La frustración está en el aire
Ya había pasado una semana desde que Lolita me dejó hablando solo. El vacío que sentía era grande. Ella me ignoraba como si no existiera, como si todas las conversaciones que habíamos tenido se hubieran evaporado en el aire. Pero, ¿qué iba a hacer yo? No podía quedarme esperando a que ella volviera a hablarme. Había cosas que resolver, cosas urgentes. Los gatos, los perros, las ratas... y la maldita carta de la Procuraduría.
Decidí salir de casa, ir al refugio. A ver si aceptaban a algunos de los gatos. Quizá podía hacer una donación de algunas de las cosas que tenía, aunque fuera chatarra. Lo importante era que me los aceptaran. Así que agarré un par de gatos, los más chiquitos y los puse en una jaula para gatos y me fui caminando bajo el sol que me quemaba la nuca. El refugio no estaba tan lejos, pero con la carga parecía que el trayecto se alargaba eternamente.
Al llegar, hablé con la encargada, una mujer simpática, que se notaba que ya había visto de todo en su vida.
—Mire, tengo demasiados gatos en casa, —le dije, sintiendo el sudor resbalarme por la frente—. Quisiera traerlos todos pues voy a poner raticida y no quiero los mate a ellos también.
—Podemos aceptarlos, pero necesitamos tus donaciones. La comida de los gatos no es barata y tampoco la de los perros, si es que también tienes.
—Sí, también tengo perros... y gallinas. —Me sentí un poco avergonzado por mi situación, pero era la verdad. Mi casa parecía más un refugio para animales que una vivienda.
—Podemos aceptarlos por un mes, pero debes comprometerte a ayudarnos con comida y algunas donaciones, —dijo la mujer, ajustándose los lentes—. También sería bueno que trajeras algo de dinero para las medicinas. Esos gatos y perros necesitan estar bien cuidados.
Acepté. No tenía muchas opciones, y además, no quería que los animales murieran por culpa del veneno para las ratas. Les debía eso. Así que arreglé todo con la encargada y me comprometí a llevar a los animales de a poco. De todos modos, no podía llevarlos a todos de golpe. La logística era muy complicada.
Al regresar a casa, la cosa no mejoró. Mi madre estaba en el patio, lavando la ropa a mano en un fuentón, como lo hacía siempre.
—¿Por qué no usas el agua caliente para sacar la grasa de la ropa? —le dije, aunque sabía la respuesta.
—Porque no tenemos y no pienso calentar agua —respondió mi madre, sin levantar la vista.
El calor era insoportable, pero ahí estaba ella, fregando la ropa con sus manos arrugadas por los años.
—Madre, tenemos que llevar a los gatos al refugio. Vamos a tirar raticida. No nos queda otra, si no, Ramón nunca va a vender su casa y va a seguir molestando.
—¿Y por qué tenemos que matar a las ratas? —respondió, deteniéndose un momento. Me miró fijamente—. Son criaturas inofensivas. No tienen la culpa de nada.
—Son una plaga, —le respondí, repitiendo las palabras de Ramón, que también habían salido de su boca días atrás—. Si no hacemos algo, nos van a denunciar otra vez. Ya nos mandaron una carta, ¿te acuerdas? No quiero problemas.
Mi madre suspiró, dejando caer la ropa en el agua jabonosa.
—Ya lo sé, ya lo sé... pero esos árboles no los voy a cortar, Elmer. Ni la parra. Esos árboles han estado aquí desde que tus abuelos vivían. No voy a permitir que los arranquen.
—No te pido que cortes los árboles, madre. Pero al menos las gallinas, tenemos que ponerlas en un gallinero. Y los gatos, pues... ya te dije, los voy a llevar al refugio.
—Haz lo que quieras, pero a mí no me toques mis árboles.
Suspiré. Sabía que convencerla de hacer más cambios sería imposible. Había llegado el punto donde solo me quedaba actuar por mi cuenta.
Al día siguiente, empecé a llevar a los gatos de a dos al refugio. Lo hacía en la mañana, antes de que el calor fuera insoportable. Los perros los llevé después. Todo el proceso me tomó una semana. El calor de 35 grados era brutal y con cada viaje sentía que me derretía más y más bajo el sol.
El último día, mientras regresaba a casa después de dejar al último perro, me encontré con Ramón, mi vecino. Parecía molesto, como siempre.
—¿Qué tal, Elmer? —me dijo, secamente—. ¿Arreglaste lo de las ratas?
—Estoy en eso, —le respondí, un poco a la defensiva—. He llevado a los gatos y a los perros al refugio. Ahora solo falta envenenar las ratas.
—Espero que lo hagas pronto. No quiero más problemas. Mi casa está en venta y con esa peste de ratas no la voy a vender nunca. Yo me ofrezco a contratar un servicio antiplagas. Solo dime cuando esté todo preparado para que vengan.
—Gracias, —murmuré—. Yo ya estoy trabajando en eso.
Ramón me miró fijamente durante unos segundos antes de asentir con la cabeza y seguir su camino. Sabía que, aunque solucionara lo de las ratas, nunca me ganaría su simpatía. No importaba lo que hiciera, para él siempre sería una molestia.
Cuando llegué a casa, mi madre estaba sentada en la cocina, descansando.
—¿Ya los llevaste a todos? —me preguntó sin mucho interés.
—Sí, ya está todo listo. Ramón se ofreció para contratar un servicio antiplagas y que sea mucho más efectivo que tirar por todos lados raticida.
Ella no dijo nada.
Decidí ir a mi habitación, necesitaba un momento para mí. Me senté frente a la computadora y por impulso, abrí el chat de la aplicación de escritura. Me sorprendió ver que Lolita me había escrito.
—¿Elmer, me escribiste un poema? —me preguntó—. Lo publicaste hoy. ¿Es para mí?
Me quedé en silencio por un momento. El poema, en efecto, era para ella, aunque no esperaba que lo notara tan rápido.
—Sí, es para ti —le respondí, con el corazón latiendo un poco más rápido—. Lo escribí para que te contentes conmigo. Quiero que hagamos las paces.
Hubo una pausa larga antes de que contestara.
—Estoy calmada. No estaba enojada. —Pude sentir la frialdad en sus palabras—. Pero tienes muchos problemas, Elmer. Y no sé si puedo lidiar con todo eso.
—Lo sé —le contesté—. Pero necesito que me entiendas. No estoy pidiendo que soluciones mis problemas, solo quiero que me entiendas. Me gustas. Me gustas de verdad.
—¿Por qué te gusto? —me preguntó, como si no pudiera comprender mis sentimientos—. Si soy tan dura contigo, ¿por qué insistes?
No sabía como explicarlo. Era un sentimiento que no tenía lógica, que simplemente estaba ahí, presente en cada palabra que le decía.
—No lo sé —respondí—. No tiene explicación. Eres bella e inalcanzable y siento que nunca encontraré a alguien como tú.
Lolita se quedó en silencio por unos momentos. Luego, finalmente digitó.
—Elmer, si realmente te importo, haz lo que te digo. No lo hago para lastimarte. Consíguete un lavarropas para tu madre. No está bien que lave a mano con esa edad. Y arregla lo del documento, y por favor no le hagas caso a tu peluquero estafador y su negocio de la criptomoneda. Sabés que lo que es correcto, no hagas boludeces.
—Lo haré —mentí, sabiendo muy bien que nunca lo haría.
Nos despedimos, pero quedé pensando en todo lo que ella me había dicho. ¿Por qué no podía hacer esas cosas? ¿Por qué me aferraba a una vida que parecía destinada a empeorar? Quizá, en el fondo, sabía que no quería cambiar. Y eso, más que cualquier otra cosa, era lo que me asustaba.
Mientras miraba la pantalla apagarse, supe que las palabras de Lolita seguirían rondando en mi cabeza por mucho tiempo. Pero al final del día, seguiría siendo el mismo. Elmer, el hombre que acumulaba cosas, el que nunca terminaba lo que empezaba, el que siempre hacía oídos sordos a lo que el mundo le decía.
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