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Capítulo 5: El beso.

Capítulo 5

El beso.

Cuando llegará la mañana tenía planeado fingir dolor de cabeza pero al llegar ésta no tuve que fingir pues había estado llorando un par de horas en mi habitación y aquello había provocado que me sintiera mareada y enferma por la mañana.

Por eso no fui a dónde Rosalía y Nicolás, me quedé en casa, pensando en que iba a hacer. ¿Se lo contaría a Franco? ¿Sería capaz de hacerlo? ¿Aquello estaba mal? Tenía que estarlo, pero no se lo iba a decir a nadie. Con esa firme decisión entré a mi cuarto de baño y cuando ya me había deshecho de toda mi ropa vi en mi espejo que tenía en los hombros una larga línea amoratada en cada uno. Me estremecí, esos debían ser los dedos de Nicolás, habían quedado marcados allí por la fuerza con la que me había sujetado. Apreté los dientes, por un momento pensando en hundirlo. Yo podía hacerlo, podía decirle a Miriam y a Franco lo que había pasado, que él simplemente se había vuelto loco.

Suspiré, mirando las marcas amoratadas en mis hombros, no lo iba a hacer, ¿qué caso tenía? No planeaba regresar.

Decidí ponerme una playera que no dejara ver mis hombros y unos pantalones que no me quedaran ajustados y así pasé toda la tarde en compañía de Miriam, en su gran mayoría ignorándola. Ya cuando el sol comenzaba a ocultarse me preguntó si deseaba ir al supermercado con ella a lo que le respondí con un gesto negativo de cabeza.

Cuando se hubo ido regresé a mi habitación a oscuras y puse música en mi teléfono celular. Los conciertos de Bach me gustaban así que esos fueron los elegidos. Estaba allí, simplemente meneando los pies como si fueran la batuta del maestro de orquesta cuando sonó mi teléfono celular, con un pitido que interrumpió mi música por un segundo. Agarré el teléfono y miré la pantalla, dándome cuenta de que era un mensaje instantáneo de mi hermano ¡Mi hermano!

«Hola, hermana. Papá te extraña y yo también. Te queremos de vuelta » decía, en pequeñas letras negras.

Suspiré, con las lágrimas a punto de salírseme de los ojos. ¿Era verdad eso? ¿Se estaban burlando de mí? Ya no confiaba en nadie.

«Lastima, —escribí —Franco me ama demasiado, al igual que Miriam»

Mi hermano me envió una cara triste formada con puntos y un paréntesis.

« ¿Tú los quieres a ellos? » me preguntó, al paso de los minutos. Fruncí el ceño en la oscuridad de mi habitación.

« Sí » le dije aunque sabía que era la mentira más grande del mundo.

Luego ambos nos quedamos sin escribir, sin enviar nada, pero aun así sabía que él todavía tenía el teléfono en la mano, con la mirada clavada en la pantalla y estaba decidiendo que decime. Éramos hermanos, nos conocíamos bien y también nos llevábamos bien, pero jamás tuvimos esa relación hermano mayor amoroso y hermanita celosa molestosa porque yo no era lo suficientemente pequeña, la diferencia de edades no era mucha, él tenía cuatro años más que yo y acababa de empezar la universidad, estaba muy ocupado con su nueva vida.

Terminé yo por escribir algo.

«Hice algo malo» le escribí.

«Cuéntaselo a tu buen hermano» contestó, logrando hacerme sonreír.

«Comí carne» me limité a teclear, y él tardó un largo rato en contestarme.

«Eso ya no importa» contestó, «Nunca te gustó esto ¿Recuerdas a los cinco años, cuando comías todo cuanto te orecían en las fiestas infantiles y luego decías "mamá nunca lo sabrá"?»

Me revolví sobre la cama riéndome escandalosamente al recordar eso, pero luego de un momento las lágrimas también se hicieron presentes porque tenía ganas de contárselo a uno de los protagonistas de esa anécdota que justamente ya no estaba entre los vivos.

«Lo recuerdo. Lo siento» escribí, pensando una vez más en las palabras de Nicolás "Parecías más resignada que convencida" Mi hermano podía saberlo porque era mi hermano, nos conocíamos desde siempre, él sabía cuándo yo mentía y yo lo sabía cuándo él lo hacía, ¿pero Nicolás...? lo había adivinado desde el primer momento, tan solo con escucharme hablar ¿había sido mi tono de voz, las muecas en mi cara mientras lo decía? ¿Mi tristeza?

«Pues no lo sientas» escribió, y casi podía escucharlo suspirar al leer aquello.

«Está bien» Contesté.

«Cuando ya no estés enojada con padre y conmigo —escribió, luego de un rato—vuelve a casa, vuelve cuando quieras, y de la forma que quieras. Siempre te esperaremos. »

«De acuerdo, —le dije —pero no será pronto» Y eso era verdad, era la verdad más pura que le podía dar.

«Te quiero, hermana. Sabes que es así y también sabes que nos arrepentimos por haberte dejado ir»

Lamenté haber tenido esa conversación con mi hermano, porque sabía que había sido cruel con mis palabras, casi podía verlo, con su piel blanca y cabellos negros despeinados por pasarse las manos repetidas veces por él a causa mía.

—Lo siento —le dije a la nada.

***

Al parecer Miriam ya había aprendido a no molestarme por la mañana, dejó que yo me presentara a desayunar a la hora que quisiera en el comedor, me dio mi espacio y no se metió mucho conmigo, seguro estaba haciendo lo que Franco le había aconsejado durante la cena, cuando creyó que yo ya me había ido a mi habitación a dormir, algo sobre que dejara que yo me acercara a ella, como si eso en algún momento fuera a pasar.

Pretendía fingir con Miriam que iría a ver a la señora Rosalía cuando realmente tenía planeado ir a dar un paseo por el vecindario. Ya que no podía volver a la casa de Nicolás me conseguiría nuevos amigos, algunos de mi edad, y de preferencia que no fueran locos y raros, eso era justo lo que necesitaba y lo que haría, pues de todos modos pronto empezarían las clases en la escuela y requeriría a alguien que me acompañara para prescindir de Miriam. Llevaba un pequeño bolsito cruzado por mi pecho, sobre una camisa de franela, que me había puesto estratégicamente para ocultar las marcas en mis hombros. Llevaba puestos además unos pantaloncillos de mezclilla cortos y un par de tenis azules.

Ya había tomado el pomo de la puerta cuando Miriam me llamó.

—Sarah, espera un momento —dijo, y se acercó a mí con un plato en las manos.

Apreté la mandíbula al ver de qué se trataba. Era un postre, y temí lo peor.

—Preparé este pay —me informo—es para Nicolás y la señora Rosalía. ¿Podrías llevárselo? —preguntó.

Torcí la boca.

—Vas para allá ahora ¿cierto? —inquirió, y por mi expresión pareció notar que algo andaba mal. —Porque aún te faltan dos días de castigo —agregó.

—Sí —le dije, enviándole una sonrisa torcida —aún iré hoy y mañana.

—Perfecto —sonrió ella, dándome el postre en las manos, con una servilleta de tela. —llévaselos por favor, querida.

Salí de la casa a regañadientes.

Caminé por la acera con el postre en las manos, pensando firmemente en tirarlo a un basurero y luego desaparecer de allí por un par de horas, nadie lo sabría, estaba segura, pero aun así, antes de resolverme a hacer algo ya estaba en la puerta de la casa indicada. Tragué audiblemente.

—Entra, —me dije, en un susurro —lo dejas en la barra de la cocina y te retiras —Y me lo repetí mentalmente un par de veces más.

Abrí la puerta de la casa en el menor ruido posible y cuando ya había entrado me quieté los zapatos por pura costumbre, y porque ya sabía cuánto le molestaba a Nicolás que no lo hiciera, fui a la cocina y dejé el postre sobre la barra, dejándole la servilleta encima para cubrirlo y feliz de no ser atrapada salí disparada hacía la puerta, pero cuando ya estaba frente a esta, a punto de irme, reparé en que la casa estaba muy callada, casi completamente en silencio, como cuando él se iba y dejaba sola a Rosalía. Quizá estaba sola, pensé, en tal caso podría ir a saludarla, quedarme un momento e irme antes de que él apareciera.

Me volví a donde las escaleras y comencé a subirlas sigilosamente, tampoco quería despertarla si estaba durmiendo. Al llegar al pasillo de habitaciones noté que la puerta de Rosalía estaba ligeramente abierta, como casi siempre, así que fui a asomarme, pero me llevé una gran y desagradable sorpresa al verlo a él también ahí dentro.

Inmediatamente me di la vuelta con ganas de irme, pero me detuve, quizá la escena que se desarrollaba en el interior de la habitación había logrado conmoverme un poco. Nicolás estaba de espaldas a la puerta, de pie detrás de la silla de ruedas en la que se encontraba sentada la señora Rosalía, que miraba distraídamente por la ventana mientras Nicolás con gran destreza le trenzaba el cabello en dos porciones, enredándoselas luego en su cabeza para formarle una corona de cabellos plateados.

Apreté un puño, ¿cómo podía ser tan bueno con ella y tan cruel conmigo? me pregunté, pero no me fui, seguí mirando.

Ahora Nicolás estaba arrodillado delante de la silla de la señora Rosalía, como si de un caballero inglés se tratara. Me sobresalté, porque desde esa posición podría verme, pero no me notó, estaba demasiado ensimismado en la contemplación del rostro de la señora que no reparó en nada más. Para gran sorpresa mía, le tomó una mano que descansaba en su regazo, entrelazándola con una suya y se la llevo a los labios, besando el huesudo dorso de la mano de Rosalía, de la forma en que lo hacían los hombres en los libros victorianos, de una forma en que definitivamente no lo haría un nieto con su abuela. Aquello era algo que no esperaba ver y que me dejaba petrificada en la puerta.

—Lía—susurró él, mientras regresaba su decrepita mano a su regazo. —Lía—repitió, cerrando los ojos, cuando ella en respuesta acunó su mejilla dorada con su mano.

—Te amo... —le dijo ella, con esa voz quebradiza a la que ya me había habituado.

Nicolás ya no dijo más, solo se dedicó a mirarla, con una mirada total y completamente cargada de algo que yo no quería interpretar, luego se acercó, se inclinó sobre su rostro y la besó en los labios. En ese simple gesto había amor, amor de pareja, romántico, no el amor que hay entre familiares, era besar y amar en el mismo acto.

Jadeé de asombro, tapándome fuertemente la boca con las manos para sofocar un grito y las náuseas, y luego salí corriendo de ahí, porque ahora que veía esto era como si un gran rompecabezas se terminara de juntar en mi mente, encajando todas las piezas sueltas, permitiéndome ver por fin la imagen verdadera de ellos ¡Aquellas novelas no eran novelas, eran diarios! Y yo no lo había notado antes simplemente porque era una completa idiota y porque no tenía sentido, no podía tenerlo, pero ahora sí. La niña de los diarios era la señora Rosalía y el monstruo que ella describía era...

—¿Ya te vas? —me llegó de pronto la voz de él desde la cima de las escaleras, justo cuando ya tenía el pomo de la puerta entre las manos. Ahora había sonado dulce en comparación con la última vez.

Con las manos temblando incontrolablemente me volví para mirarlo, tratado de no denotar miedo, pero realmente lo tenía y en gran cantidad. Esperaba que él no lo notara.

—Sí...no, yo —tartamudeé, mirándolo fugazmente y en esa micro-fracción de segundo que lo miré vi cosas que antes no había visto, cosas tales como que su cabello largo y rubio como el sol, era algo anticuado, ya nadie lo usaba así. Vi también sus ojos azules, del color del océano atlántico cuando la luz los no los tocaba y del color de los glaciales cuando sí, tal como lo describía la niña en los diarios. —solo viene a dejarles algo que preparó mi madrastra...

Estaba tan asustada con su súbita cercanía que ni siquiera me importó usar aquella palabra a la que solía rehuirle. Madrastra.

—¿Qué es? —preguntó amablemente, descendiendo las escaleras y pasando a mi lado, sin tocarme.

—Un postre—dije, intentando controlar los temblores de mi voz y de mis manos.

Nicolás se dirigió a la cocina y yo lo seguí con pasos titubeantes, allí le echó un vistazo al postre que llevaba ahí solo unos minutos.

—Se ve genial —dijo, volviéndose y recargándose despreocupadamente en la barra de la cocina—gracias.

—Está bien —le dije, meneando la cabeza ligeramente—yo no lo hice.

—Dale las gracias a ella, entonces.

Asentí, sin agregar nada más, mientras él me miraba con sus ojos azules, que eran atrapantes y profundos como el océano atlántico, y al igual que este, llenos de secretos.

—A decir verdad —comentó de pronto, cuando ya llevábamos unos minutos de tenso silencio —no creí que volvieras.

—¿Qué te hizo pensar eso? —pregunté, con amargo sarcasmo.

Él ladeó la cabeza, con evidente molestia, pero esta vez no conmigo.

—Esperaba a tu padre aporreando mi puerta ayer por la mañana —comentó —Ya sabes, por lo de...—dejó sin terminar su oración, meneando la cabeza ligeramente hacia un lado.

—No —dije, mirando al suelo y sujetándome las manos para evitar que temblaran—No se lo dije.

Nicolás gruñó.

—Debiste hacerlo.

Lo miré una vez más, con su cabello rubio despeinado, sus ojos azules, su semblante sufrido y su tez pálida, demasiado pálida ahora que lo notaba, y me di cuenta de que yo no podía con eso, debía irme a casa en ese mismo instante o si no, era posible que ya no quisiera hacerlo jamás. Y lo hice, emprendí la retirada hacia la puerta sin agregar nada más pero él me detuvo, tomándome de la mano.

Me volví para mirarlo, cuando ya nos encontrábamos muy cerca de la puerta.

—Lo siento, Sarah —dijo, mirándome con sus ojos azules, que repentinamente estaban sombríos.

Retiré bruscamente mi mano de la suya, que estaba fría, pero su voz afligida había logrado ablandarme un poco.

—No es cierto —le dije, sin atreverme a mirarlo —realmente no lo sientes.

—Claro que sí —insistió y luego se acercó a mí, con pasos lentos e insonoros, me tomó de la mano y luego tiró de ella para atraerme hacia sí, y cuando ya estuve a escasos centímetros de él, me tomó de la barbilla para hacerme mirarlo, como lo había hecho con Rosalía antes de besarla —¿Te lastimé? —preguntó en un murmullo, que escuché únicamente porque estábamos muy cerca el uno del otro.

Asentí y sin esperar a que agregara algo, me desabroché el primer botón de la camisa y luego tiré de la tela hacia un lado para dejar al descubierto mi hombro, en donde claramente estaba marcado su pulgar, lo mismo que del otro lado sus demás dedos.

Nicolás hizo una mueca de dolor, cubriéndome rápidamente el hombro, y luego, para mi sorpresa, me rodeó el cuerpo con sus pálidos brazos, presionándome contra su pecho en un abrazo tan fuerte que me sentí a punto de desvanecerme y caer, pero no en una forma literal, sino caer para siempre en ese mundo, en el mundo de Nicolás.

—¿Qué puedo hacer para enmendarlo? —preguntó, y eso fue suficiente para que rompiera a llorar, porque aparte de estarme abrazando me estaba preguntando algo, no lo estaba dando por sentado, no estaba asumiendo mi perdón y eso me gustaba porque últimamente todos se tomaban demasiadas libertades conmigo. Primero mi padre se deshacía de mí sin siquiera avisarme, luego Miriam me nombrara su hija sin tomarse la molestia de preguntarme si me importaba o no, y claro que lo hacía, yo no quería a Miriam, no quería a una nueva madre, quería a la anterior, a la mía, a la real.

—¿Sarah...? —preguntó él, con esa voz que me gustó desde el principio, una distinta a todas las demás.

Pero yo no pude contestar, me había estado guardando el llanto por demasiados meses y ahora este estaba presente en todo su esplendor y con toda su fuerza. Mi cuerpo temblaba y se estremecía mientras yo enterraba el rostro en la camisa de él, sujetándolo por los costados, intentando parar, pero este llanto no paraba, y quizá así estaba bien, sacarlo por fin todo era mejor que seguir dejándolo en mi interior. Había visto y pasado por muchas cosas, que era necesario hacerlo.

Sin protestar dejé que me condujera a la sala y me sentara en el sofá mientras él ocupaba el lado continuo al mío.

—¿Qué hago? —preguntó.

Pero yo no contesté, simplemente me restregué el rostro con las manos, intentando parar las lágrimas, porque eran lágrimas por muchos motivos y no quería que él creyera que era solo por lo ocurrido, yo no era tan débil, no lo era...

—¿Qué hago? —repitió, ahora con una voz más agonizante que nunca.

—Tengo hambre...—contesté entre sollozos, sin pensarlo demasiado. Y eso era cierto, era lo más cierto que podía decirle en ese momento, me sentía vacía —Tengo hambre, Nicolás —repetí, mientras él me pasaba el brazo por los hombros y me acunaba a su costado. —he tenido hambre desde que mamá se fue, he estado muriendo de hambre desde ese momento...sólo quiero ya no tenerla...Nicolás lo siento...yo...tú no deberías lidiar conmigo...pero...

—Basta —me silenció, firmemente. —Te prepararé algo —y antes de dejarme en el sofá, me tomó de la cabeza y me dio un beso en la frente, y él sin saberlo, llenó con ese beso, el otro tipo de hambre que había en mí.

Me quedé en el sofá, quieta, como en una especie de embotamiento, y quizá habría seguido así hasta que él regresara, pero me puse de pie rápidamente al recordar, entre mis pensamientos que volaban erráticos por mi mente, los cuadernos negros de la señora Rosalía. Algo estaba pasando allí, y sólo en esos cuadernos estaba la respuesta.

Corrí a donde el librero, me subí en el banquito y bajé varios de los libros negros, poniéndolos uno a uno en el pequeño bolsito que colgaba de mi hombro. Entraban cinco de ellos, pero resultaba muy notorio que estaba ahí, y si él lo descubría, probablemente volvía a estallar enfurecido, entonces me vi obligada a regresar uno de los diarios.

Al fin, con cuatro diarios a salvo en mi bolsito, porque Nicolás no se atrevería a revisarlo, me volví al sofá, en donde con el corazón acelerado esperé su llamado.

—Sarah —me nombró, al cabo de los minutos. Me puse de pie, yendo a su encuentro en la mesa de la sala, en donde él había colocado un palto con comida para mí. Un poco desorientada aún por lo ocurrido tomé asiento y él también lo hizo, a mi lado.

Miré el plato frente a mí, contenía un filete de pescado empanizado, algo que a los niños suele encantarles, me pregunté si él lo habría hecho con ese propósito. A lado, como acompañamiento había una abundante ensalada y papas fritas a la francesa, no de las congeladas del supermercado, sino unas cortadas por él mismo.

Lo miré.

—Está bien. —comentó él, como si hubiese visto la vacilación en mis ojos. —es solo pescado, hay muchos en el mar, Sarah.

Asentí, feliz de que él pensara que mi vacilación era por eso.

Tomé los cubiertos y comencé a picar la comida, extrañada por lo bien que olía, y más aún, sabia. Comí los pedazos de pescado al principio recatadamente, no quería que me pasara lo mismo que la otra vez, y luego, conforme mi estómago reclamaba el alimento que me había sido negado mucho tiempo comencé a comer con más apetito, sintiendo como la comida me reanimaba, me quitaba las ganas de llorar, me hacía sentir el cuerpo cálido y estable, fuerte.

—¿Tú no comerás? —pregunté de pronto, levantando la mirara para observarlo. Nicolás simplemente estaba allí, mirándome, con la mejilla recargada en su mano.

—No —contestó, con una pequeña sonrisa manifestándose por sus labios pálidos ¿Le hacía feliz que yo comiera lo que él había preparado? —He comido antes de que llegaras.

—¿En verdad? —pregunte, dudando de él, porque jamás lo había visto probar bocado.

Asintió.

Devoré el resto de comida que había en mi plato, lo desaparecí todo y cuando creí que me inundaría la culpa, no pasó, no había sido malo, mi cuerpo se sentía bien, tanto, que ahora podía comprender aquel dicho del estómago lleno y el corazón contento, así me sentía ahora, feliz, ya ni siquiera quería llorar, ya ni siquiera recordaba muy bien porque tenía que tenerle miedo a Nicolás. Él era un buen chico, que cuidaba a su abuela, nada más, y yo era, seguramente, una niña muy imaginativa con mucho tiempo libre.

—¿Come te sientes, Sarah? —preguntó Nicolás, cuando regresaba de poner el plato en el fregadero.

Estaba de pie a mi lado.

—Bien —le sonreí, con verdaderas ganas.

—¿Tan bien como para quedarte? ¿O prefieres volver a casa? —preguntó.

—Quiero quedarme —respondí, inmediatamente.

—Entonces espera aquí —dijo, y luego salió de la sala, yendo en dirección a las escaleras, que subió velozmente y cuando reapareció llevaba algo en las manos, algún tipo de ropa blanca, misma que me arrojó cuando ya estuvo más cerca de mí. La atrapé a duras penas y cuando la desenvolví me di cuenta de que se trataba de una playera blanca de él.

—¿Y esto para qué? —pregunté, extrañada.

—Póntelo sobre la ropa. Hoy haremos de jardineros.

—Pero me quedara enorme —protesté, mirando la playera, que era por lo menos dos o tres tallas más grande que yo.

—No te tienes que ver bien, Sarah —comentó —es solo para que no se ensucie tu ropa.

—Ah —asentí.

—Te espero afuera. —dijo y luego salió de la casa.

Me quedé allí, con la ropa en la mano, y mirándola, me decidí a ponérmela, quitándome primero la camisa, y tal como lo pensé, me quedó enorme, con mucha tela colgando de cada lado de mi delgado cuerpo, pero noté otra cosa extraña aparte de eso, la playera de Nicolás no olía a nada en particular y eso era raro porque la ropa de las personas huele a ellas aunque esta se haya lavado. Aun podía recordar el olor de mi madre, algo dulzón y cítrico a la vez, muy sutil, y también el de mi padre y mi hermano que eran casi igual, por otro lado, el de Franco también ya comenzaba a recordarlo gracias a que me abrazaba torpemente todos los días al llegar del trabajo, pero el de Nicolás...nada.

Aún con un trozo de tela pegada a la nariz salí al exterior de la casa en donde el sol de la tarde bañaba casi todas las superficies del jardín. Nicolás estaba de cuclillas frente a las cercas de estacas blancas, rodeado por unas masetas negras provisionales que contenían cada una rosa de un color distinto, había rojas, rosas, blancas y amarillas, todas embutidas en esas pequeñas porciones de tierra. Había además en el suelo del jardín dos juegos de jardinería.

—¡Vaya! —exclamé, aproximándome a donde las plantas y tomando una de ellas para llevármela a la nariz. —¡huele hermoso!

—Sí —asintió Nicolás, poniéndose de pie, y acomodándose los cabellos rubios que ahora brillaban como oro derretido gracias al sol —Rosalía quería rosas.

—¿Y dónde las sembraremos? —pregunté, agachándome para depositar con cuidado la planta que tenía en manos y tomar otra de un color distinto.

—Justo allí —señaló Nicolás, con un dedo ceniciento, a una sección de tierra recién removida que había enfrente de las cercas blancas, y luego volteó a donde la ventana del segundo piso, cubriéndose los ojos del sol con una mano —quiero que Rosalía las pueda ver desde su ventana.

Al escucharlo mencionar a la señora Rosalía no había podido pasar por alto que él jamás la llamaba abuela o por lo menos yo no lo había escuchado, y tampoco había podido dejar de pensar en lo que había visto en su habitación, cuando creían que estaban solos.

—Allí es perfecto —comenté, intentando apartar los pensamientos estúpidos de mi mente —le encantara.

—Claro que sí —dijo él, feliz, más de lo que lo había visto antes y luego nos pusimos manos a la obra.

Yo jamás había hecho jardinería en mi vida, era, a decir verdad, una niña muy torpe e inútil con las manos. En casa mi madre hacia todo por mí, al igual que mi padre y hermano y quizá por eso es que me había sentido tan perdida al alejarme de ellos. Con las manos solo sabía tocar el piano, pero ahora ahí, con Nicolás y escuchando atentamente como se debía hacer, pude sembrar un par de rosas al igual que él, quizá no tan firmes y bonitas como las suyas pero hacia mi mayor esfuerzo para no molestarle.

Al terminar me tendí en el pasto, sobre el estómago, con los codos en el suelo y la cabeza recargada entre las manos y me dediqué a observar los colores en las rosa, oliéndolas y sintiendo el sol en mi espalda, orgullosa de ver lo que ambos habíamos hecho, y feliz, a pesar de tener las uñas llenas de tierra y soportar el calor que hacía.

De pronto, un chorro de agua me cayó en la cabeza, haciéndome volver bruscamente.

—¡Oye! —Grité, entrecerrando los ojos al notar que era Nicolás, con una regadera de acero en la mano. Desde mi posición, justo debajo de él, su cabello alborotado que era iluminado por el sol, dejaba de ser algo terrenal y se convertía en algo mágico, inexistente más que en él.

—Creí que te habías quedado dormida —comentó, pero yo no le podía ver el rostro, éste era sólo dorado gracias a sus cabellos.

—¡Pues no! —le dije, fingiendo indignación. No podía enojarme con él ahora, y temía que jamás—¡sigo despierta!

Y luego de decirle eso, me puse el brazo sobre la frente, intentando proyectar cierta sobra sobre mis ojos para protegerlos, su brillo era demasiado para mí.

—¿Sabes que te ves realmente dramática allí tirada? —preguntó él, poniéndose de cuchillas a mi lado.

—Aja —dije, sin mirarlo —eso decía mi madre, que era una niña dramática y llorona.

—Y no me cabe duda alguna —se burló, recostándose a mi lado, sobre su costado.

Abrí un ojo, y le eché una miradita, sabía que así como estábamos ahora, éramos dignos de una pintura. Pero él saldría infinitamente más hermoso que yo, porque algo brillaba en él.

Nicolás volvió a echarme agua en el rostro con la regadera.

—Riega las paltas —dijo, cuando lo miré, ahora con molestia autentica.

—No —le dije, sacándole la lengua —, no quiero, hazlo tú.

Entonces se reincorporó de un brinco y comenzó a alimentar las rosas que habíamos depositado en la tierra hacia solo unos minutos y cuando terminó volvió a mi lado, al pasto verde, y allí nos quedamos hasta que el sol se tornó insoportable.

—Tu piel quedará tostada—comentó —vámonos a dentro.

Me reí.

—Quiero quedar tostada, ¿sabes? —le dije mientras me levantaba del pasto y lo seguía al interior de la casa. Él sólo sacudió la cabeza.

Fuimos directo al fregadero, a lavarnos las manos, primero se las lavó él y por la forma tan metódica en que lo hacía me dije que realmente tenía un problema con la suciedad, y no solamente con eso sino también con el carácter cambiante. Ahora esta tan sonriente que casi me hacía dudar de la reacción tan violenta que había tenido antes, cuando me vio con los cuadernos de Rosalía.

Cuando terminó de lavarse las manos me dejó hacerlo a mí, pero meneó la cabeza desaprobatoriamente cuando vio la rapidez con la que sólo las pasé bajo el agua.

—Sarah —dijo, con esetono que de vez en cuando empleaba, el que parecía de un adulto en toda su madurez —¿es que no sabes hacer nada?

Me sujetó ambas manos bajo el flujo de agua, me las llenó de jabón y luego de frotármelas fuertemente, y de lavarme hasta entre los dedos y debajo de las uñas me las enjuagó.

—Sí sé hacer algo —dije indignada, quitándole mis manos.

—¿Qué? —Se burló —¿Llenarte la cara de tierra? —preguntó, señalando mi rostro.

—No —le dije, comenzando a sentir la sangre en mis mejillas, al tiempo que me frotaba la cara con las manos húmedas. —Sé bailar ballet y tocar el piano.

Nicolás echó la cabeza para atrás, sinceramente sorprendido.

—¿En serio? —preguntó, levantando una ceja rubia.

Asentí.

—No lo hubiese esperado de ti.

—Pues sí —le dije, triunfante.

Nicolás me miró con sus ojos azules, interesado, como preguntándose si decía o no la verdad.

—Ya veremos —dijo, —quítate esa ropa y búscame arriba.

Y ya se marchaba paro lo detuve.

—¿Para qué?

—Quiero escucharte tocar el piano, claro —dijo y luego desapareció por las escaleras.

Entonces había piano en alguna de las habitaciones de arriba, pensé, en las que yo no había estado antes y casi podía sentir la sonrisa extendiéndose por mi rostro mientras buscaba en donde había dejado mi ropa. La encontré en el sillón, me quité la playera de Nicolás y rápidamente me puse la mía, echando a correr luego al piso de arriba.

Ya en el pasillo, abrí primero la puerta de Rosalía, fue por pura costumbre, quería saludarla, pero esta dormía profundamente así que no la molesté, abrí la segunda puerta del pasillo de paredes blancas pero allí solo había grandes cajas de cartón con montones de papeles dentro. La puerta que seguía era la que estaba hasta al final, del lado izquierdo. Cuando la abrí,lo primero que pude ver fue la luz dorada entrando a raudales por una ventana en la derecha, cuyas cortinas blancas de encaje danzaban fantasmalmente gracias al aire cálido del verano y que daba una vista a la calle principal, en donde pasaban despacio los carros de los vecinos, en frente estaba un viejo pero hermoso piano transversal y a un lado de éste, un poco más atrás un librero alto pero estrecho de color café oscuro.

Ingresé a la habitación, con pasos lentos. Allí no parecía haber nadie.

Me acerqué al piano, descubrí las teclas y las observé, suspirando. Hacía tanto que lo las veía, tanto que me había alejado de mi mundo de vegetarianismo, música y danza al que estaba acostumbrada que ya me parecían hasta extrañas. Toqué las teclas, sin un orden específico, haciéndolas sonar, y vaya que sonaban bien, el sonido era bueno aunque el piano pareciera viejo. Quizá alguien lo había estado tocando.

—Sarah —me llamó Nicolás, desde alguna parte detrás de mí, logrando sobresaltarme. Al mirar atrás, lo vi, estaba sentado en un diván antiguo de color blanco y dorado, tan bonito que parecía sacado del mismísimo palacio de María Antonieta. Estaba en la esquina, pegado a la pared y por eso no lo había visto al entrar. Su posición desenfadada sobre el mueble me hizo sonreír.

—¿Qué quieres tocar? —preguntó.

Bajé la cabeza, avergonzada, me jactaba diciendo que sabía tocar el piano cuando en realidad no lo hacía tan bien. En casa los mejores eran mi padre y mi hermano, pero aun así no me dejé intimidar demasiado. Caminé hacia el piano, tomé asiento y coloqué las manos sobre las teclas, pensando en que tocar.

Me decidí por el Passepiend de la suite Bergamasque de Debussy, pues era una pieza que me había esforzado por aprender y la había practicado cientos de veces en casa.

Con las manos temblorosas empecé con aquella pieza tan rápida y llena de vida, logrando sacar satisfactoriamente las primeras notas, que eran las más difíciles para mí y después seguí con las demás no menos complicadas. Me equivoqué en dos ocasiones en el medio, y una más al final, en donde el tono iba bajando.

Nicolás se dedicó a reírse ruidosamente detrás de mí en cada uno de mis errores, avergonzándome y haciéndome lamentar mucho por haber arruinado aquella hermosa pieza.

—¡Bueno, —me volví al fin —si tú puedes hacerlo mejor!

—No —se rió, intentando recobrar la compostura. —lo haces bastante bien. ¿Desde cuándo tocas?

—Desde lo siete años —dije, aún enfadada.

—Lo supuse —comentó, pero yo no me había olvidado de sus burlas. Su súbito buen humor no me gustaba, él Nicolás alegre era más desconcertante que el reservado.

—Toca algo para mí —le dije, poniéndome de pie del banquito del piano.

—No —se negó él —soy mejor con el violín, de hecho.

Abrí la boca, impresionada, realmente impresionada.

—¿En verdad? —pregunté, sentándome a su lado, en el diván.

—Sí.

—Pero no es justo —me quejé —no puedes probarlo, no tenemos un violín.

—Oh, ¿Pero quién dijo que no?—se levantó él, con una expresión divertida en el rostro. Fue a donde el librero y del costado sacó una pequeña caja alargada que no había visto al entrar. Era un estuche para violín.

Mi sonrisa, que llevaba rato apareciendo y desapareciendo, se proyectó en mis labios una vez más, en todo mi rostro y con todo su esplendor.

—No puede ser —articulé con los puros labios, sin sonido en mis palabras.

—Ya veras, niñita —comentó él, riendo, al tiempo que sacaba un hermoso violín de color rojizo del estuche. Se lo colocó en el mentón y se dedicó a afinarlo, pero tardaba tanto en eso que me puse a fastidiarlo.

—Lo que ocurre es que no sabes tocar y por eso te haces el tonto —le dije brincando por la habitación en torno suyo, pero en el momento me arrepentí de decirlo, pues podría molestarse y echarme, como le gustaba hacer, pero en lugar de eso, se lo tomó a gracia y se acercó a mí, mirándome a los ojos, retadoramente.

—Siéntate —dijo, empujándome hacia el diván y luego se preparó para empezar.

Puso el violín bajo su mentón, tomó el largo arco, cerró los ojos y comenzó.

Me quedé petrificada al escuchar las primeras notas que salieron de su violín, mi sonrisa se cayó bruscamente como se caería un gran puente, simplemente ya no tenía ganas de reírme. Lo que estaba tocando era el capricho número veinticuatro de Paganini, una de las piezas más difíciles existentes para violín y él simplemente lo estaba tocando como si de una pieza relativamente fácil se tratara. Yo ignoraba un montón de cosas pero sabía que para tocarlo era necesario haber practicado y tocado el violín toda la vida, y él no parecía hacerlo. Era una pieza que estaba impregnada de ese matiz demoníaco por lo difícil que era su realización, una de las veinticuatro piezas que le había otorgado aquella oscura fama a su autor original.

Cuando llegó a la parte del pizzicato simplemente me asusté. Lo estaba haciendo endemoniadamente bien.

Cuando terminó de tocar y bajó el violín, al igual que el arco, no tenía ni siquiera rubor en las mejillas.

—¿Ves? —preguntó, acercándose a mí, con una pequeña sonrisa de suficiencia en su bello rostro. Asentí y me obligué a sonreírle.

—Sí —le dije, —tocaste magistralmente a Paganini. 

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Espero que les haya gustado la lectura. No olviden comentar, y si gustan, dejar estrellitas XD

Por cierto, lamento la tardanza con el capitulo, intentaré que ya no pase. 

❀ Chel ❀

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