4. El Edén
La noche anterior, después de informar mi respuesta a su petición, el padre Marcos me dio una charla sobre el Instituto Viarum. La casa de estudios se encuentra ubicada en una isla a unos kilómetros de las costas del río Paraná. Tendríamos al menos cuarenta minutos de viaje hasta llegar a la orilla por carretera, y luego una pequeña embarcación nos llevará hasta la isla.
Aunque no posea muchas pertenencias, se me ha pasado el día haciendo la maleta. Iván no ha asistido a sus clases de hoy para acompañarme en todo el proceso, cosa que agradezco, al menos mi último día en el San Miguel lo he disfrutado junto a mi mejor amigo y sus ocurrencias.
Hace media hora me despedí de él con un fuerte abrazo y decenas de promesas que espero cumplir pronto. Todavía no hemos llegado a la costa, el padre Marcos ha estado muy callado la mayor parte del viaje, tampoco lo culpo, yo también estoy nerviosa. Las preguntas siguen azotando mi mente como látigos, pero Marcos parece programado para contestar todas con la misma frase: «Es por tu seguridad». Cosa que no es para nada misteriosa, claro.
Me rindo ante el suspenso cuando llegamos a la costa del río, las mariposas en mi estómago se tornan agresivas y no tengo ni la menor intención de salir de la camioneta hasta que Marcos abre la puerta y me tiende la mano.
De mala gana, deslizo mi cuerpo por el lateral, apoyo suavemente los pies en el suelo y con pasos lentos me dirijo hacia la parte trasera del carro, como si creyera que en cualquier momento el terrero podría colapsar.
Las piernas me tiemblan un poco y noto un ardor nervioso en mis mejillas, por lo que me vuelvo hacia el río y dejo que la brisa silvestre refresque mi rostro. Una ráfaga me envuelve en un suave abrazo mientras el aroma a ceibos y hierbas impregna el ambiente.
—Te encantará, estoy seguro. —Marcos se ha colocado al lado de mí mientras observamos el crepúsculo.
—Ojalá. —Intento no ser tan obvia, pero sé que mi voz transmite todo el desconcierto que me agobia.
—Así será. —Rodea mis hombros con un brazo y aprieta un poco—. Cuando llegues, te recibirá el señor Arias, me acabo de comunicar con él por teléfono.
—¿Tú no me acompañarás?
—A esta hora la embarcación ya no realiza viajes hasta aquí, han hecho una excepción por ti.
Genial. Si esto ya era difícil, ahora lo es aún más.
—Buenas tardes, ¿usted es la señorita Marcucci? —una voz desconocida surge detrás nuestro.
Marcos da un paso adelante y le tiende la mano al hombre.
—Buenas tardes, soy el Obispo Marcos Toretti, de San Miguel —sonríe y me da un leve empujoncito en el hombro hacia adelante—. Ella es Gina, la nueva estudiante.
—Un placer conocerlos. Mi nombre es Pedro, trabajo para el instituto. Seré yo quien la escolte hasta la isla. —Me dirige una leve sonrisa—. Deberíamos ponernos en marcha, el sol ya se está ocultando y tenemos al menos media hora de recorrido.
Marcos asiente y Pedro se aleja unos metros para darnos espacio.
—Quédate tranquila. Sé que estarás mejor aquí —me estrecha en sus brazos con fuerza—. Prometo visitarte pronto. De igual forma, me quedaré unos días más en la ciudad por si necesitas algo.
—Gracias por todo —le devuelvo el abrazo—. Te extrañaré mucho.
—Yo a ti. Mándame un mensaje cuando llegues. —Me da un besito en la coronilla y concluye el abrazo—. Pero antes de irte, prométeme algo.
Asiento.
—Te portarás bien y seguirás al pie de la letra todas las reglas. Este lugar no es el San Miguel, Gina. La isla es segura, pero las reglas existen por una razón, no lo olvides.
—A decir verdad, la célebre frase es «las reglas están para romperse» —le guiño un ojo.
—Gina... —pone los ojos en blanco.
—Lo sé, lo sé. Prometo comportarme. —Le doy otro abrazo rápido y me encamino hacia donde se encuentra Pedro, ignorando la incertidumbre que golpea mi pecho a cada paso que doy—. Nos vemos pronto, espero...
—Así será —me dedica una estrecha sonrisa—. Te quiero.
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El recorrido por el río ha sido más agradable de lo que esperaba. Mientras disfrutaba de las vistas crepusculares y los frescos aromas de la flora acuática, Pedro me ha contado muchas historias sobre las islas.
Una leyenda en particular llamó mi atención, la cual recita que hace muchos años, el hijo de una mujer se estaba ahogando en las turbias aguas del Paraná, la gente lo observaba, pero no recibió ningún tipo de ayuda debido a su ascendencia gitana, causando esto su inminente muerte. La mujer maldijo a los habitantes de aquella ciudad a orillas del río, prometiendo una lenta y firme destrucción de su pueblo. Se dice que, en algunas noches sin luna, se puede ver a la mujer vagando tristemente por las zonas aledañas al río, buscando a su hijo perdido.
La historia me puso la piel de gallina. Había escuchado en el pasado una versión truncada de la misma, pero no imaginé nunca que la leyenda tendría tanta importancia en la zona. Pedro la pronunció con cautela, casi en un susurro, como si aquella afligida mujer estuviera al acecho, esperando que algún alma imprudente la recuerde.
—Nunca debes recorrer las islas por la noche —advierte Pedro—. Una vez oculto los últimos rayos del sol, lo mejor es resguardarse dentro del instituto.
Su advertencia me toma por sorpresa.
—¿Por la mujer? —pregunto.
—No sólo por eso, aunque debería ser razón suficiente para no salir. —Desvía la mirada con nerviosismo—. La isla contiene muchos peligros, pero la zona académica es completamente segura.
—¿Qué clase de peligros?
Pedro oscila un poco ante mi pregunta.
—No estamos en la ciudad, pequeña. Aquí dominan las fuerzas de la naturaleza, a las cuales no les gusta sentirse invadidas. —Cuando creo que va a decir algo más, sacude la cabeza—. Sólo mantente al margen y haz caso a todas las advertencias que recibas, así estarás bien.
—¿Nadie puede salir por la noche?
—Sólo los... —se traga sus propias palabras—. Yo... Lo ideal es que... ¡Mira! —señala con el índice hacia una isla—. Hemos llegado.
Frente a nosotros se alza una enorme porción de tierra. Docenas de especies diferentes de árboles no dejan ver más allá de su orilla. Los últimos destellos de luz solar bañan de tonos anaranjados la costa, y a lo lejos se visualiza un camino apedreado repleto de antorchas encendidas que se adentra entre los árboles, probablemente dirigiéndose hasta el instituto. Cientos de pequeñas luciérnagas invaden el lugar, dando un espectáculo mágico a quien fuera tan afortunado de encontrarse allí. La isla irradia misticismo, vida, misterio.
La embarcación se detiene en un pequeño muelle de madera ubicado a unos cincuenta metros del camino de piedras. Mientras yo analizaba con fascinación el paisaje, Pedro ya se ha encargado de bajar mi maleta.
—Debes tomar el camino —lo señala con el mentón—. No puedo acompañarte porque debo resguardar el barco antes del anochecer. Pero llegarás en menos de cinco minutos a las puertas.
—Muchas gracias, Pedro. —coloco una mano en su hombro y rápidamente agarro el asa de mi equipaje.
—Fue un placer. —Hace un ademán para subirse nuevamente en la embarcación—. Recuerda lo que te dije, pequeña. Y bienvenida a Viarum.
—Lo haré. —saludo con la mano.
Me dirijo directo como un vector hacia el camino. La noche a empezado a caer y me estremezco con cada sombra que se refleja en los imponentes troncos de los árboles a mi alrededor. La tenue luz del fuego ilumina mi recorrido, mientras una mezcla de fascinación y miedo me invade cuando doblo la primera curva. Debo recorrer unos ochenta metros antes de girar a la izquierda, donde supongo que será la zona de entrada al instituto.
Trago saliva y empujo hacia el fondo mi miedo. Intento encontrar paz en el hecho de que Marcos jamás hubiera permitido que me adentre sola en tal lugar si no fuera seguro. Por lo que levanto el mentón, me enderezo y finjo seguridad, aunque mis traicioneras piernas avancen con cautela.
Cuando me encuentro a pocos metros de la curva, el sonido de un llanto cercano me hiela la sangre. Mis pies se inmovilizan y me detengo en seco. No puedo evitar recordar la advertencia de Pedro sobre la mujer gitana. Un escalofrío recorre mi espalda y la piel se me eriza. Jamás en la vida había experimentado una sensación de aquel tipo.
Mientras intento reaccionar mi cuerpo a la fuerza (y hacerlo correr como una pantera hacia el instituto), un crujido de ramas a mis espaldas provoca que ceda ante el terror nuevamente. Mi corazón bombea tan fuerte que puedo sentirlo en mis oídos.
—Ilusorias criaturas los Urutaús. —afirma una voz burlona—. Su canto tiende a confundirse con un lamento.
El miedo me abandona repentinamente, lleno mis pulmones frente al alivio y me vuelvo hacia la voz.
Un chico sale de las sombras y se detiene cerca de mí con media sonrisa en su rostro. Su mirada se clava en la mía y ahogo un gritito. Con la escasa luz no distingo el color exacto de sus ojos, pero parecieran ser de tonalidades verdes y ambarinas incandescentes. Sus iris crepitan al son de las llamas de las antorchas, como si hubieran sido creadas de la misma fuente. Estoy segura de que cualquier ángel, o el mismísimo diablo, codiciaría la belleza de tal obra de arte.
Su cabello es de la misma tonalidad que el mío, un profundo color castaño que podría confundirse con negro. Rompo el contacto visual y lo estudio por completo. Lleva el uniforme del instituto, un blazer negro perfectamente planchado con los bordes dorados y un pantalón a juego. Luce unos zapatos negros relucientes y un gran anillo de oro en su dedo índice. Tras toda esa ropa, asoma un cuerpo que no tiene nada que envidiarles a las esculturas de Miguel Ángel.
—¿Quién eres? —pregunto con desconfianza.
Coloca un dedo en su boca y sus ojos transitan cada parte de mi cuerpo, como si pudiera adentrarse en mi ser y saber todo de mi con solo una observación fugaz.
Después de una larga pausa, en la cual es probable que haya estado analizando minuciosamente si soy digna de su atención o no, dice:
—En realidad, la pregunta es... —me dedica una frívola mirada de pies a cabeza con una mueca desagradable—. Quién eres tú.
—Me llamo Gina. Acabo de llegar —le sostengo la mirada con dureza. Si algo he aprendido en el San Miguel, es que nunca debes mostrar debilidad frente a personas que intenten hacerte sentir menos de lo que eres—. ¿Y tú?
—Nadie que quieras conocer. —Señala con la barbilla el camino a nuestras espaldas—. Deberías irte por donde viniste.
—¿Disculpa?
—Creo que me escuchaste bien.
Siento de repente como si cada una de las brasas besara mi cuerpo y se unieran a él, los ojos del desconocido no son lo único que podría fundirse con el fuego y explotar en cualquier momento. Ya demasiado he pasado por un día: despedirme de Marcos e Iván; Abandonar mi hogar; Internarme sola en una isla en el medio del río. No pienso tolerar ni un golpe más. No hoy, al menos.
—¿Quién te crees que eres? ¿el dueño del lugar? —pregunto secamente mientras contengo la ira.
—Algo así. —Contesta con expresión despreocupada.
—No tengo tiempo para esto.
Tomo mi maleta y me encamino hacia el instituto. Ya es de noche y el señor Arias podría preocuparse si no llego pronto. No pienso gastar ni un segundo mas de mi tiempo en un idiota que pretende intimidarme en mi primera noche aquí. Sabía que había muchas probabilidades de que encontrara personas como Estefanía aquí, pero hasta hace un momento existía una pequeña esperanza en mi corazón de por fin poder bajar la guardia, aunque sea por un rato. Debí imaginarme que era una ilusión estúpida, al fin y al cabo, esto también es un internado.
—No digas que no te lo advertí.
Su voz retumba en mis oídos, pero cuando me doy vuelta para volver a enfrentarlo, no logro verlo por ningún lado.
Idiota. ¿De verdad cree que voy a salir corriendo por eso? Tal vez haya espantado varios estudiantes inocentes con su tajante —y hermosa— mirada, pero yo no iba a ser una más de sus víctimas. Ladeo la cabeza intentando sacarme su imagen de encima. Que desperdicio. Un envoltorio tan perfecto para un alma tan perversa.
Al girar la última curva del camino, mi maleta cae de mis manos.
Frente a mí se alza una imponente construcción renacentista. La entrada consta de una extensa escalera de piedra blanca que conduce a una ancha galería exterior. Las formidables columnas que la sostienen, de un color crema gastado a juego con el resto del edificio, miden al menos diez metros de altura. En las bases de estas, hay varios grabados iluminados en un idioma que no alcanzo a comprender. Consta de unas tres plantas, y en lo alto de la morada se cierne una majestuosa cúpula de un dorado opaco, con enormes arcos en su base y pequeñas ventanas encastradas en la semiesfera. Coronando la cúpula, se halla un linternón con un gran símbolo de una luna y un sol entrelazados, de un material que no logro identificar.
Unas ostentosas puertas de bronce se despliegan en el centro inferior de la estancia. En los laterales se pueden distinguir varios caminos que se adentran en el bosque, y por encima de las copas de los árboles se observan varios edificios más, donde probablemente se dicten clases.
Estoy segura de que el Instituto Viarum podría dejar en ridículo a la mayoría de los castillos y basílicas europeas. No tiene nada que envidiarles.
No entiendo como jamás escuche ha nadie comentar de este lugar tan terriblemente majestuoso. Aún peor, ¿cómo no se podía visualizar desde el río? Parecía tener unos ochenta metros de altura, y si bien los árboles que lo camuflan son enormes, no tiene ningún tipo de sentido que lo oculten de esa manera. Algo que averiguaré mañana, sin dudas.
Cuando logro salir del trance frente a semejante belleza arquitectónica, vislumbro a un hombre bajando los escalones de piedra y dirigiéndose hacia mí con una postura erguida y los hombros cuadrados.
—Señorita Marcucci. —Esboza algo parecido a una sonrisa mientras se acerca—. Bienvenida a Viarum.
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