido a mi hijo —se desmorona los brazos de ella—. Creo que es mi castigo por lo que hicimos... ¿Verdad?

Becca, coloca una mano en la cabeza y le acaricia el pelo con un gesto de consuelo propio de una esposa, lo que provoca un estallido de celos en Beth. Aquello empeora. Se besan, y Beth se obliga a mirar: disfruta con aquello desde un jodido punto de vista. Aquel dolor es de un tipo nuevo, y la novedad proporciona un alivio temporal del dolor por Danny. Cambiar sosiega el ánimo, ¿no? Es lo que dicen.

Ellos se separan. Sus dedos son el último punto de contacto.

—Vete a casa —dice Becca. Se dirige al hotel. Incluso con sus tacones por encima de los adoquines, hay un balance en su andar que la hace sexy, glamurosa, libre. Todas las cosas que Beth nunca volverá a ser, si es que las fue alguna vez.

Mark se sube la capucha, y se sienta en el puerto con la cabeza entre las manos. Beth no se puede obligar a consolarle. Al darse cuenta de que esta noche no puede, decide regresar a casa. Quiere estar de vuelta en la cama antes de que él se entere de que ha salido.


Karen White está esperando a Hardy en el bar del hotel Traders.

—¿Podemos hablar?

—No —recordando cómo terminaron las cosas la última vez que hablaron, nunca va a volver a responderle más que un monosílabo. Conociéndola, ya encontrará la manera de sacar provecho de la situación.

—Venga —intenta sonsacarle—. Cinco minutos, un par de frases. Dígame dónde ha estado, qué ha hecho —es como un mosquito que zumba alrededor en busca de sangre.

—¿Después de lo que me hizo?

—Investigación legítima —rebate ella.

—Lo tergiversó todo.

Karen decide cambiar de táctica. Intenta presionarlo con su subordinada. No ha pasado desapercibido para ella, cómo el inspector de policía parece haber tomado la decisión de ser su guardián.

—Lo he intentado con su agente pelirroja, ¿sabe? Harper. La que huyó de su ciudad natal —la sangre del inspector hierve al escucharla hablar de su novata—. No ha dicho ni una palabra. Parece ser tan hermética como usted, pero no todos los secretos pueden mantenerse escondidos, ¿no es así?

Hardy se acerca a ella con pasos agresivos pero contenidos. Empieza a cabrearse. No soporta que esté tan interesada en la vida de su oficial. Piensa hacer cuanto esté en su mano para que Karen White no se inmiscuya en su vida privada. Si quiere meter las narices, que lo haga en sus asuntos, no en los de Harper.

No voy a permitir que me distraiga del trabajo que tengo entre manos, y no voy a permitir que destroce la vida Harper, ¿queda claro? —su voz se asemeja al gruñido de un animal—. Jamás conseguirá nada de mí, ni de ella, mientras yo siga respirando.

—No —niega ella, igual de airada que él—. Usted falló a esas familias —dice ella, altanera—. Yo me senté con ellos tras el juicio. Siguen sin encontrar consuelo por su culpa, y no dejaré que haga daño a otra familia —añade, colocando las manos en sus caderas—. En cuanto a su querida Harper —su tono se vuelve casi sádico, antes de proferir una implícita amenaza—. La dejaré en paz... Por ahora.

Él está tentado de darle un empujón para apartarla. Está tentado de requisarle sus dispositivos y borrar de ellos todos los datos que tenga de la oficial. Está tentado de contarle la verdad sobre Sandbrook. Bien sabe Dios que ningún otro periodista lo desea más, pero no puede hacer ninguna de las dos cosas, así que opta por un amago.

—Apártese de mi camino —arrastra su agotado cuerpo escalera arriba. Tendría que detenerse a respirar al llegar a la entreplanta, pero ella está mirando. El empeño por subir otro tramo casi termina con él, pero lo considera un esfuerzo necesario.

En su habitación, se ducha y se deja caer entre las perfectas sábanas, donde consigue treinta y siete minutos exactos de un sueño profundo, antes de que suene el teléfono que le despierta sobresaltado. Su corazón protesta débilmente en su caja torácica. Despertar de repente es de las peores cosas que puede hacer. Es peor que la cafeína, el tabaco y —irónicamente— el estrés.

—¡Hardy! —gritan en el auricular de su teléfono. Es Bob Daniels—. Estoy abajo, en la playa. Hay algo que debe ver inmediatamente, señor.

Mientras lucha porvolver a ponerse el traje, se da cuenta de que todavía tiene el pelo húmedo. Ahoralamenta aquella ducha y los diez minutos de sueño que le ha robado.

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