#7. La Eximición
Córdoba, Argentina. 27 de Julio de 2007.
Unos minutos después, Fausto queda de pie anverso a la difunta, degustando un pitillo mientras admira orgulloso el resultado de su flamante obra de arte. Aunque es conveniente exonerarse del cadáver lo antes posible no parece tener prisa, ni afligirse por lo acontecido, sino que por el contrario, se percibe alegre e inmutable.
Cuando termina de soltar la última fumarada de sus labios, enarbola el cuerpo inerte, para acomodarlo posteriormente en un rincón del recinto donde no le estorbe. Sin perder tiempo se dirige al cuarto, recoge una vieja frazada del ropero y regresa exaltado al sótano; despliega la manta en la superficie, coloca a Lizbeth sobre el borde izquierdo de la lana y comienza a enrollarla dentro.
Escala de nuevo las gradas, esta vez orientándose a la cocina, abre el grifo del fregadero e introduce el puñal bajo el chorro de agua para desangrarlo. Vira noventa grados a la izquierda y se acerca al mobiliario donde alberga diversos artículos de limpieza. De los estantes superiores, sustrae un recipiente de lavandina, guantes de látex, una bolsa de consorcio, un cepillo, y un balde que carga posteriormente con agua caliente.
Ahora se desvía al dormitorio, separa las puertas del armario y reemplaza su ensangrentada sudadera por una pulcra camisa que desmonta de una de las perchas. Retorna al subsuelo con todos los elementos agrupados y se dispone a purgar meticulosamente la escena del crimen; durante por lo menos cuarenta minutos restriega profundamente cada recoveco de la superficie deshaciéndose de cualquier vestigio o indicio que pueda evidenciar lo ocurrido en la vivienda.
Al finalizar el aseo del ambiente por completo, planta los instrumentos utilizados en la bolsa plástica, al igual que su remera y el profiláctico usado. Se adosa a Lizbeth y con cautela la recoge del piso para trasladarla hacia el garaje. Una vez allí, toma una pala fijada de una ganzúa y la ubica junto al cuerpo de la joven en la cajuela. Asciende al carro, pone el motor en marcha y lo retira en reversa hacia el exterior del porche. Al sacarlo, se detiene un instante y desciende por la puerta lateral para aglomerar el portón.
Retorna al automóvil y conduce algunos kilómetros; lleva la ventanilla del conductor abierta y la corriente de aire ensordecedora por el efecto de la aceleración alborota su pelo. Al final de la avenida hay una gran rotonda, por la cual se adentra sin contenerse a ceder el paso, ya que está vacía. Una vez dentro da una vuelta completa mientras especula a donde le apetece ir. Se le ocurre que podría ir a cenar; así que toma una de las salidas y continua la marcha hasta aparcar en la fachada de un restaurante. A pesar de no habituar seguido los espacios de mucho público, indudablemente esta noche tiene pretextos para festejar.
Siendo las 21:15 Pm se integra al mesón, encontrándose con un sitio bien distinguido, nada fuera de lo usual, salvo que al afianzar los pies en el lugar, todo el mundo enmudece, ya no se escuchan parloteos ni algarabía, la clientela no interactúa, es como si hubieran visto a un demonio. Incomodado por la situación, Fausto rastrea un área aislada de la muchedumbre y se acomoda en una esquina, al flanco de un ventanal, desde donde puede acaparar en profundidad su vehículo. Al cabo de un rato, en la casa de comidas, otra vez se restituye el contexto afín del inicio.
—Buenas noches —dice una mesera que se acerca— ¿le dejo el menú?
—Gracias linda —responde.
Tras inspeccionar minuciosamente las colaciones enlistadas en la cartilla, evacua pronto la disyuntiva y con una de sus manos elevadas le indica a la camarera que ya se encuentra en condiciones de ordenar.
—¿Que platillo podemos servirle? —pregunta ella con cordialidad.
—Tráeme un bife de cerdo con papas asadas y para beber una botella de vino espumante.
—Muy bien ¿algo más? —consulta atenta a su libreta de pedidos.
— No, por ahora eso es todo —dice él—. Casi se me olvida... ¿cuál es tu nombre?
—Sara me llamo —responde la dama mirándolo con cierta extrañeza.
—Gracias por la atención, Sara.
—No hay de qué; ya regreso con su pedido.
Los siguientes quince minutos los pasa observando absorto a la camarera que va y viene con otros pedidos. Luego de ese tiempo, la muchacha se dirige a su mesa con el platillo antes solicitado por él.
—Señor, aquí tiene su pedido; que lo disfrute. Cualquier otra cosa que necesite estoy a sus órdenes.
—Muchas gracias Sara, es un verdadero placer ser atendido por ti; eres muy amable — la muchacha sonríe a medias, un tanto desconfiada.
Toma los cubiertos con ambas manos y comienza a trozar el bife jugoso que pidió, llevándose el primer trozo a la boca para luego cerrar sus ojos al mascar; es como si saboreara, a su vez, la gloria por su nuevo éxito. Engulle el bocado y prosigue; lo disfruta. Bebe un sorbo del espumante, colmando su organismo de satisfacción, sintiéndose merecedor de tal disfrute.
Habiendo acabado el alimento y con su botella de vino casi vacía, alza su vista en busca de la joven camarera y con un gesto de mano en alto indica la necesidad de su presencia.
—¿Puedo servirle en algo más? —pregunta con amabilidad.
—Sí, me gustaría un postre. ¿Qué me recomiendas?
—El lemon pie es delicioso, también podría ser un gatou de frutos rojos o quizá un flan. Son todos sensacionales.
—Pues...un flan está bien.
—De inmediato se lo alcanzo —ausentándose de la mesa y dirigiéndose al mostrador.
Fausto saborea nuevamente un trago de vino mientras dobla la punta de una servilleta de papel. La muchacha retorna con su postre, el cual devora con ligereza, pide la cuenta y se marcha del lugar prometiéndose a sí mismo volver; su instinto ya reconocía a su futura presa.
Al emigrar del establecimiento reclina su espalda sobre un muro, ojea su reloj de muñeca y aparta de su cajetilla importada un cigarro, que enciende de inmediato. Permanece un instante así, en silencio, disfrutando del intenso aroma del tabaco, embelesado, observando los hálitos de humo que se disipan en la inmensidad del espacio, revoloteando libres e indecisos. Pita por última vez, arroja la colilla y se monta al coche para continuar con el recorrido.
Lleva algunos kilómetros de trayecto, cuando de improviso se interrumpe en la única estación de combustible ubicada a orillas de la carretera, puesto que es un paraje bastante desolado. El ámbito parece algo lúgubre y sórdido, pero lo único importante es cargar el depósito de gasolina para extender el viaje, sin embargo, se sorprende al reparar al encargado escuchando música en un rincón desinteresado de sus tareas. Con un gesto perentorio consigue llamar la atención del adolescente que se aparta los auriculares de las orejas para incorporarse de su banqueta.
— Buenas noches —se apresura a decir el muchacho
—Buenas noches, tanque lleno por favor —replica Fausto— ¿venden aquí puros importados?
—Sí señor, en el autoservicio hay una gran variedad —el hombre asiente e ingresa al local.
Toma la tercera góndola a su derecha y comienza a explorar el interior en busca de su marca predilecta de cigarros. Cuando al fin los encuentra aparta tres cartones y se dirige hacia la caja registradora para abonar en efectivo antes de retornar a su coche; sube a este reanudando su camino hasta aparcarse en un amplio descampado extendido en tres de los cuatro puntos cardinales y alejado del último edificio de viviendas construido justo donde la especulación inmobiliaria establece su linde.
Busca un encendedor en la guantera, se aleja unos tres metros aferrando el envoltorio de residuos y lo suelta entre los pastizales chispeando la base del material sintético para que las llamas devoren rápidamente todas las pistas. Entonces, en un movimiento lento pero inexorable, se vuelve orientándose a la parte trasera del automotor y abre el maletero; desaloja a Lizbeth, toma la herramienta de excavación e inmediatamente comienza a remover los cimientos fangosos del terreno.
En ese ínterin, Adam, un policía retirado, residente de la zona, transita por el perímetro y atisba una sombra entre la oscuridad, acompañada de unos extraños crujidos. Sin vacilar desenvaina del interior de su chaqueta un revólver con el cual atraviesa el primer trecho de malezas apuntando enfilado.
—¿Quien anda ahí? — pregunta con voz alta.
Al no recibir ningún tipo de contestación empina la pistola en dirección al aire y presiona dos veces el percutor. Automáticamente, al oír los estallidos, Fausto guarda la pala, se sube al vehículo y apisona el acelerador de tal manera que las ruedas postreras del coche rasgan la tierra elevando abundante polvo de la superficie, todo sucede deprisa, tanto que solo se alcanza a distinguir el color del coche atravesando el terreno a toda velocidad como un relámpago.
En su frenética huida, atropella a un pequeño animal que se atraviesa en su camino; el golpe es terrible, parte del cristal delantero queda destrozado y repleto de salpicaduras de sangre. Pero eso no lo detiene y sigue acelerando después de recuperar el control del coche. Adam, asombrado por la situación, avanza varios metros hasta toparse con un bulto envuelto, que delimita con la vista unos segundos. Preso de la curiosidad, se arrima aún más. Sus manos quedan al alcance del cobertor y sus dedos emprenden a desenmarañarlo de a poco.
Al descubrir el indolente organismo de la muchacha impregnado de una sustancia rojiza, despavorido, retrocede unos centímetros tropezando con una roca. Después del traspié, expande su mano temblorosa encima del cuerpo; en un principio sospecha que no tiene signos vitales pero al posicionar sus dedos en el cuello advierte unas sutiles pulsaciones provenientes de la arteria carótida y atina a palparse los bolsillos del atuendo buscando su móvil. Mientras puntea las teclas del teléfono siente un álgido aliento en su gollete. Tuerce de inmediato el cuello, ofuscado, en ambas direcciones pero no distingue a nadie. Al parecer el mismo susto fue el causante de esa displicente sensación.
—Buenas noches, urgencias. Diga —menciona la operadora.
—Hola, acabo de hallar un cuerpo apuñalado en un descampado entre las calles Adam Smith y Descartes. Presenta leves signos vitales, su estado es crítico —explica Adam.
—No se preocupe, ya le enviaremos asistencia.
Un cuarto de hora más tarde se hace presente una ambulancia; unos camilleros rodeados de luces discontinuas rojas y azuladas elevan el cuerpo de Lizbeth para trasladarlo a la camilla y de allí a la parte trasera del vehículo.
Luego de 10 minutos de trayecto llegan al sanatorio. En el hospital están haciendo reformas; los médicos de turno son todos extranjeros, incluso algunos de ellos llevan la bandera de su país bordada en la manga del delantal. Los atiende un profesional de nacionalidad colombiana que ejecuta una serie de estudios confirmando la necesidad de operarla inminentemente, pues su estado es tan delicado que se encuentra casi al punto de “no retorno». Las posibilidades de supervivencia son escasas y de no ser intervenida en breve, morirá.
Un grupo de especialistas se prepara para tan laboriosa tarea, conscientes de la delicadeza extrema de la situación, poniendo en práctica sus mejores mecanismos para salvarla. En plena intervención el desconcierto y el pánico se apoderan de la sala; una de las máquinas anuncia la pérdida de signos vitales de Lizbeth.
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