Vidrios rotos
Decidí ir a mi habitación después de comer la carne asada y un poco de ensalada de lechuga y tomate. Estaba satisfecho y quise dormir, a pesar de la amenaza de que no pensaban dormir en toda la noche.
Desde mi persiana, observaba como Chiara, Guillerme y mi madre, Rosa, se encargaban de preparar la mesa dulce con esmero. Sirvieron confites, budines de fruta, bajo las luces me hacía sentir más fuera de lugar que nunca. Se notaba que estaban felices. La risa de Chiara resonaba como un martillo en mi cabeza. ¿Cómo podían estar tan contentos?
La mesa estaba llena. Garrapiñadas, nueces, pan dulces, turrones... Todo lo que a mí no me importaba en lo más mínimo. Lo peor eran las botellas de sidra, perfectamente alineadas y frías, listas para ser abiertas y vaciadas. Brindaban a cada rato y por cosas sin sentido.
Los veía comer y beber, ajenos a lo que yo estaba sintiendo, como si fuera un fantasma más en esta casa que ya de por sí estaba llena de recuerdos y espectros de lo que alguna vez fue una familia.
Eran casi las dos de la mañana cuando escuché voces nuevas. Los vecinos habían llegado a brindar. La cantidad de voces aumentaron, se hicieron más fuertes, más insoportables. Empezaron a bailar, a moverse como si estuvieran viviendo la mejor noche de sus vidas. ¿De verdad les hacía tan feliz una noche así? ¿Con tanto alcohol y música alta? Era ridículo, algo muy innecesario.
Me acerqué a la ventana, levantando la persiana lo suficiente como para espiar sin ser visto. Mis labios temblaban de rabia. No soportaba la idea de que ellos estuvieran pasándola bien mientras yo estaba atrapado en este cuarto oscuro. Sentía como una presión en mi cabeza, como si el aire no me alcanzara. Necesitaba hacer algo, cualquier cosa para liberarme de esa ira que me consumía.
Fue entonces cuando decidí salir al patio. Sigilosamente, evitando que me vieran, me acerqué a las botellas vacías que habían dejado tiradas en el pasto. Las tomé una por una, y sin pensarlo dos veces, las arrojé con todas mis fuerzas hacia la calle. El sonido de los vidrios rompiéndose en mil pedazos me dio una satisfacción instantánea. Como si al destruir algo pudiera calmar, al menos por un momento, el caos que llevaba dentro.
Los vecinos me estaban mirando y quedaron helados. El ruido de las botellas estallando hizo que todos dejaran de bailar y me miraran. Uno de ellos, un tipo grande con una camiseta de una banda metalera, me gritó desde su puerta.
—¡Eh, loco! ¿Qué te pasa? ¡Estás enfermo! —su voz gutural me hizo reír.
—¡Vamos a llamar a la policía, idiota! —gritó otro, mientras los demás retrocedían, asustados.
No me importaba. Todo lo que quería era romper algo, cualquier cosa, para desquitarme. Pero antes de que pudiera arrojar otra botella, Guillerme se acercó corriendo hacia mí.
—¡Elmer, qué mierda hacés! —me gritó con una furia que rara vez mostraba—. ¡Sos un maldito mogolico! ¡Andá a dormir ya!
Me quedé quieto por un momento, respirando con una taquicardia tremenda, pero sabía que tenía razón. Había hecho un espectáculo de mí mismo, como siempre. Obedecí de mala gana, sin decir una palabra, regresé al interior de la casa, sintiendo que la ira se convertía en vergüenza.
Me encerré en mi habitación, pero no pasó mucho tiempo antes de que escuchara una sirena. La policía había llegado. Por supuesto, los vecinos habían cumplido su amenaza. Me asomé por la puerta y vi a un oficial hablando con Guillerme y Chiara en la entrada. Mi madre, Doña Rosa, observaba desde la distancia, se notaba que estaba muy nerviosa.
El oficial, un hombre robusto y musculoso, con cara de malo, me llamó.
—¿Usted es Elmer Mamani? —preguntó con un tono autoritario.
Asentí, tratando de mantenerme erguido.
—Necesito que me muestre su documento de identidad —exigió con firmeza.
Ahí fue cuando la situación se volvió aún más humillante.
—No... no tengo documento —admití, sintiendo como mi rostro ponía rojo como un tomate de la vergüenza—. Lo perdí cuando tenía once años y... nunca lo tramité de nuevo.
El oficial me miró con incredulidad. Chiara intervino antes de que pudiera decir algo más.
—Elmer... él es... bueno, es como un indigente —le explicó sin molestarse en disimular su lástima—. Nunca ha tenido un trabajo en blanco, nunca fue cumplió su deber cívico y... bueno, no se ocupa de esas cosas. Vive así, porque tiene un trastorno mental.
Esas palabras me golpearon como un puñetazo en el estómago: Indigente.
Lo había dicho en voz alta, como si fuera la verdad más obvia del mundo. ¿Eso era lo que pensaban de mí? ¿Un indigente? ¿Acaso soy un vagabundo? ¿Alguien que no merecía ni siquiera un lugar en la sociedad? ¿Un enfermo mental?
El oficial suspiró y se frotó la frente, claramente molesto por tener que lidiar con algo tan insignificante en una noche como esa.
—Mire, no voy a hacer nada con esta denuncia —dijo—. Pero tienen que recoger esos vidrios del pavimento. Si alguien pasa en auto, se van a pinchar los neumáticos y eso sería otro problema.
Guillerme asintió, agradecido de que la situación no hubiera escalado. Pero yo... yo no podía soportar lo que acababa de suceder. Mi propio hermano, mi cuñada, y hasta mi madre, todos me habían hecho quedar como un inútil delante de un policía y los vecinos. Me di la vuelta y me dirigí de nuevo a mi habitación, con las lágrimas rodando por mis mejillas.
El peso de todo lo que había pasado se desplomó sobre mí. Me tiré en la cama y las lágrimas empezaron a caer, primero en silencio, luego en sollozos que no podía controlar. Todo lo que mi cuñada había dicho, todo lo que Guillerme y el oficial insinuaron... Me sentía un hombre humillado e insignificante.
En medio de mi llanto, escuché la puerta abrirse. Era la traidora de Chiara y Guillerme. Su rostro no mostraba ni rastro de arrepentimiento.
—Elmer, ¿qué te pasa? —me preguntó Chiara, cruzando los brazos—. Acabo de barrer todos los pedazos de botellas del pavimento. Mínimamente, debiste recogerlo antes de venir a tu pieza.
—¡¿Qué me pasa?! —grité, incorporándome—. ¡Te metiste en mi vida! ¡Hablaste de mí como si fuera basura! ¡Un indigente, dijiste! ¿Te das cuenta de lo que hiciste?
Chiara frunció el ceño y se acercó a la cama, pero antes de que pudiera decir algo, Guillerme intervino.
—Elmer, basta. Chiara te salvó el pellejo ahí afuera. Si no fuera por ella, ese oficial te hubiera llevado detenido al destacamento policial. Deberías estar agradecido.
—¡¿Agradecido?! —escupí—. ¡Agradecido por qué! ¡¿Por dejarme como un imbécil frente a todo el mundo?! ¡¿Por hacerme sentir como si no fuera nadie?!
Guillerme me miró con frustración.
—Mirá, Elmer... todos estamos tratando de ayudarte. Pero vos no ayudás en nada. Te quedás ahí, encerrado, enfurecido con todo el mundo, y no hacés nada por cambiar tu vida. ¿Cómo querés que te tratemos si no nos dejás otra opción?
No tenía respuesta. Sabía que tenía razón, en parte. Pero eso no hacía que doliera menos. Me sentía atrapado en un pozo de mierda que yo mismo había cavado y ahora, por mucho que gritara nadie parecía escucharme.
Chiara, aún con los brazos cruzados, dió un paso hacia la puerta.
—Elmer, no te estamos pidiendo que cambies de la noche a la mañana —dijo la altanera—. Solo queremos que intentes, que salgas de este agujero en el que estás metido. Pero si seguís así, no vas a llegar a ningún lado.
Me quedé en silencio, sin saber qué decir. La puerta se cerró detrás de ellos, dejándome solo de nuevo. Las lágrimas seguían cayendo, pero ahora, en lugar de rabia, lo que sentía era un profundo cansancio. Cansancio de que me juzguen por pequeñeces.
Desearía tener amigos reales y solo virtuales para irme con ellos, abandonar esta familia y este maldito barrio, lleno de vecinos chismosos.
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