Capítulo 4: Rarezas
Capítulo 4
Rarezas
Los días que siguieron traté por todos los medios convencer a Franco para que ya no me obligara a ir a casa de Nicolás, le dije que haría cualquier cosa por ya no ir con él, e incluso prometí que pasaría tiempo con su esposa si prometía también devolverme alguna de las clases de tomaba en casa, las de ballet o piano, lo que sea. Pero no había funcionado para nada. Franco seguía inflexible.
—¿Te ha hecho algo malo? —había preguntado, tomándome del rostro, como lo hacía a menudo.
—No, —había respondido yo, avergonzada aún por lo de la comida.
—Bueno, —dijo, —entonces iras todo lo que falta de la semana y la próxima.
Y por esa razón ahora estaba allí, siete días después del incidente de la comida. Ambos dándonos la espalda, yo lavando platos y él lavando el interior del refrigerador.
—Sarah, —me llamó de pronto, recargándose despreocupadamente en la puerta de debajo de la venera —si estas tratando de averiguar cuanto tiempo puedes pasar sin hablar y que nadie lo noté, te digo que no sirve de nada porque yo ya lo noté. En el caso de que trates de romper un record Guinnessno estoy muy seguro de que eso sea una…
—¡Cállate! —lo interrumpí, volviéndome para verlo, con el rostro enfurruñado. —Sigo enojada por lo de la comida.
—Ah —dijo, echando la cabeza para atrás de forma afirmativa y luego volvió a su tarea.
—Eres un imbécil —le dije, sintiendo que en verdad ya no me caía bien —Los chicos en la escuela intentaron cientos de veces hacerme probar carne en el receso y jamás lo lograron, y tú, a quien solo conozco desde hace unos días lo lograste...o bueno me obligaste a hacerlo
—Yo no te obligué a hacer nada, Sarah —dijo, volviéndose a mirarme —y si vuelves a insultarme te la lavare la boca con jabón, no me importa que no sea tu padre.
—¿Quieres asustarme? —me burlé, sintiéndome segura, porque él no era Franco y tenía la certeza de que no se atrevería a darme un bofetón.
Nicolás meneó la cabeza, con evidente molestia. Y yo sonreí ante eso, porque recordaba las palabras de mi madre, “Sarah, tú lograrías sacar de quicio hasta a un santo”
Luego de eso, terminé mi tarea de lavar los platos más rápido que de costumbre, seguramente el enojo era un buen aliciente. Luego me fui a la entrada, a ponerme las sandalias romanas que había elegido en conjunto con un vestido blanco de algodón esa mañana, me las puse y salí de la casa sin despedirme de ninguno de los dos.
Al llegar a la casa, Miriam me abordó de inmediato, tomándome de la mano y llevándome a la sala. En donde en la barra, habían un montón de bolsas de compras.
—Mira —dijo ella, con brillo en los ojos —compré algo que seguro te gustara.
Entonces me acerqué y miré dentro de las bolsas, había allí cartones de leche de soya, un montones de bolsas de pastas, cremas, embutidos de marcas que se me habían familiares, tofú y muchas verduras, además de un libro de recetas de cocina para vegetarianos y los suplementos alimenticios que le había pedido a Franco, pero no me ablandó el corazón ver nada de aquello, simplemente no me importó.
—Supongo que poder sobrevivir con eso —le dije, encogiéndome de hombros y luego retirándome de allí.
A la mañana siguiente Miriam me despertó cuando el sol apenas comenzaba a colarse por mi ventana, y me preguntó si iría a la casa de la señora Rosalía, a lo que le respondí furiosa que me dejara en paz y que se fuera, y luego me envolví perezosamente entre las sabanas.
Abrí los ojos nuevamente, cuando todo lo que podía percibir era color rojo anaranjado, producto de recibir los rayos del sol de lleno en los ojos cerrados. Me incorporé de la cama, sintiendo un peso en la nuca, aquel que me daba cuando me pasaba de horas de sueño. Me duché con agua fría para despabilarme y luego de tomarme todo mi tiempo frente al armario, elegí unos pantaloncillos cortos de mezclilla deslavada, con holanes en los bordes de las piernas, una blusa blanca de mangas abultadas de tela delgada, adecuada para afrontar bien el día de intenso calor que nos esperaba. Me puse unas calcetas blancas y unos zapatos Oxford, me trencé el cabello y luego salí de mi habitación.
A pesar de mal comportamiento con Miriam, esta me recibió con una sonrisa en la cocina cuando entré a buscar comida.
—Buenos días —dije, el dolor de cabeza me había ablandado un poco.
—Buenas tardes, querida —se rió Miriam —ya son las doce.
—Ah, lo siento, —dije, tallándome un ojo.
En la mesa había hotcakes, y esta vez los comí sin poner objeciones, de todos modos había comido carne, ¿Que más daba huevos y leche?
—Te ves bonita el día de hoy —comentó Miriam, mientras lavaba los platos y yo comía. Esa ropa me la había obsequiado ella hacia unos días. No se cansaba de comprarme cosas.
—Gracias —dije, y ella sonrió, realmente feliz, y yo me pregunté cómo era posible que no me odiara aún si yo hacía todo lo que estaba a mi alcance para lograrlo.
Luego de acabar con mi desayuno, fui a donde la señora Rosalía y Nicolás, caminando tranquilamente por la acera pues de todos modos ya era bastante tarde. Disfruté del sol estrellarse contra mi piel, del canto de las aves entre los árboles y del cielo azul infinito sobre mí. Al alcanzar la puerta de la casa no toqué el timbre porque Nicolás me había pedido en los días anteriores no hacerlo pues el ruido le molestaba a Rosalía, aunque yo sospechaba que realmente era a él a quien le molestaba. Todos con mis juegos le molestaban, no así a la señora Rosalía porque sonreía abiertamente ante ellos.
Toqué la puerta con los nudillos dos veces y luego esta se abrió ante mí, mostrándome a un pálido Nicolás. A veces él se veía reluciente, con las mejillas coloradas y sus cabellos rubios brillando tan intensamente que le proyectaban un halo hermoso sobre sí, pero otras veces parecía como hoy, decaído, pálido y ojeroso, seguramente porque la señora Rosalía había tenido una mala noche y él había tenido que desvelarse. Me sentí mal por ambos.
Nicolás me miró de arriba abajo como ya me había acostumbrado a que hiciera y luego levantó una ceja rubia.
—¿Acabas de salir de las de las páginas de Vladimir Nabokov? —preguntó, y yo arrugué la nariz y el entrecejo.
—¿Dónde…de quién? —pregunté, y él sonrió, logrando iluminar ligeramente su semblante.
—Nada, —dijo, agitando la cabeza en forma negativa—pasa antes de que un Humbert te vea.
—Nicolás, —le dije, mientras pasaba por debajo del arco que había hecho con su brazo y la puerta —yo nunca sé de lo que estás hablando.
Él se rió quedamente.
—Perfecto, —dijo —yo tampoco entiendo lo que tú dices.
Y por aquellas palabras y sonrisas amables que intercambiamos fugazmente me dije que ya nos habíamos disculpado por lo de la comida y las malas palabras.
Me fui a botar ruidosamente en el sofá de la sala, disfrutando de la inmunidad que Rosalía me había dado en los días pasados, ella había dicho que podía hacer lo que quisiera mientras estuviera allí, y cómo Nicolás lo había escuchado no podía hacer nada al respecto.
—¿En qué quieres que te ayude hoy? —pregunté.
Nicolás estaba de pie, cerca de mí.
—En nada —dijo, —hoy llegaste ya muy tarde.
Le dediqué una mirada de disculpa.
—Pero necesito que te quedes un momento con Rosalía, —continuó —debo salir, iré por sus medicamentos.
—¿Ya se acabaron? —increpé, sentándome derecha en el sofá.
—¿Qué? —preguntó él, frunciendo el ceño.
—Sí, —le dije, asintiendo —la semana pasada también saliste por eso ¿no? Aunque ahora que lo recuerdo regresaste sin nada…
—Son medicamentos caros, Sarah, —me interrumpió Nicolás, con voz firme —los dona el gobierno y no siempre alcanza para todos. Por eso tengo que ir varias veces.
—Ah —dije, sintiéndome bastante torpe por no saber de cosas de adultos.
—No importa —dijo él, sonriéndome en señal de disculpa por su brusca contestación —quédate aquí con ella, volveré en menos de dos horas. Lo prometo.
Y mientras me miraba, un pequeño gesto de dolor le atravesó el semblante, descomponiendo por completo su pequeña sonrisa.
—¿Estas bien? —inquirí, levantándome del sofá y acercándome a él pero Nicolás retrocedió un par de pasos, lejos de mí. — ¿Estas enfermo?
—No, —dijo, bruscamente —solo estoy preocupado por Rosalía. Necesito tomar un poco de aire.
Y habiendo dicho eso salió corriendo de la casa, dejándome casi completamente sola, pues aunque estuviera la señora Rosalía arriba, no era una gran compañía. Todo se quedaba en silencio, como sumido bajo un hechizo de quietud, como si nada se hubiese movido en años, e incluso el polvo no danzaba en los chorros de luz. La casa parecía alimentada por él y ahora que no estaba se sentía sola y muerta.
Suspiré, en aquella quietud que me oprima el corazón, y luego decidí que iría a saludar a la señora Rosalía y platicar con ella si se sentía bien, pero al llegar a su habitación y luego de intercambiar un par de palabras ella se quedó dormida, con sus cabellos blancos extendidos sobre la almohada cómo delicadas líneas de seda. Hice un puchero, yo tenía ganas de conversar con alguien que me simpatizara, con ella en especial, quería saber de dónde había conseguido las novelas que había estado leyendo el otro día, y de pronto recordé que aún me quedaban unos nueve libros más.
Feliz por eso, de un salto me incorporé del suelo y eché a correr otra vez escaleras abajo, las brinqué de dos en dos, sujetándome del barandal y luego de pararme delante del librero del pasillo recordé lo baja de estatura que era, entonces fui por el banquito, dejándolo esta vez a un lado del librero cuando ya tuve en manos lo que deseaba. Con el libro en la mano subí al cuarto de Rosalía, con la intención de leer allí.
Me dejé caer a un lado de la puerta y abrí el libro apresuradamente.
Ahora habían pasado varios meses del último libro, éstos tenían ciertas fechas en las esquinas de las hojas, y nuestra protagonista nos contaba sobre la vida que vivía en compañía de su amado, como comenzó a llamarlo, cosa que me hizo sonreír como tonta. Ella lo amaba, no había duda, escribía cosas hermosas de él. Recurrentemente lo describía sentado en una colina, por la tarde, cuando del sol solo queda una pequeña franja rojo anaranjado en el horizonte.
“Él se sienta allí —escribía —simplemente a contemplar los rayos del sol que exhalan su último aliento, a contemplar los minutos pasar como si pudiera verlos marchar frente a él, mientras el sol le arranca destellos dorados del cabello, tan dorados como las cosas más puras del mundo, que me pregunto cómo es posible que al final del día no se queden sin color”
Lo amaba.
Pero las cosas cambiaron una noche, —solían encontrarse por las noches en el granero —ella no debía ir esa noche, así lo habían acordado, pero no lo había podido resistir, anhelaba estar entre los brazos de él, deseaba escucharlo hablar con esa voz tan hermosa que poseía, deseaba simplemente contemplarlo.
Al abrir el granero, luego de llamarlo por su nombre quedamente, como lo había hecho muchas veces antes, él no respondió, simplemente no estaba allí, y ella se preocupó, porque no tenía ningún otro lado a donde ir, era un chico español, huérfano por la guerra y sin un solo familiar que respondiera por él.
Decidió esperarlo, recostada sobre los fardos de paja, pensando en que quizá había ido a dar un paseo nocturno, y mientras estaba allí, se quedó dormida, sumergiéndose en un sueño inquieto. Despertó cuando la luna ya había alcanzado su punto muy alto en el cielo y derramaba su luz blanquecina sobre el granero, entrando a raudales por la puerta, iluminando una sección de piso de madera que estaba justo en frente de si pero sin iluminarla a ella, manteniéndola escondida entre las penumbras.
De pronto apareció una figura alta y esbelta en la entrada, y por los cabellos rubios que brillaban ahora casi completamente plateados por la luz de la luna supo que era él, pero no se atrevió a mover un solo musculo por lo que vio entre sus brazos, traía cargando entre ellos a un niño pequeño, de ocho o nueve años tal vez, al que cargaba como si se tratase de un costal de papas. Lo arrojó sobre la paja, sin que el niño lanzara ninguna protesta porque al parecer estaba inconsciente y luego se abalanzó sobre él, como si de un animal salvaje se tratase. Hundió su rostro en el pecho del niño y se dedicó a hacerle algo que ella no alcanzó a ver, pero supuso, por los movimientos espasmódicos de una de las manos del pequeño, que no viviría para explicárselo…
Aquella lectura sí que había logrado atraparme completamente e incluso espantarme un poco, pero ya se había terminado. ¡Debía buscar el siguiente, ya!
Me levanté del suelo y en ese momento noté que Rosalía estaba despierta y me miraba con ojos abiertos desmesuradamente, tanto que temí que algo le estuviera pasando.
Pero me tranquilizó cuando me sonrió, quitando la expresión que tenía anteriormente.
—Lamento que te estés aburriendo, querida, —dijo —en cuanto llegue Nico, te podrás ir a casa.
—Oh, —le dije —no importa, de hecho no me estoy aburriendo, encontré unos cuadernos excelentes abajo.
—¿Cuadernos? —Preguntó ella, levantando levemente la cabeza y luego dejándola caer otra vez sobre la almohada, como si nada importara ya —Deben ser míos.
Mi boca se abrió de asombro.
—¿Son suyos? ¿Es escritora? —pregunté, acercándome rápidamente a su cama y arrodillándome a su lado, mientras la miraba.
Ella sonrió, quizá por mi forma tan brusca de abordarla.
—¿Escritora? —Inquirió, sonriendo soñadoramente —Siempre quise serlo.
—¡Pues es muy buena en esto! —exclamé, sin poder contener toda mi emoción —en verdad, esta historia es muy buena —agregué agitando en el aire el libro negro que aún tenía en la mano derecha.
—Gracias querida —dijo, sonriéndome con ternura.
—¿Puedo —pregunté —seguir leyendo los demás cuadernos?
—La casa es tuya, pequeña, —contestó —puedes hacer lo que quieras.
Le sonreí, sintiendo que ya la quería mucho.
—¡Gracias! —grité alegre, y luego salí corriendo para buscar otro más en el librero, pero me detuve en la puerta de la habitación. Había sido muy mal educada. —¿Necesita usted algo?
Ella meneó la cabeza y para mí fue suficiente.
Estaba tan intrigada con la continuación de la novela que en cuanto llegué bajé el quinto libro del librero y allí como estaba de pie, comencé a leerlo.
La chica estaba muy afligida por lo que había visto, o lo que creyó que vio, porque realmente pensaba que todo tenía una explicación, sí, debía haber alguna explicación. Seguro que aquello era un sueño, seguro que estaba muy cansada y había imaginado todo. Por fin, luego de decirse repetidas veces eso así misma pudo abrir los ojos, pues aún seguía allí, en el granero.
Lo primero que vio fue el rostro pálido del chico, mientras éste se volvía a mirarla, alarmado, preocupado, con la boca manchada de algo rojo negruzco y espeso que parecía ser sangre.
“—¿Estas bien? —preguntó ella, incorporándose de los fardos de paja, con las piernas temblorosas.”
“—¡No te acerques! —le advirtió él, con las manos por delante, dando tras pies mientras retrocedía.”
“—¿Estas herido? —Continuó ella —¿Mi querido, estas bien…? —preguntó, pero se detuvo cuando él tropezó con algo enterrado entre los montones de paja diseminados por el suelo. Era una pequeña mano pálida, la del niño ¡Era cierto! ¡Lo que había visto era real!”
Ella se cubrió la boca para evitar soltar un grito. El chiquillo estaba muerto.
“—¿Tú…tú lo mataste…? —preguntó, mientras trataba de reprimir el impulso de salir corriendo. Sabía que era una soberana estupidez no hacerlo, pero quería saber todo acerca de aquello, pues se trataba del chico al que amaba. Debía haber una explicación.”
“—Sí…—dijo él y luego cayó de rodillas, al tiempo que se soltaba a llorar, cubriéndose el rostro con ambas manos.
“—¿Por qué? —preguntó ella, ya comenzando a retroceder.”
“—No lo pude evitar…yo no…es algo que no puedo evitar…”
“—¿No puedes…? —preguntó ella, aterrada.
“—No, —contestó él, aún allí de rodillas entre la paja regada por el suelo —Lo necesito para vivir —le explicó, prorrumpiendo en violentos sollozos que le sacudían todo el cuerpo.
“—¿Qué eres? —inquirió ella, con el labio inferir tembloroso, al igual que su piernas que ya avanzaban lentamente hacía la salida.”
“—Un monstro…—contestó él y luego se encerró en un llanto definitivo”
En ese momento volteé a la izquierda, de donde me llegaba luz del exterior, porque de pronto una sombra se proyectó sobre mis páginas y allí estaba Nicolás de pie, con los medicamentos de Rosalía en la mano, mirándome.
—Nicolás —dije, a modo de saludo, con una amplia sonrisa en mi rostro, misma que borré al ver la expresión en el suyo. Aquellos ojos azules que tenía, esos que siempre mostraban el color de los glaciales, ahora me miraban con una mezcolanza de emociones feroces y corrosivas. Algo oscuro y malo.
—¿Qué pasa? —pregunté, preocupada.
—¿¡Que haces!? —Gruñó, mostrándome los dientes.
Me sobresalté, soltando el libro y retrocediendo un par de pasos porque de pronto él me miraba como un lobo a su presa, con esos ojos que me decían que debía correr pero no alcancé a hacerlo porque al segundo siguiente ya lo tenía frente a mí, tan súbitamente que me desorienté. Me tomaba fuertemente por los hombros y me sacudía ferozmente.
—¿¡Niña estúpida, que hiciste!? —Rugió, con el rostro endurecido, una expresión que jamás espere ver en él —¡Niña estúpida y entrometida! —Gritó— ¿¡Tu madre murió antes de enseñarte a no meter la nariz en donde no te llaman!? ¿¡A no tomar lo que no es tuyo!?
—¡Lo siento, lo siento! —grité confusa, intentando apartarme de él, pero no podía, me tenía firmemente agarrada por los hombros. Di un par de pasos hacia atrás pero lo único que conseguí fue que él me tirara al suelo y allí me sujetara fuertemente, aprisionándome con las piernas a cada lado de mi cuerpo. Me estaba haciendo daño.
—¡Suéltame por favor! —lloré, revolviéndome entre sus brazos. No podía verlo a los ojos, a aquellos azules llenos de furia y algo más, algo que extrañamente parecía miedo. —¡No creí que te molestara, tu abuela dijo que estaba bien, dijo que yo podía leer sus novelas, dijo que podía leer sus novelas…!
—¿Novelas? —Preguntó de pronto, sorprendido, como si se hubiese percatado algo realmente importante. —Novelas —repitió, como un estúpido, y luego sus manos aflojaron su agarre sobre mí.
—Lo siento…—sollocé otra vez, pero él no me hizo caso, se levantó del suelo con un movimiento rápido y elegante, tomó la bolsa con medicamentos que estaba a un lado de ambos y salió disparado escaleras arriba, sin decir nada más.
Yo me quedé allí, en el suelo, llorando y gimoteando, completamente desconcertada, y en cuanto recobré un poco el dominio sobre mí salí corriendo de esa casa lo más rápido que mis torpes piernas me lo permitieron, con la firme intención de no volver jamás.
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Espero que hayan disfrutado la lectura. Esto aún no termina, quedan siete capítulos. :)
¿Que creen que pase?
-Chel
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