setenta y nueve
Narra Ciel.
La noche en que pasó el suceso más trágico de mi vida, parecía una como cualquier otra.
La puerta se abrió ruidosamente, y se cerró de un portazo. Papá había llegado y, con ello, la paz se fue.
Los sonoros gritos comenzaron a invadir cada silencioso rincón de la vieja casa, llenando el aire de una conocida discusión.
Apreté las mantas contra mí, preparándome mentalmente para lo que se aproximaba.
Por más que tratara de fortalecer mis emociones, para no darlas a conocer y tampoco sentirlas, me era algo imposible de lograr.
El escuchar algo tan simple como los pesados pasos, en el crujir de las escaleras, me llenaba de terror.
Mi corazón golpeaba desbocado contra mi pecho, que se oprimía de una forma dolorosa con tan sólo imaginar lo que pasaría a continuación.
Una franja de luz iluminó mi habitación, topándose con mi ahora febril rostro.
- ¡Levántate ahora mismo, Ciel! ¡Tenemos algo de que hablar! -vociferó, las mismas palabras que decía cada vez que iba a darme una golpiza.
Lo peor que podría hacer, era desobedecer. Así que, como el "niño obediente" que ellos querían que fuera, aparté las frazadas de mi álgido cuerpo.
Con piernas temblorosas y la vista clavada en el suelo, conté detenidamente cada uno de los pasos que daba, sin querer llegar a mis padres. Ellos estaban parados frente al marco de la puerta, con esa fría e impávida expresión en el rostro, que sólo reflejaba lo flemático de sus acciones.
- Me ha dicho tu madre que hoy llegaste tarde a casa -dijo, tomando mi mentón entre sus dedos índice y pulgar.
Me vi obligado a mirarlo a los ojos, aquellos tan fríos, como para congelar mi corazón por un momento. Intenté vanamente apartar la mirada, logrando que impusiera más fuerza al agarrarme, sin ninguna delicadeza, el rostro.
El mirar su cara, me provocaba repugnancia. Pero, por sobre todas las cosas, temor. Uno tan grande, que nacía desde lo más profundo de mi ser, que terminaba por desparramarse por cada una de mis células y músculos, causando el constante temblar de mis huesos.
- F-fue porque el b-bus se re-retrasó, lo s-siento -quise justificarme, por más que supiera que no serviría de nada. Porque ellos no me escucharon, ni siquiera cuando emitía la voz más lastimera que tuviera.
- Eres un mentiroso. Me querías dejar sola, ¿no? Nos odias, es por eso. Él nos odia, Vincent -se lamentaba mi madre, de una manera tan enfermiza que estremecía cada uno de mis nervios. Porque sus palabras, llenas de falsa pena, eran las que incitaban a mi alcoholizado padre.
- ¿Nos odias, Ciel? -preguntó él, soltando mi cara y poniendo una de aflicción, que con el pasar de los segundos se tornaba una de rabia.
- C-claro que n-no -negué repetidas veces con la cabeza, dando unos pasos hacia atrás, debido al reflejo que causaba el miedo recorriendo mis venas.
Y fue entonces cuando sentí la primera bofetada. El ligero dolor que se esparcía a modo de picor en mi mejilla, que luego de unos segundos se transformaba en una sensación caliente, dejando una marca visiblemente roja en mi piel.
Mis manos, temblaban y se agitaban un poco más a cada golpe que mi cuerpo recibía.
Por más que no quisiera, mi visión se cristalizaba y volvía borrosa, las voces lejanas y los golpes imprescindibles para mí. Sin embargo, no era por el dolor físico las causas de mis lágrimas. Más bien, la mezcla entre confusión, amargura y el desconsuelo que suscitaban la pesadumbre de mi ser. Ese pesar que tomaba con fuerzas mis pies, y jalaba con lentitud y persistencia mis tobillos hacia un oscuro y solitario vacío.
Múltiples veces pensé que finalmente lograron hundirme, ya que en un punto determinado todo se volvía negro y perdía el conocimiento de lo que estaba pasando. Cada vez que eso pasaba, consideraba la idea de morir en ese mismo instante. Porque, realmente no sería algo malo que eso pasase, o que alguien lamentase.
Me sentía desfallecer en el gélido suelo, mientras observaba los pies de mi mamá, estáticos. Sí, la mujer que decía quererme, permitía aquel maltrato.
Y ella me echaba un vistazo a mí, de una manera indescifrable. No, quizás transmitía odio, desinterés o... ¿satisfacción? Porque esta era la situación que buscaba todas las noches, hace ya dos meses.
No podía encontrar una razón o solución. ¿Cuál era el fin de todo esto? La única respuesta que encontraba: quería que mi padre me matase.
Luego, sonreía, con malicia colada entre sus perlados dientes, mientras sus manos tocaban su apenas crecido vientre.
Aunque, era de esperarse. ¿A quién le importaría, mi mísera vida? A nadie, porque nunca tuve apoyo de alguien, no lo tenía ahora y jamás lo tendría.
Pero, tal vez, existía una mínima posibilidad, de poder tener al fin una familia unida. Una esperanza, que se esfumó aquella misma noche.
La misma noche en la que entendí, después de tanto tiempo, que yo no merecía ser castigado. Ellos sí, y de la peor manera.
Porque no los golpeaba, no tenía la intención de lastimarlos o infligirles algún tipo de dolor, ellos sí. Y no se cansaban, no paraban de hacerlo, y parecían disfrutarlo. Jamás un abrazo, un beso de buenas noches, un saludo, una muestra de cariño.
¿En qué momento se convirtieron en monstruos? ¿Cuánto más van a seguir? ¿Cuánto más soportaré?
¿Me odian? Porque yo realmente lo estoy haciendo.
- Por favor, basta. Mamá, dile que pare, me duele -rogaba, con el último hilo de voz que me quedaba, y ojos suplicantes, llenos de angustia. Como siempre, ella me hacía un gesto con la mano, de desdén, sin importarle lo que pudiera ocurrirme.
- No, Ciel. Debes ser castigado, por tus malas acciones -contestó, dirigiéndose al pasillo, de espaldas a mí-. Deberías ser como tu hermana, ella no será mala. Será una niña buena, mucho mejor que tú. Pórtate bien, y quizás dejemos de castigarte.
No podía creer tal desfachatez, por parte de la mujer que me dio la vida. ¿Cómo se atrevía? No era un niño malo, no hacía cosas malas, no me portaba mal. Entonces, ¿por qué merecía un castigo?
Una punzada en el estómago, tras un golpe, me hizo escupir parte de mi esencia vital. Mi padre dejó de golpearme, preocupado. Qué irónico.
Cuando vi aquel carmín salpicar mi mano, una insólita ira llenó cada recoveco de mi delgada figura, enrojeciendo a más no poder mis mejillas. Sentía la sangre drenar con más fiereza, mi ritmo cardíaco acelerarse al igual que mi respiración.
El odio, la agresión y el mal comportamiento merece una reprimenda, ¿verdad? Ellos me lo enseñaron así, y me lo repitieron cada noche.
No tiene nada de malo darles un castigo, ¿no?
Con la poca fuerza que reuní en mis brazos, me apoyé en el piso y logré levantarme, y estabilizar mis piernas.
- ¿Te estás oponiendo a tu debido castigo? -indagó la dulce voz de mi madre, disfrazando la maldad que escondía detrás-. Nos odias, eres malo, muy malo. No mereces que te queramos, no mereces cariño, no mereces nada. Los niños malos no obtienen nada a cambio, compórtate.
- Cállate -logré decir, con la voz quebrada y llena de coraje. Me miró con sorpresa, siendo la primera vez que mostraba algún signo de oposición o rebelión de mi parte. Retrocedió un poco, cuando yo avancé hacia el corredor.
- ¿Qué dijiste? Vincent, golpéalo -pidió, pero mi padre no pudo evitar lo que pasó.
Porque, cuando la furia dominó cada uno de mis sentidos, un arranque del odio que mantuve resguardado por tanto tiempo, salió a la luz. Y fue imposible detenerlo.
Luego de un continuo y breve traqueteo, se escuchó un estruendoso ruido. Seguido de un terrorífico grito, que provenía, nada más y nada menos, que de la planta baja.
Inmediatamente, mi padre bajó por las escaleras, para socorrer a su esposa que estaba en el suelo, al final de ella.
Me limité a mirar con detenimiento la escena que tenía en frente, que yo mismo había causado. Estuve en un pequeño trance, del cual no pude salir, hasta que llegó a mis oídos el incesante llanto de mamá.
«Mi bebé, mi bebé», musitaba.
Se me cortó la respiración, al darme cuenta de lo que había hecho. Y sentí asco de mí mismo, por haber llegado a tales extremos, dejándome llevar por mis deseos de hacerlos pagar por todo; que sólo me llevaron a la miseria.
Y pronto me di cuenta, de que hacía rato desde que me desplomé sobre los brazos de Sebastian. No podía dejar de llorar, deseaba ahogarme con mis propias lágrimas.
La culpabilidad crecía en mí, a cada caricia que él me daba en la cabeza. Me consolaba con palabras dulces, pero yo no era dignas de ellas. Ni de su preocupación, ni de su amor, ni de él.
Pero, ¿qué podría hacer? Si el me había salvado, rescatándome de la interminable tristeza que abarcaba mis pensamientos día y noche.
¿Cómo podría separarme de él? Si sus labios eran la caricia, sus manos el sostén y sus abrazos los necesarios para mantenerme en pie.
Cerré los ojos, y gemí del dolor, por lo desgarrado que tenía el corazón y lo anudada que sentía mi garganta.
Hay cosas que aún no quedaron claras, pero la historia todavía no termina, así que todo saldrá a la luz en unos capítulos más!!
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