Capítulo 1
Beth Latimer se sienta rígida en la cama. Aquella es la forma en que solía despertarse cuando sus hijos eran pequeños. Su cuerpo recuerda perfectamente esa sensación: un sexto sentido le inundaba las venas de adrenalina, y la despertaba por completo segundos antes de que empezasen a llorar. Pero sus hijos ya no son pequeños y ninguno está llorando. Ha dormido más de la cuenta, solo es eso. El espacio en la cama a su lado está vacío y el despertador de la mesilla está parado. Busca a tientas su reloj. Aún está medio dormida. En cuanto posa los ojos en él, estos se abren con sorpresa: son más de las ocho.
Los demás están despiertos: los oye el piso de abajo. Entra y sale de la ducha en menos de un minuto, siendo un récord para ella. Echando una ojeada por la ventana, se percata al momento de que aquel va a ser otro día de calor y se pone un vestido rojo sin mangas. No parece adecuado vestir de rojo con el pelo castaño, pero le encanta aquel vestido: es fresco, cómodo y encima favorecedor. Ella presume de su tripa plana (al menos por ahora). Es una de las escasas ventajas de tener hijos a una edad tan joven, que los cambios apenas se notan y son, hasta cierto punto, reversibles.
Al pasar por delante de la habitación de Danny se fija con sorpresa en qué ha hecho su cama. El edredón del Manchester City que su padre no puede soportar —ha considerado una terrible traición que Danny de repente haya dejado de ser del Bournemouth F.C.— está liso y estirado. Apenas lo puede creer; once años dándole la tabarra al final han merecido la pena. Se pregunta con afecto qué es lo que quiere. Probablemente, se dice, ese smartphone que repartiendo periódicos no consigue comprar.
Puede asegurar por el desastre, el estruendoso cacharreo y alboroto que reina en la cocina, que Mark se está preparando el desayuno. La puerta de la nevera está abierta, la leche sobre la encimera, destapada, y el cuchillo sobresale de la mantequilla.
—¿Por qué no me has despertado? —le pregunta en un tono algo acusador.
—Te he despertado —dice él, sonriendo. No se había afeitado; a ella le gustaba así, y él lo sabe—. Me has mandado a la mierda.
—No me acuerdo —dice Beth, aunque eso suena más como una disculpa que un comentario intransigente. Mete una bolsa de té en su taza, aunque sabe que no va a tener tiempo de terminarla. En ese preciso momento, un sonido eléctrico logra atraer su atención: en el reloj del horno se encienden y apagan ceros. Lo mismo en el microondas. La radio está fija en las 3:19.
Beth suspira con pesadez.
—Se han parado todos los relojes de la casa.
—Habrá sido un fusible —responde Mark envolviendo su sándwich. No ha preparado nada para Beth, pero de todos modos no le daría tiempo a tomárselo.
Chloe está tomando cereales y pasando las hojas de una revista.
—Mamá tengo fiebre —dice con voz quejicosa.
—No, no la tienes —se apresura en responder Beth, sin molestarse siquiera en comprobarlo. Conoce de sobra a su hija para saber cuándo se está inventando una excusa para librarse de algo tedioso, en este caso, el ir al colegio.
—Claro que la tengo. No voy a ir —se queja Chloe nuevamente, pero su inmaculada trenza rubia y el maquillaje perfecto le dicen a Beth que sabe que aquella es una batalla perdida desde el principio.
No se puede engañar a la que engaña. Se recuerda a aquella edad, exactamente a aquella edad, casi con los mismos días saltándose las clases para ver a Mark. No va a dejar que la historia se repita.
—Si yo voy, tú vas, ¿verdad? —cuestiona Beth, aludiendo a su marido, esperando que Mark la respalde en su postura.
—Yo no me meto —se ríe él, pues sabe que entrar en esa discusión probablemente acabará con él como daño colateral.
Beth rueda los ojos, incrédula: desde hace tiempo parece que Mark no la apoya y se siente algo sola cuando debe educar a sus hijos. Es como si su marido tuviera la cabeza en las nubes, aunque ella no se lo reprocha. No, cuando es tan bueno con ella y siempre se encarga de las tareas del hogar para que, cuando ella llega cansada del trabajo, no tenga que esforzarse y pueda relajarse.
—Bueno, vas a ir y punto final —dice, dirigiéndose a su hija en un tono autoritario.
Antes siquiera de que a Chloe se le ocurra una réplica para intentar convencer a su madre, la madre de Beth entra apresuradamente por la puerta de atrás, saludando y con un cuenco lleno de huevos. Los deja encima de la mesa. "Ay, por el amor de Dios", piensa Beth, percatándose de que los deja junto a la fiambrera con el almuerzo de Danny. Ese chico es único en lo que respecta a olvidarse el almuerzo. A lo mejor el esfuerzo por hacerse la cama ha sido demasiado para él. Tendrá que llevársela de camino a su trabajo, como si ya no fuera con suficiente retraso.
En cuanto su abuela se acerca, la adolescente de cabello rubio trata nuevamente de hacer colar la excusa de la fiebre. Ésta, sin embargo, únicamente pone la mano en la tersa frente de Chloe, pero por hacer algo. Liz ya ha pasado dos veces por todo aquello. Tiene sobrada experiencia en lo que se refiere a reconocer una patraña adolescente.
—Te quiero infinito —dice Mark besando a Chloe en la coronilla.
Debe de ser la millonésima vez ¿infinita?, que Chloe oye aquella frase y pone los ojos en blanco, pero cuando Mark se da la vuelta para irse y cree que nadie está mirando deja que se le dibuje una sonrisa.
—Me voy, que he quedado con Nigel —dice con premura.
Mark está en la puerta, listo para marcharse.
—¿Habéis visto a Danny? —cuestiona confusa Beth—. Se ha dejado el almuerzo.
—Ya se ha ido —suelta él, volviéndose ligeramente hacia ella mientras se pone la cazadora—. ¡Voy con retraso! ¡Adiós! —se despide rápidamente, besando a su mujer de forma casta en la mejilla.
Tras decir aquello, Mark deja a Beth plantada en la cocina, con el almuerzo de Danny en la mano. Por su parte, Chloe se apresura en terminarse el desayuno con reticencia, desganada ante la perspectiva de ir a clase. La abuela Liz por su parte, se dedica a guardar las compras en sus respectivos lugares.
El traje de trabajo de la sargento Ellie Miller está rígido después de tres semanas en bikini y pareo, pero estas prendas han traído el sol de Florida consigo al volver a casa. La calle Mayor de Broadchurch resplandece con la bruma de la primera hora de la mañana, y todo el mundo parece que está de buen humor. El cielo está despejado, y la gente tiene tan buenos ánimos, que hasta se han planteado el poner puestos en la calle, para así, animar a los turistas y vecinos a disfrutar del buen tiempo y el aire libre.
La sargento es feliz por haber vuelto a casa, y no solo porque en la comisaria le esperan buenas noticias. Es una sensación agradable estar en Broadchurch nuevamente. Aquel es el universo de Ellie, con su propio ritmo, aunque hace mucho tiempo que lleva uniforme.
Empuja el cochecito de Fred, de siete meses, con una bolsa de cosas de la tienda libre de impuestos para los de su equipo de trabajo colgada de un asa. Camina con su familia este primer tramo de la calle Mayor, ya que, una vez lleguen a su final, ésta le entregará el cochecito a Joe, que llevará andando a Tom lo que queda de camino hasta el colegio. Sus hijos son muy distintos: Fred tiene el pelo oscuro rizado de ella, mientras que el de Tom parece el de un chico del coro; su pelo rubio es igual que el de Joe antes de que su temprana y poco oportuna calvicie se hiciera más presente, y en un gesto de orgullo se rapara del todo.
Es uno de esos momentos raros en los que Ellie ve a su familia desde fuera y puede apreciar la felicidad que los envuelve. Cualquiera que los viera por la calle pensaría que son el modelo de familia perfecta. Sabe que es afortunada. Enfoca la vista para mirar al otro extremo de la calle Mayor, observando a Mark Latimer con la bolsa de fontanero al hombro, andando encantado calle abajo.
Caminan unos cuantos metros más, antes de que éste se les cruce, entablando conversación con ellos, una sonrisa en su rostro.
—¿Qué tal, familia? —cuestiona en un tono alegre.
—¡Muy bien! —responde Joe rápidamente.
Ambos hombres se conocen desde su llegada a Broadchurch, cuando Joe conoció a Ellie y se asentó con ella, convirtiéndose ambos matrimonios en cercanos y grandes amigos. Aquello también había influido, tal vez, en que sus hijos Tom y Danny, sean los mejores amigos del pequeño pueblo costero.
—¿Cómo lo llevas? —pregunta Mark entonces, dirigiéndose a Ellie.
—Vuelvo al trabajo —replica la castaña en un tono alegre—. Pregúntame luego.
—¿Y la chica nueva? Dicen que es muy joven —añade, pues desde hace tres meses llegó una nueva recluta al cuerpo de policía, y como es natural, todo el pueblo de Broadchurch está interesado en ella y su pasado.
Vamos, lo habitual en pueblos pequeños en los que todo el mundo conoce los secretos más oscuros del resto.
—Ya sabes que no hablo mal de mis compañeros —intenta zafarse Ellie de la pregunta. Conoce a la chica nueva desde que llegó al cuerpo, y ha trabajado con ella en sus casos. Sabe de sobra lo competente que es, pero también lo celosa que es respecto a su intimidad. La policía entiende perfectamente el deseo de mantener su vida separada del trabajo, y más aún, el no querer ser la comidilla de un pueblo al que recientemente se acaba de mudar—. Pero solo te diré que es una gran persona y muy profesional.
Latimer parece satisfecho con esa respuesta.
—Día del Deporte, ¿no? —recuerda, observando el atuendo del colegio de Tom—. Dales duro.
Tom resplandece ante esos ánimos por parte del padre de Danny.
—Lo haré —afirma el chico.
—Tenemos que salir con los chicos —dice Joe.
—Sí, bien pensado —dice Mark, sin detener su marcha—. Te llamo luego.
—Sí, vale —concede Joe, continuando su camino junto a su familia.
A Ellie le consuela aquel pequeño intercambio. Ella y Joe saben que su arreglo funciona —que ella sea quien mantenga a la familia mientras él se quede en casa con Fred—, pero no deja de preocuparle. Le preocupan los chismorreos que pueda provocar ese arreglo. Le preocupa que la gente pueda pensar que Joe es un calzonazos y le preocupa que se convierta en un calzonazos. Por eso mientras las demás mujeres ruegan por teléfono a sus maridos que vuelvan a casa tiempo de acostar a los niños, ella prácticamente echa a Joe de casa para que vaya al pub.
Ellie ve coquetear a Mark con un par de chicas con vestido de verano y luego con Becca, que está ante la puerta del hotel, y luego pegar la hebra con Paul el vicario, que es más joven que ella.
Mark casi choca entonces con una mujer con papada que no sonríe y a la que Ellie no conoce... ¿una turista? No, no lo parece... ha salido a pasear a su perro. Es la única que parece insensible al encanto de Latimer.
Tom abre la boca para hacer una pregunta.
—No —dice Ellie, antes de que el niño puede volver a pedirle una vez más el tener un perro.
Nigel Carter se detiene dentro de la furgoneta azul con Fontanería Mark Latimer pintado en letras blancas.
—Llegas tarde —dice Mark metiéndose en el asiento del acompañante.
—Sí, lo siento —se disculpa rápidamente Nigel—. Había mucho tráfico.
Ellie, aún atenta a Mark, consigue leer en sus labios esta parte de la conversación, antes de que la furgoneta arranque el motor.
—Hay un montón de turistas jovencitas esperando a que las recojas, Nigel —comenta en un tono bromista el fontanero veterano, haciendo reír a su compañero, quien conduce el vehículo.
—¡Cállate! —indica entra carcajadas Nigel—. Bueno, ¿al final qué pasó anoche? —cuestiona en un tono bajo, como si aquello fuera un tema especialmente delicado.
—Limítate a conducir —lo alecciona Mark en un tono que no admite réplica.
Ellie se siente rara así vestida, y la comisaría hace que se sienta más rara. Las luces fluorescentes del interior le suponen un intenso sobresalto de neón después de semanas disfrutando de los rayos del sol. La veterana sargento todavía no consigue acostumbrarse a aquel edificio, con sus pasillos de cemento pulido en curva. Resulta limpio y cómodo, eso escierto, pero es que hay algo en aquel edificio que no termina de ser... Broadchurch.
—¡Hola a todos! —saluda a sus compañeros nada más traspasar la puerta que da a la planta en la que se encuentra su mesa de trabajo.
Los silbidos y aplausos de sus compañeros anunciando su llegada se convierten en expresiones de agradecimiento cuando se dan cuenta de que Ellie viene con regalos. No se ha olvidado de ninguno.
—Ron, te he traído Rompe-pulmones contra mi voluntad —indica, sacando un gran paquete de cigarrillos de la bolsa, entregándoselos a su compañero, sentado en una mesa cercana.
—Gracias —dice el hombre, visiblemente contento porque su jefa se haya acordado de él.
—Mich —continua, caminando hacia el puesto de su siguiente compañero, hurgando en la bolsa—: Vodka; etiqueta negra —continua, sacando la costosa botella, entregándosela.
—¡Qué detalle! —se sorprende, pues sabe perfectamente que no es nada barato—. Muchísimas gracias.
Ellie le devuelve la sonrisa que le brinda, caminando hacia otras dos mesas, alejadas de la entrada, colocándose junto al escritorio de una buena compañera.
—Anna —apela a ella, quien la observa con unos ojos llenos de curiosidad—. Brillo de labios, para todos tus besos —se lo entrega sonriente, pues sabe que la policía tiene un nuevo novio desde hace poco tiempo, y es habitual verlos por el pueblo comiéndose a besos.
—Gracias, Ellie.
—Mike —apela a su siguiente compañero—: hidratante para que cuides tu carita —indica, entregándosela con cariño.
Mientras la sargento Miller continúa entregando sus regalos, una joven oficial se encuentra observando todo aquel intercambio con una mirada entre triste, molesta y feliz. Todos parecen encantados con el regalo que les corresponde.
"¿Cómo pueden sonreír todos así, cuando se la ha traicionado a tal grado en su ausencia?", se pregunta la joven de cabello cobrizo y ojos azules, deteniendo sus pensamientos en seco al percatarse de que Ellie va hacia ella.
La castaña no se ha olvidado de su nueva incorporación.
Coraline Harper. Una oficial brillante que, a pesar de haber salido de la academia de policía hace tres meses, ya ha demostrado tener una mente muy avispada. Habiendo estado bajo su tutela e inspección la joven de cabello cobrizo durante tres meses, debido en gran parte a no tener experiencia de campo, Ellie ha tenido tiempo de sobra para comprobar su gran capacidad analítica. Siendo sincera, Coraline es en gran parte responsable de haberla ayudado a cerrar casos ligeramente problemáticos. Está segura de que, con suerte, al final de este año la van a ascender a sargento. Está deseando trabajar con ella en igualdad de condiciones.
—Hola Cora —la saluda la mujer de cabello castaño con una sonrisa, rebuscando en su bolsa.
—Hola, sargento Miller —la saluda Coraline de un modo protocolario. Ellie arquea una de sus cejas, dejando de rebuscar en la bolsa y alza el rostro para mirarla.
—¿Cuántas veces te he dicho que me llames Ellie, Cora? —la amonesta maternal y cariñosamente.
—Al menos unas 103 —responde rápidamente la oficial, intentando aguantarse una carcajada, al contemplar la expresión entre atónita y algo molesta de su jefa.
—¿Las vas contando? —se sorprende la sargento.
—Tengo una excelente memoria.
Ambas se observan durante unos segundos en lo que parece ser un ambiente tenso, hasta que no pueden aguantarse más la risa y se abrazan con cariño. En la comisaría están acostumbrados a las escenas, normalmente cómicas, que protagonizan Ellie y Harper, ya que se han convertido en muy buenas amigas.
—¡Me alegro muchísimo de verte, Ellie! —exclama la chica de ojos azules, aún abrazando a su jefa y buena amiga.
Ellie rompe el abrazo tras unos segundos. Le alegra haber vuelto con su compañera.
—Te he traído esto —indica, volviendo a meter la mano en la bolsa, sacando un pequeño bloc electrónico—: sé lo mucho que necesitas uno para no saturar ese disco duro que tienes por cerebro —bromea, disfrutando de la expresión de sorpresa de la oficial.
—Ellie, yo... No sé qué decir —parece no tener palabras—. Gracias —agradece tras unos segundos, antes de que su semblante se vuelva sombrío, echando una mirada por la estancia, hacia sus otros compañeros. Todos evitan su mirada acusadora, pues saben perfectamente lo que sucede—. Escucha, Ellie, antes de que venga la comisaria, hay algo que tengo que decirte...
—Eso puede esperar, Cora —la corta la castaña con una sonrisa amable—. Primero quiero saber cómo va todo por aquí: cuéntame los cotilleos.
—Claro, pero es que... —insiste nuevamente.
En ese preciso instante, la comisaria Jenkinson, aparece por allí, acercándose a Miller con pasos rápidos. La mujer a cargo de la comisaría mantiene su aspecto impecable habitual: su pelo rubio corto perfecto, su camisa y corbata sin una arruga.
—Ellie, bienvenida —apela a ella en un tono cordial.
—Maldita sea —masculla entre dientes la pelirroja.
—¿Podemos hablar? —cuestiona, aunque más que una pregunta, se intuye que es una orden. Jenkinson ni siquiera espera a que Ellie responda, antes de dar media vuelta y caminar, como si fuera desfilando, a su despacho particular.
—Ya me lo contarás luego, Cora —se despide Miller de su oficial, dejando a la chica con la boca abierta, pues estaba a punto de protestar.
Ellie, como sabe acerca de qué va a tratar la reunión —su inminente ascenso a inspectora—, no puede resistir las ganas de sonreír a su equipo mientras se dispone a entrar en el despacho de Jenkinson. La de ojos azules niega con la cabeza: no está dispuesta a dejar marchar a su superiora y buena amiga así.
—¡Ellie! —la llama Harper a voz en grito, haciendo que la castaña, quien ya tiene una mano en el manubrio de la puerta, se gire levemente—. Mucho ánimo —añade en un tono apenado, casi funesto, como si Ellie se encaminase hacia su funeral, algo que, en cierto sentido, es así.
La sargento de policía se queda algo extrañada por aquel comentario por parte de su colega de cabello cobrizo, pero lo reciproca con una sonrisa, a pesar de que no puede evitar que un escalofrío la recorra de arriba-abajo.
Tras entrar al despacho de la comisaria, Ellie siente que una burbuja que anuncia algo bueno se hincha dentro de ella. Pero en lugar de las felicitaciones esperadas, Jenkinson deja caer una bomba.
—Le hemos dado el puesto a otra persona.
La burbuja explota y Ellie nota que la sonrisa desaparece de su cara. Es como si alguien le hubiera propinado un fuerte golpe en la boca del estómago, dejándola sin aire momentáneamente.
—Sé que supone una decepción.
Las palabras de Coraline llegan entonces con la fuerza de un huracán. Ahora entiende por qué Harper, de todos sus compañeros, parecía la más afectada hace un minuto: es la única que ha intentado advertirla sobre el cambio de situación, porque sabía de antemano lo importante que era este ascenso para ella. Ellie se siente traicionada por sus compañeros. Mientras ella, inocentemente les estaba entregando sus regalos, habiendo pensado en ellos incluso en sus semanas de permiso, éstos ni siquiera han intentado suavizar el golpe y han aceptado su gratitud, sabiendo que le esperaba una puñalada trapera en cuanto retomase su puesto. Para Ellie es casi imposible disimular la decepción que invade cada fibra de su ser. Las lágrimas se agolpan en sus ojos, pero también hay indignación en ellas, y eso proporciona agresividad a su voz en cuanto articula sus siguientes palabras.
—Dijiste que esperarías a que volviera del permiso —dice con su relax posvacacional echado a perder—. Dijiste que estaba hecho. Por eso cogí tres semanas.
—La situación ha cambiado —sentencia entonces Jenkinson, intentando aparentar que no tiene nada que ver con ella.
—¡Dios! —se exaspera Ellie—. Quién... ¿Quién es? —logra preguntar, pues está deseando saber a qué otra persona del departamento le han dado su ansiado puesto como inspectora.
—Al inspector Alec Hardy —replica Jenkinson.
Para la sargento aquel nombre es extremadamente familiar, aunque aún no logra recordar por qué razón. Sin embargo, lo que más molesta a la castaña es su sexo.
—¿¡Un hombre!? —se horroriza—. ¿Qué pasa con lo de «esta área necesita una inspectora» y con lo de «yo te apoyo»? —le espeta, irritada.
Ellie piensa que se lo imagina, pero le parece ver cómo la cara de Jenkinson expresa una gran vergüenza. Sin embargo, esta expresión desaparece tan rápido como ha aparecido, sin siquiera darle tiempo a asegurar que así fuera.
—Alec Hardy tiene mucha experiencia...
—¿De qué me suena ese nombre? —indaga Miller, aunque casi en el momento en el que formula aquella pregunta, la información viene a su mente. Todos los agentes de policía de la región conocen aquel nombre.
—Llevó los asesinatos de Sandbrook —responde su superiora. La castaña hace un esfuerzo por no poner los ojos en blanco ante semejante panorama.
Dios, que les supere alguien, que le supere un tío, ¿pero él? ¿Precisamente él? Aquello es una pesadilla, y Ellie quiere despertarse ya.
—¿Me tomas el pelo? —apenas disimula ya la decepción que la embarga de pies a cabeza—. ¿Cuándo empieza?
—Hace una semana.
Aquella es la gota que colma el vaso para la sargento Miller.
La desdichada castaña mantiene el tipo hasta que se mete en el servicio. Por el camino se encuentra con las miradas avergonzadas y esquivas de sus compañeros, quienes, ahora lo sabe, llevan trabajando una semana con el inspector Alec Hardy. Sin embargo, la mirada de Coraline es la única compasiva, la única que es capaz de mantenerla. Le hace un gesto con la cabeza, preguntándole indirectamente si se encuentra bien. Ellie responde aquel gesto con una casi imperceptible inclinación de la cabeza, algo que solo la pelirroja comprende. Claramente no se encuentra nada bien.
Una vez en el servicio, Miller se sienta en la taza del retrete y echa el pestillo de la puerta. Está temblando de rabia de los pies a la cabeza. No puede evitarlo y mueve los pies como si estuviera ailando claqué, para así descargar un poco de esa energía e ira acumuladas. Solo entonces llama a casa y derrama lágrimas calientes de rabia mientras habla por teléfono con Joe. Este se lo toma con tanta amargura como ella. Aquel era un ascenso de él tanto como de ella, y mentalmente ya han gastado el aumento de sueldo en terminar la casa.
—Después de todo lo que dijo... ¡No tiene sentido! —se desahoga con su marido—. ¿Y qué hago? ¿Recojo mis cosas y me largo? —le pregunta, y aunque los dos saben que no lo va a hacer, sienta bien decirlo en voz alta.
Ellie se prepara entonces para contarle a su querido Joe la ironía de la situación. Algo que, seguramente, echará más sal en la herida, pues su marido conoce todos los entresijos de los casos, habidos y por haber, al estar casado con ella. Está a punto de decirle quién ha conseguido el trabajo, cuando llaman a la puerta del cubículo de forma casi tímida. ¿Acaso no la pueden dejar despotricar en paz?
—¡Está ocupado! —expresa toda su frustración en sus palabras.
—Ellie —la voz que responde pertenece a Harper—. Tenemos un caso —le indica con un tono muy suave, antes de contemplar cómo su amiga abre la puerta tras unos segundos.
—Lo siento, tengo que irme —menciona a Joe, antes de colgar la llamada—. ¿Qué pasa? —cuestiona, secando sus lágrimas, recibiendo una mirada y un tono compasivo por parte de su compañera de trabajo.
—Han encontrado un cuerpo en la playa.
Sin siquiera decir nada más, ambas mujeres intercambian una mirada y se dirigen al aparcamiento de la comisaría, con el ánimo de coger el coche de Miller. Ahora es el momento de concentrarse en su trabajo. Ya tendrían tiempo más tarde para hablar sobre las inusuales circunstancias.
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