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6. La tentación

   Su intensa mirada se posa en mí mientras mi mente se pierde en el profundo océano de sus ojos. Hace años que no lo veo, y el último lugar en el cual hubiera esperado encontrármelo es aquí.

   —¿Qué haces aquí? —pregunto mientras Emilio se dirige hacia mí, anulando la distancia que nos separa.

   —Era una sorpresa —Se inclina y me rodea con sus brazos. Su dulce aroma a vainilla me envuelve y mis piernas flaquean un poco ante su contacto—. Has... crecido —susurra contra mi oído.

   ¿Crecido? ¿En serio? ¿Es lo primero que se le ocurre decirme después de tantos años?

   Concluyo el abrazo antes de que los nervios invadan el resto de mis extremidades y lo observo.

   El fulgor de su bronceada piel parece ir al compás del fuego de las velas, y nutrirse de su luz con complacencia. Pequeñas manchitas café pintan sus mejillas, otorgándole algo de dulzura a sus afilados rasgos mientras una pequeña cicatriz asoma en la parte superior de su pómulo.

   Me estremezco al darme cuenta de que mi pulgar ya se encuentra sobre ella, acariciándola con pequeños círculos.

   Emilio no parece desconcertado, alza su mano de manera que aprieta la mía contra su cicatriz y ladea un poco su rostro hacia ella. Me sobresalto y doy un paso hacia atrás.

   Fuimos mejores amigos en el pasado, y probablemente él se haya enterado de mis sentimientos en su momento, pero habían pasados años de eso. No tengo ningún derecho a comportarme de esta forma con él.

   —Disculpa —digo por lo bajo.

   —No te preocupes, no estaba la última vez. —Levanta mi barbilla con su dedo—. Se ve ruda, ¿no?

   Ahí está ese optimismo que tanto extrañaba.

   —Rudísima —Y no sólo eso. Le queda... preciosa.

   Sus carnosos labios se curvan ante mi respuesta y suelta una risita.

   Lo recorro con la mirada, intentando encontrar al chico que conocí. Un fantasma se hace presente en los detalles: un par de lunares formando un círculo en su clavícula, una cabellera despeinada y dos cincelados brazos que podrían cargarme sin ningún esfuerzo...

   Intensos aleteos afloran en la parte baja de mi estómago y recorren fugazmente mis extremidades hasta llegar a la punta de mis dedos. Divertidas descargas se estampan contra mis yemas y mi cuerpo se convierte en un imán desesperado por atraerlo hacía mis brazos otra vez.

   Tomo una bocanada de aire y el oxígeno se encarga de empujarme contra un muro de realidad.

   Marcos en ningún momento mencionó que su sobrino estaría aquí.

   Como si pudiera leer mi mente, Emilio se apresura a decir:

   —Le pedí a mi tío que no te lo comentara, a menos que fuera necesario. —Y por «A menos que fuera necesario» se refiere a si me hubiera negado—. Creí que sería una linda sorpresa encontrarnos aquí.

   Si hay alguien capaz de enmascarar su ego con flores y miel de manera perfecta, ese es Emilio. Supongo que nuestra esencia nunca cambia.

   Aunque me gustaría negarlo y ver la reacción de esos hermosos ojos turquesa frente a mi negación, saber que Emilio estaría aquí hubiera sido un gran incentivo. Un brillito de satisfacción destaca en sus ojos, sabe que ha dado en el blanco.

   —Me alegra mucho que estés aquí —digo sin más.

   —Ejem... —Olivia se aclara la garganta, interrumpiendo mi trance—. ¿Se podría saber como entraste? Tengo al menos diez protecci... —Sus miradas se encuentran y Olivia vuelve a toser—. ¿Sabes qué? Da igual.

   La tensión invade la habitación mientras los dos observan hacia todos lados, menos a mí.

   —Tenemos que ponernos al día. —anuncio—. ¿Hasta qué hora tienes clases mañana? Tal vez podríamos merendar juntos.

   —Esperaba que dijeras eso —Su mano se dirige hacia un bolsillo interno de su chaqueta y me tiende un paquete—. Aquí no hay muchas de estas, así que tal vez soborné a Pedro para que me las consiguiera cuando me enteré de que vendrías.

   Abro el paquete con cuidado y me encuentro con una decena de packs de obleas de vainilla, mis galletas favoritas.

   Se me hace un vacío en el pecho al mirar el obsequio. Después de todo este tiempo... Lo recuerda. Me recuerda.

   Por años creí que nunca volvería a verlo. Emilio fue mi primer amigo en el San Miguel, quien me defendió cuando no podía hacerlo yo misma, y una de las personas que más me contuvo al fallecer mi padre. Un día simplemente dejó de asistir a clases, él era un alumno externo por lo que no vivía en el internado. Semanas después, Marcos me informó que no volvería, que sus padres habían decidido cambiarlo de instituto.

   Nos escribimos cartas por un par de meses. En ese tiempo ninguno de los dos poseía un móvil, por lo que la comunicación era complicada. Cuando dejaron de llegar los sobres me forcé a aceptar que lo nuestro no tenía futuro y dejé de insistir. La puerta siempre estuvo abierta, pero el tiempo pasó y el jamás apareció... Hasta ahora.

  «No puedo». La frase se repite en mi cabeza como un mantra.

   Permitir que resurjan antiguos sentimientos sería una sentencia de muerte. Todavía estoy procesando mi ruptura con Álvaro, los secretos de Marcos, mi nuevo hogar... Conozco mis límites, y en este momento estoy en la cuerda floja. Una mínima frustración, una pizca de deseo o un pequeño drama provocarían una explosión interna que no estoy preparada para afrontar. Estoy aprendiendo a controlarme, no puedo simplemente tentar a la suerte y dejar la chispa encendida cuando sé que poseo un tanque de keroseno en el pecho.

   —Gracias Emilio. —Le dedico una sonrisa y me dirijo hacia una de las estanterías para dejar el paquete. Una lágrima recorre mi mejilla y me la seco rápidamente antes de volverme hacia mi amigo—. Entonces, mañana a las...

   —Tres. —Su rostro se ha ensombrecido—. Paso por ti a las tres.

   Golpean la puerta y agradezco al cielo por la interrupción. Un minuto más de tensión y probablemente me hubiera dado un ataque.

   Olivia recibe una enorme bandeja con comida de alguien que no alcanzo a ver desde donde estoy, y la deja sobre una pequeña mesa de madera que se encuentra cerca de la puerta.

   —Las dejaré para que cenen tranquilas. —Emilio se acerca a mi y me da un besito fugaz en la mejilla que me hace estremecer—. Descansa, Gi.

   En menos de un segundo desaparece de la habitación. Olivia cierra la puerta y apoya su espalda contra ella mientras frunce el ceño.

   —¿Qué fue eso? —pregunta.

   —Un desastre monumental —digo sin pensar.

   Olivia me dedica una mirada compasiva y aprieta los labios.

   —Debería llamar a mi tutor antes de cenar —agrego rápidamente mientras saco el móvil—. Aquí tampoco tengo señal —digo después de comprobar que no tengo ni una barrita—. ¿Sabes dónde podría hacerlo?

   —Que raro —Olivia se acerca y observa mi móvil—. Deberías ir más alto, tal vez en la última planta. Pero ten —Saca su móvil y me lo tiende—. El mío funciona aquí.

   Niego con la cabeza.

   —Gracias, pero llamaré a un amigo también. Voy a tardar un rato —Me encamino hacia la puerta y la abro.

   —¿Segura?

   —Claro. —Sonrío.

   —Sigue este pasillo hasta el final y dobla a la izquierda, encontrarás una escalera que se dirige a la última planta. Sube despacio, a veces enceran la madera y puede ser muy resbaladiza.

   Asiento.

   —Nos vemos en un rato.

   Sigo las indicaciones de Olivia y subo las escaleras con cuidado hasta la última planta del edificio.

   Una solitaria sala de estudio me recibe cuando llego al último escalón. Salteo algunas mesas de madera oscura y me dirijo a unas estanterías repletas de libros antiguos. Deslizo mis dedos por los márgenes de algunos mientras llamo a Marcos, pero no atiende.

   Insisto una, dos, tres veces, pero sigo sin respuesta. ¿Estará dormido? No es usual en Marcos tanta tranquilidad. Tal vez solo se ha quedado sin batería o algo por el estilo.

   Mis ojos recorren la habitación hasta toparse con un elegante arco que abre paso a otro corredor. La curiosidad me gana y decido deambular un rato. Volveré a llamar a Marcos en un rato.

   Tomo un portavelas metálico de la estantería y me adentro en el pasillo. Está oscuro pero cada tantos metros hay candeleros encendidos, dando al lugar un aspecto tétrico que me eriza los vellos de la nuca.

   Unas voces se escuchan a lo lejos y me acerco con cautela a ellas. Avanzo hasta encontrarme con una enorme puerta entreabierta que deja ver a dos figuras sentadas una frente a la otra en unos elegantes sillones de terciopelo rojo. El fuego de una chimenea tras ellos genera una estela de calor que abraza mi cuerpo a medida que me acerco más.

   —... no debería estar en la isla.

   Apago mi vela y dejo el instrumento en el suelo para no evidenciar mi presencia, mientras recargo mi espalda contra la fría pared, evitando que se proyecte mi sombra en el suelo.

   —Las advertencias fueron enviadas —dice una profunda voz conocida.

   Eliseo Di Pardo.

   Me inclino hacia la abertura y ahí está, observando las llamas con una expresión calculadora. Tiene el cabello revuelto y lleva desabrochado el blazer negro del instituto. A su izquierda hay un elegante piano junto a un arco que da acceso a otra recámara, probablemente sea el dormitorio, pero no alcanzo a distinguir ninguna cama debido a la escasa luz.

   —¿Y qué propones? ¿Qué nos crucemos de brazos y ya? —inquiere la otra figura.

   Eliseo no se inmuta ante su alteración, sólo observa en silencio el fuego. Un viejo reloj de pared marca cada segundo con un apenas perceptible «tic, tac» mientras el desesperado pasar de las hojas de un libro me informa que la otra figura está buscando algo. Estoy a punto de irme cuando por fin dice:

   —Esperaremos hasta mañana. Si no aparece...

   En un intento por escuchar mejor tropiezo con el portavelas. El ruido del metal contra el suelo provoca un estruendo en todo el pasillo y las figuras se callan al instante. Mierda.

   El universo completo queda congelado en el tiempo por un breve momento. Doy un rápido vistazo hacia el lado opuesto del corredor por el que vine y me planteo escabullirme por ahí, pero la realidad es que no sé en donde desemboca o si existe una salida desde ese lado, por lo que me queda una única opción viable: pasar lo más rápido posible frente a la puerta y rezarle a Dios, a la luna, al sol o al mismísimo diablo para que no me reconozcan.

   Un espasmo frío se inyecta en mi espalda y llena de energía cada uno de mis tensos músculos, como si un fantasma se hubiera compadecido del temblor de mis rodillas y me hubiera suministrado una jeringa de adrenalina líquida. Tal vez no debí pensar en rezarle al diablo, pero ahora no tengo tiempo para debatir si vendí mi alma sin querer o no. 

   Siento el cuerpo tan ligero que podría nadar hasta la ciudad sin siquiera cansarme, por lo que  aprovecho el impulso y no pasa ni un segundo cuando ya estoy corriendo con todas mis fuerzas devuelta a mi habitación. Algunas velas se apagan por la brisa que genero al pasar junto a ellas, dejando apenas un hilillo de luz para observar hacia dónde voy.

   Mis muslos arden por la repentina carrera y suelto una maldición al llegar a la escalera. Los escalones están encerados. Si bajo con cuidado, me atraparán. No puedo perder los segundos de ventaja que tengo, por lo que me siento sobre la barandilla y deslizo bruscamente mi cuerpo por ella. A pesar de la velocidad que adquiero debido a la inclinación empinada, mis pies tocan el suelo con una agilidad que no sabía que poseía, estabilizando enseguida el resto de mi cuerpo.

   Una sonrisa triunfal se apodera de mi rostro mientras sigo avanzando hacia mi habitación. Mis pulmones en este punto son un papel de lija, pero eso queda en segundo plano cuando me doy cuenta de lo rápido que estoy corriendo, como si mi propia vida dependiera de ello. Aunque podría ser el caso. Evado ese pensamiento y acelero al acercarme a la última esquina, solo debo girar y ya estaré...

   Mis pies se detienen y toda la energía se me escapa en un suspiro, dejándome vacía.

   Sus ojos desprenden ira al toparse con los míos. Aprieta la mandíbula y uno de los músculos de su mejilla se tensa. Una oleada de calor me golpea, y si no hubiera corrido como si mi vida dependiera de ello, creería que es su furia manifestándose frente a mí.

   Da unos pasos y su rostro queda tan cerca del mío que puedo sentir su aliento.

   —No deberías escuchar conversaciones ajenas.

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