Capítulo 10
La mañana siguiente amanece con los cielos nublados, como si éstos al fin llorasen la pérdida del niño de once años. Coraline, ya despierta desde las 5:15, debido a un correo electrónico indicándole que ya tienen las grabaciones de seguridad de la cámara del acantilado, recibe un mensaje por parte de Hardy. Éste le indica que su lugar de reunión es el parque de caravanas. Por suerte, ella ya se ha preparado, y mientras cierra la puerta de su habitación, responde rápidamente que va de camino.
Con paso vivo, recorre el pueblo, sintiendo las miradas de todos los transeúntes en su persona. Sabe perfectamente los rumores que circulan sobre ella, pero no le molesta. Mientras solo se centren en ella, no piensa decir nada. Pero no piensa permitir que alguien diga algo sobre su madre. Piensa en parar a por un café, pero no quiere perder el tiempo. Cuanto antes hablen con la tal Susan Wright, antes podrán conseguir las llaves para inspeccionar la cabaña del acantilado, y, con suerte, determinar si es o no, el auténtico escenario del crimen.
Atraviesa el campo de perifollos, cuyas flores están en plena floración, deteniéndose solo un instante para aspirar su fragancia. Es una fragancia nostálgica. Esa misma fragancia que le recuerda a su hogar. Pasa junto al poste telegráfico, en el cual está situada la cámara de seguridad, llegando al parque de caravanas a los pocos minutos. Cuando avista la número 3 en la distancia, cuya dueña es Susan Wright, se sorprende. Parece que ha llegado antes que Hardy. Tomando en consideración sus posibles cursos de acción, decide esperarlo. Se apoya en una caravana cercana, cuyo estado, a juzgar por su interior, está deshabitado. De pronto, un agudo sonido de campanillas, indicando la llegada de un mensaje de texto, la saca de sus ensoñaciones.
Toma el teléfono en su mano derecha, y observa el mensaje de texto que hay escrito en él.
¿Un café? -Hardy.
Alza el rostro, habiendo leído el nombre de su propietario. A los pocos metros, se encuentra a su jefe, quien camina hacia ella. Lo que le sorprende no es eso, sino que en sus manos lleva dos tazas de plástico humeantes. Se ha tomado la molestia de parar a comprarle un café. Eso la enternece. Cuando llega hasta su posición, extiende su mano derecha, entregándole una taza humeante de cappuccino. Coraline la acepta con una sonrisa.
—Buenos días, Harper —la saluda, colocándose junto a ella, apoyado en la caravana a su espalda.
—Buenos días, señor.
—Parece sorprendida —advierte Hardy, evidentemente satisfecho al haber conseguido sorprender por una vez a su subordinada—. ¿No le gusta el café? —pregunta de pronto, temiendo haberse equivocado.
—No, no es eso —se apresura en negar la oficial, tomando un sorbo—. Es solo que me ha sorprendido que me traiga un café, señor —admite, turbándose rápidamente. No está acostumbrada al hecho de que su inspector sea amable—. Los jefes no suelen hacer este tipo de cosas por sus subordinados.
—Ah, ¿no? —Hardy parece mortificado.
—Pero es todo un detalle —nota que parece horrorizado, temiendo haber metido la pata.
Coraline no quiere que deje de intentar ser amable. Aquel es un gran paso. La confianza es una calle de doble sentido, al fin y al cabo. Parece que su amabilidad al fin se ve recompensada.
—A mi desde luego no me disgusta —sonríe, antes de carraspear, recordando que no está hablando con un hombre cualquiera—. Señor.
—Bien —toma un sorbo de su tila, aliviado—. He imaginado que, al responder al mensaje de texto apenas unos segundos después de que lo enviase, no había desayunado, y lleva despierta un buen rato —comenta, observándola de reojo. Recibe un gesto afirmativo por su parte—. Es un agradecimiento —masculla de pronto.
Ella casi no puede oírle.
—¿Perdón?
—Un agradecimiento —aclara, carraspeando—. Por el trabajo bien hecho.
La oficial de ojos azules siente cómo una oleada de orgullo la atraviesa de pies a cabeza. Se alegra muchísimo de que Hardy valore positivamente su esfuerzo y trabajo. Da un nuevo sorbo a su café, sintiendo de pronto que le parece incluso más dulce. Probablemente se deba a que ahora no se trata de un simple café, sino del agradecimiento de la persona que admira. Hardy desvía la mirada, incómodo. No se le dan bien estas cosas, y no intenta disimularlo. No estaba seguro al salir del hotel sobre cómo debía agradecerle su trabajo a la oficial, puesto que, incluso bajo presión, ha cumplido con sus expectativas. Finalmente, ha recordado que la mañana anterior ella le llevó una tila, por lo que ha decidido hacer lo mismo por ella esta mañana.
—No se haga una idea equivocada —le dice a la muchacha, quien lo observa atentamente, dando un nuevo sorbo a su cappuccino—. Esto es algo excepcional —a pesar de negarlo, aprecia la felicidad que de pronto irradia la novata. No está acostumbrado a recibir una respuesta positiva ante sus acciones, y que Harper haga aprecio a ellas le gusta. Está seguro de que continúa sintiendo la presión, pero ahora su gestión de ella ha mejorado. La nota más relajada, incluso.
Ella no dice nada ante su comentario. Cora sabe perfectamente que Hardy no va a cambiar así como así, pero agradece —y aprecia— este sutil vistazo que le ha proporcionado a su lado más humano... Por así decirlo.
—Señor, antes de que se me olvide —da un sorbo final a su cappuccino—: he recibido un correo esta mañana. Ya nos han llegado las imágenes de la cámara de vigilancia de aquel poste telegráfico —señala con la cabeza—. Creo que, si la cabaña resulta ser el escenario del crimen, podría ser una pista muy importante.
—Estoy de acuerdo en eso —afirma Hardy, terminándose su tila—. Será mejor que nos pongamos en marcha, entonces —añade, desviando su mirada castaña hacia la caravana numero tres.
Mientras camina, se deshace de la taza de plástico, arrojándola a un contenedor de basura. Contempla cómo la de piel de alabastro hace lo propio. "La caravana número 3 ha visto mejores días", piensa Hardy para sí mismo, observándola. El óxido ha desconchado parte de la pintura. Un atrapasueños —sabe que esas cosas se llaman así porque Daisy tiene uno cogiendo polvo en su dormitorio— cuelga, olvidado, de una ventana. Allí es donde vive esa Susan Wright, la que tiene la llave de la cabaña del acantilado. El inspector alza el puño, propinándole a la puerta unos tres golpes consecutivos.
A su llamada responde el ladrido de un perro. Aquello provoca que Hardy intercambie una mirada con Harper. No pueden creerlo. La silueta de una mujer se hace presente al otro lado del cristal cubierto de escarcha. La reconocen de inmediato. Es la mujer que vieron paseando a su perro la otra mañana. Es la misma mujer que se alejó con tantas prisas de ellos, y a la que Harper quería atrapar. "Ya te tengo", piensa él, en cuanto Susan Wright les abre la puerta.
La peste a tabaco supone una grave agresión para su nariz. Se percata de que su oficial también parece extremadamente incómoda, con los ojos llorosos. El inspector respira hondo por la boca y saca su placa.
—Hola, otra vez —la saluda el escocés en un tono sarcástico.
—¿Qué quieren? —cuestiona la mujer en un tono defensivo.
Coraline hace lo propio, respirando lenta y cuidadosamente por la boca. También saca su placa de identificación.
—Inspector Alec Hardy, policía de Wessex —se presenta—. Esta es la Oficial Coraline Harper —añade, haciendo un gesto hacia su subordinada. Ésta ya se encuentra observando a la mujer que tiene frente a ella: su lenguaje corporal... No expresa nada. Parece una estatua o un maniquí.
—¿Qué sucede? —cuestiona nuevamente, ahora más apaciguada.
—Anthony Ryan, el dueño de la cabaña del acantilado Briar, dice que usted tiene las llaves —responde rápidamente la pelirroja, notando la mirada inescrutable de la mujer en su persona—. Por lo visto se encarga usted de las labores de limpieza, ¿no es así?
Hardy deja que la novata tome la iniciativa. Le enorgullece comprobar que la muchacha empieza a soltarse a la hora de interrogar a las personas o conseguir pistas. Si en algún momento mete la pata o se sale de línea, estará ahí para corregirla y guiarla.
—Así es —afirma Susan—. Yo la limpio.
—Nos dijo que la llamaría para que nos diera las llaves —menciona la oficial de piel de alabastro.
Coraline observa cómo las cejas de la mujer se arquean. No le gusta ese gesto. Parece demasiado alejada de la realidad, como si aquello no fuera con ella en absoluto. Intenta mantener las distancias. Está claro que no es una sociópata, pero desde luego tampoco se comporta como lo haría una persona normal.
—Estoy sin teléfono —responde en un tono casual.
La de ojos azules no puede creerlo. Le irrita su actitud.
Por su parte, el inspector ha notado en su voz un acento familiar. Un timbre que, en la zona de Londres llaman estuario. Aunque bueno, sin importar cuanto tiempo hace que Hardy está al sur de la frontera, para él, estuario sigue significando el fiordo de Forth, al sur de Escocia. Toma aire de forma profunda.
—Necesitamos las llaves —menciona Hardy, interviniendo en la conversación. Se esfuerza por esbozar una sonrisa amable, a fin de conseguir su colaboración. No le gustaría tener que volver con una orden—. Queremos echar un vistazo.
—¿Por qué?
Cora enarca las cejas: aquella no parece la actitud de alguien despreocupado, sino de alguien que, o bien está ocultando algo, o bien está huyendo de algo. Está demasiado a la defensiva.
—Rutina —intenta convencerla Hardy.
—¿Es por lo del niño ese? —hace un gesto con la cabeza en dirección a los acantilados. Es la primera persona con la que se topan que no expresa ni pena ni compasión.
Definitivamente, va subiendo puestos en su ranking de personas sospechosas.
—Se las devolveré tan pronto como acabemos —Alec no quiere darle más información de la debida a esta mujer. Hay algo en ella que le escama, y le agrada no ser el único. Las cejas enarcadas de su oficial indican poco menos que la considera alguien sospechosa.
—Vuelva a enseñarme la placa —menciona, antes de dar una mirada a la pelirroja—. La suya también, muchacha.
Ambos intercambian una ligera mirada de reojo antes de extender nuevamente sus placas. Susan Wright entrecierra los ojos. La mayoría de las personas tiene una fe ciega en sus placas, pero no esta mujer. Ella las está examinando atentamente, como si buscase algo en concreto. Si lo encuentra o no, eso no pueden saberlo, pero el portazo que le sigue casi impacta contra la cara de Hardy, quien, si no es asido por el brazo por la pelirroja, y alejado de la puerta, podría haber acabado mucho peor.
—Gracias, Harper.
—De nada, señor —replica ella.
No necesitan palabras para comunicarse en ese preciso momento. Sus ojos bastan. Esa mujer es alguien poco usual. Deben mantenerla bajo vigilancia, por ahora, mínima. Hay algo que a ambos les escama sobre su actitud. Con la misma rapidez con la que ha desaparecido en el interior de la caravana, la mujer ha vuelto. Susan Wright le entrega las llaves al inspector Hardy de mala gana.
—Tendrá que echarme una firma —le indica entonces—. No quiero problemas si usted y su amiguita no vuelven.
—Claro —responde él con calma.
Esta es una de las pocas veces en su vida en la que Harper está a un paso de perder los estribos. Ha soportado que la trate con condescendencia, pero de ahí a burlarse de ella y no reconocer que es una agente de la ley, a pesar de ser una novata... ¡Y encima en sus propias narices! Su rostro enrojece por la ira. Alec está sorprendido: ni siquiera bajo la más alta de las presiones ha visto a la pelirroja perder la calma, pero parece que Susan Wright está probando su paciencia. La observa de reojo y por un momento teme que vaya a saltarle a la yugular. Entiende que la haya provocado el hecho de que la desprestigie y no la tome en serio como policía. Con calma, posa una mano en el hombro derecho de la joven con ojos azules. Aquel simple gesto parece ayudarla a relajarse, y la rojez de su rostro disminuye poco a poco. Cora se siente avergonzada: ¡casi pierde los estribos delante de su superior! Por suerte, Hardy ha logrado calmarla. Sabe que no puede perder la compostura. Tiene que concentrarse en el trabajo. Aislar por completo los comentarios y habladurías de los demás. Eso no importa a la hora de trabajar.
El inspector Hardy firma un papel que le extiende la mujer. Apenas ha levantado el bolígrafo cuando la puerta vuelve a cerrarse de un portazo. Esta vez, a Hardy le da el tiempo justo para retirar la cara.
Susan Wright se queda en la ventana, con la mano derecha encima de la cabeza de Vince. Observa cómo se marchan el inspector Hardy y la oficial Harper, metiéndose ambos en el coche de él. Cuando el sonido del motor deja de oírse completamente, va al armarito junto a la puerta y abre una rendija. Allí, en su interior, se encuentra un monopatín amarillo con un dibujo azul marino, apoyado en diagonal. Lo mira durante un buen rato. Luego, deja que la puerta se cierre por si sola.
La iglesia de Broadchurch está a rebosar de feligreses. En la iglesia de San Andrés, los muertos superan a los vivos en una proporción de cien a uno. Susan Wright, que se ha acercado allí tras su encuentro casual con la policía, observa con una mirada serena como una amiga consuela a Liz Roper, la abuela del niño fallecido. Jack Marshall tiene su vista fija en el altar, donde el reverendo Paul se encuentra apoyado con firmeza. Es el primer sermón del día, y parece que la mayoría ha acudido, ya sea por necesidad de consuelo, o simplemente por no saber qué más hacer esa triste mañana.
—Sé que todos estamos luchando para entender lo que ha pasado en estos últimos días —comienza—. Y es, en momentos como éste, cuando nos cuestionamos nuestra fe. ¿Por qué un Dios benevolente permite que esto suceda? —cuestiona, lanzando la pregunta al aire—. ¿Acaso Él nos ha abandonado? —su voz resuena en todo el lugar—. Sé que todos nos hacemos esa pregunta tras los sucesos de esta última semana...
Todos los feligreses escuchan sus palabras con una atención casi hipnótica. Algunos rezan, otros lloran, susurran o callan. Liz no hace ninguna de esas cosas. Mantiene su vista fija en el vicario. Liz se lleva la mano al pequeño crucifijo que lleva colgado del cuello. Cuando acaba el servicio, el resto de los congregados salen, pero ella se queda en el banco, cabizbaja y con los ojos cerrados. Se mantiene sumida en sus pensamientos. Ni siquiera repara en las manos cálidas y compasivas que se posan en sus hombros. Una muestra de compasión.
En la cafetería cercana a la comisaría, Joe Miller lleva en una bandeja un chocolate y un café. Camina con pasos lentos, intentando guardar el equilibrio para que las bebidas no se derramen. Tom lo espera sentado en una butaca de cuero negro, colocada alrededor de una pequeña mesa redonda. El cochecito de Fred está aparcado junto a una segunda butaca. El pequeño Miller está jugando con gran interés, sin prestar atención a su alrededor. Joe llega a la mesa, sentándose en la tercera butaca que hay allí, junto a la de Tom. Éste parece perdido en sus pensamientos, con su mirada fija en la distancia. La lluvia los ha retrasado por el momento, pues se encaminaban hacia el parque. La escuela ha considerado oportuno dar a los alumnos unos días libres, por ello, Tom los acompaña.
—Estoy seguro de que pasará enseguida —asegura, desviando sus ojos hacia la lluvia—. Luego iremos al parque —le dice a Fred, quien sonríe, contento—. Te he traído un chocolate —menciona, tomando la taza por el mango y acercándosela a su hijo mayor. Éste la mira con apatía.
—No quiero —niega el chico categóricamente. Tiene el codo apoyado en el reposabrazos derecho del asiento, con su boca apoyada en el dorso de su mano derecha.
—Venga —intenta animarlo su padre—, ¿por qué no intentamos hacer algo normal durante un rato? —cuestiona con un entusiasmo poco oportuno para la situación. Tom lo mira irritado.
—Nada puede ser normal —sentencia en un tono molesto. ¿Acaso su padre no entiende que Danny ha muerto? ¿Por qué insiste en aparentar que no ha sucedido? No comprende cómo es que quiere que vayan al parque, a divertirse, como si todo fuera normal. Esa palabra ya ni siquiera debería emplearse para describir la situación actual.
—Estáis a salvo, ¿vale? —sentencia Joe, posando su mano derecha sobre la izquierda de Tom—. Mamá y yo os protegeremos —intenta, nuevamente, animar a su hijo—. Lo que ha pasado es terrible, espantoso, lo sé —su voz no parece demasiado apenada o consternada. Tom se pregunta si su padre esconderá su dolor detrás de esa fachada de normalidad. Él no puede hacerlo—. Pero no va a volver a pasar nada parecido —sentencia con una increíble certeza.
—Eso no puedes saberlo —rebate Tom—. No puedes estar seguro —añade.
Joe está a punto de contestar que sí está seguro de ello, cuando Ellie entra al establecimiento, guardando su paraguas. Ha tardado un poco más de la cuenta en prepararse, pero todavía tiene tiempo para pasarlo con su familia antes de irse a trabajar. Se acerca con una sonrisa a su marido e hijos. El pequeño Fred en seguida se percata de su presencia, llamando su nombre una y otra vez. Ellie se sienta en el sillón que queda detrás de él.
—Hola —los saluda—. He conseguido que Cora me cubra un par de minutos —menciona, pues la pelirroja ya se encuentra en la comisaría, y la prometido que le dará unos minutos libres para que pueda pasarlos tranquilamente con Joe y los niños. Entretanto, ella se ocupará de ir a buscar las grabaciones de las cámaras de seguridad.
Tom, que ya ha oído a su madre hablar de esa tal Cora, se pregunta cómo será. Cree haberla visto de lejos en algún momento, pero sus recuerdos son borrosos y no puede estar seguro. Lo único que sabe de ella es que es joven, amable, y trabaja con su madre en el departamento de policía de Broadchurch. De pronto un hombre se acerca a la familia Miller junto con su hija, sacándolo de sus pensamientos.
—Hola.
—Hola, Trev —lo saluda Joe sin demasiado entusiasmo. Conoce lo suficiente a su amigo para saber que no se ha acercado a ellos solo para saludar. Solo ha ido con ellos en cuanto ha visto entrar a Ellie en el local. Quiere interrogarla sobre la investigación, como muchos otros.
—¿Qué tal todo? —cuestiona, intentando aparentar que no está interesado en el estado de la investigación. Antes siquiera de que Ellie pueda responder, no se resiste, y hace la tan deseada pregunta—. ¿Lo resolveréis pronto?
—¡Trev! —exclama Joe, molesto porque estén interrumpiendo aquel momento familiar.
—No puedo hablar de ello —niega la agente de policía. No quiere, ni puede hacerlo. Hardy la colgaría por las orejas si se enterase, además.
—¿Os está molestando? —cuestiona la mujer de Trev, apareciendo por allí. Su mirada denota lo molesta que está con él. Desaprueba que su marido intente sonsacarle información a Ellie.
—En resumen —Trev hace como si oyera llover, lo que, literalmente, está pasando—: ¿encerramos a los niños? ¿Deberíamos estar con ellos en todo momento? —cuestiona, preocupado. Tom dirige su mirada hacia su madre. Incluso él se pregunta por el estado de la investigación, pero comprende que no pueda hablar de ello—. Solo eso.
—Solo quiero estar con mis hijos —sentencia la policía. Está harta de que todos le hagan esa pregunta. No soporta a la gente que vive de reunir información y chismorreos para luego contarlos por ahí, sin ningún tipo de filtro. ¿No entiende la gente que no puede hablar de su trabajo? ¿No entienden que es también una persona con sentimientos y una vida? Esta es la única parte de su trabajo que odia: tener que lidiar con los metiches y padres sobreprotectores. Comprende su situación, de verdad que sí, pero esto empieza a rozar el acoso.
—Lo siento, Ellie —dice la mujer del hombre, disculpándose en su nombre por sus palabras y preguntas tan poco oportunas y entrometidas—. Venga —empieza a marcharse—. ¡Trevor! —lo llama al contemplar que no se mueve, sujetándolo del brazo derecho, llevándoselo con ella de allí, junto con su hija.
—¿Estás bien? —pregunta Joe, preocupado.
—Creo que será mejor que me marche —dice Ellie, levantándose de la butaca, recogiendo el bolso, el paraguas y el abrigo que ha dejado colgados en su respaldo—. Lo último que necesita esta familia es que nos acribillen a preguntas por mi culpa —menciona. Joe intenta protestar, pero sabe que su mujer tiene razón—. Hasta luego —se despide de sus chicos, dándoles un beso a cada uno, antes de salir por la puerta del establecimiento.
Liz permanece allí, sentada en el banco de la iglesia, lo bastante como para que, cuando abre los ojos y alza el rostro, el reverendo se haya quitado sus vestimentas y puesto unos pantalones de sport una chaqueta de punto. Se acerca a ella, sentándose a su lado.
—Liz, ¿cómo está? —pregunta. Su tono es amable.
—Yo estoy bien —responde—. Pero no se trata de mí, ¿verdad? —dice ella con una sonrisa forzada—. Son Beth y Mark los que me preocupan.
—Usted era su abuela. No puede mantenerse al margen de esto.
La voz de ella flaquea en cuanto habla.
—Lo sé —suspira y mira las luces de las vitrinas—. Esto ayuda mucho —confiesa en un tono más sereno—. Ha sido un buen servicio —lo alaba, provocando que una fugaz y amigable sonrisa adorne los labios del vicario—. Significa mucho para mí, para la familia... Y para todos los que han venido. Me ha ayudado mucho. A todos nosotros. Estoy segura.
Paul pone los ojos en blanco por unos segundos.
—Han venido treinta personas. Es un pueblo de quince mil habitantes.
—Después de lo que ha pasado, cuesta reconocerlo, ¿verdad? —menciona—. Esto parece mas y más un pueblo fantasma.
—Lo he intantado todo —dice él como cansado—. He estado en todos los colegios, hospitales, asilos y centros de reunión —le comenta, enumerando aquellos lugares de memoria—. He estado en todos los festejos, festivales y espectáculos desde hace tres años —añade, su tono adquiriendo un tinte apenado—. Hasta ahora nada...
—Pero la gente nunca sabe lo que necesita hasta que se lo dan —le coge la mano de forma compasiva—. Es ahora cuando más le necesitamos a usted. Todos lo hacemos —intenta animarlo Liz, a pesar de no sentirse con el mejor humor—. Nuestros problemas son los suyos—Paul Coates agarra las dos manos de la anciana mujer en las suyas—. Salga. Conecte con la gente —le pide. Se quedan así hasta que ella tiene que soltarse y buscar un pañuelo—. Rezo porque Dios le haya puesto aquí con este fin —menciona, intentando secar las lágrimas que están empezando a salir—. Por favor, ayúdenos, Padre —ruega en una voz desgarrada. Momentos después, habiéndose secado las lágrimas, carraspea—. Quiero preguntarle algo. Enseñarle algo, en realidad —dice ella, habiéndose secado las lágrimas con el pañuelo—. Acompáñeme. Está fuera.
En el rincón más alejado del cementerio, donde las tumbas todavía están bien cuidadas, una alta lápida se alza bajo un amplio tejo.
GEOFFREY ROPER
1954-2007
Querido esposo, padre y abuelo.
Te fuiste demasiado pronto.
La mitad inferior de la piedra no tiene nada escrito.
—Lo dejamos así cuando lo perdimos. Para que yo pudiera estar a su lado para siempre —dice Liz, sus ojos recorriendo las palabras escritas—. Como se habrá imaginado, está preparado para que ahí haya otra tumba —indica, y el vicario asiente lentamente—. Sé que es macabro, dadas las circunstancias, pero me preguntaba si podríamos enterrar a Danny ahí. Eran uña y carne los dos —se explica, recordando tiempos pasados, cuando su querido marido, que en paz descanse, disfrutaba de esos dichosos momentos con Chloe y Danny—. Sé que es una tontería, pero me gusta pensar que están cuidando el uno del otro.
—No es ninguna tontería en absoluto —dice Paul en un tono comprensivo—. Creo que es algo hermoso. Un sentimiento hermoso —reconoce, antes de arquear una de sus cejas—. ¿Ha hablado de esto con Beth? —cuestiona—. La petición tiene que venir de Mark y de ella, al fin y al cabo.
Liz se suena ruidosamente la nariz, y niega con la cabeza, apesadumbrada.
—No quise hacerlo. No, hasta saber lo que opina usted —responde en un tono lacónico—. Pensé que podría hacer algo por Beth... Aliviarle un poco la presión —el vicario nota al momento que la pobre mujer está destrozada, a pesar de querer aparentar entereza y normalidad—. Ya sé que soy la abuela de Danny, pero también soy la madre de Beth —se vuelve a echar a llorar, intentando, en vano, de secar sus lágrimas con el pañuelo—. En realidad, nadie puede hacer nada por ayudarla, ¿verdad? Lo único que quiere es lo que ya nunca podrá tener.
Cuando Ellie llega a la comisaría, está a punto de sentarse en su silla, tras dejar sus pertenencias colgadas del respaldo de ésta, pero la voz de la oficial de policía la reclama. Proviene del despacho del inspector Hardy. La policía de cabello rizado comprueba que su uniforme está impoluto, al igual que su apariencia, y entra al despacho. Encuentra a Hardy sentado en su silla, con Cora a su derecha, apoyada con sus manos en el escritorio. Le enternece y al mismo tiempo hace gracia aquella imagen.
—¿Qué sucede? —cuestiona, acercándose a ellos. Se coloca detrás de la pelirroja, de modo que pueda ver la pantalla del ordenador del jefe.
—La grabación del aparcamiento que hay al lado de la cabaña —responde Hardy sin apartar sus ojos de la pantalla—. Harper ha conseguido traerla hace unos segundos —su tono parece animado, inclusive contento.
Harper, Ellie y Hardy revisan entonces la grabación del aparcamiento de lo alto del acantilado. El único movimiento de la borrosa pantalla es el del paso del tiempo. No hay coches, ni viandantes. Nada, salvo la oscuridad de la noche. El tiempo pasa con lentitud. Sin embargo, a la 1:23, se detiene un coche. Aquello los hace tensarse. Está demasiado oscuro y borroso para distinguir la matrícula, pero no hay ninguna duda acerca de la identidad de la persona que se apea de él. A la pelirroja de ojos azules la recorre un escalofrío de pies a cabeza al reconocer a aquel hombre: ¡tenía razón cuando se percató de que escondía algo! El inspector de acento escocés se permite posar sus ojos en su subordinada, asintiendo imperceptiblemente. En las notas que le ha entregado esta mañana, tras volver del parque de caravanas, ha dejado constancia sobre los análisis del comportamiento no verbal que realizó el día anterior. No había motivos —según el análisis de Harper— para sospechar de Becca Fisher, pero no así de Mark Latimer. Ellie lo reconoce en cuanto lo ve aparecer en la grabación de seguridad. A Hardy le cuesta un poco más, pero claro, la sargento hace más de una década que lo conoce.
—Mark Latimer —Hardy dice su nombre con seriedad, y Ellie siente que se le hiela la sangre: su tono de voz parece casi una condena inmediata.
—¿De cuándo es? —cuestiona la de cabello rizado. Se cruza de brazos: podría ser de otra noche, pero las palabras de Cora hacen añicos esas mismas esperanzas.
—De la noche que Danny se fugó de su habitación.
—Dijo que había salido por un aviso —susurra Ellie, incrédula.
—Esto significa que, o bien Beth Latimer sabe que estaba fuera, y miente para proteger a Mark —el tono de la oficial de policía es serio, casi acusador. Está sopesando las posibilidades—. O bien, Beth no sabe que él estaba fuera, y es Mark el que nos ha mentido —suspira con pesadez, notando la mirada de Ellie en su nuca y la mirada afirmativa de Hardy en su rostro—. Seguramente es la segunda opción. No había nada en el comportamiento de Beth que indicase que sabía que Mark estuviera fuera. Está convencida de que estuvo trabajando hasta tarde —sopesa, cruzándose de brazos—. Solo Mark ha dado muestras de estar mintiendo en su lenguaje corporal —sentencia, cayendo aquella declaración como una losa sobre su amiga castaña. Sabe de buena tinta que Coraline no se equivoca en ese aspecto, y si por lo que asegura, notó un comportamiento o una micro expresión por parte de Mark que le indicase que mentía...
—¿Qué hace? —pregunta Miller, claramente aún intentando procesar lo que está viendo.
En la pantalla, Mark Latimer se apoya en el capó de su coche con los brazos cruzados.
—Esperar a alguien —dice Hardy.
—¿Cómo lo sabe? —cuestiona la de cabello rizado.
—No lo sé, pero apuesto que sí —mira con gran atención la pantalla.
—Mirad —indica Cora, señalando la pantalla: en ella, Mark se mueve un poco, como si oyera acercarse a alguien. Hardy se frota las manos.
De pronto, la pantalla queda en blanco.
—Fin de la cinta —dice Hardy en un tono expectante—. ¿Hay más? —cuestiona, girando su rostro hacia la novata
La chica con piel de alabastro busca en la bolsa de pruebas y solo encuentra una nota. Pasa su vista azul por ella, escaneando su contenido con rapidez. Hardy y Ellie ven que pone los ojos en blanco y chasquea la lengua. Esa no es una buena señal.
—No —niega—. Parece que solo tienen una, y van grabando encima para ahorrar —menciona en un tono molesto—. Lo siento, señor.
—¡Mierda! —Hardy golpea la mesa con el puño, cuando aquel pueblo pequeño y rácano llamado Broadchurch baja un escalón más en la escala de su estima. Tanto Ellie como Cora se sienten avergonzadas por este fallo, aunque no tenga nada que ver con ellas.
De pronto, hay un toque en la puerta, justo frente a ellos. Es Steve Connolly, el especialista en redes telefónicas. Harper enarca las cejas: ha estado revoloteando por la comisaría durante todo el día. Hay algo en él que no acaba de gustarle. Está a la puerta, con su cinturón lleno de herramientas.
—Perdonen... —dice, sintiendo la intrusión.
—¿Ha acabado? —cuestiona Miller en un tono autoritario.
—No, no es eso —se apresura en negar con rapidez—. Soy Steve Connolly —se presenta nervioso, como si su nombre fuera una bomba de relojería a punto de estallar—. ¿Están con lo de Danny Latimer?
—¿Por qué? —cuestiona Cora, observándolo con una mirada crítica. Definitivamente este tipo no le gusta. Hay algo que le da escalofríos, y no precisamente de los buenos.
—Tiene que ver con el agua —sentencia Steve en un tono misterioso—. Me han dicho que tiene que ver con el agua.
Cora tiene lo suficientemente cerca a Hardy para notar que le sube la temperatura. Está empezando a cabrearse. Mal asunto para Connolly, porque su jefe no es precisamente paciente, y ahora no está de buen humor después de la metedura de pata con la grabación de vigilancia del acantilado. Espera que el técnico en telefonía no haga ni diga una chorrada.
—¿Se lo ha dicho quién? —pregunta Ellie, notando la creciente ira del inspector.
—Yo... Es que... —tartamudea—. Me pasa una cosa —la cara de Alec Hardy es todo un poema: está incrédulo—. Recibo... Recibo mensajes —les comenta, y Cora rueda los ojos al momento. Acaba de captar a qué se refiere, y no le gusta ni un pelo.
—Mensajes psíquicos —sentencia Connolly.
Esa es la gota que colma el vaso para Hardy.
—¡Por el amor de Dios! ¿Quién le ha dejado entrar? —exclama, airado. Steve Connolly debe pesar más que él, pero la indignación que ahora lo recorre de pies a cabeza parece otorgarle masa y envergadura.
Ellie se acerca al técnico, dispuesta a acompañarle fuera.
—No, no, no, no —niega rápidamente—. Lo del agua es importante —la mano de Connolly se estira para apaciguar los ánimos—. No lo ignoren sin más.
—Venga, quiero que se vaya ahora mismo —sentencia la agente de cabello castaño.
—Es algo que tengo, que debo contarles —insiste con vehemencia el hombre—. Estaba como... Como en una barca —relata, su mano derecha simulando el bamboleo de una sobre las aguas—. Como si lo hubiesen metido en una barca —reafirma su información. Hardy intercambia una mirada incrédula y desconfiada con Harper y Miller—. Sí... No sé por qué.
Ellie examina con atención a Connolly: no encaja en el rol de un místico o un psíquico. Nada de pelo enredado, no tiene ropa llamativa, ni joyas únicas. Parece un técnico de teléfonos normal y corriente. Lo que resulta tan desconcertante no es solo su aparente normalidad, sino que él mismo reconoce que no entiende por qué le sucede aquello... Si es que dice la verdad.
—¿De dónde ha sacado esa información? —cuestiona Hardy, molesto por su presencia e insistencia. Sin embargo, si resulta que la fuente de a información es contrastable, podría ser de ayuda en la investigación.
Connolly los mira, parpadeando rápidamente, como si fuera evidente.
—De Danny.
Ellie no puede ocultar su enfado. Quiere golpearlo. Quiere meterlo en los calabozos por atreverse a decir esas palabras. Hardy rueda los ojos: sabía que, tarde o temprano, alguien de su calaña se atrevería a presentarse por allí. Esperaba equivocarse, o al menos, que no fuera tan temprano. Por su parte, Coraline niega con la cabeza. Ya ha visto demasiado ese numerito del médium con anterioridad, y al igual que su jefe, no aprecia las tonterías, y menos en un momento tan delicado como este, con un caso de homicidio abierto. Sin embargo, debido a las estrictas normas policiales, tienen que tomarse la molestia de cuestionar a Steve Connolly con relación a su información, por lo que bajan a las salas de interrogatorios.
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