VIII
Como un reloj roto, sin arreglo posible,
Desde la luna hasta el sol, tu amor es imposible.
Si tuviera un solo deseo en mi ser,
Sería tenerte cerca, volverte a conocer.
—¡Sunoo!
El llamado de las trompetas fue lo único que siguió al grito de su joven compañero, resonando entre los senderos que se perdían entre las hojas del bosque de Elarion. Después, un leve cosquilleo en su hombro y la figura de papel picado que Jungwon hacía volar con ayuda del viento.
—¿Qué haces aquí solo? ¿No quieres ir a clase? —preguntó el elfo, inclinando la cabeza hacia un lado.
Sunoo se puso de pie, limpiando su atuendo. Dejó a un lado la ramita con la que dibujaba en la tierra húmeda y se encaminó hacia la academia de hechicería del reino. El crujido de las hojas secas bajo sus pies acompañaba sus pensamientos, mientras la luz del sol apenas lograba filtrarse entre las copas altas de los árboles, creando manchas doradas sobre la tierra.
—¿Por qué te gusta tanto asistir a las clases? —preguntó Sunoo, desviando la mirada hacia Jungwon, que había bajado su cometa con cuidado.
—¿A ti no te gusta? —Jungwon lo miró, más que confundido.
—No. Me aburre tener que guardar silencio y seguir las instrucciones de cómo sentarme. Me duele la espalda —se quejó de cosas banales, provocando la risa del elfo—. ¡No te rías de mí, Jungwon!
—Lo siento, lo siento. Es que no creí que un príncipe heredero detestara la escuela.
La risa de Jungwon resonaba entre los árboles. Sunoo siempre había dicho que su voz le producía calma, lo llenaba de alegría y lo impulsaba a seguir caminando a pesar de su negatividad. Agradecía haberle derramado café durante su primer encuentro en la clase de modales, aunque jamás se lo diría de frente, o el ego de Jungwon se iría por las nubes.
—¿Qué me dices de la clase de habilidades? El otro día vi por primera vez la habilidad de la superfuerza, y el amigo de tu hermano… —Jungwon se llevó una de sus manitas a la mejilla, pensativo—. Creo que se llamaba Jay. Sí, bueno, él. Estaba levantando las bancas como si fuera un dragón.
—¿Jay ya descubrió su habilidad? —preguntó Sunoo, sorprendido y admirado por tal dedicación.
—Sí, algo así. Nos explicaron que al ser una habilidad física, pueden controlarla muy fácilmente, pero que con la madurez vendrán sus demás capacidades. Ay, no sé. Yo muero por ver a un cambiaformas o algo así, quizá a un manipulador de especies mágicas.
Sunoo desvió la mirada hacia la gran academia que se levantaba frente a ellos con imponente majestuosidad. Su pequeño cuerpo tembló cuando notó la presencia de su madre en la puerta. La Reina permanecía inmóvil, con un semblante de seriedad que le heló la sangre. Su corazón latió desbocado al cruzarse con sus ojos, que parecían de mármol. Sus manos temblaron ocultas en su ropa.
—Jungwon… ¿Puedes prometerme algo? —pidió Sunoo, su voz baja y tensa.
El elfo desvió la vista, comprendiendo la gravedad del momento.
—¿Quieres huir de nuevo? Yo no puedo…
—Quiero dejar de ser heredero —expresó Sunoo sin miedo, sin apartar la mirada de la academia. Su voz no tembló, pero en su interior, el peso de esas palabras le hacía eco como si estuviera confesando algo prohibido, algo que había guardado demasiado tiempo.
Jungwon gritó por inercia, mirando nuevamente a la Reina con el ceño fruncido en la distancia. Era una de esas palabras prohibidas.
—No hablas en serio. Apenas tenemos 10 años, somos mensos, no pensamos bien, y en 10 años vas a arrepentirte —hablaba rápido, tratando de convencerlo—. Ay, no. ¡Sunoo!
—Está bien. No creo arrepentirme de ello.
Esa fue la primera vez que Sunoo rechazó la corona. Pero no fue la última.
Años después, cuando Jake había alcanzado la edad suficiente para empezar a prepararse como heredero, Sunoo decidió no contarle lo que él y Jungwon sabían. Él era el mayor, pero su madre, la Reina, jamás lo había considerado digno por su habilidad. Había sido ella quien había decidido que Jake gobernaría. No por falta de cariño, sino por miedo. Miedo al poder que Sunoo cargaba, la capacidad de ver lo que no debía verse.
Sunoo recordaba la primera vez que su madre lo había mirado con ese miedo en los ojos. Él era solo un niño, jugando con otros sirvientes cuando sin querer había tocado a una de las doncellas y visto todo su pasado, sus secretos más oscuros. El poder de Sunoo era leer recuerdos y emociones con un simple toque. Ese día, la Reina lo había apartado, fría pero firme, y había decidido que su poder era demasiado peligroso para un futuro rey.
“Jake será el heredero,” le había dicho la Reina sin vacilar. “Tú… tú serás cuidado. No temas. Pero nunca debes revelar lo que puedes hacer.”
Sunoo no había discutido, pero en su interior, el rechazo había calado hondo. Nunca había pedido ese poder, nunca había querido ser una amenaza para nadie, pero ahora lo sentía como una maldición.
Jungwon no había visto venir todo aquello, pero ahora muchas piezas encajaban. El rechazo de la Reina, el poder de Sunoo, el secreto que compartían.
—¿Por qué no se lo dijiste antes? —preguntó Jungwon, aún sorprendido.
—Porque no quería que Jake supiera que nuestra madre lo eligió porque no me quería a mí. Para él, ser el Rey lo es todo. Estaré bien, fue decisión mía.
O eso creía.
Riki se rascó el cuello con frustración por la picazón que las especias le causaban. Harto de la incomodidad, buscó entre sus pertenencias un pedazo de tela que pudiera cubrirlo de las pequeñas semillas aromáticas que escapaban por una rasgadura en una esquina del costal.
Había estado viajando en carretas de comerciantes durante más de tres días, y su espalda anunciaba que pronto estaría tan adolorida que necesitaría un buen estirón.
Desde su salida de Kaelaen, trató de mentalizarse lo suficiente para reunir el valor y terminar de una vez por todas la misión que el idiota del parche le había encomendado.
De nuevo, ¿cuál era su nombre? ¡Ah, sí! Lee Heeseung.
El cruce de los pueblos estaba muy lejos como para volver a su guarida, y detenerse en Lykris le daba igual cuando se trataba de su ciudad natal. Los periódicos que Lunne le había mostrado la última vez exhibían posibles rostros del gran cazarrecompensas Riki junto al alto precio que se ofrecía por su captura. A Riki no le quedó de otra más que reírse ante la ironía de ofrecer dinero por la captura de alguien que cobraba por asaltar, matar o robar.
El mundo le causaba algo de gracia.
Thalir aparecería frente a sus ojos en menos de un día, quizá si el transbordador no se detenía llegaría a la gran capital de Aeloria al atardecer, lo suficientemente temprano para poder ver a Sunoo y mostrarle la extraña flor que había encontrado en las veredas de Nielsen, el muelle de comercio. O quizás no. O quizás seguiría de largo hasta ocultarse en los túneles subterráneos para cumplir de una vez su misión y mandar todo con el que nadie ve pero todos sienten.
Encontró entre sus pertenencias el pañuelo que el príncipe había confeccionado para él en alguno de sus muchos primeros encuentros. La palabra "Ginebra" estaba escrita en una de las tantas esquinas de la tela, seguida de muchas palabras más pequeñas y más grandes que Sunoo había escrito, pensando en el significado de cada una. Riki siempre había pensado que era un diseño extraño, pero tan único como el príncipe mismo.
Desvió su atención hacia la rejilla de la carreta y dejó sus piernas al aire mientras observaba el cielo, colocando el pañuelo alrededor de su cuello con las manos.
—¡Llegaremos a la ciudad al atardecer! — escuchó el grito del hombre que conducía el carruaje.
Riki sonrió sin mucho ánimo y volvió a concentrarse en el cielo azul del mediodía que se alzaba por encima de su cabeza.
Quemaba, como el crepitar de las hojas siendo consumidas por el fuego en medio de un páramo helado. O como el miedo ardiente que crecía en su interior ante la idea de fracasar completamente y perderse entre las memorias del reino como el peor de los ladrones en la historia.
Admitiría que la misión ya no era lo más emocionante en su vida, pero eso solo sería darle la razón a Heeseung cuando decía que todo humano tenía una personalidad y la suya era inventada por los rumores ajenos. No era nada, se limitaba a ser lo que otros esperaban de su nombre: un ladrón.
En su opinión, las personas siempre expresaban más de lo que debían. La gran mayoría adulaba su propia posición y expresaban su descontento con las imperfecciones del resto, idolatrándose a sí mismos como humanos perfectos y sin errores. Así era como funcionaba el mundo, bajo la premisa de: "Yo nunca podría hacer semejante cosa". Quizá porque ya lo habían hecho. Nunca digas "nunca", por favor.
La única verdad que existía era la que se formaba sobre la mentira, después del dolor, los malentendidos y la sangre derramada en vano. Porque así era el ser humano: necesitaba agonizar para comprender, bajo presión, que su vida se volvía tan irrelevante como la del resto ante la muerte.
Y Riki no era exento de esa regla.
Si no matabas, te mataban.
Había aprendido que la moralidad no tenía cabida en su línea de trabajo, que el bien y el mal eran conceptos subjetivos, distorsionados por quienes ostentaban el poder. Lo que hoy era visto como heroico, mañana podría ser considerado vil. Así era la naturaleza humana, y Riki no perdería el tiempo tratando de luchar contra ella.
El recuerdo de Sunoo volvió a atravesar su mente, tan nítido como siempre. A pesar de todo, no podía dejar de pensar en él. A veces se preguntaba si Sunoo lo vería de la misma manera que el resto del mundo si conociera su verdadero nombre, como un ladrón sin alma, un asesino sin propósito. Tal vez era mejor que así fuera. Porque si Sunoo llegaba a comprender lo que realmente era, si llegaba a ver la profundidad de la oscuridad que lo envolvía, la distancia entre ambos sería destructiva. Y Riki, por mucho que lo negara, no estaba listo para perder lo único que le quedaba.
El carruaje avanzaba con un ritmo constante, pero su mente seguía dando vueltas a esas verdades incómodas. Sunoo, Heeseung, el mundo entero... todos eran parte de ese engranaje que lo mantenía atrapado. Y aunque una pequeña parte de él anhelaba liberarse, sabía que la libertad era un lujo que no podría permitirse.
Porque, al final del día, Riki entendía que ser libre implicaba enfrentarse a la verdad, y la verdad era un monstruo que nadie quería ver de frente.
Llegó a la capital de Aeloria al atardecer, tal como había previsto el conductor del carruaje. El sol se desvanecía detrás de las colinas, proyectando largas sombras sobre los edificios antiguos y las murallas del reino. Había sido un viaje largo y agotador, pero ahora se enfrentaba a una tarea aún más complicada: secuestrar a Jungwon.
Bajó del carruaje sin demasiados ánimos, su mente aún atrapada en el recuerdo de Sunoo y el pañuelo que ahora descansaba en su cuello. Cada paso que daba por las calles empedradas de Thalir lo acercaba más a su misión, pero también lo alejaba de lo poco que le quedaba de paz interior.
Apenas había ingresado en las calles concurridas de la capital cuando, entre la multitud, divisó una figura familiar: Sunoo. Una vez más, el príncipe parecía haber aparecido de la nada, como si el destino mismo los uniera en momentos clave, aunque Riki no estaba seguro de que eso fuera algo necesariamente bueno, no ahora. Estaba de pie cerca de un mercado al aire libre, con sus inconfundibles guantes negros, observando un puesto de flores.
Riki se acercó lentamente, dudando de si debía hablarle o no. Pero antes de que pudiera decidirse, fue Sunoo quien habló primero, sin siquiera mirarlo, como si aguardara su llegada.
—Siempre sabes dónde encontrarme —dijo con una pequeña sonrisa en los labios, todavía observando las flores.
—No es intencional —contestó Riki, poniéndose a su lado. El aroma de las flores flotaba a su alrededor, mezclándose con el sonido de la vida en la ciudad.
Por un momento, ambos permanecieron en silencio. El sol seguía descendiendo y la luz dorada bañaba la plaza en la que se encontraban. Divagaron entre sus pensamientos, sin notar que el otro hacía lo mismo, ambos dudando si decir lo mucho que se habían extrañado sonaría extraño, erróneo o enfermizo.
El peli plateado sacó la extraña flor de su valija; los pétalos mostraban arrugas debido a la falta de agua y al ajetreo que su caminata le había causado. Riki mostró un puchero en su rostro ante la ya ausente belleza de la flor que había cortado en Nielsen la mañana anterior.
—¿Qué es? —El príncipe observaba sus manos con notoria curiosidad, esperando alguna señal suya para tomar la pequeña flor entre sus manos. Riki extendió sus palmas para colocarla en las manos del contrario con delicadeza.
—Flor del camino —respondió, captando la completa atención del joven rubio, que desvió la vista para verlo con curiosidad. Riki sintió que sus piernas temblaban ante la delicadeza de su mirada sobre él—. Yo… Este… La encontré cuando pasaba por Nielsen. Es una especie muy rara de encontrar, así que intenté traerla para ti.
Tartamudeó con torpeza. Sus manos se movían intranquilas y su cabeza daba vueltas como si estuviera mareado. Riki maldijo internamente por su debilidad, mientras Sunoo sonreía, ajeno a su dilema, ante la gran ternura que su actitud le generaba.
—Es lindo, gracias —dijo Sunoo, adornando su rostro con una gran sonrisa mientras volvía la vista a la flor.
—Volverá a ser hermosa mañana si la plantas de nuevo. Sobrevivirá un día en tierras ajenas y después morirá, lamentablemente.
Su tono se volvió triste conforme avanzaba en su explicación, resignándose a que su obsequio había sido un fracaso total.
—Me refería al obsequio en sí cuando dije que era lindo —Sunoo colocó la flor en su oreja, dejando unos mechones cruzados sobre su tallo como si fuera un pasador de diseño natural. Riki lo observó maravillado con cada uno de sus movimientos—. Es una lástima no poder visitar Nielsen, queda casi en las fronteras de Aeloria.
El reino era gigantesco. Riki viajaba durante días de extremo a extremo en diferentes misiones conociendo durante sus viajes diversos rincones del reino y muchas más guaridas ocupadas por desertores de reinos vecinos. Sus manos jamás se habían involucrado con ninguno, pues consideraba que él no era apto para juzgar los hechos de otros cuando ni él estaba exento de errores, y vaya que había cometido bastantes.
Sunoo lo observaba sin borrar su sonrisa, encantado con el porte que el joven siempre mantenía frente a él. Su barbilla alzada, su flequillo rebelde que cubría gran parte de su frente como si los vientos más fuertes lo hubieran moldeado, dándole la apariencia de alguien que ha luchado en temperaturas tan frías como las del infierno.
Riki era impecable, como la brisa mañanera que limpiaba cualquier rastro de sangre de las hojas y después llenaba el cielo de nubes blancas. Sunoo sentía que su alma liberaba todo el dolor acumulado cuando los ojos negros de Riki se posaban sobre los suyos, en un encuentro similar al del sol y la luna. O quizá solo era el efecto de sentirse atraído por lo desconocido, lo similar y al mismo tiempo lo extraño.
El príncipe que logró hacer temblar el corazón del cazador.
Sin princesas ni doncellas de por medio. Sunoo estaba bien con su propia versión de los miles de cuentos que contaban a los niños.
El viento comenzaba a levantarse, arrastrando consigo el olor de la tierra húmeda y las flores que adornaban el mercado. Sunoo seguía allí, con la flor en la oreja, como si no existiera nada fuera de ese momento. Pero Riki sabía que su misión era otra, mucho más oscura, y que su tiempo con él era limitado.
—Deberías irte —murmuró Riki finalmente, tratando de sonar autoritario y ocultar lo quebrada que sonaba su voz por el temor. Sabía que cuanto más tiempo pasara cerca de Sunoo, más difícil sería cumplir con lo que se le había encomendado.
Sunoo lo observó en silencio por un instante, como si estuviera debatiendo internamente qué decir. Finalmente, asintió lentamente.
—Tal vez deberías venir conmigo —dijo el príncipe, sin perder su sonrisa—. Podríamos hablar más tranquilos en el palacio.
El corazón de Riki dio un vuelco. La idea de seguir a Sunoo era tentadora, no por la facilidad con la que podría ingresar al palacio, sino por la simple razón de que la invitación venía de él. Pero también lo alejaba de su misión, de Jungwon, de todo lo que había jurado cumplir. Quería decirle que no podía, que su lugar no estaba en ese mundo de nobleza y poder, pero antes de que pudiera responder, Sunoo ya lo estaba guiando a través de las calles.
El camino hacia el palacio fue silencioso, excepto por el sonido de las ruedas de los carruajes que pasaban a su lado y los murmullos de los comerciantes que cerraban sus puestos. Riki se sentía como un extraño en esa vida tan ajena a la suya, pero Sunoo se movía con naturalidad, como si el caos de la ciudad no lo afectara en lo más mínimo.
Cuando llegaron a las puertas del palacio, Riki sintió un nudo en el estómago. Sabía que entrar allí significaba exponerse aún más, poner en riesgo la misión y su propia vida. Pero antes de que pudiera retroceder, Sunoo se detuvo y se volvió hacia él.
—Sé que algo te preocupa —dijo el príncipe, clavando su mirada en la del peligris—. No tienes que decirme qué es, pero quiero que sepas que puedes confiar en mí.
Las palabras de Sunoo resonaron en su mente como un eco distante, llenándolo de una confusión que no supo cómo manejar. ¿Cómo podía confiar en alguien que era parte de todo lo que él había jurado destruir? Y sin embargo, en ese momento, bajo las luces titilantes del palacio y con el suave murmullo de la ciudad a sus espaldas, deseaba creerle.
—No es tan simple —respondió Riki, sintiendo que sus palabras no eran suficientes para expresar lo que realmente sentía.
Sunoo soltó un suave suspiro, bajando la mirada hacia el suelo por un segundo antes de volver a levantarla.
—La vida nunca es simple, Niki. Pero tal vez no tiene por qué ser tan complicada siempre —dijo, reforzando sus palabras con un pequeño asentimiento, al cual Riki respondió con una tímida sonrisa—. Cuando seamos más valientes, verás el mundo desde arriba, junto a mí en el balcón —añadió, inconsciente de que acababa de revelar uno de sus deseos en voz alta.
Antes de que Riki pudiera responder, las puertas del palacio se abrieron con un suave chirrido, y Sunoo lo invitó a entrar con un gesto de la mano. Riki lo siguió, consciente de que cada paso lo alejaba más de lo que había planeado. Pero en ese momento, caminar junto al príncipe parecía lo único que podía hacer.
Dentro, el palacio brillaba bajo la luz de candelabros y antorchas. Las paredes estaban adornadas con tapices de colores y escenas de batallas antiguas, pero a Riki no le interesaba el esplendor ni la historia de esos lugares. Todo lo que podía ver era a Sunoo, caminando delante de él, cada vez más cerca y, a la vez, tan inalcanzable.
Finalmente, llegaron a una pequeña sala en uno de los corredores laterales. No era tan majestuosa como el resto del palacio, pero parecía un espacio íntimo, destinado a encuentros más privados: la alcoba secundaria del príncipe. Sunoo cerró la puerta detrás de ellos y se sentó en uno de los sillones, invitando a Riki a hacer lo mismo.
—¿Qué es lo que te persigue? —preguntó Sunoo, con una calma que desconcertaba a Riki—. No estoy ciego, puedo ver que hay algo que te pesa, algo que no me estás diciendo.
Riki tragó saliva, sintiendo cómo la tensión en su pecho aumentaba. Había querido alejarse de él, mantener sus distancias, pero ahora se encontraba a solas con el príncipe, en un lugar del que no podía escapar fácilmente. Las palabras de advertencia de Sung-Hoon resonaron en su mente: “No te acerques demasiado”. Quemaba, peor que el infierno. Sin embargo, era tan hermoso como el cielo. Y él, como ente maligno, profanaba ambos sitios sin piedad ni compasión, de forma humana y egoísta.
—Hay cosas de las que no puedo hablar —dijo finalmente, desviando la mirada hacia la ventana, donde las luces de la ciudad titilaban en la oscuridad.
Sunoo lo observó en silencio, sin presionarlo. Solo el sonido de sus respiraciones llenaba el aire. Y entonces, después de lo que pareció una eternidad, tomó una decisión que ni él mismo comprendió del todo.
Acercó su rostro al del joven con delicadeza, tomando entre sus manos el mentón frío de Riki, producto de las bajas temperaturas. Vaciló entre sus mejillas, su nariz perfectamente respingada y sus ojos oscuros, que bajo la noche parecían teñidos de púrpura. Sunoo sintió su alma temblar, sus guantes le estorbaban, y todo el miedo que alguna vez sintió se transformó en terror ante la sola idea de perderlo, lastimarlo o hacerlo huir.
El miedo que alguna vez lo había ocupado fue encerrado en su interior con fuerza, aferrándose a la idea de que ese momento junto a Niki le pertenecía solo a él, que el joven era para sí, y que nadie podría decirle que sus sentimientos eran infundados.
Riki sujetó sus manos al sentir el temblor que lo recorría, alzando la vista para encontrarse con los ojos brillosos de Sunoo, invadido por las ganas de llorar ante la oleada de pensamientos que lo atormentaban. Confirmar que un hombre le gustaba se sintió más feliz que obtener su rango en la realeza, pero el golpe fue tan fuerte como una flecha en el campo de batalla. No saldría ileso.
—Estoy aquí —dijo Riki, sin atreverse a mirarlo a los ojos por más tiempo, concentrándose en sus manos—. No tengas miedo.
Sunoo no reaccionó de inmediato, y el silencio que siguió fue casi insoportable. Cuando finalmente habló, su voz fue baja, apenas un susurro en medio del bullicio de su mente.
—Quiero besarte…
Riki levantó la mirada y vio algo en los ojos de Sunoo que lo hizo estremecerse: no era ira, ni decepción, sino una comprensión profunda, como si el príncipe hubiera sabido todo el tiempo que este momento llegaría.
El aire dentro de la alcoba parecía haberse vuelto más denso. Riki sentía su corazón martillear en el pecho, cada latido resonando como un tambor que anunciaba una guerra interna, una batalla que él mismo no comprendía del todo. Y entonces, el espacio entre ellos desapareció.
Sunoo, con la misma delicadeza que lo había caracterizado siempre, cerró los ojos y dejó que sus labios rozaran los de Riki, un contacto suave, lleno de temores reprimidos y deseos apenas comprendidos. Al principio, Riki no respondió, atrapado en un torbellino de emociones. Pero cuando finalmente lo hizo, fue con una intensidad que lo sorprendió. Su mano, fría por la caminata bajo las bajas temperaturas, se entrelazó con la de Sunoo, tirando suavemente de él hacia más cerca, como si quisiera anclarlo en ese instante.
El beso fue breve, pero lo suficiente para que ambos sintieran el peso de lo que significaba. Sunoo abrió los ojos lentamente, sus pestañas temblando mientras sus labios se separaban. Su mirada cayó sobre sus propias manos, cubiertas por los guantes oscuros que había llevado todo el tiempo. Un escalofrío recorrió su espalda, y el príncipe retrocedió ligeramente, como si de repente sintiera el peso de algo más grande que ellos dos.
—¿Qué pasa? —preguntó Riki, con la voz aún ronca por la cercanía.
Sunoo no respondió de inmediato. En lugar de eso, miró sus manos nuevamente, como si éstas fueran las culpables de todos sus temores. Su cuerpo temblaba, y por primera vez, Riki pudo ver a través de sus ojos lágrimas silenciosas.
—Siempre… —Sunoo vaciló, tomando aire antes de continuar— siempre he temido ver mis propias manos.
Riki frunció el ceño, sin entender del todo. Tomó las manos de Sunoo entre las suyas, sintiendo la tela de los guantes bajo sus dedos.
—¿Por qué? —preguntó, apretando sus manos con suavidad.
Sunoo dejó escapar un suspiro. —Porque cada vez que toco a alguien con ellas… —Hizo una pausa, como si las palabras pesaran demasiado—, veo todo. Sus vivencias, sus recuerdos… sus miedos, sus alegrías. Todo lo que son, todo lo que han sido, todo lo que ocultan. —Desvió la mirada, avergonzado—. Y no quiero ver eso. No quiero sentir que no tengo derecho a sus secretos.
Riki lo miró en silencio, asimilando lo que Sunoo le había confesado. Sabía que el príncipe tenía habilidades extraordinarias, pero nunca se había imaginado lo difícil que debía ser cargar con ese don, que era más una maldición. Su mirada se suavizó.
—A la mayoría le asusta la honestidad —comentó Riki, clavando su mirada en el horizonte—. Quizá por eso te temen. No quieren ser vulnerables ante ti. Es más fácil temerle a alguien que tiene acceso a lo más profundo de tu ser.
—¿Qué hay de ti, Niki? —preguntó Sunoo, con una intensidad que lo obligó a enfrentarse a la pregunta—. ¿A ti también te asusta?
Riki dudó por un instante. Sus pensamientos volvieron al pasado, a lo que había hecho, a lo que tendría que hacer pronto. Era consciente de que había cosas que Sunoo jamás debería saber, pero ya no podía detenerse.
—Si yo fuera alguien atroz… —dijo Riki, casi en un susurro—, ¿me perdonarías?
Sunoo lo miró a los ojos, sin vacilar.
—Sí —respondió con convicción.
El corazón de Riki dio un vuelco. Esa simple palabra, pronunciada con tanta seguridad, hizo que su mente se agitara aún más. No merecía ese perdón, pero una parte de él quería creer en la posibilidad.
Esbozó una sonrisa amarga y desvió la mirada. No había vuelta atrás. La misión estaba en marcha, y Sunoo no tardaría en conocer el lado más oscuro de su verdadero yo. Aunque el intentara evitarlo.
“Entonces tendrás que hacerlo…”
No hay dolor en mi corazón,
Ni agonía en mi lecho frío.
En mi casa, una vela ardiente
Aguarda tu regreso, amor mío.
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