El peluquero
Hacer algo por mí siempre me daba una sensación de alivio. De alguna manera, salir de casa y caminar hacia la peluquería me hacía sentir como si me desconectara un poquito del caos que estaba en mi mente. Hoy era uno de esos días en los que necesitaba más que nunca una charla con Alberto, mi peluquero del barrio.
Las cosas con Lolita no iban muy bien y aunque me repetía a mí mismo que todo estaba bien, las peleas constantes me estaban desgastando.
Lolita parecía siempre a un paso de explotar y yo sin saber qué decir para calmarla, solo empeoraba las cosas. Su insistencia en que me hiciera el Documento Nacional de Identidad y consiguiera un trabajo más estable me presionaba. No entendía por qué se obsesionaba con eso. Para mí, mi vida estaba bien así, pero ella no lo veía de esa manera.
Al llegar a la peluquería, Alberto me recibió con su buena vibra.
—¡Elmer, amigo! —exclamó mientras me hacía un gesto para que me sentara en la silla—. ¿Cómo estás, pues?
Me senté, viendo mi reflejo en el espejo mientras Alberto se preparaba para comenzar a cortarme el pelo.
—Lo de siempre, ¿verdad? —preguntó, alistando las tijeras.
Asentí. La verdad es que no había mucho que decir en cuanto a mi corte de pelo. Siempre lo mismo, corto y sencillo. Pero en cuanto a mi vida… eso era otro asunto.
—¿Cómo va la cosa con la chica de Argentina? —preguntó Alberto, ya conociendo un poco de la historia.
Suspiré. Sabía que hablaría de Lolita, como lo hacía cada vez que venía aquí. A diferencia de otros lugares o personas, con Alberto me sentía cómodo. De alguna manera, hablarle me ayudaba a ordenar mis pensamientos.
—Pues… no tan bien, para ser honesto —respondí finalmente—. Peleamos mucho últimamente.
—¿Sí? —dijo mientras empezaba a cortar—. ¿Y eso?
—Ella está obsesionada con que me haga el DNI y que consiga un trabajo más serio. Cada vez que hablamos, parece que ese es el único tema. No importa lo que diga o haga, siempre termina ahí.
Alberto rió exagerado mientras seguía con el corte.
—Ah, las mujeres bellas… —dijo con tono gracioso—. Pero dime, ¿tú qué piensas? ¿Estás dispuesto a hacer lo que te pide?
—No lo sé —respondí, encogiéndome de hombros—. Me incomoda. Nunca he sentido la necesidad de hacer todo eso. Estoy bien como estoy. Pero cada vez que le digo eso, se enoja más.
—Mira, Elmer, no quiero ser el aguafiestas, pero te voy a decir algo —dijo, deteniendo por un momento el corte para mirarme directamente en el espejo—. ¿Tú crees que esa chica argentina realmente está interesada en ti? Digo, no es por nada, pero las argentinas… bueno, no suelen relacionarse con gente de Bolivia y son muy malhabladas. Es más una cuestión cultural, ¿sabes?
Lo miré, sorprendido por lo que me decía.
—Eso son puras patrañas, Alberto —respondí, sintiéndome a la defensiva—. Tarde o temprano, voy a conquistarla.
Alberto levantó las cejas, volviendo a concentrarse en el corte.
—No lo sé, amigo. Yo solo te digo lo que pienso. Para mí, hay algo detrás de todo esto. ¿Acaso necesita un novio? ¿O tal vez solo te quiere cambiar? Seguramente en su país le llueven los pretendientes.
Me quedé en silencio, procesando. La idea de que Lolita tuviera un motivo oculto nunca se me había cruzado por la cabeza. Habíamos hablado durante semanas, día tras día y siempre sentí que había una conexión genuina entre nosotros.
—No creo que sea así —dije, intentando sonar convencido—. Ella me habla todo el tiempo, me escucha. Yo confío en ella.
Alberto soltó una risotada.
—Elmer, amigo, a veces las personas hacen estas cosas solo por aburrimiento. Tal vez le divierte hablar contigo, o simplemente quiere hacerte mejorar. Pero eso no significa que quiera algo más. Tal vez su objetivo es que mejores tu vida personal, no una relación de amor.
Me sentí incómodo con lo que estaba escuchando. No quería creer que todo lo que había vivido con Lolita fuera solo un juego para ella. Pero las palabras de Alberto se quedaron flotando en mi mente, como una pequeña sombra que no podía ignorar.
—No lo sé, Alberto —dije—. No creo que alguien malgaste su tiempo durante meses solo por aburrimiento. Además, hablamos todo el día, no creo que lo haga en vano.
Alberto no respondió de inmediato. Continuó cortándome el pelo en silencio durante unos minutos, hasta que finalmente habló.
—Bueno, lo que sea que esté pasando, tú sabrás mejor. Solo te digo que lo pienses. A veces, las cosas no son lo que parecen.
Asentí, pero mis pensamientos estaban ya en otro lugar. La conversación había sembrado dudas en mí y no sabía como lidiar con ellas. Cuando Alberto terminó, me levanté de la silla, le pagué y salí de la peluquería con más preguntas que respuestas.
Al llegar a casa, me senté frente a la computadora, como hacía siempre y le escribí a Lolita.
—Hola, Lolita. ¿Cómo estás?
Su respuesta no tardó en llegar pero noté que no estaba de muy buen humor.
—¿Fuiste a hacerte el documento? —me preguntó directamente, sin ningún tipo de saludo.
Suspiré, sintiendo como la incomodidad volvía a crecer en mi vientre.
—No… Todavía no.
—¿Por qué no? —respondió rápidamente, notoriamente molesta—. No entiendo qué te cuesta. Es solo un trámite y es gratuito.
Intenté cambiar el tema, pero ella no me lo permitió. Era como si nada más importara.
—Hoy fui a la peluquería —le dije, esperando que eso desviara la conversación—. Alberto, mi peluquero me estuvo diciendo algunas cosas sobre ti.
—¿Alberto? —preguntó, confundida—. ¿Quién es ese?
—Mi peluquero —respondí—. Es con la única persona con la que suelo hablar fuera de casa. Le conté sobre ti y él me dijo que las argentinas no suelen relacionarse con gente de acá. Que es más una cuestión cultural.
Lolita tardó en responder esta vez, pero cuando lo hizo, su mensaje fue cortante.
—¿Por qué le cuentas a un peluquero sobre mí? —escribió, visiblemente molesta—. ¿Qué clase de boludo le cuenta sus cosas personales a un peluquero que ni conoce? Si tienes que hablar con alguien, deberías hablar con tu familia, no con un tipo que te corta el pelo.
Sus palabras me dolieron. No esperaba esa reacción de su parte.
—Es la única persona con la que puedo hablar de estas cosas —intenté defenderme—. Ni siquiera le he contado a mi madre sobre ti.
—¡Pues deberías! —me escribió con enojo—. Tu madre debería saber estas cosas, no un peluquero. De verdad, a veces no entiendo cómo puedes ser tan… boludo.
Sentí un nudo en el estómago. Lolita estaba furiosa y yo no sabía qué hacer para calmarla. No entendía por qué reaccionaba así. Después de todo, solo había compartido con alguien lo que estaba viviendo.
—Lo siento —escribí, sintiéndome mal frente a la pantalla—. No pensé que te molestaría tanto.
Pero su respuesta fue aún más dura.
—Claro que me molesta. Estoy cansada de que no tomes las cosas en serio. Si realmente te importara nuestra amistad, harías algo. No sé qué esperas.
Me quedé mirando la pantalla, sin saber qué responder. Todo lo que intentaba decir solo empeoraba las cosas y sentí que estaba perdiendo el control.
Las palabras de Alberto volvieron a mi mente. ¿Y si tenía razón? ¿Y si Lolita solo quería que mejorara mi vida personal y no buscaba una relación real?
—No sé qué decir… —escribí.
—No tienes que decir nada, Elmer. Solo tienes que hacer algo —respondió ella.
Sentí un malestar. Sabía que Lolita tenía razón, pero el simple hecho de pensar en enfrentar mis miedos me paralizaba. Todo parecía estar desmoronándose y yo no sabía como mierda arreglarlo.
Después de un rato, me desconecté de la computadora, incapaz de seguir hablando con ella. Me dejé caer en mi cama, mirando el techo, mientras las palabras de Lolita y Alberto resonaban en mi cabeza.
Sabía que tarde o temprano tendría que enfrentar mis miedos. Sabía que tenía que hacer el maldito DNI, pero el temor seguía ahí, enredado en cada fibra de mi ser. Y mientras tanto, mi relación con Lolita pendía de un hilo y no sabía cuánto más podría soportar antes de que todo se viniera abajo.
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