El odio
Todo comenzó con mucho miedo y una mala expectativa, pero al final, la primera cita con el psicólogo me había sorprendido. No esperaba que pudiera servir de algo y mucho menos que me dejara tan pensativo después.
Al principio, me pareció extremadamente incómodo. Esa sensación de desnudar mi vida frente a un profesional, en una clínica que para ser honesto, se notaba que costaba un ojo de la cara. Pero me dije a mí mismo que después de todo era un riesgo.
El psicoterapeuta me garantizó confianza y absoluta privacidad y eso me calmó un poco, aunque no soy del tipo que habla, mucho menos con extraños.
La primera sesión fue gratuita. Eso fue un alivio. Aunque nunca lo pregunté directamente, creí que tal vez, las siguientes no costarían tanto.
Pues claro, uno tiene que hablar para enterarse de las cosas... y yo no pregunté nada. Así soy, a veces me olvido de preguntar cosas, como si no quisiera saber la verdad. Y cuando el psicoterapeuta me explicó que necesitaba más sesiones, que el tratamiento podría durar un año mínimamente, me quedé con la boca abierta. No tenía plata extra para gastar en eso. No soy el tipo de persona que va a dejar que le saquen una moneda del bolsillo sin luchar.
—Elmer —me dijo el profesional—, necesitamos más tiempo para identificar lo que te pasa. Estas primeras citas son fundamentales para desarrollar una estrategia de tratamiento. El diagnóstico no se hace en una sola consulta.
Quise decirle que entendía, que estaba de acuerdo, pero lo que me salía de la boca era otra cosa:
—Lo voy a pensar, ¿sí? Me agrada, pero ahora tengo demasiados gastos. Los servicios, la comida… ya sabe como es la vida y yo me siento en eje todavía.
El psicoterapeuta me miró por un segundo, como si intentara leer entre líneas. Me dio la impresión de que entendía más de lo que yo estaba dispuesto a admitir.
—Está bien, señor Mamani, si decides venir la próxima vez vamos a realizar unos test. No es una decisión que debas tomar ahora. Solo recuerda que para avanzar hay que invertir en la salud de uno mismo.
Ese fue el fin de la conversación. Me fui de la clínica sintiéndome un tanto aliviado por haber sido honesto, pero también atrapado por la realidad.
Tenía que pagar las cuentas, tenía que comer y tenía que alimentar a mis animales. Los perros, gallinas y gatos que había acumulado en casa dependían de mi, y aunque no era la mejor vida, era la que tenían. En cuanto a la comida, hacía lo justo. Pero en realidad no hacía bien, lo que me negaba a hacer, era comprar carne de res, no podía gastar en carne de ninguna manera.
—Yo aspiro a ser vegetariano —le decía a mi madre cada vez que se quejaba de que no había carne en la casa—. No necesitamos carne de res, ni pollo, ni pescado para sobrevivir. Los verduras son más saludables y más baratas.
Mi madre, con sus más de setenta años, siempre ponía una cara de horror cada vez que lo decía. Para ella, la carne era algo esencial, algo que no podía faltar en la mesa.
—Elmer, yo no puedo estar sin comer carne. Ya no tengo la fuerza de antes. Necesito proteína. Además, ¿cómo vas a pretender que tome sopa de verdura por el resto de mi vida?
La verdad que pretendía ser vegano. Me gustaba publicar en la aplicación que lo era, como si eso me diera una especie de superioridad moral. A veces, escribía en mi muro cosas como: «Hoy voy al gimnasio» o «Comida vegana es lo mejor».
Cosas que hacían que la gente pensara que estaba progresando como persona. Claro que la realidad era muy diferente. No había gimnasio. Ni siquiera me gustaban los gimnasios. Los espacios abiertos, llenos de gente sudando, me ponían extremadamente nervioso. Odiaba interactuar con las personas y ni hablar de gastar dinero en algo tan trivial como correr en una cinta de correr electrónica.
Si alguna vez había ganado masa muscular, era por acarrear mi carro repleto de chatarra por las colinas todos los días.
Llueva o truene, ahí estaba yo empujando ese carro pesado, buscando cosas para reciclar o, simplemente, acumular.
Pero, por supuesto eso no se lo decía a nadie. A la gente en internet le contaba que iba al ejercitarme y que me preocupaba por mi salud física. Esa era una mentira cómoda, una máscara que me ponía para sentirme un poco mejor sobre mi mismo.
La única persona que conocía mi verdad era Lolita. Pero la argentina ya no estaba.
Ella había sido la única que alguna vez, había visto más allá de las publicaciones y las mentiras. La única que había conocido al verdadero Elmer Mamani y tal vez por eso me bloqueó. Ella sabía demasiado. Esa chica rubia sabía como desprender la verdad y contarle casi todo. Yo no tenía el control de mí mismo y le conté los secretos más profundos.
Sabía que no era vegano, que no iba al gimnasio, que no me interesaba realmente pagarle a un entrenador para que me dé una rutina de ejercicios.
Ella sabía que prefería acumular objetos inútiles y que el dinero solo lo gastaba en cosas básicas.
Con Lolita, el bloqueo era definitivo esta vez. No importaba cuánto intentara justificarme, ella había tomado su decisión.
Y lo peor era que había usuarios chismosos que le contaban lo que yo hacía o decía en la plataforma y en mis redes sociales.
Me enteré de que le habían dicho que escribía cosas horribles sobre ella, que la mencionaba en mis nuevos poemas llenos de rabia. Pero no solo eso, también le decían que hablaba mal de ella, que la exponía de una manera que no era justa.
Lo cierto es que estaba lleno de odio. Un odio que no sabía como mierda manejar. Me había transformado en alguien que no reconocía, alguien que pasaba las noches escribiendo frases venenosas, tratando de llamar su atención de cualquier forma.
Pero ella ya no me desbloqueaba. No quería saber nada de mí.
Para sus amigos yo era tóxico, una fuente de negatividad que no valía la pena. Y la gente que la rodeaba la apoyaba. Yo ya lo imaginaba, aunque nadie me lo dijera directamente. Sabía que ella tenía una legión de usuarios que siempre estaban de su lado.
—La chica argentina está bien sin vos —me dijeron alguna vez en un comentario—. Dejá de esparcir tu veneno. Si no te desbloquea es por algo.
Esas palabras me dolieron más de lo que podría admitir. ¿Cómo era posible que alguien pensara eso de mí? ¿Que yo era una fuente de odio? Nunca lo había visto de esa manera, pero tal vez era verdad. Tal vez me había convertido en alguien que no sabía hacer otra cosa que odiar. Y el odio es como un veneno que te consume por dentro, hasta que no queda nada más.
Intenté, en más de una ocasión, abrir los ojos y darme cuenta de lo que estaba haciendo. Pero era difícil. Estaba atrapado en un bucle y no quería aceptar que ella ya no quería saber nada de mí, que prefería mantenerme bloqueado para siempre, entonces, en un momento de ira irremediable, yo también la bloqueé.
En el fondo, todavía tenía la esperanza de que algún día cambiaría de opinión. Pero sabía que no iba a pasar. No mientras siguiera escribiendo cosas sobre ella, no mientras mi odio siguiera ahí sin control.
Las noches eran las peores. Me quedaba frente a la pantalla, con la netbook que tanto me había costado comprar escribiendo y pensando. Era como una forma de exorcizar mis demonios, pero en lugar de liberarme, me hundía más en la desesperación. Los poemas que publicaba eran sombríos, llenos de dolor y aunque había algunas personas que los leían y comentaban, sabía que no entendían del todo lo que estaba pasando dentro de mí.
—Elmer, tenés que dejarla ir de una puta vez —me escribió un usuario una noche—. No podés seguir así. Esto no es sano.
—¿Y qué sabés tú de lo que es sano o no? —le respondí, lleno de odio—. Nadie entiende lo que es estar en mi lugar.
Pero la verdad era que ni yo entendía lo que me estaba pasando. Estaba perdido como un náufrago perdido. Y mientras más intentaba nadar, yo más me hundía.
Un día, mientras paseaba con mi carro por las colinas, encontré algo que me hizo detenerme. Era un viejo muñeco de trapo, tirado entre la basura. Estaba sucio y desgastado, pero había algo en él que me hizo pensar en mi infancia, en los días en que todo era más sencillo. Lo levanté y lo guardé en mi carro. Algo en ese muñeco polvoriento me recordó que antes de todo esto, antes del odio, había sido alguien con cierta pureza.
Cuando volví a casa me senté frente a la computadora, con el muñeco. Miré la pantalla donde solía escribir mis poemas llenos de veneno y por primera vez en mucho tiempo, sentí que ya no tenía ganas de escribir más odio. No sabía si eso significaba que estaba listo para cambiar, pero tal vez, solo tal vez, era el primer paso para olvidar a Loli.
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