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Capítulo II - El Misterioso

VIOLA OAKLEY

-¿A mí? -pregunté incrédula.

- A ti también te conocen todos, ¿acaso te has olvidado? -Mi padre no parecía divertido al decir que el tal Krane estaba tratando de llamar mi atención. Pero no le di importancia; me empeñé en seguir observando.

Así transcurrió el espectáculo, entre actos meticulosos y pícaras sonrisas por su parte. El mago, al concluir, se despidió con una reverencia al público y se dispuso a marcharse, no sin antes impulsar su cuerpo hacia arriba a centímetros del suelo, dando la sensación de que flotaba en el aire. Asombrados una última vez, los presentes le ovacionaron, entre ellos la chica a mi lado, que reía pasmada. La miré de reojo, deseosa de poder examinar la flor que tenía en las manos.

-Disculpe, ¿me permitiría revisar esa rosa? -tuve el atrevimiento de preguntar-. Prometo que la devolveré.

-¡Por supuesto que no! -Estiró el cuello y me dio la espalda, a punto de golpearme con su voluptuosa melena dorada.

Respiré hondo y, aunque deseé tomar a la chica por el cabello y arrebatarle la planta, me limité a mirar a mi padre, que se estaba poniendo de pie con dificultad.

-Señorita, disculpe, ¿cuánto quiere por esa rosa? Estoy dispuesto a pagarle -Sacó su cartera-. Mi hija es fanática de Krane y, como ha podido darse cuenta, está algo celosa de que le haya dado ese obsequio a usted.

Me crucé de brazos y lo miré sorprendida al verlo inventando ese tipo de historias. Sentí que mis mejillas comenzaban a calentarse cuando vi la cara de diversión de la chica.

-Trescientos dólares -respondió con indiferencia.

-No lo hagas... -Casi me quedé sin aire cuando vi que mi padre le entregaba unos billetes y ella, sonriente, los escondió entre sus pechos sin contarlos.

-Esta rosa no me interesa. Al final la flor muere, pero fui yo en la que se fijó -comentó la rubia al acercarse con desdén para entregarme la flor.

Al agarrarla entre la punta de mis dedos, la examiné y me la acerqué a la nariz, para percatarme que no había nada particular en ella.

Decepcionada, e ignorando a la muchacha, le hice un gesto a mi padre para marchamos del lugar, mientras llevaba conmigo la flor más cara del mundo.

***

Las calles estaban adornadas con postes victorianos que reflejaban su luz sobre charcos producto de una reciente lluvia. Esto, en conjunto con los edificios de estilo antiguo, hacían que en la isla de Valparosa tuvieras la sensación de viajar al pasado.

Era mi primera noche en aquel lugar y cada detalle de los alrededores me cautivaba. Parecía como si el tiempo se hubiera estancado de tal modo que me sorprendió cuando escuché un pitido y me percaté que mi móvil aún tenía cobertura.

Era posible usar teléfonos, pero la tecnología no estaba vista con buenos ojos. En cuanto saqué el aparato de mi bolsillo para comprobar mis mensajes, papá tosió, dándome a entender que molestaba, así que lo guardé con rapidez.

Ya eran casi las diez de la noche y las calles estaban repletas de personas caminando a sus casas. Todos iban a pie al igual que nosotros. Según mi padre el uso de coches también era una ofensa en el centro de Valparosa, con el fin de proteger los suelos adoquinados de la ciudad. Por suerte la cercanía entre los edificios hacía que ir de un lugar a otro fuera bastante cómodo.

Me mantuve mirando al suelo mientras buscaba la mejor manera de esquivar los baches sin ensuciar mis zapatos. Crucé los brazos para aminorar el frío, sin soltar la rosa en ningún momento. Papá me seguía y no parecía importarle lo que pudiera encontrarse. Varias veces pisó charcos que salpicaron mi vestido. Le pasaba algo raro.

-¿Estás bien?

-Sí, cariño, no te preocupes. Sigue caminando, ya estamos cerca -respondió con su respiración pesada.

-Oye papá, ¿por qué pareció molestarte cuando pensabas que el tal Krane me prestaba atención? -pregunté con la esperanza de que su malestar se debiera a los típicos celos de padre-. ¿No crees que eso me convendría?

Él tosió un poco más y se aclaró la garganta. Noté que estaba listo para darme un sermón.

-Comprendo que este es tu trabajo, pero te pido por favor que guardes las distancias -respondió con un gesto preocupado-. Limítate a observar sus actos y llega a tus propias conclusiones. Solo no te acerques mucho. No es una petición, te lo exijo como tu padre -ordenó.

-¡Cálmate, papá, no pasará nada! -reí por lo bajo. Me pareció adorable escucharlo hablar así.

-No estoy bromeando -insistió. Sonaba muy convencido de que algo malo pasaba con el tal Krane.

-¿Hay algo que no me has dicho? -Me di cuenta de que el hotel estaba a unos pocos metros.

-Aunque muchas personas lo alaban, hay quienes hablan de ciertas costumbres extrañas. Se dice que Krane Utherwulf cada cierto tiempo le presta atención a una mujer en particular. La encanta hasta tal punto que esta se enamora de él, para luego gastarle bromas hasta que ella enloquece. Es entonces cuando él se alimenta de su demencia -respondió con pesar-. Incluso, hablan de una jovencita que después de ayudarlo en uno de sus actos enloqueció. Así que no, no te quiero cerca de él.

-Ajá, sí, claro. -Negué con la cabeza-. Pudo haber enloquecido por cualquier cosa, pero ese mago es como cualquier otro.

-No te hablo de su magia -refutó-, pero no sabes con qué clase de persona estás tratando.

-Papá, entonces -me detuve-, ¿por qué dejaste que aceptara este trabajo?

-Si te lo hubiese prohibido, aun así lo hubieras aceptado. Preferí venir y acompañarte en lugar de dejarte sola en esto -señaló-. Además, tengo un asunto pendiente en la isla.

-Por Dios, papá, no tienes que preocuparte tanto. Además, esos rumores deben ser palabrerías para desprestigiarlo. Sabes que cuando alguien tiene éxito aparecen personas dispuestas a dañar su reputación.

-Justo como quienes venden sus secretos -respondió. Aquello me caló hondo. Él jamás había aprobado lo que yo hacía y siempre buscaba momentos para recordármelo de manera sutil.

Me mordí la lengua y me adelanté, deseando estar sola. Segundos después, nos encontramos frente a las escaleras que conectaban al hotel. Justo a la mitad del camino me di cuenta de que él tenía dificultades para subir, así que corrí a ayudarlo. Coloqué el brazo bajo el suyo para que fuera capaz de utilizarme de apoyo. Se agarró, pero aquello duró apenas unos instantes.

Un hombre peculiar se nos acercó, le brindó una mano a papá y ofreció a ayudarlo a subir. Él aceptó de inmediato y permitió que el hombre lo agarrara del brazo.

El caballero vestía con un abrigo de cuello envolvente, tenía la melena rubia y unas grandes gafas oscuras ocultaban su rostro. Su atuendo sombrío iba acorde a su sombrero de copa, que le daba un toque de elegancia. Esto resaltaba más con el delicioso olor de su colonia masculina, de notas de menta, frutas y flores. Un aroma dulce y cautivador.

-Siga usted, muchacha, yo me encargo -habló una voz extrañamente juvenil.

Sin protestar, subí y esperé en la puerta. Papá se apoyó en el hombre, que lo esperó con paciencia. La respiración pesada de papá me llevó a considerar llamar a un médico. Cuando ambos llegaron al último escalón, me acerqué para ayudarlo a entrar. Mi padre tropezó y yo hice el esfuerzo de atraparlo al momento, evitando que cayera.

El estado de salud de mi padre hizo que me concentrara por completo en él, sin prestarle mucha atención al caballero, que continuó ayudándonos hasta que pudimos llegar al vestíbulo.

-Gracias, no os preocupéis. -Mi padre dio unos pasos con dificultad y se arrojó en el primer sillón que encontró-. Es solo que estoy muy viejo para estas caminatas. -Se acomodó para recuperar el aliento. Una jovencita fue hasta él con un vaso de agua. Mientras ella lo atendía, noté que me faltaba algo. Tenía las manos vacías, ya no llevaba la rosa conmigo.

Salí corriendo hasta las escaleras, pero no la veía por ningún lado. Pensé que se la había llevado el viento. Maldije por no poder conservarla al menos como un obsequio de papá. Crucé los brazos y me quedé de pie mirando lo que era Valparosa. Suspiré, sintiéndome responsable de la debilidad en mi padre. Consideré que había sido un error llevarlo hasta allí y hacer que cambiara de ambiente a tan avanzada edad.

Pensando en el inevitable final que le llegaría algún día estuve a punto de llorar y cerré los ojos para contener ese impulso.

Una brisa me desordenó el pelo. Por unos instantes esa sensación pareció reconfortante aunque efímera, pues la fragancia de la colonia del misterioso hombre se apoderó de mí una vez más.

-Señorita, se le ha caído esto.

Me di la vuelta y me topé con la rosa de frente, sostenida por unos delgados dedos.

-Muchas gracias -titubeé y fue lo único que pude responder en ese momento. El hombre no se dejaba ver del todo y sin embargo había en él una sensualidad que me erizaba la piel-. Podía jurar que se la había llevado el viento.

-Digamos que pude atraparla antes de que la perdiera. -Percibí entre las sombras que se sacaba algo del bolsillo-. Pero eso no es importante ahora mismo. Debería estar pendiente de su padre. -Me enseñó una tarjeta de visita-. Llame a este hombre. Él la ayudará con eso.

Me dispuse a agarrar el pedazo de cartón, pero al rozarlo, un golpe eléctrico hizo que lo dejara caer. Lo recogí antes de que saliera volando con la brisa.

-Gracias... -dije a la nada, pues el caballero se había desvanecido. Miré hacia todos los lados y no di con nadie.

***

Un poco confundida, volví junto a mi padre, pero se lo habían llevado hasta la habitación. Al subir las escaleras estuve a punto de chocar con la joven camarera.

-El señor Oakley está con fiebre. Será mejor llamar a un médico.

-Un hombre me ha dado esto, no sé si sabes quién es... -Le entregué la tarjeta. Ella la aceptó un tanto sorprendida.

-Sigmund Shaw... -Sus ojos se abrieron desmesuradamente-. Es el mejor médico de la ciudad, pero es muy caro.

-Si es de fiar entonces llamaré, gracias -respondí antes de subir las escaleras. Mientras corría llamé al tal Sigmund, que con voz afable me ordenó que me quedara tranquila mientras él llegaba al hotel.

Mucho más calmada, entré al cuarto de mi padre y lo encontré envuelto en una manta y tosiendo con fuerza.

-¿Cómo te encuentras? -Me senté a su lado. Noté que el lugar olía a una especie de mezcla de alcanfor con menta, típico olor de habitación de un hombre enfermo.

-Bien, no es nada grave -sonrió, pero el pobrecito estaba sofocado. Deslicé una mano por su frente y me di cuenta de que estaba ardiendo de fiebre.

-He llamado a un médico, estará aquí pronto -aseguré.

-Si has llamado a un médico entonces no te preocupes, estaré bien -respondió y luego comenzó a toser.

-No me pidas que no me preocupe, eres lo único que tengo. -Mientras aún sujetaba la flor, con la otra mano aferré la suya y la apreté.

-Por eso debes tomarte las cosas con calma. -Su rechoncho rostro se arrugó por completo al sonreírme-. Sabes que algún día no estaré. Así que ve y descansa. Sabes que verte preocupada me duele -insistió para luego mirar la rosa-. Tienes trabajo que hacer, no pierdas el tiempo.

-De acuerdo... -respondí tras dudarlo un poco. Le di un beso en la frente. Me dolía verlo tan indefenso. Un hombre que fue tan fuerte en el pasado, en los últimos años se había convertido en un débil viejecito. El paso del tiempo era algo inevitable y lo único que podía hacer por él era marcharme y dejarlo a solas para que no me viera preocupada.

Después de haber dejado mi corazón con él, sentí un gran vacío mientras abría la puerta de mi habitación. Para mi sorpresa, me quedé paralizada ante su belleza. Las paredes adornadas de papel tapiz cremoso iban en armonía con los muebles de madera y el escritorio junto a la ventana. El cuarto parecía sacado de otro tiempo, pero eso no le quitaba elegancia.

Al entrar, fui hasta el lavabo, eché un poco de agua en un vaso de cristal, sumergí el tallo de la rosa dentro y lo coloqué en el escritorio junto a la ventana.

Más relajada, me desabroché el chaleco y cuando estaba a punto de quitarme el resto del vestido, me contuve. Había algo raro, un aura extraña en esa habitación.

-Psst... -advirtió alguien, que me agarró del brazo con tanta fuerza que empezó a hacerme daño.

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