El poema
Después de vender todo el material reciclable sentí un alivio instantáneo. Hacía mucho que no tenía tanta plata en mi bolsillo. La cantidad que obtuve me bastaría para comprar comida y otras cosas de limpieza durante al menos dos meses.
Había vendido las revistas XXX sin remordimientos ya que ahora estaban convertidas en billetes y parecía tener más sentido que tenerlas acumuladas en la casa.
Con la plata que gané fui al supermercado con mi madre. Llenamos el carrito de cosas que normalmente no podíamos permitirnos: carne, verduras frescas, arroz, fideos, leche, jabón en pan, cloro, incluso algo de golosinas para cuando se me antojara. Ella estaba feliz y yo también, aunque una pequeña voz dentro de mí me decía que esa felicidad no duraría. Había algo más grande que me estaba incomodando y eso tenía nombre: Lolita.
Desde que habíamos comenzado a hablar, Lolita no paraba de insistir con que debía hacerme el Documento Nacional de Identidad. Según ella, era lo más básico para cualquier persona, pero para mí era algo aterrador.
Solo pensar en la idea de ir a una oficina pública y hablar con extraños me daba escalofríos. Peor aún, hablar con una mujer en la ventanilla, tener que explicar por qué nunca había tramitado mi documento. No, eso no era para mí. Y cada vez que Lolita sacaba el tema, la conversación se volvía una pesadilla para mí.
Esa mañana, después de volver del supermercado, decidí entrar al chat y escribirle a Lolita.
—Lolita, ya volví del supermercado —le escribí —. Compré un changuito lleno Y eso es bastante, me alcanza para dos meses.
Ella respondió rápido, pero no con el entusiasmo que esperaba.
—Me alegra que hayas comprado las cosas que necesitabas, Elmer, pero ¿fuiste a hacerte el DNI?
Me tensé al leer la pregunta. Otra vez con lo mismo. Cada vez que ella tocaba el tema una gota de sudor mojaba mi columna vertebral.
—Todavía no —respondí, tratando de evitar que la conversación se volviera tensa—. No es tan fácil para mí, Lolita. Tengo... tengo miedo de hablar con la gente. Sobre todo si son mujeres.
Lolita tardó más de lo usual en responder y cuando lo hizo su mensaje me tomó por sorpresa.
—¿Miedo? ¿Qué miedo ni qué mierda? —escribió, evidentemente enfadada—. ¿Cómo haces entonces para vender tus cosas? No me digas que se las vendes a un robot.
Me quedé en silencio frente a la pantalla. Tenía razón, obviamente. Cuando vendía mis cosas reciclables, tenía que interactuar con personas, aunque fuera de manera mínima. Pero eso era diferente. No tenía que darles explicaciones ni contarles nada sobre mi vida. Ellos solo querían pesar el material, pagarme y listo. En cambio, tramitar un documento era... otra cosa y eso me provocaba pánico.
—No es lo mismo —escribí—. Vender es diferente, no tengo que dar explicaciones.
Lolita no tardó en responder.
—¡Elmer, no mientas! —me escribió—. Si puedes hablar con las personas para vender tu basura, también puedes hablar con ellas para hacerte el documento. No te estoy pidiendo nada imposible.
Quise cambiar de tema, pero ella no me lo permitió. De repente, soltó una frase que me hizo detenerme.
—¿Cómo pretendes viajar a conocerme a Argentina si no tienes un documento? —me preguntó—. Va a ser imposible que puedas subirte a un avión.
Ese comentario me dejó estupefacto, como sí me lanzaron un balde de agua fría. Hasta ese momento, no había pensado en la posibilidad de viajar.
Siempre había visto nuestra relación de amistad como algo distante, virtual, sin necesidad de contacto físico. Pero al leer sus palabras, me di cuenta de que si alguna vez quería conocerla en persona, necesitaría un documento. Sin eso, jamás podría salir del país.
—No lo había pensado... —escribí, tratando de digerir lo que acababa de decir.
Lolita, por su parte, no mostró compasión.
—Claro que no lo habías pensado —respondió con dureza—. Porque estás demasiado cómodo en tu burbuja. Pero si realmente te importara nuestra amistad harías algo al respecto.
Las palabras de Lolita me perforaron como agujas. No quería perderla. Era la única mujer con la que había interactuado en 30 años y aunque todo había sido virtual, para mí significaba más de lo que ella podía imaginar. Pero al mismo tiempo, el miedo seguía ahí, pegado a mi piel, inmovilizando cada intento de hacer algo diferente.
—Lolita, no es tan fácil para mí. El miedo es... es irreverente —intenté explicarle—. No es algo que pueda controlar.
Su respuesta fue fulminante.
—¡A la mierda con tu miedo, Elmer! —me escribió—. No entiendo como alguien puede pasar décadas quieto sin hacer nada. Es absurdo.
Me quedé en blanco por unos minutos, mirando la pantalla. Ella estaba furiosa y con razón. Pero yo, atrapado en mi propia indecisión no sabía cómo calmarla. Intenté suavizar la situación de la única manera que sabía: con poesía.
Tenía un pequeño libro de poemas publicados en la aplicación donde nos conocimos y aunque no era un escritor profesional, sabía que podía hacer que se calmara con palabras dulces.
Abrí el chat público de la aplicación y comencé a escribir un poema en honor a Lolita, confesando mi amor de manera abierta. No me importaba lo que los demás pensaran. Todo lo que quería era que ella supiera lo mucho que significaba para mí, aunque eso implicara exponer mis sentimientos ante la comunidad de escritores.
El poema decía algo así:
«Lolita, amor mío dime cuándo volverás
no te vayas, quédate un poquito más
que no ves que estoy a punto de llorar
Amor mío bésame y después te vas.
Desearía hacer la poesía y la melodía
que siempre soñé...
Busqué en el mar y busqué en el cielo,
en la lluvia y en el atardecer.
Llegaste tú, solo tú
y tu risa despertó mi alma
como flor de una y mil fragancias
que va creciendo en mi jardín»
El chat se llenó rápidamente de comentarios. Algunos me apoyaban, otros se burlaban. Un usuario me preguntó:
—¿En qué momento te enamoraste de Lolita?
Otro agregó:
—Ella no es de tu target, Elmer. Esa relación nunca va a florecer.
Pero yo los ignoré. No me importaba lo que dijeran los demás. Solo quería que Lolita entendiera lo que sentía. Y para mi sorpresa, su respuesta llegó poco después.
—Es un lindo gesto, Elmer —escribió—. Me gusta que me dediques un poema. Pero esto no cambia nada. Tienes que hacerte el DNI si realmente quieres que lo nuestro funcione.
Mi corazón se hundió como un barco. A pesar del poema, ella seguía insistiendo en lo mismo. No podía escapar de la realidad. La poesía no era suficiente para ocultar mis miedos.
—Voy a intentarlo, Lolita. Te lo prometo —escribí, aunque sabía que no sería tan sencillo.
Pero ella no estaba dispuesta a ceder.
—No basta con intentarlo, Elmer. Tienes que hacerlo. Si realmente te importo, si realmente me amas como dices, entonces ve y hazte el maldito documento. No es difícil.
Su insistencia me provocó una oleada de ansiedad. Sentí que mi respiración se aceleraba, y un sudor frío comenzó a recorrer mi espalda. No podía enfrentar lo que me pedía. Y al mismo tiempo, no quería perderla.
Intenté calmarme, pero cada vez que intentaba concentrarme, la imagen de una oficina llena de personas, con alguien preguntándome por qué nunca había tramitado mi DNI, volvía a mi mente.
—No puedo... no puedo... —me repetía a mí mismo, intentando bloquear la ansiedad que se apoderaba de mí.
Pero sabía que si no lo hacía, perdería a Lolita.
—Lolita, no me entendés. El miedo es... es terrible —intenté explicarle.
Su respuesta me aterrorizó.
—¡Me importa un carajo, Elmer! —me escribió—. No entiendo, si el trámite es gratuito
—Yo te amo —escribí
—Supongo que sí —escribió la argentina.
—Créelo —tecleé.
Pero esto que le dije no sirvió de mucho, porque su respuesta me causó mucha ansiedad. Pero en el fondo, sabía que ella era ruda por mi bien.
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