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#8. Resurgiendo.

Córdoba, Argentina. 2 de Septiembre de 2007.

Distancio de manera gradual los parpados. Luz, excesiva luz. Estoy tumbada en una especie de cama, sin amarres. Con pesadez voy recuperando la visión. Conservo un tubo adherido a mi rostro permitiendo que el oxígeno circule por los pulmones y una serie de cables alrededor de todo el organismo.

La confusión se amplifica... de repente abro los ojos. Un sinnúmero de conmociones se asientan en mí. ¿Qué ocurre? ¿En dónde estoy? La sensibilidad con la cual siempre me identifiqué se ha evaporado por completo y en su lugar comienza a brotar un foráneo sentimiento de rigidez emocional, de dureza en el alma jamás experimentado.

—¡Se ha despertado! —grita una mujer de guardapolvo celeste mientras corre al exterior de la sala.

Pronto descubro cual es mi ubicación, me encuentro en un hospital; al parecer sobreviví. Un súbito golpe de alegría me posee al percatarme de ello. Pero los recuerdos de la espeluznante vivencia desfilan por mi cerebro como una película de terror en la que fui protagonista.

Desorientada, observo con detenimiento el ambiente, susceptible y atenta de actuar ante el mínimo indicio de peligro. Giro la vista hacia el lateral izquierdo y vislumbro un amplio ventanal; aunque las persianas están obstruidas asumo que debe ser de madrugada, puesto que no se oye el característico griterío de un sanatorio durante el horario diurno. Cada tanto oigo unos tenues sonidos provenientes desde el exterior.

Continúo admirando el entorno, contemplo a mi derecha una pequeña mesa de luz plástica laminada con dos planos, superior e intermedio. En la parte de arriba reposa un florero vacío junto a un antiguo reloj. Me llama la atención la suciedad y el desorden de la habitación. Los muros están en mal estado y el cielo raso presenta indicios de humedad.

Mi instinto feroz y primitivo está latente. Intento moverme, poseo una gran cantidad de lesiones físicas que en otras circunstancias de mi existencia hubiera sufrido, pero en este instante no las siento, o mejor dicho si las siento, combinadas con la ambición que me incita querer atacar, tener delante de mí a ese ser, que intentó menoscabarme hasta la muerte. Mi único designio es verlo agonizar, sin morir, verlo convertirse en una espantosa calamidad humana.

Unos minutos después un hombre vestido con jeans y bata blanca irrumpe en la habitación luego de anunciarse dando unos suaves toques en la puerta. Es un sujeto alto, de unos cuarenta años de edad, bien rasurado, que tiene una cordial sonrisa adornando su rostro y sostiene entre sus manos una carpeta celeste con varias hojas dentro.

—Soy el doctor Felipe Sánchez y estoy siguiendo tu caso. Me acaba de avisar la enfermera que te has despertado —dice— ¿Cómo te sientes?

—Estoy algo confundida ¿Cuánto tiempo llevo aquí doctor? —pregunto.

—Estuviste dos semanas en coma. Permíteme examinarte por favor —dice descolgando su estetoscopio del cuello.

—¿Puedo retirarme ya? —consulto.

—¡De ninguna manera! Tienes que hacer reposo y recuperarte por completo.

—¿Cómo llegué hasta aquí? ¿Qué ocurrió? —pregunto todavía perdida.

—Un hombre te trajo hasta aquí en estado crítico; te encontró en un descampado mientras tu agresor trataba de ocultar tu cuerpo; al parecer creyó que estabas muerta y este buen samaritano llegó a tiempo para salvarte —en tanto explica, continua evaluando mi estado físico; probando mis reflejos y observando con una pequeña luz el interior de mis ojos— pero no fue sencillo; creímos que no lo lograrías.

—Se refiere a... —no soy capaz de pronunciarlo.

—Exactamente; casi te perdemos. Tienes una fortaleza envidiable; tus signos vitales estaban muy lánguidos y en la mesa de operaciones permaneciste sin vida por casi dos minutos —suspiro asombrada— durante este mes tus heridas han cicatrizado en forma favorable. Mírate —toma mi mano y me obliga a observarla— el hueso de tu dedo pulgar ya está casi reparado por completo y tus uñas se han regenerado.

—¿Y el resto de mi...cuerpo? —creo hacerme entender.

—Bueno...si, estabas muy lastimada, igual pudimos sanarte; al menos físicamente —asiento— también pudimos detener una infección urinaria y graves lesiones de quemaduras en los pies; allí también había un foco infeccioso —mi mente trata de procesar toda la información, y al hacerlo mi odio crece de forma desmesurada.

—El hombre que me salvó de morir, ¿dónde está? ¿Quién es?

—Un ex policía del pueblo, hace un par de años se retiró. De vez en cuando se da una vuelta para saber de tu estado.

—Necesito volver a mi domicilio. Creo poder movilizarme sola.

—Ya te he dicho, no es posible por el momento. Necesitamos ver cómo vas evolucionando. Ahora descansa, en unas horas volveré a ver cómo te encuentras y necesitaré que rellenes algunos formularios de rutina.

—Claro —respondo distante.

—Casi olvido un detalle importante. ¿Tu nombre es...?

—Carla, así me llamo —la desconfianza me obliga a mentir.

—Perfecto, Carla. ¿Hay algún familiar a quien podamos contactar? —pienso en mi tía, pese a que no es lo más conveniente.

—No, yo no tengo familia. Mis padres fallecieron en un accidente.

—Lo siento mucho, no lo imaginaba, duerme un rato. Más tarde te someteremos a nuevos estudios y un especialista en psicología vendrá a visitarte —replica el médico antes de ausentarse.

Reclino mi dorso encima del colchón y siento un escalofrío recorrer mi columna; decido inspeccionarme. El pulgar fracturado aún está entablillado, pero se puede advertir el nacimiento de una cicatriz, las uñas no han crecido por completo y mi piel se aprecia áspera al tacto. Me aventuro a más; pellizco el ruedo del camisón blanco que me abriga, levantándolo despacio. Es inefable mi sensación al distinguir las marcas adornadas en mi abdomen, profundas y rosadas, bien suturadas aunque evidentes. Ellas son quienes me acompañarán y recordarán lo acontecido por el resto de la existencia.

Acomodo mi silueta de lado, cubriéndome con las sábanas, y solo puedo comenzar a tramar en mi mente los planes para aquel hijo de puta que arruinó mi vida. Necesito oírlo suplicar, exigir piedad, así como en su momento me sometió a hacerlo a mí; voy a hacerle pagar cada una de sus torturas, pero con creces. No quiero dormir, más el sueño me vence y así, sin más, Morfeo me guía hacia sus brazos.

**********

Un intenso sonido me vuelve de golpe a la realidad.; ya no abro mis ojos con tanta dificultad. Puedo ver con más claridad, de tal manera que descubro de inmediato a una auxiliar midiendo el goteo del suero en el flanco de la litera, entre tanto puedo apreciar como ella transcribe algunas anotaciones desde un dispositivo mecánico conectado a mi moreteada muñeca izquierda.

—¡Qué bueno que has despertado ya! —menciona sonriente— mientras dormías te han realizado algunos análisis y todos han salido bien.

—Gracias —respondo seca— quiero darme un baño —le informo sin dar alternativa.

—Le preguntaré al médico, a ver qué decide —se retira volviendo casi de inmediato.

—¿Consiguió hablar con el doctor? ¿Qué le ha dicho?

—Me dijo que con ayuda si, aun estas débil para hacerlo sola; así que iré contigo.

—No es necesario, creo poder con eso. Es solo una ducha —respondo.

—No señorita, no es una simple ducha. Tus músculos están todavía entumecidos por el largo periodo de reposo. No tienes de qué preocuparte —sonríe; yo solo asiento rendida.

La asistente se ausenta de la sala alegando ir a buscar lo necesario para que pueda limpiarme; varios minutos después retorna con un camisón turquesa, ropa interior blanca, una toalla de considerable tamaño, jabón y shampoo; también una silla de ruedas. Deja todo dentro del cubículo y se aproxima para ayudarme a erguir. Siento cansancio en las piernas, soy como un infante aprendiendo a caminar.

Me toma por las axilas y con sumo cuidado me traslada hasta la silla de ruedas, escucho el crepitar de las llantas sobre el piso, mi cabeza aún duele, me pulsan las sienes, cualquier sonido resulta insoportable. En la ducha como si fuese su hija, emprende a frotarme por todo el cuerpo la esponja de baño empapada en jabón y agua. Nunca imaginé poder llegar a ser alguien tan dependiente.

Ella hace un esfuerzo considerable por disipar mi incomodidad; El retraimiento que tengo es evidente, mis ojos permanecen suspendidos en el vacío por momentos. No puedo evitar valorarme como una persona inútil, eso me hace sentir menos que humana, soy un estropajo. Además, las cicatrices que adornan parte de mi fisionomía rememoran a cada instante el despiadado tormento que sufrí.

Lágrimas de impotencia brotan de mis ojos. Vagan entre mis recuerdos, el dolor de cada golpe, el ardor de los azotes, el sin sabor de las denigraciones. Aborrezco a ese monstruo como jamás creí que fuera posible; dicen que el odio define a las personas débiles, aunque también es necesario poseer una fuerza para llegar a despreciar tanto a alguien.

Una avalancha de deseos oscuros comienzan a dominarme; una necesidad imperiosa de cobrarme con la misma moneda. Ideas se entretejen en mi mente, debo salir de aquí, buscarlo y hacer que se arrepienta de haber nacido. El ímpetu me acompaña y la voluntad también. La imagen de lo ocurrido es incentivo suficiente para colmarme de brío.

El agua termina de correr. La enfermera prosigue a secarme y a vestirme con la ropa que consiguió; en otras circunstancias estaría preocupada por saber de dónde proviene esa vestimenta, mas ahora da lo mismo. Como si fuera una muñeca de trapo, acabo por caer sin fuerza alguna entre los brazos de la mujer la cual me observa con dolor en su mirada. Me conduce hasta la cama para recostarme y cubrir mis piernas hasta las rodillas con una desgastada manta verde de hilo grueso.

—Voy a avisarle médico que estás lista —me informa. Hago caso omiso a sus palabras mientras abandona el cuarto.

Pasan varios minutos hasta que el repique de unos pasos dirigiéndose hacia el cuarto logra agudizar mis sentidos, voces de al menos dos personas en un molesto murmullo comienzan a oírse más cercanos. Al percatarme de su ingreso, finjo estar sumergida en un profundo sueño.

—Ella es la paciente —suena la voz de un hombre— usted ya ha visto el informe doctora, creemos que necesitara una evaluación psicológica.

—Sin dudas que si —responden— lástima que este dormida ahora. Pero volveré mañana para charlar con ella.

—¿Podría venir en la mañana? Un detective de la policía y unos agentes vendrán también, esta chica es oro puro para ellos —esa confesión me desconcierta— la única sobreviviente del criminal más buscado de los últimos tiempos. Van a pedirle un identikit, al fin podrán atraparlo —un frío me recorre completa. ¿De quién fui víctima, ¡por dios!?

—Claro que si, esta pobre chica necesitará mucho apoyo para enfrentar la situación —contesta la mujer de voz conciliadora. Dejemos que descanse ahora.

Se marchan dejando todo en un silencio sepulcral, miro a mí alrededor aterrada por lo que oí; tengo que salir de aquí, mis heridas están cicatrizadas y necesito marcharme lo antes posible. Preciso indumentaria para poder trasladarme inadvertida. De pronto veo proyectarse por el pasillo a una muchacha con una talla similar a la mía, y una impetuosa idea se origina en mi cabeza. Cómo aparentemente no hay personas contiguas, debo aprovechar la oportunidad sin desperdiciar un segundo.

Sin demora me encumbro extirpando los elementos alojados en mi organismo. En un inicio se me dificulta moverme, pero las intenciones provenientes de la insensibilidad de mí ser forjan que pueda deslizarme de la cama sin mayores dificultades. Partir es la meta, escabullirme, sin que adviertan mi ausencia. Con habilidad e inteligencia me las ingenio para esconderme y simular ante el personal que pulula por los abstemios pasillos del hospital.

Debo estudiar bien cada uno de mis movimientos, calcularlos perfectamente, dúctiles, metódicos, pues un paso desacertado y terminaré imposibilitada. Y si esto último ocurre, acabará frustrado mi más grande anhelo. En conclusión puedo interceptar a la chica y la llevo al retrete, ella acaba inconsciente, el codazo seco aplicado en la mollera es certero y sin que nadie lo advierta conquisto mi objetivo.

En pocos minutos estoy vestida para fugarme del sanatorio. Ajetreada y soportando la molestia de mis piernas, intento rastrear una embocadura que me permita huir del establecimiento. De a ratos pondero la mirada, solo lo justo y necesario para cotejar mi actual posición respecto del umbral de salida.

Tras fisgonear durante varios minutos, descubro un gran flujo de público que evidencia el enlace del sanatorio con el exterior. Impulso la marcha al máximo ritmo posible; llegando al portón de salida me topo con la enfermera a cargo y en un desesperado intento por pasar desapercibida, atino a desviarme hacia la izquierda, me posiciono detrás de una columna y al rotar colisiono contra un médico de edad avanzada.

—¿Se encuentra bien señorita... —el individuo curiosea la identificación del guardapolvo— Carolina? —remito unos segundos en reaccionar a la pregunta.

—Sí, lo siento mucho. Es que soy nueva aquí y caminaba distraída buscando la salida —me resguardo con habilidad. —Es por aquí; permítame que la acompañe —asiento colocándome junto al hombre, usándolo como barrera para ocultarme de la auxiliar.

—No estabas tan desorientada —añade el doctor sonriendo —es aquí a la vuelta, ¿ves? —señala la puerta con el dedo índice. —Muchas gracias —respondo atenta.

—Doctor Duran —la enfermera se aproxima al hombre con una planilla en las manos; reacciono abriendo los ojos y cubriendo parte de mi rostro entre el cabello. Escucho el diálogo entre ellos sin prestar atención —gracias doctor —dice la mujer despidiéndose.

—Disculpa Carolina —le sonrío— bien, este es tu destino. Nos estaremos viendo —se acerca a mi más de lo necesario— Bienvenida.

—Gracias —retrocedo por instinto, destinándome al exterior.

Con pasos firmes y decididos, consigo aislarme del establecimiento. En un momento transfiero las manos a los bolsillos delanteros del uniforme y palpo un elemento de papel, desalojo el contenido y lo visualizo unos segundos; es dinero. No hay demasiado, aunque sí lo suficiente para poder trasladarme; en la esquina próxima intercepto a un taxi haciendo señas y al interrumpir la marcha, asciendo de prisa por la parte trasera.

—Buenas noches, ¿A dónde se dirige? —pregunta el taxista.

—Voy a Cambogia 1789 —le respondo.

—Adelante, ¡Sube! —exclama el conductor, estirando su brazo para abrir la puerta del acompañante.

Durante el trayecto, a través de la ventanilla, puedo apreciar la oscuridad de la noche; el cielo está estrellado y la luna menguante. Las pocas personas que circulan por la calle están sumamente abrigadas, frotando sus manos y expeliendo vapor mientras gesticulan con sus labios; también observo un par de indigentes bajo un puente, calentándose en un fogón y bebiendo vino.

—Señorita —el chofer llama mi atención— ya llegamos.

—Claro —respondo sobresaltada. Miro por el vidrio divisor la planilla de los precios, y le paso por la hendidura un billete de veinte— quédese con el cambio.

— Gracias joven, que tenga buenas noches.

Al arribar al domicilio advierto que no traigo llaves, maldigo por lo bajo; pronto recuerdo esa desusada copia que mis padres siempre sugirieron tener ante cualquier eventualidad, debajo de la alfombra de ingreso; y allí las recojo. Ni bien accedo, enciendo todas las luces de la sala, y es mi gato Firulais, quien me da una cálida bienvenida.

—Hola amiguito —acaricio su lomo— yo también te eche de menos. Pero no me quedaré por mucho tiempo —el animalito maúlla como si comprendiera— lo siento amor mío, tengo algo importante que hacer.

Subo por las escaleras hasta la habitación, siento malestar en la herida del abdomen; me dirijo hacia el baño y del botiquín saco unos analgésicos que ingiero de inmediato acompañándolos con agua directa del grifo. Retornando al cuarto, me detengo en el acceso; miro detenidamente, las paredes color pastel, la cama de plaza y media cubierta de una colcha amarilla y me recuesto encima de ella abatida por el cansancio.

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