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XII


Yo soy quien cargó el peso de lo imposible, quien desafió las sombras y encontró en ellas su reflejo. Yo soy quien vio el mundo arder y aún así extendió la mano hacia la ceniza. Si me llaman villano, que así sea; pero sepan que incluso en la oscuridad más profunda, mi corazón latió con esperanza, y mi lucha fue por un mañana que jamás podré ver.


La frontera entre Aeloria y los reinos vecinos siempre fue un lugar inhóspito, dónde la tierra seca parecía resistirse a la vida y el viento llevaba consigo el eco de las batallas olvidadas.
Heeseung apenas tenía nueve años cuando su madre lo tomó de la mano y lo guió hacia la pequeña aldea donde esperaban encontrar refugio.

—Aguanta un poco, cariño. Estaremos a salvo aquí. —La voz de su madre era suave, llena de esperanza. Sin embargo, al mirarla, Heeseung hallaba en sus ojos otra cosa.

Vacío. Tristeza. Miedo.
El polvo cubría las casas improvisadas, y el agua era escasa.

Heeseung no comprendía muy bien por qué abandonaron su hogar, pero sabía que tenía que ver con el hombre que su madre evitaba mencionar.
Ese que una noche apareció en la puerta de su pequeña tienda familiar con un ramo de flores cubierto con una capa de lino costosa.

Heeseung lo recordaba porque en aquella ocasión su madre lo obligó a inclinarse ante él y llamarlo padre. Ahora, el pequeño se preguntaba dónde se encontraba aquel hombre y por qué jamás volvió por ellos.
Tan solo noches después de desalojar la casa los rumores llegaron hasta los caminos, su pequeña tienda había sido incendiada sin un rastro de empatía. Nadie supo nunca el motivo.

—¿Por qué tuvimos que irnos? —preguntó una noche mientras su madre tejía una manta junto al fuego.
Ella levantó la vista por un momento, con los labios apretados.

—Porque el pasado no siempre nos deja avanzar —respondió, y luego volvió a su labor como si no hubiera dicho nada.

Pasaron años en la aldea. Heeseung aprendió a recolectar frutos del bosque a kilómetros del pequeño poblado, a reconocer las estrellas y a construir refugios improvisados cuando el viento se volvía más fuerte. Su madre trabajaba en silencio, su rostro endurecido por los días, pero siempre encontraba un momento para cantarle canciones que hablaban de tierras lejanas y prados infinitos con múltiples frutas.

Le habló de las grandes concentraciones de agua a la que los ancianos llamaban mar e inclusive prometió inscribirlo en alguna escuela de hechicería cuando lo vió manipular a un pequeño cachorro que un día encontró a las orillas de una vereda con solo su mirada.
El pequeño sonreía con cada amanecer corriendo entre las piedras e impregnando polvo en sus ropas. Su inocencia le permitió vivir sin preocupaciones durante algunos años.

Sin embargo, tal como su madre había dicho, el pasado nunca los dejó en paz.
Fue una noche como cualquier otra cuando el ejército del rey llegó. El sonido de los cascos de los caballos irrumpió en la quietud, seguido por los gritos y el destello de antorchas iluminando la oscuridad.

—¡Heeseung! —gritó su madre, sacándolo de la cama de un tirón—. ¡Rápido, corre!
Las manos de su madre lo empujaron hacia la salida de su pequeño hogar, aturdiéndole por la gran presión que su progenitora había usado en su agarre.
Fuera, el caos se extendía a su alrededor: casas envueltas en llamas, vecinos tratando de salvar lo poco que podían cargar, y soldados que no hacían distinciones entre inocentes y culpables. La guerra los había alcanzado.

Los soldados de Nerathia se acercaban por todos lados, y aquellos que sostenían banderas con el escudo de Aeloria lo hacían de igual forma sin importar que su centro de batalla fuera el pequeño poblado en el que Heeseung había disfrutado vivir.

—¡Corre, no mires atrás! —Escuchó la voz de su madre.

Obedeció, pero el grito de la mujer lo detuvo. Volteó justo a tiempo para ver cómo una flecha se clavaba en su pecho haciéndola perder el equilibrio quedando de rodillas frente a él.

—¡Mamá! —corrió hacia ella, ignorando el dolor que le quemaba en el cuerpo cuando una segunda flecha lo alcanzó, rozando su brazo.

La sangre manchaba el vestido de su madre llenando parte de su rostro con sangre cuando el pequeño se acercó a ella tratando de hacer algo.

—Mamá, mírame. Mamá, no me dejes. Quédate conmigo. Mamá, má... —hipó ahogándose con sus propias lágrimas—. ¡Mamá!

El agarre de la mujer disminuyó con su grito, sus brazos cayeron tendidos al suelo y su cuerpo perdió la fuerza para sostenerse dejándole todo el peso al pequeño quien no pudo soportarlo dejándola caer en el suelo cubierto de cuerpos y sangre.
El cielo ennegrecido por el polvo esparcido debido a las pisadas lo hicieron trastabillar cuando intentó ponerse de pie en busca del culpable.
Débil , su cuerpo se tambaleó hasta conseguir dar unos pasos y gritar con fuerza.

Sus piernas perdieron el equilibrio cuando sintió una flecha impactar en su rostro, clavado en su ojo y haciendo que el mundo se tiñera de sangre.
Cayó al suelo, su vista nublándose mientras el calor de las llamas se mezclaba con el frío de la noche. Lo último que vio antes de perder el conocimiento fue la figura de su madre inmóvil, rodeada por las sombras de los soldados.

Cuando despertó, el dolor en su rostro era insoportable, y su mundo había cambiado para siempre.
Estaba solo. En medio de un campo de guerra, abandonado. Herido.

Los siguientes años lo llevaron a frecuentar los pueblos fronterizos del reino vecino. Aprendió a forjar espadas, armar arcos y disparar con precisión. Consiguió dinero en cantidades para hombres importantes, suficiente para que le otorgaran el mando en un barco que zarpó al mar en busca de metales que pudieran forjar armaduras fuertes y poderosas.

Aeloria jamás volvió a saber de él y con las noticias de la imprenta, Heeseung supo que aquel hombre al que una vez llamó padre había muerto heredando su puesto a un joven pocos años mayor que él. Lo suficientemente convincente como para despertar una inconformidad en su vida.

Las calles de Nerathia eran llenadas cada amanecer con rostros de los altos mandos en Aeloria, miles de hombres se infiltraban en el reino vecino con el objetivo de asesinar a alguno y llevar ante el Rey de Nerathia su cabeza para reclamar la recompensa.

—Ese estúpido llegó antes que nosotros, le arrebató el oro y nos dejó al bastardo para nosotros. —Escuchó las quejas de sus compañeros en medio de su barco.

—Maldito cazarecompensas. No sé atrevió a matarlo pero si a llevarse todas sus joyas únicas. Seguramente alguien lo contrató para ello.

—¿No se supone que es un hombre de Aeloria? ¿Por qué atacaría a su misma gente? —cuestionó Heeseung.

—El tipo es un cazarecompensas, el mejor de todos. ¿Fronteras? Él no las conoce. Ha atacado los cuatro reinos e incluso el mar a horas tempranas. Es un hombre que todos respetan. —Soltó uno de ellos.

Heeseung sonrió incrédulo ante dicha información. Le sorprendía que alguien tuviera la suficiente valentía como para desafiar a su propio Reino de tal forma. Él, solo era un hombre más olvidado entre la historia de aquel reino.

—Como sea Hee. Escuché que van a reclutar personas habilidosas para el ejercito de su Majestad. ¿Deberíamos unirnos?

—¿Estás loco? ¿Tú? En el ejército de su Majestad serías el primero en morir. —Otro de ellos golpeó su cabeza haciendo reír al joven del parche que los observaba.

—Bueno, bueno. Quizá yo no. Pero Hee tiene habilidades increíbles. Definitivamente será reclutado.
Los dos jóvenes lo elogiaron haciéndolo sonreír con pena. Quizá tenían algo de razón. Era momento de hacer algo, de intentar cambiar el curso del mundo y el reino que condenaba injustamente.

Su corazón recobró confianza cuando fue enviado a la capital de Nerathia en busca de un entrenamiento adecuado. Sin embargo, con el paso del tiempo descubrió que aquella cicatriz en su rostro no solo le había arrebatado uno de sus ojos, sino que, también había debilitado su conexión con su habilidad, obligándolo a renunciar a ella.

—Oye, Lee. —Habló Sung-Hoon en una ocasión tras finalizar el entrenamiento—. No creo que necesites de esa habilidad para protegerte. Ya eres lo suficientemente fuerte así.

El cambiaformas había sido enviado hasta ahí solo por él. La conexión que creció entre ellos fue cada vez más palpable con el pasar de los años. Lo suficiente como para permitirle al joven del parche desear olvidar todo aquel dolor que llevaba en su interior.

—¿Qué piensas ser en el futuro? —le preguntó una noche.

Sung-Hoon lo observó por el rabillo del ojo mientras agitaba su abanico frente a su rostro y mantenía la calma, una cualidad que Heeseung admiraba.
—Quizá sea un maestro. Durante este tiempo he descubierto que me gusta mucho enseñar. —Confesó sonriéndole y volviendo a mirar hacia el cielo.

—Eso es hermoso.

Ambos sonrieron volviendo la vista al cielo nocturno que se alzaba imponente sobre ellos.

—¿Qué hay de ti? ¿Planeas unirte al ejército de verdad? —Sus palabras fueron acompañadas de un ademán en el que Sung-Hoon golpeó su espalda suavemente.
Heeseung sonrió. Sin embargo, no había ni una pizca de alegría en ello.

—No creo ser lo suficientemente bueno para eso. —confesó entonces.

—Créeme, lo eres.

—No soy una buena persona, Sung. —Heeseung bajó la voz, como si temiera que las estrellas pudieran escuchar su confesión—. Siempre termino tomando decisiones que lastiman a otros. Incluso si intento justificarlo diciendo que lo hago para proteger, que es lo necesario… no cambia el hecho de que esté mal,  sin seguir las reglas. Que a veces… incluso pienso en matar.

Sung-Hoon cerró el abanico con un movimiento suave, sus ojos se encontraron con el pelinegro aún a pesar de la oscuridad.

—Y aún así, te preocupas. —dijo con calma.
Heeseung lo miró, confundido.

—¿Qué?

—Te preocupas por si estás haciendo lo correcto o no. Eso ya dice algo, Heeseung. Las personas que realmente no son buenas ni siquiera se detienen a pensar en esas cosas, solo actúan. Tú lo haces. Piensas en ello.

—Pero… —Heeseung trató de replicar, pero Sung-Hoon lo interrumpió.

—La bondad tiene muchos matices, Heeseung. No siempre es blanca o negra. A veces, proteger significa ensuciarse las manos. A veces, hacer lo correcto significa romper las reglas. Eso no te hace menos humano.
El silencio se extendió entre ellos por un momento. Sung-Hoon volvió a mirar el cielo, como si las estrellas pudieran ofrecerle alguna respuesta divina. Una señal de que estaba aconsejándolo correctamente.

—Lo que importa no es solo lo que haces, sino por qué lo haces. Y por lo que puedo ver, tú actúas porque te importa. Porque quieres proteger. Eso, Heeseung, es más que suficiente para considerar que hay bondad en tu alma.

Heeseung sintió un nudo en la garganta ante las palabras del cambiaformas. No respondió de inmediato; en cambio, dejó que el silencio hablara por él mientras ambos continuaban mirando el cielo nocturno en un intento por organizar sus pensamientos.

—Quizá algún día logre creer en eso tanto como tú lo haces —murmuró finalmente aún cohibido por las palabras de su compañero.
Sung-Hoon giró su rostro para verlo, sonriendo con calidez.

—Cuando ese día llegue, por favor, permíteme estar a tu lado.
Las promesas son el anhelo de un corazón que aún late, fragmentos de esperanza que buscan anclarse al tiempo. Son palabras que, al ser dichas, trascienden la vida misma, abriéndose paso entre la inmensidad de lo incierto.

Algunas encuentran su destino en las raíces que abrazan las piedras, otras flotan a la deriva, perdidas en un mar que no tiene memoria. Y muchas más son arrastradas por tormentas que desgarran los bosques, golpeadas y deformadas, hasta que se desvanecen en el aire.
Prometer es un acto de belleza, digno de los versos más profundos de un poemario olvidado en una biblioteca infinita en espera de su descubrimiento. Pero esa belleza lleva consigo un matiz de condena. Porque cada promesa no cumplida deja tras de sí la cicatriz de lo que pudo ser, una sonrisa quebrada, el rastro de un dolor que nunca encuentra reposo.

Esa noche compartieron palabras que nunca volverían a repetirse. Quizá fue porque Sung-Hoon no pudo encontrar tal belleza en las promesas hechas que el futuro no les permitió cumplirlas, o fue culpa de Heeseung que las palabras se ahogaran y nunca volvieran del mar. En lo más profundo de su ser, ambos entendían que algunas promesas estaban destinadas a perderse. Pues, al igual que aquel momento, las palabras jamás volvieron, convirtiéndose en un recuerdo lejano. Uno muy doloroso.

Mi camino fue un árbol sin fruto,
Un cielo que lloró estrellas rotas.
Si el perdón no me alcanza,
Que al menos el viento susurre a mí oído:
Cuan valiente he sido a pesar de las derrotas..

Porque, aunque fui ceniza en un mundo de llamas,
Cada partícula de mi ser luchó por florecer,
Y en esa lucha, encontré mi verdad:
Que el amor, incluso herido,
Es el único legado que nunca perderé.

—Contra la bondad de un hombre.




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