POR UNA CUENTA
Muchos los llaman nahuales, aquellos brujos que se convierten en animales; otros dicen que son brujas, viejas, que se quitan la pierna izquierda y se ponen una pata de gallo, con el objetivo de volar convertidas en bolas de fuego o enormes pájaros negros.
La verdad, aunque hay muchas historias de los pueblos cercanos sobre ellos: que se llevan a los niños malcriados, o que le chupan la mollera a los bebés; otros más dicen que castigan a los borrachos o que son los que matan al ganado dejándolos sin sangre, lo que te voy a contar es mi verdad y nada más.
Yo, cuando llegué aquí, recién egresado de la normal de maestros, no creía en ellos. Siempre que me contaban una historia de esas, solo repetía al final: "Cuentos de gente ignorante, borrachos o de viejas argüenderas. ¿Cómo un maestro letrado podía creer en esas cosas?" Así pensaba, hasta aquella noche.
Ya tenía un par de años siendo maestro rural. En ese entonces, el pueblo no tenía más de unas cuarenta o cincuenta casas, por lo que muchos chamacos venían de otros pueblos a estudiar hasta acá. Estaba yo solo, así que era el maestro de primero hasta sexto, también director y conserje. La gente del pueblo me hizo unos cuartos al lado de los salones. No estaba tan mal que digamos; el gobierno no me daba paga, esa la juntaba uno de los mayordomos de los pueblos y me la pasaba cada mes. No podía quejarme: casa, dinero y comida, que a veces me traían los padres de familia. Solo había una advertencia. "Jamás salir después de las diez de la noche, por ser la hora de las brujas".
Yo en ese entonces solo me reía de ese comentario y de todos los relatos que después escuché, y que si los cuento ahora, no tendría para acabar. Así que nada más te contaré el que me hizo creer en todo eso.
Como dije hace rato, ya tenía dos años laborando en el pueblo; no tenía problemas. Al final de las clases, los chamacos se iban a sus casas y yo me quedaba solo. A veces venía alguien a invitarme a comer, y sin problemas yo accedía. No más de una vez se me hacía tarde, platicando con los dueños de las casas, fumando o tomando pulque. Si se hacía de noche, la misma familia me despedía antes de las nueve, por lo que, aunque un poco borracho, siempre me daba tiempo de llegar a la escuela antes de la tan temida hora. Caso contrario, si por alguna razón me quedaba hasta las diez con alguien, mejor me preparaban un rincón y me daban alojamiento. Jamás me dejaban salir. En más de una ocasión me puse impertinente, pero ni así me dejaban ir. Al final, ya sea por cansancio o ebrio, terminaba quedándome.
Esa ocasión fue fin de curso. Para celebrar la salida de los de sexto, los padres de familia hicieron una fiesta en un pequeño auditorio que recién habían construido en uno de los pueblos vecinos. La fiesta estuvo muy bonita, pero como siempre, terminó a las nueve en punto, ni un minuto más. Algunos de los que vivían cerca se regresaron a sus casas; la gran mayoría prefirió pedir alojamiento con algún conocido. Yo preferí volver a la escuela. Varios padres me dijeron que mejor me quedara, que no llegaría antes de las diez a la escuela, que al ser profesor cualquiera se sentiría dignado por ser mi anfitrión. Con una sonrisa les dije: "Voy a paso rápido, capaz de que hasta llego en menos tiempo". Al final ya no insistieron y me dejaron ir.
Algunos hombres me acompañaron hasta la salida del caserón, y cuando estaba despidiéndome, uno se me acercó, desenrolló su faja de tela de su cintura y sin más soltó: "Tenga, maistro, mi abuelo dicía que la faja que usamos, si está bien hecha, aguanta cinco atados, justo para hacer un rosario. Si se encuentra una de esas cosas por el camino, no le dude, empiece a rezar y no deje de hacerlo hasta terminar bien".
Sonreí un tanto cínico, y con gran incredulidad tomé la faja echándomela al hombro. Me volteé agradeciendo y comencé a andar.
La noche era oscura, pero la luna llena era suficiente para ver el camino, aunque de vez en cuando una nube típica de la temporada la tapaba. Yo iba silbando canciones de Pedro Infante, Jorge Negrete y José Alfredo Jiménez. Aparte, iba jugando a golpear las milpas con la faja que me dieron. Los únicos sonidos que se dejaban escuchar eran el silbido, el crujir de hojas bajo mis pies, la faja golpeando la milpa y algunos grillos escondidos en las maiceras. En resumidas cuentas, iba a paso muy tranquilo, por lo que no supe en qué momento dieron las diez.
Para cuando comenzó todo, yo no sabía ni qué hora era. Solo dejé de escuchar a los grillos. Al notarlo, no le di mucha importancia; creo que estaba más o menos a medio camino, por lo que me repetía: "Indios y sus creencias, y pensar que me dejé llevar y no salía a ver tan lindas noches a estas horas".
El asunto de los grillos solo fue el anuncio de lo que estaba por pasar. De pronto, ya no era solo un silencio, era que faltaba todo sonido; las hojas secas dejaron de crujir por muy fuerte que pisaba y mis silbidos se apagaban en los labios. Era como si todo alrededor tuviera tanto miedo que prefería esconderse.
Por Dios, hasta la luna terminó por ocultarse detrás de una nube tan negra como el alma del diablo. Apenas podía ver el camino entre las milpas. El silencioso aire de pronto lanzó un quejido, como si le estuvieran clavando un cuchillo frío, atravesándolo de la garganta. Mis piernas empezaron a temblar sin sentido, desobedeciendo mis órdenes. Miré a mi alrededor, pero la oscuridad del momento solo le permitió a mi cabeza dibujar macabras siluetas que llenaron de temor a mi corazón.
Más por instinto que, por otra cosa, agarré con mis dos manos la faja y encogí mis hombros mientras trataba de ordenarle a mis pies avanzar.
Cuando por fin mis piernas se dignaron a moverse, detrás de mí escuché una voz. Si era de hombre o de mujer, jamás podré decirlo, pero ese "Buenas noches, amigo" heló mi sangre. De forma instintiva giré un poco la cabeza solo para descubrir la silueta de una enorme ave más alta que yo. Sus ojos circulares eran de un rojo tan vivo que parecían llamas. En ese momento, la nube que cubría la luna terminó su paso y las negras plumas brillaron, mostrándome a la bestia en todo su esplendor, mientras extendía las alas para tomar vuelo.
El polvo que levantó me cubrió por completo y de nuevo escuché su voz amenazando: "Córrele, manito, que me gusta jugar primero".
Sin más, comencé una carrera por mi vida. Mi primer pensamiento fue internarme entre los maizales; tenía la inútil esperanza de que la cosa esa me perdiera de vista, pero no fue así. De vez en cuando miraba hacia arriba y allí estaba, graznando, riendo, la verdad no sé, pero el sonido que emitía oprimía mi corazón como si sus garras lo estuvieran sujetando.
De pronto, el animal, para burlarse más de mi situación, comenzó el son veracruzano de "La bruja". En serio, mi sangre se helaba al escuchar su voz decir: "¡Ay, qué bonito es volar a las dos de la mañana!", y al momento en que llegaba a algunas estrofas, se dejaba caer para agarrarme de los hombros con sus patas y así elevarme unos cuantos centímetros, y enseguida me soltaba. Por Dios, varias veces estuve a punto de caer de bruces, pero los palos del maíz lograban sostenerme.
Cuando más desesperado estaba, recordé la faja que me habían dado y las palabras del campesino. Para mi fortuna, tan preciado objeto se enredó en uno de mis brazos, así que, saltándome todas las oraciones iniciales, comencé con un "Padre nuestro", seguido de las diez primeras "Ave María". Al terminar el primer misterio, hice un nudo en la faja; al momento en que apreté el atado, el ser lanzó un chillido de dolor. Al darme cuenta de que la oración en verdad funcionaba, seguí con el segundo misterio, pero ya el ser venía de nuevo por mí, y ahora ya no era un juego.
Yo oraba tan rápido como podía; con cada rezo mi enemigo parecía perder fuerza y velocidad, pero mi torpe lengua de vez en vez se trababa, cosa que aprovechaba, y de nuevo buscaba arremeter en mi contra.
Con el segundo nudo, el ave terminó desplomándose a tan solo unos pocos metros de mí. Las plantas lo cubrían, pero era evidente el dolor que le causaba cada palabra salida de mi boca, ya que gemía de dolor y sus alaridos eran lo único que se escuchaba en la noche.
Con un poco más de seguridad, comencé a acercarme; era mi oportunidad de revancha, no lo dejaría hasta terminar con él. Continué las oraciones del tercer misterio. Los gemidos de dolor se intensificaron y un olor a carne podrida quemándose comenzó a inundar el ambiente. Era como si un veneno se extendiera por el lugar. Las plantas comenzaron a morir, tornándose negras. Pronto una serie de arcadas me dificultaron articular palabra. Cuando por fin terminé dicho misterio, el dolor de mi contrincante era más intenso y, aunque parezca extraño, yo lo disfrutaba. Con el tercer nudo, llamas salieron del lugar donde había caído esa monstruosa ave.
Con gran dificultad logré terminar el cuarto misterio. La cosa pudo haber quedado allí, seguro que ya no podría seguirme, dándome el tiempo de llegar a casa. Pero mi ego fue más que mi prudencia, por lo que, envalentonado, caminé mientras gritaba las oraciones del último misterio: quería verlo muerto.
Cuando llegué al lugar, la bestia ya no era esa majestuosa e intimidante ave, era todo y nada al mismo tiempo: era un amasijo de animales. Era un perro, era el ave, era gato, coyote, tlacuache, rata, víbora. Era no una, sino varias personas, todo al mismo tiempo. Lo que no cambiaba era la siniestra mirada, que seguía siendo la misma; sus ojos eran de fuego y odio.
Mientras me preparaba para terminar la última decena de "Ave Marías", me percaté de un error mortal: hice mal el primer nudo. Este quedó de tal forma, que para la última cuenta no había suficiente tela. Mi rostro perdió toda confianza y mis labios temblaron. El ser notó el momento de duda y, con las fuerzas que le quedaban, arremetió en mi contra. De un salto, su desfigurado cuerpo cayó sobre mí. Su peso comprimió mi pecho, impidiendo que pudiera respirar. Una de sus garras, que tenía en lugar de manos, se hundió en mi hombro, y mi carne ardió como si un metal al rojo vivo entrara en ella. En ese momento, perdí el conocimiento.
Cuando desperté, estaba en mi cuarto. Las gentes del pueblo asignaron a unas mujeres para cuidarme. Me contaron que, cuando se comenzaron a escuchar los alaridos de dolor del ser, muchos hombres comenzaron a salir. Guiados por los gritos, llegaron a donde me encontraba y solo vieron cómo la bestia deforme corría a una velocidad sobrehumana, incluso tumbando a uno de los campesinos más fornidos del lugar. Me encontraron tirado, gravemente herido, pero sosteniendo en mi mano la faja con los cuatro nudos, mientras una y otra vez repetía: "Una cuenta, falta una cuenta".
Pasé varias semanas en cama. Siempre estuve acompañado por algunas mujeres que se turnaban para cuidarme, ya que por las noches venían otros seres a terminar el trabajo de aquel al que enfrenté, y solo rezando se iban.
Uno de los mayordomos sugirió que me fuera, que ya no me iban a dejar en paz. Yo le pregunté: "¿Si me voy, me libraré de ellos?". Solo me contestó que no sabía, pero que esos seres eran muy rencorosos.
Ante las palabras del hombre, nada más pude decidir quedarme en el lugar, por lo menos aquí podía acatar las reglas con más facilidad.
Jamás salgo de noche y en aquellas de luna llena escucho cómo vienen por mí, por lo que mi única arma es esa vieja faja con la que rezo el rosario, siempre procurando poder hacer los cinco nudos. A veces funciona y encuentro muerto algún animal en mi puerta, pero sé que es solo algún esbirro de aquel al que enfrenté esa noche, el cual espera un descuido mío para llevarme a solo, Dios sabe dónde.
—¿Y?
—Nada, por el momento, ya leyó el primer relato y no pasó nada.
—Entonces, démosle un poco de tiempo para que se adentre más en las historias.
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