XIII
No hay justicia en la guerra,
solo vencedores que deciden
qué historias se cuentan.
— ¿Por qué el Grimorio? —Preguntó Jake, su voz era firme pero aún así sonaba agobiado.
Heeseung sonrío con amargura levantado su único ojo para mirar a su medio hermano.
— No fue el Grimorio lo que quise… Fue justicia. Fue la única forma que me quedó para devolverle a este reino el dolor que me dio.
La sala lo observó en silencio esperando por más.
— Yo nací de un error, ¿No es así? Un error que tu padre quiso enterrar más allá de las fronteras, Lejos de su palacio, de su familia perfecta. Mi madre y yo fuimos un recordatorio de su sucia falta de control, de lo débil e imbécil que era. —dejó escapar una sonrisa amarga—. Pero no éramos débiles, vivimos con lo poco que teníamos, y ella...ella era todo lo que necesitaba. Hasta que él decidió que incluso eso era demasiado para mí.
El aire en la sala pareció volverse frío. Jungwon, de pie al lado del trono, bajó la cabeza, incapaz de soportar la historia del tuerto. Una historia que también le pertenecía a su Rey.
— Su ejército arrasó nuestro pueblo. Lo llamo “estrategia militar”. Quemaron nuestras casas, derramaron nuestra sangre… Y en medio de todo eso, ¡Apuntaron una flecha al corazón de mi madre! Y a mi… —señaló el parche en su ojo—. Me dejó con esto, como un recordatorio de su misericordia.
Jake cerró los ojos, como si intentara contener algo que crecía dentro de él, decepción, remordimiento, dolor, odio, mucho odio.
— No lo sabía… —respondió.
— ¡Claro que no! Tu padre se aseguró de que nadie lo supiera, ¿Cómo podría un rey como él cargar con un secreto tan sucio?
El silencio que siguió fue como un peso insoportable. Finalmente Heeseung habló de nuevo, arrastrando sus palabras cargadas de cansancio.
— Termina con esto, Jake. Mátame aquí y ahora. Porque si no lo haces, te perseguiré hasta que no quede nada de tu reino. Tu padre pensó que podría corromperme, pero se equivocó. Yo sobreviviré y lo seguiré haciendo, si me dejas.
Jake se levantó de su trono, sus ojos llenos de una mezcla de tristeza y remordimiento, pero también de determinación. Caminó hasta Heeseung y se detuvo frente a él.
— Yo no soy como mi padre, Heeseung. Pero tampoco puedo permitir que lastimes a mi pueblo.
Heeseung lo miró lentamente concentrándose en sus ojos, eran similares a los suyos y se preguntó si acaso ambos lo habían heredado de aquel hombre. La rabia en su corazón se dispersó por un instante cuando Jake le devolvió la mirada sin odio, y por primera vez, su expresión perdió algo de su dureza.
— Entonces sé el Rey que dices ser y termina con esto.
— Heeseung…
— ¡Oye! ¿Qué se supone que estás diciendo? —la voz del cambiaformas se escuchó a un costado. Tenía la cara llena de rasguños y sus uñas seguían sangrando debido al exceso del uso de su transformación.
— Sung… —Heeseung giró la cabeza hacia él y una pequeña sonrisa apareció en su rostro.
— No hagas esto por favor. —Pidió arrastrándose hasta quedar junto a él. Sus ojos se llenaron de lágrimas incapaz de abrazarlo por las cadenas que lo ataban.
— No hay otro camino, Sung. Esto siempre iba a terminar así.
— ¿Qué hay con lo que prometimos? ¿Nuestro futuro? Dijiste que podría quedarme si quería. No puedes irte, yo…
— Sung-Hoon…
Sung-Hoon se detuvo, incapaz de acercarse más. Sus lágrimas rodaron por sus mejillas hasta tocar el piso y mezclarse con la sangre.
— ¡Entiende que no puedo perderte!
— Ya me perdiste hace mucho tiempo.
Jake observó la interacción, su corazón se estrujó ante los ojos del cambiaformas que le exigían entre gritos que los dejarán ir, que no podría, que era un cobarde y que ellos no merecían aquello. Hasta que, finalmente, Heeseung volvió la vista a él.
— Hazlo. Por todos nosotros.
El amanecer trajo consigo la sentencia de muerte.
La plaza entera estaba abarrotada de personas comentando la captura de los hombres, pero el silencio pesaba más que cualquier grito. Heeseung estaba de rodillas en el centro de la sala del palacio, sus manos atadas detrás de la espalda, su cuello expuesto ante la espada del verdugo. No había resistencia en su cuerpo, solo la calma inquietante de un hombre que había aceptado su destino.
Sung-Hoon observaba desde lo alto, oculto entre las sombras de un tejado. No podía acercarse por orden del Rey, no podía hacer nada. Solo mirar.
— ¿Esto era lo que querías, Heeseung? —pensó con amargura.
Jake estaba de pie, observando la escena con el peso de un rey sobre los hombros. Jay, a su lado, mantenía la postura firme de un soldado que cumplía su deber.
— ¿Últimas palabras? —preguntó Jake.
Heeseung sonrió, esa sonrisa burlona que incluso ahora, en el borde de la muerte, no lo abandonaba. El corazón de Sung-Hoon terminó por quebrarse.
— No pensé que serías tú quien terminara con esto —murmuró—. ¿Duele, verdad? Saber que no puedes salvarme sin condenarte a ti mismo.
Jake apretó los puños.
— No hay nada más que decir —sentenció.
Sung-Hoon sintió su propio cuerpo tensarse. Su instinto gritaba que bajara, que hiciera algo, que no lo dejara morir. Pero Heeseung ya había tomado su decisión. Y por más que lo intentara, el hechizo que Jungwon había colocado sobre él anulaba todas sus habilidades.
— Nos vemos en la próxima vida, Sung.
El filo descendió.
El mundo quedó en silencio.
Sung-Hoon no se movió. Ni cuando la multitud acumulada exhaló un murmullo contenido, ni cuando la sangre se esparció sobre la piedra. Solo cuando la gente comenzó a dispersarse, solo cuando la cabeza de Heeseung quedó inerte en el suelo, solo entonces permitió que la realidad lo atravesara como un puñal.
El cuerpo de Heeseung cayó sin resistencia, sin la fuerza de aquel hombre que había desafiado reinos enteros con solo su voluntad.
Sung-Hoon dejó escapar un suspiro que tembló en su garganta.
— Maldito seas, Lee Heeseung. —Fue lo último que susurró.
Giró sobre sus talones y se perdió entre las sombras antes de que alguien pudiera verlo.
Esa noche, Sung-Hoon volvió al lugar donde solían entrenar. A los rincones perdidos de Nerathia. Donde el aire estaba quieto, como si el mundo mismo se hubiera detenido para llorarlo. Se dejó caer sobre la hierba y cerró los ojos.
— Si me hubieras pedido que me quedara… —susurró.
Pero Heeseung nunca pidió nada.
Nunca le pidió que se quedara. Nunca le pidió que lo salvara. Al contrario, con cada palabra, exigía que lo abandonara, que desistiera de él.
La promesa de que “cuando ese día llegara, le permitiera estar a tu lado” había sido una mentira. Porque el día llegó, y Sung-Hoon no estuvo ahí.
Se quedó así, con la brisa nocturna acariciándole el rostro, con la ausencia de su amigo —de su todo— hundiéndolo en un abismo del que jamás saldría.
Y cuando la primera luz del alba tiñó el cielo, Sung-Hoon se marchó. Como Heeseung le había pedido.
Como él nunca quiso hacerlo.
La celda era fría y oscura, más de lo que alguna vez había imaginado. El olor a humedad se mezclaba con el hierro oxidado de los grilletes que mantenían sus muñecas atadas, pero Riki ya no los sentía. No sentía nada.
Había perdido la cuenta de los días. El paso del tiempo no existía en aquel rincón olvidado del castillo. Solo había piedra, sombras y la lejana vibración de la vida exterior, que seguía avanzando sin él.
— No voy a morir aquí.
Había repetido esa frase tantas veces que ya no sabía si la creía. Pero tenía que hacerlo. Tenía que aferrarse a algo.
Movió las manos con esfuerzo, la piel enrojecida por las cadenas. Sus pensamientos divagaban entre recuerdos y sueños rotos, entre la última vez que vio la luz del sol y la promesa que nunca pudo cumplir.
Entonces, el crujido de la puerta lo sacó de su letargo.
Levantó la vista, los ojos morados brillando a pesar de la penumbra. La figura que apareció en el umbral lo hizo contener el aliento.
Sunoo.
El príncipe se veía distinto. Su porte seguía siendo elegante, pero había algo en sus ojos que no había visto antes. Algo que no supo si era rabia o tristeza.
— No es posible… —pensó Riki, con un nudo en la garganta.
Sunoo se acercó lentamente, sin apartar la mirada de él. Se detuvo justo frente a los barrotes, con sus manos temblando tratando de sostener un pergamino.
— Te ves terrible —susurró.
Riki soltó una risa amarga.
— ¿Y qué esperabas? —Su voz sonó más ronca de lo que recordaba.
Sunoo no respondió. Sus dedos se cerraron alrededor del papel que llevaba consigo, y cuando habló de nuevo, su voz ya no era suave.
— ¿Por qué no me dijiste la verdad?
Riki sintió el peso de la pregunta como una daga en el pecho. No necesitaba explicaciones para entender a qué se refería.
El pergamino en las manos de Sunoo eran su historia, alterada por la corte quizá, pero venían de sus recuerdos, mismos que el príncipe había visto por completo.
— No iba a cambiar nada —dijo finalmente.
Sunoo negó con la cabeza.
— Lo cambió todo.
Hubo un silencio tenso entre ambos. Riki quiso apartar la mirada, pero no pudo. No cuando Sunoo lo miraba con ese fuego en los ojos, con esa intensidad que le recordaba por qué alguna vez había soñado con otro destino, uno en el que ambos pudiesen conocerse sobre una verdad y no bajo sus mentiras.
— Siempre supuse que eras alguien peligroso —dijo Sunoo—. Pero nunca pensé que... que tuvieras tanto miedo.
El peligris sintió como si lo hubieran golpeado.
— ¿De qué estás hablando?
Sunoo apretó los labios.
— Todo este tiempo pensaste que estabas condenado. Que no podías tener más que sombras a tu lado. Por eso te entregaste a esto, ¿verdad? Por eso nunca me dejaste acercarme.
Riki apartó la mirada, su mandíbula se tensó.
— No digas cosas que no entiendes.
— Te entiendo más de lo que crees —replicó Sunoo, con una intensidad que lo hizo estremecerse—. Y por eso no voy a dejarte aquí.
El cazarecompensas lo miró con incredulidad.
— ¿Qué?
Sunoo respiró hondo y deslizó el pergamino a través de los barrotes.
— Lo leí todo. Cada decisión, cada herida, cada vez que quisiste dar marcha atrás pero no pudiste. Sé quién eres, Riki.
El peligris sintió que el aire se volvía denso.
— No puedes salvarme, Sunoo.
— No voy a dejarte morir.
— No es tu decisión.
— Lo es. —Sunoo lo miró con una determinación que lo dejó sin palabras—. No sé cómo, ni cuándo, pero te sacaré de aquí.
El silencio que siguió fue abrumador.
Riki bajó la cabeza, con la respiración pesada. Sabía que Sunoo no estaba mintiendo.
— Por cierto... —la voz de Sunoo se quebró un poco, pero se obligó a continuar—. Heeseung... está muerto.
El aire pareció detenerse.
Riki sintió que todo se volvía borroso por un instante.
— …¿Qué?
Sunoo tragó saliva con dificultad.
— Sung-Hoon también se fue. Nadie sabe dónde está. —Hizo una pausa, su mano apretaba la tela de su túnica—. Jungwon le puso un grillete antes de dejarlo ir. Para que no pueda volver a usar ni su magia ni sus habilidades.
El peligris sintió una punzada en el pecho.
— Así que se fue. —Susurró, recordando las palabras de Sung-Hoon sobre la promesa que le hizo a Heeseung de permanecer siempre juntos.
El príncipe pareció dudar antes de continuar.
— Pero... antes de irse, le dijo algo a Jake.
Riki alzó la vista, su mirada ahora se encontraba más atenta a los movimientos del príncipe.
Sunoo respiró hondo y, con un brillo extraño en los ojos, soltó la verdad:
— Le dijo que tú y yo... teníamos algo.
El silencio que siguió fue pesado, cargado de una tensión que Riki no supo cómo interpretar al principio.
Luego, sin poder evitarlo, sonrió.
Pequeña, apenas una curva de labios, pero estaba sonriendo.
— Ese idiota es más listo de lo que aparenta.
Sunoo apartó la mirada, buscando sus manos entre la oscuridad de la celda y el poco brillo del sol que se colaba por las rendijas.
— Tal vez.
El cazarecompensas dejó escapar un suspiro y apoyó la cabeza contra la pared de piedra.
— Así que... ¿qué harás ahora?
Sunoo lo miró fijamente.
— ¿No es obvio?
El peligris entrecerró los ojos.
— No puedes hacerlo solo.—Dijo con una voz desafiante.
— No tengo que hacerlo solo. —Sunoo contraatacó.
El silencio volvió a instalarse entre ambos, pero esta vez, no era un silencio opresivo de temor. Era un pacto no dicho, una decisión que ninguno de los dos necesitaba poner en palabras.
Riki cerró los ojos un instante y luego los volvió a abrir, más firmes que antes.
— Si sigues con esto, te meterás en problemas, príncipe.
Sunoo sonrió por primera vez desde que entró a la celda.
— Ya estoy en problemas, Riki.
El peligris soltó una risa suave, casi incrédula.
Sí.
Quizás las condenas podían terminarse algún día. Como las promesas rotas que se perdían en el mar.
A pesar de ello, ambos decidieron que saldrían a buscarlas, hasta poder liberarlas de ataduras pasadas y quizá, con un poco de suerte, conseguir cumplirlas finalmente.
Era el primer paso hacia algo nuevo.
Hacia su libertad.
Las promesas caen como hojas secas,
el viento las arrastra sin un retorno.
Pero si alguna vez me llamas en la brisa,
te juro que volveré, aunque sea en sueños rotos.
FIN.
Bueno, llegamos al final
de tan bello fic, espero que les haya
gustado, porque no por nada obligué a
Lix publicarlo jeje
Me despido de esta historia que salió
de las ideas del día en que no podíamos
dormir, verdad sis... eniweis
Cuídense y mantenganse saludables
Nos leemos la próxima....
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