
Atardecer en Marte
Al entrar en el rover pudieron comprobar que estaba muy bien preparado. Tenía todo lo necesario. Especialmente, las mantas eléctricas iban a ser muy útiles. Sin embargo, el vehículo no disponía de un hábitat en el que refugiarse si surgía algún problema. Todo el soporte vital que podrían utilizar sería el que proporcionasen sus mochilas.
—No hay tiempo que perder —dijo Gamboa.
Iniciaron la marcha, con Cristina pilotando el vehículo, en dirección noreste.
—Deberíamos ir rumbo noroeste, Cristina —comentó Sofía.
Hay unas pequeñas cordilleras que marcan el límite del cráter que es mejor rodear. Pueden consultar la ruta en su intercomunicador.
Gamboa la estudió detenidamente. Recorrerían 290 kilómetros hasta llegar a su destino. En principio, algo más de siete horas a la velocidad del rover, para llegar por la tarde a Nili Fossae. El Jezero era un cráter de casi 50 kilómetros de diámetro, del que saldrían en veinte minutos. Se notaba que en el pasado remoto había sido un lago de agua. Era fácil moverse por aquel terreno llano —por el antiguo lecho del fondo—, en el que apenas había alguna roca que los desviase de su ruta. A pesar de las dunas el rover iba rápido, superando los 50 km/h. Sus ocho ruedas impedían que quedase atascado en el suelo a veces arenoso.
Pero tras salir del Jezero las cosas se complicaron. Al girar hacia el oeste encontraron un terreno más abrupto, con numerosos cráteres pequeños que había que rodear. A menudo, se interponían desfiladeros y montículos que los retrasaban. Otras veces, descubrían el lecho de algún antiguo cauce, por el que sin duda en el pasado había corrido un torrente de agua, y lo aprovechaban para desplazarse con más facilidad.
Tras dos horas de viaje, avanzar empezó a ser verdaderamente difícil debido a un terreno cada vez más agreste, con muchas rocas enormes. Cada vez peor. Era como si se acercaran a una cordillera. Se avanzaba penosamente con el rover apenas a 10 km/h. Y fue entonces cuando Cristina paró.
Ha habido un desprendimiento de rocas. Es reciente. Esto no aparecía en las imágenes que ayer tomaron los satélites. No puedo pasar por aquí.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Sofía.
No lo sé.
—Tenemos que hacer algo. No podemos quedarnos en este sitio —insistió Gamboa.
Dadme unos minutos y estudiaré una nueva ruta en el satélite...
Al rato, Cristina retomó la conducción del rover en dirección suroeste, buscando un paso entre las piedras para rodear el desprendimiento. No fue fácil. Pasaron cinco horas intentando sortear aquellos riscos infernales, en un continuo trayecto de giros y más giros. A veces, cuando cogían una vía sin salida, tenían que deshacer lo recorrido y volver a empezar. Se palpaba la tensión. A la hora a la que tendrían que haber llegado, aún seguían allí. Estaban nerviosos. Gamboa no quería ni pensar que tuvieran que pasar una gélida noche del invierno marciano allí, en mitad de ninguna parte, en un rover sin hábitat.
Le consolaba saber que por la tarde la temperatura era razonable, y había descendido solo a 10 °C bajo cero, pero sabía que bajaría drásticamente cuando se escondiera el Sol. La falta de una atmósfera densa provocaba una fuerte amplitud térmica, una diferencia entre la noche y el día muy intensa, de más de 50 °C.
Finalmente, Cristina encontró una buena ruta y el curso de la marcha se aceleró a más de 30 km/h. Entraron en una depresión del terreno, con un paraje llano salpicado de piedras de pequeño tamaño, en algunas zonas algo arenoso. Aquello era Nili Fossae.
Recorrieron unos kilómetros más por dentro de aquel enorme desfiladero, hasta que, ya con el Sol bajo en el horizonte y el termómetro rozando los 20 °C bajo cero, el vehículo se detuvo.
Hemos llegado.
Sofía y Gamboa salieron del rover. El área que determinaban las coordenadas tenía un diámetro de unos cuarenta metros. Estudiaron detenidamente el terreno buscando algún signo de algo relevante.
Pero allí no había nada, salvo piedras y desesperación.
Y el Sol seguía bajando en el horizonte.
La última tormenta de arena global de Marte afectó mucho a toda esta zona del planeta. Si buscan algo no lo encontrarán. No se esfuercen de forma innecesaria.
—Jorge, ¿qué haría un arqueólogo en esta situación?
—Déjame pensar.
—Piensa rápido.
—Un magnetómetro.
¿Quieren un magnetómetro en un planeta con la superficie rica en minerales de hierro?
En fin, llevan uno en la parte trasera del vehículo.
Gamboa pasó una hora con el artilugio recorriendo la zona. Sonaba un anodino y monótono bip bip.
—¿Encuentras algo?
El Sol se acercaba al horizonte aportándole al cielo de Marte una preciosa tonalidad. Las puestas de Sol —rojas en la Tierra—, eran intensamente azules en Marte. Aquello no parecía demasiado distinto del cielo azul de la Tierra. Era familiar y, a la vez, aterrador.
Súbitamente, el bip bip se aceleró y empezó a sonar con más intensidad. Un artefacto humano o bien una veta de algún mineral magnético. Solo había una forma de saberlo.
"¿Qué haría ahora un arqueólogo?", se preguntó Gamboa. La respuesta era muy obvia.
—¡A excavar! —gritó Gamboa.
Los dos cogieron pico y pala y comenzaron a mover la tierra. Estaba muy dura. Si no encontraban nada, Gamboa tenía la esperanza de que aquel agujero al menos les sirviera de refugio durante la noche.
Les recomiendo que se protejan del frío.
La temperatura ha bajado a 32 °C bajo cero.
Cogieron las mantas térmicas y se las pusieron encima como una capa.
—La densidad del aire es muy baja —dijo Sofía—, apenas unos pocos milibares. Aunque haga frío esta atmósfera es un magnífico aislante térmico.
Siguieron cavando y cavando durante un buen rato sin encontrar nada. De vez en cuando descansaban del esfuerzo agotador. Gamboa no sabía si iba a poder aguantar este ritmo de trabajo febril por mucho tiempo. Se sentía muy fatigado.
El Sol ya se había escondido en el horizonte. Sin embargo, todavía veían la luz del crepúsculo. Fue más duradero que en la Tierra. Era debido a que en la atmósfera marciana siempre había mucho polvo en suspensión y este dispersaba muy eficazmente los rayos del Sol.
Sin embargo, a pesar de la luz crepuscular, la temperatura se estaba desplomando. A 48 °C bajo cero sentían un frío intenso, cortante. Poco importaba que tuvieran el sistema calefactor del traje al máximo y se pusieran una manta eléctrica por encima.
—No puedo más, Jorge —dijo Sofía—. Estoy cansada. Voy a sentarme un ratito y luego sigo.
—Sofía, por lo que más quieras, sigue cavando. Si te sientas y dejas de moverte te congelarás.
—Es que no puedo más.
—Sigue cavando, te digo.
El suelo estaba endurecido y era muy difícil avanzar. Parecía congelado. Sofía, mientras descansaba, fue hasta el rover a traer unas linternas.
Hum. Les recomiendo que se refugien del frío.
Y siguieron cavando, pero cada vez más cansados y ateridos por la gélida temperatura. El escaso vapor de agua de la atmósfera comenzó a congelarse, cubriendo con un fino tapiz blanco de escarcha el suelo marciano.
Gamboa seguía esforzándose, exhausto, agotado, pero frenético. Había algo dentro de él que le empujaba a seguir ahondando aquel hoyo. Algo le impulsaba a profundizar en aquel maldito agujero, aun sin tener ya ninguna esperanza. En algún momento, Sofía no había podido más y se había sentado, como preludio quizás al momento de su muerte por congelación.
El termómetro marcaba los 72 °C bajo cero en mitad de la oscuridad de aquella terrible noche, cuando el pico de Gamboa, al chocar con algo, devolvió un ruido metálico, algo así como un clon clon.
El arqueólogo separó febrilmente con las manos la tierra que cubría lo que parecía un objeto artificial de grandes dimensiones. Al hacerlo, una piedrecita rasgó uno de sus guantes, exponiéndose a la atmósfera, pero eso ya no le importaba. Lo relevante era que, fuera lo que fuese, sin duda, aquello era humano y de factura arcaica. Solo comprendió que era una puerta cuando esta se abrió automáticamente.
Tuvo el tiempo justo de tomar a Sofía y arrastrarse con ella dentro de lo que fuera aquel sitio. Al entrar en aquel habitáculo quedaron tirados en el suelo medio congelados.
Tosieron.
La puerta se cerró automáticamente.
Hacía calor y estaban a salvo.
Fue entonces cuando lo escucharon nítidamente.
Buenas noches, Jorge.
Soy yo.
Soy tu maestro.
Soy Víctor Smith.
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