Esclarecimientos de la mente
A pesar que pasaron semanas, el dengue me había dejado débil y aunque ya estaba recuperado de eso, el médico fue claro: mi hígado estaba afectado y tenía que hacer cambios drásticos en mi dieta.
No más grasas, no más dulces. Nada de galletas dulces, nada de esas cosas que tanto me gustaban. Pero lo peor de todo era tener que dejar el picante.
En Bolivia, el picante es parte de nuestra comida diaria, especialmente en las sopas, que siempre llevan un buen golpe de ají. Pensar en comer sin ese toque picante, me hacía sentir como si todo el placer de la comida se hubiera ido.
Pero era eso o arriesgarme a sufrir dolores tan fuertes que podría terminar internado de nuevo. Y eso sí que no lo quería.
—No te queda otra, Mamani. Vas a tener que acostumbrarte —me dijo el médico mientras revisaba mis resultados.
Suspiré de rabia. Sabía que tenía razón, pero no me gustaba lo que me pedía. No estaba preparado para dejar el picante. Y si lo comía, sabía que me arrepentiría de inmediato.
Aun así, no podía quedarme en casa sin hacer nada. Tomé mi carro y salí a trabajar como todos los días, recolectando lo que la gente tiraba para luego venderlo. Mientras caminaba, el dolor en mi estómago no me dejaba en paz. Pensaba en lo que podría suceder si no cuidaba mi dieta, pero también pensaba en algo que me dolía más: el resentimiento que cargaba porque nadie recordó mi cumpleaños.
Nadie de mi familia me había mandado un mensaje para mi cumpleaños. Ni un saludo, ni una llamada, nada. Los mismos que decían preocuparse por mí, los mismos que vinieron para las fiestas, se habían olvidado de mí. Y eso dolía más que cualquier dolor físico. La única que puedo perdonar es a mi tía Míriam porque ella me salvó y me llevó al hospital.
—¿Será que no les importo? —me pregunté en voz baja, empujando el carro por las calles mojadas. La lluvia había comenzado a caer y el camino se ponía fangoso.
Decidí cambiar de ruta, para evitar quedar atrapado en el barro. Mientras caminaba por un atajo, pasé frente a la peluquería de Alberto. Lo vi, secando el piso con un trapo y un secador. Al verme, levantó la cabeza y me hizo señas para que me acercara.
—¡Elmer! ¿Cómo estás, hermano? —me preguntó de una.
—Ahí voy, recuperándome de a poco —le respondí, tratando de mostrarme animado, aunque por dentro sentía que todo era un desastre.
—¿Y la chica linda argentina que tanto te gusta? ¿Cómo van las cosas? —preguntó, con un tono curioso.
—Ah, Lolita… —suspiré—. Es una historia sin fin. Me desbloquea, me bloquea y todo parece no tener sentido. No sé si esto va a alguna parte. Yo no sé que hacer.
Alberto dejó el secador a un lado y se cruzó de brazos, mirándome con seriedad.
—¿Y qué pasó esta vez?
—Me desbloqueó para reclamarme, como siempre. Me preguntó si ya había hecho el trámite del documento de identidad. Y bueno, le conté que fui, que tuve que llevar testigos y al fin lo conseguí. Pero no le importó mucho… Solo me dijo que juntara plata para ir a visitarla.
—Cuando estás lejos, siempre pasa eso, te bloquean, te desbloquean, te vuelven a bloquear. Tú eres un adulto y no entiendes que las personas por internet enloquecen y también tienen diferencias.
—Pues sí —murmuré.
Alberto asintió, pensativo y luego me miró con una ceja levantada.
—Pero ya tienes el documento, ¿verdad?
—Sí, ya lo tengo.
—Entonces, ¿por qué no vas a verla? Ya tienes lo necesario para viajar, ¿no? Porque cuando vayas a verla, podrán discutir, pero no se podrán bloquear, entonces estarán obligados a resolver sus asuntos. Así deberán tener una conversación más feliz.
Negué con la cabeza rápidamente. Solo pensar en subirme a un avión me daba pánico.
—No, de ninguna manera. No voy a viajar en avión. No puedo. Los espacios llenos de gente, los lugares cerrados… Me ponen nervioso. No estoy hecho para eso. Me da muchísimo miedo.
Alberto se quedó mirándome con la boca abierta por un momento, como si no pudiera entender lo que estaba oyendo.
—Elmer, eso suena a algo que tienes que tratar. Quizás podrías ir a ver a un psiquiatra, ¿no crees? Te pueden ayudar con ese miedo, tal vez con tranquilizantes o algo. Pero no puedes dejar que eso te detenga para siempre.
—¿Ir a un psiquiatra? —me reí amargamente—. No sé, Alberto. Nunca me gustó mucho eso de los médicos de la salud mental.
—¿A qué le tienes miedo? —me preguntó, mientras continuaba secando el piso—. Digo, ¿qué es lo que te hace tener tanto pánico a los aviones o a la gente?
—No lo sé —respondí—. Tal vez sea un trauma del pasado. Sabes que perdí a mi padre cuando yo era muy chico y nunca supe bien que mierda pasó. Mi mamá no me cuenta nada. Y el único que tal vez sabía algo, mi vecino Ramón, se mudó hace poco. Nadie quiere hablar de eso y a veces pienso que tengo esos miedos por algo que ni siquiera recuerdo.
Alberto dejó el trapo y se acercó un poco más, apoyándose en el marco de la puerta de su peluquería.
—Si es así, Elmer, deberías hablar con alguien. Podría ser algo de tu infancia, algo que te está afectando ahora sin que te des cuenta. Y te juro que si vas a una psicóloga o psiquiatra, te pueden ayudar a resolverlo. Puede que te den medicación, algo para calmarte. Con el tiempo, podrías superar ese miedo y, ¿quién sabe?, tal vez puedas viajar a Argentina a ver a chica que te gusta.
—No sé, Alberto… Los psicólogos cobran una fortuna. Ya fui una vez, pero no llegué a nada. Quieren que pague un montón de plata y yo apenas junto lo necesario para comer. Tengo que alimentar a los animales, y cada peso que gasto en otra cosa es un peso menos para sobrevivir.
Alberto me miró con lástima.
—Elmer, si no haces algo, si no empiezas a ahorrar, nunca vas a poder ir a ver a Lolita. Y si sigues dejando que el miedo te controle, te vas a quedar atrapado aquí para siempre, sin avanzar y cuando seas viejo te vas a arrepentir de por vida.
—Tienes razón… —admití, aunque no me gustaba decirlo—. Sin dinero, no puedo hacer nada. El mundo se mueve con plata, y si no empiezo a juntar, esto va a quedar en la nada. No voy a poder conocerla nunca.
—Exacto, hermano. Y no se trata solo de viajar. Es tu vida la que está en juego. Si no haces algo por vos mismo, nadie más lo va a hacer. Hacelo por ti.
Asentí. Sabía que lo que decía era cierto. Todo lo que había hecho hasta ahora era retrasar lo inevitable, encontrar excusas para no enfrentar mis miedos. Pero no podía seguir así para siempre.
—Voy a pensarlo —le dije finalmente.
—Hazlo, Elmer. Hazlo para superarte. Tienes que salir de ese ciclo en el que te encuentras. Necesitas dejar la cobardía y ser alguien fuerte.
Nos despedimos y seguí mi camino, y pensaba: ¿Sería capaz de cambiar? ¿De superar ese miedo que me había tenido atrapado durante tanto tiempo?
El camino de vuelta a casa fue largo y lluvioso. El viento me calaba hasta los huesos, pero lo peor era la sensación de estar perdido. Perdido en mis propios miedos, en mis propias excusas.
Cuando llegué, mamá me estaba esperando en la cocina, como siempre.
—¿Cómo te fue hoy? —preguntó, sin levantar la vista del plato que estaba lavando.
—Lo mismo de siempre —respondí, dejando el piloto de lluvia en el rincón —. Hablé con Alberto. Me dijo que debería ir a ver a un psiquiatra.
Mamá se detuvo y me miró con curiosidad.
—¿Y por qué dijo eso?
—Porque le conté lo del miedo a viajar, a los aviones. Me dijo que tal vez es un trauma del pasado, algo que tengo que resolver.
Mamá se quedó en silencio por un momento, luego volvió a su tarea.
—No sé si necesitas un psiquiatra —dijo—, pero algo sí te está frenando. Y si quieres cambiar, tendrás que enfrentarlo.
Sabía que ella tenía razón. Todos lo sabían. Excepto yo. Yo era mi mayor obstáculo y si no hacía algo pronto, me quedaría atrapado en esa vida sin rumbo, sin propósito.
Esa noche, me quedé despierto mucho tiempo, pensando en lo que me habían dicho. Sabía que no podía seguir así. Sabía que tenía que hacer algo.
Pero la pregunta seguía siendo la misma: ¿Tendría el valor de hacerlo? ¿Es mejor desistir?
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