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Los bitcoins

Mi viejo carro rechinaba al moverse, haciendo un sonido metálico que siempre me recordaba cuán viejo y desgastado estaba. El carro lo había comprado mi padre, hace más de 40 años y es la herramienta que usó para mantenernos cuando éramos chiquitos.

Lo había reparado tantas veces que ya no sabía cuántos parches tenía en las ruedas. Sin embargo, me acompañaba cada vez que salía a rebuscarme la vida entre los desperdicios de los complejos habitacionales. Era mi compañero silencioso en los días de búsqueda y aunque algunos lo veían con desprecio, pues yo lo consideraba como una herramienta más, una extensión de mí mismo.

Esta vez, me dirigía a uno de los complejos más lujosos de la ciudad. Gente con más dinero vive ahí, lo que significaba que de vez en cuando ellos tiraban cosas en excelente estado.

En mi experiencia, la ropa de hombre de vestir, como camisas, pantalones y zapatos, era lo más valioso. Algunas piezas eran de marca y aunque a mí no me entraban —yo no era de complexión pequeña— siempre encontraba a alguien dispuesto a comprarlas.

Mientras empujaba mi carro por la calle, divisé una figura familiar en la vereda opuesta. Alberto, mi peluquero, caminaba despreocupadamente hacia mí. Lo saludé con un gesto y él al verme cruzó la calle para acercarse.

—¡Elmer! ¿Cómo estás, amigo? —me saludó con su habitual sonrisa.

—Bien, bien —respondí, sin mucho ánimo—. Aquí, en lo de siempre.

Alberto echó un vistazo a mi carro y luego a mí.

—¿Qué llevas ahí hoy? —preguntó, señalando el bulto que había cubierto con una manta raída y polvorienta.

Sonreí y levanté una esquina de la manta para mostrarle lo que había encontrado. Varias camisas y pantalones de vestir, todos en buen estado.

—Es ropa de hombre de marca. No me queda, pero estaba pensando en venderla —le expliqué.

Alberto alzó las cejas, visiblemente interesado.

—¿Sabes qué? —dijo, mientras inspeccionaba una camisa de algodón azul marino—. Esto está en buen estado. ¿Qué te parece si hacemos un trueque? Yo te corto el pelo y tú me das la ropa.

Lo miré, sorprendido. No esperaba una oferta tan directa, pero la idea de un corte de pelo gratis siempre era bienvenida. El dinero no sobraba y tampoco me gustaba gastar y cualquier ahorro era un alivio.

—Trato hecho —respondí sin pensarlo mucho.

Nos despedimos, y me fui a casa, guardando la ropa hasta que llegara el día del próximo corte de cabello.

Veinte días después, volví a la peluquería con la ropa en una bolsa de plástico. Alberto me recibió con su habitual buen humor.

—Aquí está la ropa —le dije al entrar—. Así que el corte será gratis, ¿no?

—Por supuesto, amigo —respondió, mostrándome la silla vacía frente al espejo.

Me senté y mientras Alberto comenzaba a cortarme el pelo, noté algo curioso a un lado de la peluquería. Un laptop enorme  mostrando barras en movimiento, como si estuvieran registrando algo en tiempo real.

—¿Qué es eso? —pregunté curioso.

Alberto hizo una pausa en su trabajo y miró hacia donde señalaba.

—Ah, eso —dijo sonriendo—. No hago mucho dinero solo con la peluquería, así que estoy metido en esto del bitcoin. Gano bastante plata con ello.

Me sorprendió. No tenía idea de que Alberto estuviera involucrado en algo así.

—¿Bitcoin? —pregunté, algo desconcertado—. Yo no sé nada de esas cosas. Además, mi computadora es vieja, de escritorio, no creo que me sirva para eso.

Alberto lanzó una risotada, como si mi comentario le hubiera parecido gracioso.

—No te preocupes por eso, amigo. Yo tengo una netbook casi nueva que no uso. Si quieres, te la vendo en cómodas cuotas. Cuando la termines de pagar, la retiras y yo te enseño cómo funciona todo esto de las criptomonedas. Te va a encantar y lo mejor es que puedes hacerlo desde tu casa.

Mi mente empezó a correr. Trabajar desde casa sin tener que salir a la calle, sin empujar mi carro bajo la lluvia o subir y bajar colinas con el sudor pegado en la frente, sonaba demasiado tentador. Además, el trabajo en las fábricas o restaurantes que me sugería Lolita siempre me había puesto nervioso; no era algo que pudiera enfrentar. Yo siempre le había tenido miedo a la gente, a las multitudes, a los jefes que te miran con desdén.

—¿Se gana buena plata con eso? —le pregunté con cierta timidez.

—Bastante, si sabes lo que haces —me aseguró Alberto—. Y lo mejor de todo es que puedes hacerlo desde la comodidad de tu casita y no necesitas caminar bajo el terrible sol.

Era justo lo que necesitaba oír. Mi vida estaba lejos de ser perfecta, pero siempre había soñado con un trabajo que me permitiera quedarme en casa, alejado de los demás. Lo de salir a buscar en la basura, aunque lo hacía por necesidad, nunca había sido algo que disfrutara.

—Lo voy a pensar —le dije mientras terminaba de cortarme el pelo.

Alberto me dio una palmada en el hombro y sonrió.

—Cuando estés listo, me avisas. Y no te preocupes, yo te enseño todo. Es fácil, lo aprendes en menos de una semana.

Salí de la peluquería con el pelo al ras, pero con la mente llena de posibilidades. Esa misma noche, me conecté a la aplicación y le conté a Lolita sobre la oferta de Alberto. Estaba emocionado, sentía que finalmente había encontrado una salida que podría mejorar mi vida.

—Loli, dentro de tres meses tendré una computadora casi nueva —le escribí—. Y además, voy a poder trabajar desde casa con esto del bitcoin. Eventualmente, dejaré de salir a rebuscarme la vida con el carro. Nada de colinas, lluvias ni mojaduras. Podré ganar plata sin moverme de casa.

Esperaba que Lolita estuviera contenta por mí, que viera en esto una oportunidad. Pero su respuesta no fue la que yo imaginaba.

—¿De verdad crees que es buena idea? —escribió, visiblemente molesta—. Elmer, esas cosas no funcionan. Hay que ser casi una mente maestra para tener éxito con los bitcoins. ¿De verdad te estás creyendo eso?

Sentí como si me lanzara un balde de agua fría. Mi entusiasmo desapareció de golpe.

—Pero yo puedo hacerlo —intenté defenderme—. Alberto me va a enseñar. Dice que es fácil.

Lolita se enojó aún más.

—Elmer, por Dios, ¡no seas pelotudo! —escribió—. Necesitas un empleo formal, algo seguro. En una fábrica, en un restaurante, donde sea, pero algo real. No esas fantasías de hacerte rico con criptomonedas.

Sus palabras me golpearon fuerte. Yo siempre había respetado su opinión, pero esta vez sentía que no me estaba escuchando. Que no entendía mi situación.

—No funciona así aquí en Bolivia —le respondí con frustración—. No hay fábricas cerca de mi casa, ni restaurantes que me tomen sin experiencia. Esto no es Argentina, Lolita. Las cosas no están a mano como allá. Todo está muy lejano.

Lolita no estaba dispuesta a aceptar mis argumentos.

—No me importa —escribió con dureza—. Tienes que esforzarte, hacer un currículum, conseguir un seguro social, entrar al sistema, tener obra social médica. Piensa en tu madre, Elmer. Si te enfermas o te mueres, ¿quién va a cuidar de ella? ¿Quién va a darle de comer? ¿Qué pasará cuando tengas 60 años y ya no puedas cargar ese carro por las colinas?

Lo que me dijo me cayó sobre mí como una losa en la cabeza. Sabía que tenía razón en algunas cosas, pero sentía que no me dejaba espacio para intentar algo diferente.

—Yo puedo, Lolita. No te preocupes —escribí, aunque yo mismo no estaba tan seguro de poder aprender.

Pero ella había llegado a su límite.

—Eres tan ingenuo, Elmer. ¡¡Ese Alberto es un estafador y vos nunca vas a cambiar!! —fue lo último que escribió antes de bloquearme de la aplicación.

Me quedé mirando la pantalla sin saber que hacer...

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