Capítulo 2: El muchacho de la casa de la esquina
Capítulo 2
El muchacho de la casa de la esquina
Miriam me despertó muy temprano en la mañana, aproximadamente a las ocho, y yo con un gruñido la eché de mi habitación reclamándole sobre quien se levanta a esa hora en vacaciones. De muy mala gana ella se marchó pero regresó tan solo media hora después, por lo que no me quedó de otra más que levantarme y hacer de mala gana toda mi rutina matinal. Ya enfrente de mi armario elegí un vestido blanco de tirantes, cuya falda me llegaba a la mitad de la rodilla, lo complementé con un par de botitas vaqueras y en el cabello me hice una trenza de solo tres mazos sujetándola al final con un espumoso moño blanco.
Un poco menos molesta bajé las escaleras dando saltitos hasta llegar al comedor, en donde ya estaba servido un plato para mí, lo descubrí quitándole la servilleta blanca que lo tapaba para darme cuenta de que eran unos perfectos hotcakes, a los que inmediatamente les puse unos ojos brillantes, mismos que se me borraron del rostro al ver sobre la barra de la cocina un cartón de leche, y supuse que para su preparación habían empleado también huevos.
—¿Qué ocurre, Sarah? —preguntó Miriam, a un lado de mí. Ni siquiera sabía de donde había salido. —¿Pasa algo malo con el desayuno?
Yo no era mala, realmente no lo era, mi corazón se oprimía por casi cualquier razón y aunque me había propuesto de ante mano molestar a esta mujer todo lo que pudiera, aquello era demasiado. Sus ojos brillaban de la emoción mientras me ofrecía un desayuno preparado por ella misma.
—Franco te lo dijo ¿verdad? —Pregunté, sin apartar la mirada del plato.
—¿Qué? —preguntó ella, poniéndome la mano en el hombro e intentando mirarme a los ojos.
—Nada —le dije, cambiando de opinión —no tengo hambre.
—Pero es el desayuno —dijo ella, con preocupación.
—Tomare café —dije, yendo a donde la cafetera y llenándome una taza.
—Querida, —dijo, mientras me miraba llevarme la taza a los labios —el café no es saludable para los niños en crecimiento.
La miré sin ninguna expresión.
—Bueno, —le dije —también tomare una manzana.
Me dirigí al frutero para agarrar una gran manzana verde de allí y luego fui a dejar la taza en el fregadero.
Ya afuera de la casa el sol me golpeó fuertemente en la piel, me sentí cálida y adormilada. Amaba el sol, era una de las cosas que más me gustaba sentir en el mundo, por eso la temporada veraniega era mi predilecta. Caminando como una borracha llegué a la casa que Miriam me había indicado como la casa de la señora Rosalía, la casa a la que le había roto la ventana. Dando brinquitos llegué a la puerta, en donde encontré un lindo pero anticuado timbre dorado al que toqué una vez, pero cómo me gustó el sonido que resonó dentro del lugar lo toqué otras tres veces más y pretendía seguir presionándolo cuando de pronto escuché unos pasos que se apresuraban a llegar a la entrada y en menos de un segundo esta se abrió bruscamente ante mí, descubriendo a un joven alto, de cabellos rubios largos como los de una chica, que le llegaban hasta el mentón, pero a pesar de eso no había nada de chica en él, su rostro era delgado, rectangular y simétrico, con una mandíbula no demasiado marcada y unos ojos de un color azul glacial se clavaron en mí, examinándome de arriba abajo, y por lo duros y fríos que eran no le gustaba nada lo que miraba frente a él.
—¿Quién eres tú? —preguntó bruscamente, pero con una voz juvenil y bonita. Quizá hasta más bonita que la de mi hermano en casa, que cantaba en el coro de la iglesia. Era una voz grave en el tono exacto para no ser dura.
—Soy Sarah —dije, en un tono mucho más bajo del que me esperaba. Repentinamente estaba cohibida.
—Humm —asintió él, allí de pie en el marco de la puerta. Estaba vestido con un simple pantalón de mezclilla, no demasiado ajustado, una playera blanca de algodón de cuello en V que me permitía ver claramente su cuello pálido adornado de un par de lunares cafés aquí y allá, e iba descalzo —La niña que rompió mi ventana —agregó, con desprecio.
—Sí —dije, ahora con un poco más de decisión.
—Pasa —dijo, con un ligero movimiento de cabeza que desordenó sus cabellos rubios, los cabellos más rubios que yo hubiese visto en toda mi vida. El muchacho era todo de leche y miel.
Lo seguí por el interior de la casa, que no era precisamente igual a la de Franco como me lo esperé, era parecida en la estructura, pero gritaba más otra cosa, era como haber entrado en una casa de los años cincuenta, cosa que me gustó. Tampoco había montones de periódicos viejos apilados en las esquinas ni estatuillas de porcelana llenas de polvo, aunque si había de estas últimas pero en perfecto estado y bien limpias en unas repisas. La casa simplemente no era lo que esperaba. Las escaleras era lo primero que se podía ver luego de abandonar la puerta, con la sala a mano izquierda y una pequeña puerta a la derecha de las escaleras, que supuse era un armario.
El muchacho rubio me llevo a la sala y allí se dejó caer lánguidamente en un sillón de cuero color café, apoyando los codos en los descansabrazos y sus pálidas manos sujetas una con la otra frente a él, a modo pensativo, como estudiándome, pero sin decir nada, y eso me fastidiaba. Seguramente era un estirado.
Estaba a punto de decir cualquier cosa para romper el silencio cuando él habló.
—Me llamo Nicolás —dijo —Tengo dieciocho años.
Asentí, no sintiendo la necesidad de informarle sobre mi edad, de todos modos mi cuerpo gritaba a todas luces que tenía catorce años apenas cumplidos.
—Hola Nicolás —dije, una vez más con la voz apenas perceptible.
Él no contestó nada, me miró otro momento, completamente quieto y luego pareció recobrar el movimiento.
—Mi abuela está enferma —comenzó, llevando rápidamente la mirada a donde las escaleras, como para informarme que allá era donde se encontraba —y soy yo quien la cuida.
Asentí.
—Tu padre dijo que ayudaras por el tiempo que quiera y en lo que yo quiera —continuó.
—Sí, bueno, eso dijo —comenté, encogiéndome de hombros, para darle a entender que no albergara muchas esperanzas en eso.
Después nos quedamos callados, eso me desquiciaba pero parecía que a él lo tenía sin cuidado.
—¿Y yo que hago? —Pregunté, ya impacientándome, cambiando el peso de mi cuerpo de un pie al otro.
Nicolás estaba sujetándose la barbilla con la mano derecha, con el codo enterrado en el costado del sillón, con la mirada clavada en mí, pero parecía que realmente no me veía sino que estaba pensando en algo mucho más profundo, lejos de allí.
—Los platos —dijo, meneando la cabeza ligeramente en dirección a la derecha.
Apreté la mandíbula, pero no dije nada, fui a donde el muchacho me indicaba.
Cuando llegué apoyé las manos en el fregadero para darme cuenta de que realmente no había mucho que lavar, era menos de lo que se esperaba de una familia con dos personas; un par de platos, unos cuantos cubiertos, varios vasos de pastico y nada más. Me encogí de hombros, yo era bastante inútil pero eso bien podía hacerlo sin fallar. Busqué cerca del fregadero los guantes de goma, pero como no los encontré por ningún lado decidí comenzar así.
Estaba tan concentrada en mi tarea que no noté en momento en que el chico se marchó, ahora regresaba por una puerta que había en la cocina, una pequeña en la parte izquierda que seguro llevaba al exterior de la casa, a alguna parte del jardín. Tenía una pequeña caja de herramientas en una mano y se dirigía al lado derecho de mí, en donde no había visto que había una pequeña ventana, que hasta hace un día estaba perfectamente bien. Ahora estaba rota, con algunos puntiagudos pedazos incrustados en el marco.
Lo miré de reojo mientras él revolvía todo en la caja, buscando algo, pero no parecía notar que lo miraba, o me ignoraba muy bien.
—Tendré que arreglar lo que hiciste —murmuró de pronto, sin mirarme.
—¿Puedo decir que lo siento? —pregunté, cuando él ya había encontrado un destornillador y se dedicaba a retirar unas pequeñas barras doradas del cuadro de la venta.
—No —se limitó a decir, y luego continuó con su tarea en completo silencio.
Yo le echaba una ojeada cada cierto tiempo para ver lo que hacía y para asegurarme de que seguía allí, pues trabajaba en un silencio casi tan absoluto que me hacía pensar que había desaparecido, la única que hacia ruido era yo con los platos y los vasos. Al cabo de los minutos quitó las cuatro barras doradas con las que se sostenía el cristal de la ventana y con las manos comenzó a quitar los fragmentos de vidrio que se habían quedado allí incrustados.
—Ey, —le dije, un poco alterada —te cortaras si no usas guantes.
—No, está bien, no hay problema —contestó él, descuidadamente y siguió con lo que hacía.
Decidí que no me caía bien, hacía caso omiso de mí y seguramente de todos, era de aquella clase de chicos que son demasiado seguros de sí mismos como para prestar atención a los demás. Me pregunté entonces cómo lo habían convencido para que cuidara de su abuela. Bueno, no me importaba, que se rebanara los dedos si quería.
Nicolás trajo un corte de vidrio nuevo, exactamente del mismo tamaño que la ventana, lo colocó y lo volvió a sujetar con las barras doradas, una vez terminó eso, se sacudió las manos, luego me pidió apartar un momento del fregadero para lavárselas y más tarde abrió el refrié, de allí sacó un par de recipientes que puso en la barra de la cocina, aun lado de mí, y por lo que podía apreciar que había dentro de los recipientes se preparaba para cocinar algo y ver a un chico de su edad, manejarse en la cocina tan diestramente como lo estaba haciendo, me causaba bastante gracia, pero no le dije nada, comenzaba a temer de su mal carácter.
—Terminé con esto —dije, cuando acababa de acomodar los platos en donde él me había indicado.
—Bien, —dijo, con aquella voz que seguro sería más linda si no fuera tan cortante y seca.
—¿Y ahora qué hago? —pregunté, cuando me di cuenta de que me estaba ignorando descaradamente.
—Ah, claro —reaccionó y salió de la cocina. —Sígueme, —dijo, levantando un poco la voz.
Fui tras de él para darme cuenta de que se dirigía a donde la pequeña puerta a lado de las escaleras, aquella que ya había supuesto que era un armario o algo parecido, y cuando la abrió me di cuenta de que estaba en lo cierto. De allí sacó un balde y un trapeador.
Meneé la cabeza, disgustada.
—¿Quieres que friegue el piso? —pregunté, indignada, con las manos en los costados. Una cosa era lavar platos y otra muy distinta era eso. Ni en mi casa me ponían a hacerlo.
—Sí. —se limitó a decir, una vez más con esa voz carente de toda emoción que ya comenzaba a molestarme. —Lo harás dos veces, una con desinfectante y detergente y otra con solo desinfectante.
—¡Oye,—le dije, levantando la voz y azotando un pie contra las losetas del suelo —no me puedes tratar así, un poco de amabilidad nada te cuesta! ¡Puedes hacerlo mejor!
—Y tú puedes bajar la voz —me dijo, intentando no gritar como lo estaba haciendo yo —despertaras a Rosalía.
—¿Tu abuela? —Le pregunté, levantando una ceja castaña —¿Y si subo a su habitación y le digo que tan mal me trata su nieto?
Nicolás me tomó del brazo mientras trataba de pasar a su lado para ir escaleras arriba.
—No —dijo, terminantemente, poniendo más vida en esa simple palabra que a cualquiera de las palabras que me había dirigido hasta ese momento —Ella está durmiendo, está enferma y tuvo una mala noche.
Me zafé de su mano, mirándolo con furia y también un poco desconcertada, pues parecía que realmente le interesaba la mujer postrada en cama.
—Está bien —dije, apartando la mirada.
Me puse a andar hacia la sala de estar, que era el primer lugar por limpiar.
—Quítate esas botas, haces mucho ruido —dijo, mientras yo caminaba. Me detuve, volviéndome a verlo para intentar descifrar si hablaba en serio o no —Por favor —agregó, ladeando la cabeza y entrecerrando los ojos azueles.
Le dediqué un bufido y así como estaba me dejé caer al suelo e inmediatamente comencé a quitarme las botas y las calcetas. Mientras los ponía a mi lado, Nicolás se acercó y las tomó para llevarlas a la entrada, en donde estaban otros dos pares de zapatos, él también iba descalzo.
—Contaminan la casa —fue todo lo que dijo y luego regresó a la cocina.
Suspiré sorprendida, este chico estaba loco de remate, la única explicación que podía haber para esto es que tuviera un pequeño desorden obsesivo compulsivo por la limpieza y un muy mal carácter. Seguramente lo iba a pasar terrible aquí.
Así como estaba, descalza, y luego de haber llenado la cubeta me puse a fregar el piso. Aquello que me pareció molesto al principio, lo encontré hasta divertido después. Había echado mucho detergente en polvo al agua y ahora toda la sala estaba bajo una gruesa capa de espuma que me permitía deslizarme de un lado a otro como en una pista de patinaje. Por suerte el chico no estaba por allí, había ido con la señora Rosalía para darle de comer. Entonces feliz de estar relativamente sola jugué con la espuma hasta que los dedos de mis pies quedaron arrugados como pasas y luego me vi en la difícil tarea de deshacerme de la espuma. Para ese momento estaba ya tan agotada que solo quería sentarme pero aún faltaba una última fregada al piso con desinfectante.
Al acabar, el suelo quedó tan brillante que no puede menos que sonreír, orgullosa de mi tarea.
Me fui a dejar caer al sofá, esperando la llegada del chico, pero al paso de los minutos él no regresaba, por lo que me levanté y corrí a donde la escaleras, con la firme intención de llamarlo a voces, pero luego me arrepentí, tragándome el grito. Con lo gruñón que se veía seguro que me volvía a reprender por hacer ruido.
Volví la mirada un solo segundo al sofá en la sala y luego a escaleras arriba. Podría echar un vistazo ¿No?
Subiendo sigilosamente llegué a un pasillo de habitaciones, grande y angosto, como el que había también en la casa de Franco, con puertas en ambos lados. La que se encontraba en la derecha y más próxima a mí estaba ligeramente abierta y por ella se colaba un haz de luz dorado, que entraba por una ventana que ya había visto desde afuera, una que daba una vista al jardín frontal y a la calle.
Sintiendo una curiosidad irrefrenable me acerqué a mirar.
El joven Nicolás estaba sentado en el borde de la cama, en donde descansaba una mujer adulta de edad avanzada, tanto, que su cabello ligeramente rizado se había tornado completamente blanco, hasta casi adquirir un color plateado. Su rostro era una infinidad de arrugas en su piel blanca, en los ojos y en la boca principalmente. Era una mujer adorable, hasta el punto que deseé entrar y presentarme yo misma con ella y también decirle que lamentaba haber roto su ventana, pero no lo hice, me quedé en donde estaba, mirando lo que ocurría dentro. La mano de la mujer estaba acariciando la mejilla de Nicolás y la mano de él sobre esta, sosteniéndola allí. Ella parecía estar hablándole, agradeciéndole por algo y él asentía, con una mirada dulce en su rostro, la más dulce que jamás espere verle y en ese momento, una punzada de culpa me recorrió todo el cuerpo, y ya no pude ver más, salí corriendo escaleras abajo.
Nicolás debía ser un chico realmente muy noble y bueno como para pasar todo su verano cuidando a su abuela. Aquello era algo que yo jamás haría, pues era una niña bastante egoísta. Solo seguía quejándome de mi mala suerte, sin ponerme a pensar en las desdichas de los demás. De pronto, todos los criterios e ideas preconcebidas que me había hecho sobre Nicolás en tan solo ese par de horas que llevaba conociéndolo se borraron de mi mente. Quizá sí, era un gruñón y un poco obsesivo con la limpieza, pero ¿y qué?, nada de eso me tenía que importar, él necesitaba ayuda, una que yo fácilmente podía darle y hacerle los días más fáciles y quizá en el proceso yo también podría salir beneficiada. Cualquier cosa era mejor que pasar el día completo con Miriam. Sí, seguiría regresando, y poniendo mi mejor sonrisa. Eso era lo que haría.
En la entrada comencé a ponerme las botas y luego me fui a sentar en el sofá grande de la sala, en donde me quedé quieta, esperando.
—Vaya —me llegó de pronto la voz de Nicolás, haciéndome volver bruscamente. Él bajaba por las escaleras sosteniendo en las manos una charola con un plato y un vaso sobre ésta —Has hecho un gran trabajo —dijo, refiriéndose a la sala de estar.
Me incorporé de donde estaba para seguirlo a la pequeña cocina.
—¿Cómo está tu abuela? —pregunté, a unos cuantos pasos de distancia de él, sintiéndome rara por haberlo observado a escondidas.
—Mejor —respondió, dedicándome algo parecido a una sonrisa. ¿En verdad se preocupaba tanto por su abuela, que verla un poco mejor lo hacía sonreír de esa manera?
—Qué bueno —dije, mirando al suelo.
—Creo que eso sería todo por hoy —comentó él.
Cuando levanté la mirada lo vi recargado despreocupadamente en el fregadero, con las manos apoyadas en los bordes, bastante más feliz que hace un rato.
—¿Entonces puedo irme? —pregunté, esperanzada, ya dando unos pasos a la salida.
—Claro —dijo, con un gesto de la mano, y yo sonreí —o puedes quedarte a comer, has hecho un gran trabajo. Preparé sopa con pollo.
—No, —le dije —gracias —seguí retrocediendo pasos en dirección a la salida, pero sin dejar de mirarlo.
—¿En verdad no quieres? —preguntó, pero sin demasiado interés. Quizá había sido su abuela la que le dijo que me diera de comer.
—No como carne —terminé por decir, para que desistiera de una vez.
Nicolás me quedó mirando con sus ojos azules entrecerrados, como me había mirado hace un rato, con incredulidad, y luego soltó una risita, era algo con verdadera gracia, que en ese chico se veía extraño, hasta bonito. Incluso me dieron ganas de sonreírle, pero no lo hice, porque seguía siendo odioso y se estaba burlando de mí.
—Que estupidez, —dijo, aún medio sonriente, pasándose la mano por los cabellos para apartárselos del rostro, aquello parecía más un acto reflejo que de costumbre —todos los humanos comen carne ¿Quién decidió esa estupidez por ti?
Fruncí el ceño. Ya estaba acostumbrada a que las personas pensaran que los vegetarianos estábamos locos o que éramos unos pretenciosos, pero no me importaba, aquello era algo en lo que me había educado mi madre, y era importante.
—Mi madre era vegetariana, —le expliqué —me preguntó de pequeña si quería o no comer carne. Al principio le dije que sí, pero luego me hizo entender que muchos lindos animalitos morirían si yo decidía hacerlo así que cambié de opinión —dije, acercándome de vuelta a donde estaba él.
—¿Y desde cuando que no comes carne? —preguntó, sin ánimos de burlarse ya.
—Desde los cinco —dije.
—Con razón estás tan delgada —comentó.
—Probablemente —dije, ya retirándome.
—Y dime, —me detuvo, cuando ya había dado un par de pasos en dirección a la puerta. —¿Por qué estas con esa familia? Ellos no tenían hijos.
Me volví y miré al chico, preguntándome como podía preguntar algo como eso con tanta ligereza, pero luego me di cuenta de que seguramente él no sabía nada de lo que me había llevado hasta allí.
—¿Te adoptaron? —volvió a preguntar, al darse cuenta de mi renuencia a hablar.
—No —dije, quedamente, apenas levantando la mirada —bueno, algo así…Soy hija biológica de Franco.
Nicolás asintió, con una pisca de interés autentico en sus ojos, simplemente no parecía estar fingiéndolo. Y por esa razón no pude seguir mirándolo, porque quería llorar. Pensar en casa no me hacía nada bien. Levanté la mirada, esperando que él no se hubiese percatado de mi repentino cambio de humor, pero él seguía mirándome con sus ojos azules impasibles, de pie en aquella postura desenfadada, y por alguna extraña razón comencé a contarle cómo había llegado allí, cómo Franco prácticamente me había arrancado de casa simplemente para darle una hija a Miriam.
Nicolás asintió, pensativo, seguramente compadeciéndose de mí y preparándose para decir lo que todos dicen, un mísero lo siento.
—¡Vaya! —Exclamó, sobresaltándome —Si tu madre ya está muerta ¿por qué sigues sin comer carne?
No contesté.
—Ella ya no te molestara por eso —agregó, insensiblemente, meneando la cabeza.
Pero aquel comentario que debió dolerme sólo me incomodó, pues aún estaba un muy enojada por todo aquello, de hecho, las lágrimas que había soltado hasta ese momento eran la mitad por enojo y la mitad por tristeza, y quizá fue eso lo que me permitió molestarme en lugar de soltar a llorar.
—¿Y qué hay de ti? —pregunté, sintiendo que podía darle la vuelta a la conversación de alguna manera. —¿Cómo te convencieron para que cuidaras a tu abuela?
Nicolás inmediatamente volvió a la expresión de desagrado que tenía cuando me abrió la puerta, luego miró detrás de mí, a un reloj que estaba empotrado en la pared.
—Es tarde —dijo, regresando su dura mirada azul a mí —debes irte.
Fruncí el ceño, indignada, ¿o sea que él sí podía preguntar lo que se le viniera en gana pero yo no? Con las botas resonando sobre el suelo me retiré de allí, sin agregar nada más, cerrando la puerta de un portazo cuando salí para fastidiarlo.
Caminé los varios metros que me separaban de la casa de Franco y al llegar entré sin hacer mucho ruido, fui directo a la sala y allí me dejé caer en el sofá principal, recargando la botas sobre un de los descansabrazos, poniéndome el brazo sobre los ojos e intentando pensar en cómo zafarme de aquello. Mi voluble carácter ya había decidido que Nicolás se podía manejar solo como había estado haciendo hasta ese momento, pues yo no tenía ninguna intención de volver con él, pero tan solo segundos después recordé que mi otra opción no era mejor. Pasar todos los días en compañía de Miriam constituía para mi algo mucho peor que soportar un par de horas con el muchacho, y al volver a casa podía decir que estaba tan cansada que solo quería dormir.
Sí, esa opción era mejor.
—Diablos —murmuré, renegando de mi mala suerte.
—Sarah, —me llamó de pronto la voz de Miriam —querida, baja los pies del sofá —dijo mientras me daba unas palmaditas en las botas para que las bajara y me sentara adecuadamente. Mientras lo hacía dejé un espacio vicio a mi lado, mismo que ella rápidamente ocupó.
Le dediqué una mueca de desagrado.
—¿Sarah, como te fue con Nicolás? —Preguntó, esperanzada de entablar conversación conmigo —Él es un chico encantador, todos saben lo atento que es, supongo que te entendiste bien con él.
Medio sonreí para mis adentros.
—Sí, me fue bien —dije, asintiendo ligeramente, en lugar de decirle que el chico no tenía nada de encantador, sino que era totalmente extraño, un maniático por la limpieza y nada amable. Incluso estaba comenzando a creer que algo raro pasaba en aquella casa. Quizá Nicolás había matado a sus padres y su linda abuela lo encubría, por eso era tan bueno con ella.
—¿Te trató bien? —siguió preguntando ella.
—Sí, —dije, al tiempo que me levantaba de allí para dirigirme a mi habitación.
Ya arriba, en la seguridad de mi cuarto, ese que sabía que pronto sería mi único lugar seguro en el mundo, comencé a quietarme la ropa, dejándola por el camino, como el camino de migajas y luego entré en el cuarto de baño. Una vez aseada, mi estómago gruñó, recordándome por doceava vez que necesitaba comida, vencida por eso bajé a la cocina cuando ya no podía soportar más y estaba segura que pronto me desmayaría.
Por suerte Miriam no estaba por ningún lado, seguramente había ido a hacer la compra, o a algún otro lado, de cualquier modo ella no estaba y eso me agradaba. Abrí el ferié y al hacerlo me di cuenta de que clase de familia era esta, una a la que mi madre llamaría carnívoros. Casi no había verduras en el cajón de abajo.
Mi estómago gruñó otra vez, protestando a esos prejuicios que mis padres se habían dedicado a marcar con fuego en mi mente. Había cosas de esas que se meten en el microondas y que salen listas para comerse pero contenían carne. Mientras las miraba la voz de Nicolás resonó fuertemente en mi mente.
Si tu madre ya está muerta porque sigues sin comer carne. Ella ya no te molestara por eso.
—Sí lo hará —dije en voz alta y comencé a sacar las pocas verduras que había para prepararme una ensalada, la única maldita cosa vegetariana que sabía hacer. Mi madre había muerto antes de comenzar a enseñarme a como no morir siendo vegetariana.
Después de media hora tenía una linda ensalada un plato llano, listo para comer, y un jugo de naranja que había conseguido en el refrié de Miriam. Y cuando ya estaba instalada en el comedor, con mi flamante comida, y las otras tres sillas vacías delante de mí, me di cuenta por primera vez de mi soledad y de mi estupidez, estaba sola, realmente sola y ni siquiera podía prepararme algo decente para comer.
Miré mi ensalada, queriendo tirarla lejos de mí, al igual que a mi soledad. ¿Dónde estaba mamá? ¿Dónde estaba papá?
—¡Miriam, querida…!—llegó de pronto en un torrente la voz grave de Franco desde la entrada, como si Dios hubiese escuchado mi última pregunta y me respondiera, pero yo la había hecho mal.
Se asomó a donde el comedor, encontrándome allí, con cara de asombro, como si jamás fuera a recordar que tenía una hija.
—Sarah, hija —dijo, acercándose y acariciándome el cabello, prácticamente su cabello, exactamente del mismo color. —¿Qué haces, querida, donde esta Miriam?
—Salió —contesté.
—¿A dónde? —preguntó, sentándose en la silla de mi izquierda.
—No sé, —dije, encogiéndome de hombros y mirando a mi plato. No soportaba verlo a la cara.
Franco se quedó callado un segundo y luego me tomó de la barbilla para hacerme míralo.
—Sarah —dijo, con tono reprobatorio, echándome una mirada a mí y luego a mi palto —tienes catorce años, no me gusta que hagas dietas.
Aquello fue el colmo de los colmos.
—¡Soy vegetariana, Franco, maldita sea! —exploté, poniéndome de pie, apoyando ambas manos sobre la mesa.
Franco también se levantó, furioso, y me tomó fuertemente del mentón para hacerme mirarlo.
—¡Soy tu padre! —Dijo —Respétame como tal.
No lo eres, quise decirle, tú jamás vas a serlo.
—¿Y cómo voy a saber que tú también eres vegetariana? —Continuó, soltándome el rostro —Seguramente tu madre te convenció de eso.
—Sí, —dije, queriendo soltarme a llorar amargamente —fue ella. Y tú debías saberlo Franco, te lo dije desde el primer día que me viste. Te lo dije.
Franco desvió la mirada de mí y luego se sentó nuevamente en el asiento de la derecha, intentando calmarse. Ambos habíamos reaccionado de forma estúpida.
—No lo recordaba —dijo —lo siento —me miró, con aquellos ojos que eran como los míos, llenos de culpa.
—Está bien —le dije, aunque no lo estaba realmente —tengo sueño, voy a dormirme.
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Espero que les guste, si es así, un par de estrellitas no se verían mal XD
Gracias por leer :3
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