Plan fracasado
El sol de la tarde se estaba ocultando, tiñendo el cielo de un naranja apagado mientras yo trataba de barrer el suelo y levantar las heces de los gatos. Cada vez que empujaba la escoba, el polvo se levantaba en una nube que me hacía toser.
Aun así, seguí adelante. Tenía que despejar al menos un camino para que Guillerme y su familia pudieran moverse sin tropezar con montañas de cosas. Pero sabía que no era suficiente y el stress aumentaba con cada movimiento de mi vieja escoba.
Logré despejar la mesa del comedor, aunque los objetos que quité solo encontraban su lugar en otra parte de la casa. Parecía un esfuerzo inútil, como si estuviera tratando de vaciar el mar con una cuchara. Aun así, me obligué a seguir.
Después barrí un camino hacia la cocina, luego hacia el baño y finalmente hasta la entrada. El olor a gato, sin embargo, persistía. Había demasiados animales, demasiados años de descuido. No podía echar cloro por todos lados; no solo porque eso empeoraría las cosas, sino porque no podía imaginarme dejando el lugar con ese hedor penetrante, nos arderían los ojos.
Eran casi las cinco de la tarde cuando escuché el ruido de un auto acercándose por la calle. Mi corazón se aceleró. Sabía que era Guillerme con su esposa Chiara y los dos niños pequeños. No estaba listo, no de la forma en que debería estarlo. Pero era demasiado tarde para hacer algo más.
La puerta se abrió con un crujido y ahí estaban. Guillerme, alto y fuerte, con su habitual ceño fruncido; Chiara, con una expresión neutra y detrás de ellos, los dos pequeños, mirándome con temor.
—Hola, Elmer —dijo Guillerme, forzando una sonrisa mientras miraba alrededor—. Veo que has... hecho algunos cambios.
No pude evitar sentir la ironía en sus palabras. Había hecho lo que pude, pero no era suficiente y ambos lo sabíamos. Las telarañas todavía colgaban del techo, acumulándose sobre el televisor. Las pilas de cosas seguían ocupando cada rincón de la casa y el olor a gato era innegable.
—He intentado limpiar y estoy cansado —respondí, tratando de sonar más seguro de lo que me sentía—. Pero ya sabes cómo es esto... ni las gallinas ayudan, pero tenemos huevos gratis.
Guillerme no dijo nada. Su mirada recorrió el desorden, deteniéndose en los montones de objetos amontonados en cada superficie disponible. Chiara, mientras tanto, ya había comenzado a desempacar los tuppers de comida que había traído. Los colocó sobre la mesa despejada, como si intentara ignorar el caos a su alrededor. El aroma de la comida recién preparada llenó la sala, un contraste doloroso con el ambiente habitual de la casa.
—Elmer, huele a mierda aquí —murmuró Guillerme, más para sí mismo que para mí—. No entiendo como mamá puede vivir así.
—Es lo mejor que yo puedo hacer, Guille —respondí con un tono que intentaba ser firme aunque sabía que no tenía excusas.
Guillerme se quedó en silencio por un momento, respirando profundamente, como si intentara mantener la calma. Pero la tensión en su mandíbula me decía que estaba al borde de explotar.
—¿Y la sidra? ¿La cerveza? —preguntó finalmente, mirando el interior de mi heladera—. Dijiste que te encargarías de eso.
Sentí un nudo en el estómago. Sabía que esta conversación vendría, pero no había preparado ninguna excusa convincente.
—Yo no compré nada —admití, mirando el suelo—. No creo que valga la pena gastar dinero en alcohol. No hace falta para celebrar.
Vi como la expresión de Guillerme cambiaba. El intento de mantener la calma desapareció en un instante y la ira que había estado conteniendo se hizo evidente.
—¿No hace falta para celebrar? —repitió, su voz subiendo de tono—. ¡Elmer, eso no era lo que habíamos acordado! Sabías que era lo único que te pedimos. Chiara se encargó de toda la comida, y yo... —hizo una pausa, mirando a su esposa y a sus hijos antes de continuar—. Yo pensé que podríamos tener una Navidad normal, aunque solo fuera por una noche.
Chiara intervino tratando de calmar a su esposo.
—Guille, ya está. No importa —dijo—. Tenemos la comida. Podemos hacerlo sin la sidra y sin cerveza.
Pero Guillerme no estaba dispuesto a dejarlo pasar.
—No, Chiara. ¡Esto no es justo! —gritó, dirigiendo su ira hacia mí—. ¡Ni siquiera pedimos mucho, Elmer! Solo queríamos una noche normal. Una maldita noche normal en esta pocilga. Pero no puedes ni siquiera hacer eso.
La palabra pocilga me golpeó como un puñetazo en el estómago. Sabía que mi casa no era un lugar ideal, pero escucharlo de esa manera, en voz alta, me dolió más de lo que esperaba. Tragué saliva, sintiendo cómo la vergüenza comenzaba a arrastrarse por mi piel.
—Perdón. De verdad, lo siento —murmuré, incapaz de mirarlo a los ojos—. Pensé que podríamos hacerlo sin...
—¡Basta, Elmer! —me interrumpió, su voz cortante como un cuchillo—. Siempre tienes una excusa. Siempre estás buscando una manera de no hacer lo que se necesita hacer. Estoy harto de esto. Estoy harto de ti.
Sentí que todo se desmoronaba a mi alrededor. Cada palabra suya era una puñalada directa a mi orgullo, a la poca autoestima que me quedaba.
Chiara, aún sosteniendo a uno de los niños en sus brazos, me miró con una mezcla de lástima y resignación. No dijo nada, pero su silencio lo decía todo. Era una de esas miradas que decían: sabía que esto iba a pasar, y eso me hacía sentir aún peor.
Guillerme dió un paso hacia la puerta, llamando a los niños para que lo siguieran. Estaba claro que ya había tomado su decisión.
—Nos vamos a casa de mi suegra, Elmer. No puedo dejar a los chicos en este ambiente y tú no vas a cambiar. No puedo seguir fingiendo que las cosas van a mejorar aquí.
—¿Todo porque no compré tu amado alcohol? —chillé.
—¡Exactamente, no se puede brindar con agua del pozo! —gritó con fuerza.
Las palabras se quedaron en mi garganta, atrapadas por el nudo que se había formado. No había nada que pudiera decir para detenerlo. Nada que pudiera hacer para arreglar lo que había roto.
Los niños siguieron a su padre, mirándome con ojos grandes y confundidos. No entendían por qué su tío Elmer no podía simplemente ser como los demás adultos, por qué su casa estaba tan desordenada, tan distinta a la suya.
Chiara fue la última en salir. Se detuvo en la puerta por un momento, mirándome con una tristeza que no podía ocultar.
—Espero que encuentres una manera de salir de esto, Elmer —dijo en voz baja, antes de seguir a Guillerme y cerrar, me dejó el Tupperware con Vitel toné sin que viese mi hermano.
—Gracias —es lo único que salió de mi boca en ese momento.
El silencio que siguió fue ensordecedor. Me quedé ahí, en medio de la sala, rodeado de montañas de objetos inútiles y telarañas, con el olor a gato envolviéndome como un manto pesado. La comida que Chiara había dejado seguía en la mesa, pero ahora parecía fuera de lugar en una casa que no merecía nada fresco ni nuevo.
Me senté en una de las sillas del comedor, hundiendo la cabeza entre las manos. No sabía cuánto tiempo estuve así, pero el calor de la noche comenzó a infiltrarse en la casa, recordándome que no había encendido el viejo ventilador. No importaba. Nada importaba en ese momento.
Las palabras de Guillerme me seguían perturbando. Sabía que tenía razón. Sabía que había fallado. Pero a pesar de todo, no podía evitar sentir que las cosas habían ido demasiado lejos. Sí, mi casa era un desastre, mi vida un caos, pero... ¿realmente merecía ser abandonado de esa manera? ¿Realmente era tan incapaz de ser un buen hermano, un buen hijo, un buen...?
No. No podía seguir pensando así. Si lo hacía, acabaría perdiendo la poca cordura que me quedaba.
Me obligué a levantarme y dirigirme a la cocina. Sabía que mi madre estaría ahí, ajena a todo lo que había ocurrido porque no tenía buena audición, sumida en su propio mundo. La encontré sentada en su silla, mirando una revista de chismes que coleccionaba sin razón aparente.
—¿Qué pasó que se fueron? —preguntó sin mirarme, como si ya supiera la respuesta.
—Simplemente, se fueron a la casa de la familia de Chiara —respondí más apagado de lo que me habría gustado.
—Ya me lo imaginaba. No les gusta cómo vivimos. Siempre ha sido así.
Su indiferencia era una daga en mi corazón. Sabía que no lo hacía por maldad, sino porque simplemente no sabía cómo ser de otra manera. Aun así, no podía evitar sentir que su falta de empatía era parte del problema, parte de lo que nos había llevado hasta aquí.
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