#4. Fuga Nocturna.
Córdoba, Argentina. 24 de Julio de 2007.
Despierto adolorida y mareada, estoy muy confundida, no puedo distinguir si es de día o de noche y la impotencia desborda mis sentidos; mas no pienso quedarme de brazos cruzados, tengo que salir de aquí. No se oyen ruidos, por lo que presumo que el criminal debe haberse marchado; es una circunstancia imponderable para disgregarme del sótano.
Tras ocupar unos minutos deliberando cómo expropiarme de las esposas, tomo una drástica decisión; flagelo el hueso de mi pulgar izquierdo insistentes veces contra uno de los esqueletos de hierro hasta fracturarlo y de esta manera logro escurrir la mano por el orificio de una de las argollas. Resulta algo muy doloroso aunque efectivo a la vez, dado que consigo mi objetivo en unos minutos.
Prosigo a desenganchar el otro aro de la cadena y comienzo a buscar algún objeto que me permita abrir la puerta del sótano. Presa de la dolencia y mareada por un nauseabundo tufillo a orín mezclado con humedad, froto mi frente en busca de un ápice de sosiego para despejar mi mente. Me asomo a espiar por la cerradura de la puerta, pero nada logro ver ya que la llave está puesta... ¡La llave está puesta! ¡Eureka! Sonrío victoriosa al encontrar la manera perfecta para huir de esta inmundicia, solo necesito hallar "mis herramientas de salvación".
En mi nerviosismo por la lucha a contrarreloj, pretendo arrojar mi cabello hacia atrás; y allí la palpo entre mis dedos; la horquilla que sostiene mi flequillo. La quito mirándola casi con idolatría por su pronta misión a cumplir y la beso; con rapidez desplazo mis ojos por el lugar, en el rincón izquierdo yace una vieja silla y sobre ella, periódico. "Imbécil" susurro pensando en mi maldito captor.
Tomo una de las hojas y la extiendo para luego deslizarla bajo la puerta, y con ayuda de mi broche aguijonear las llaves. Un sutil sonido agudo indica que logro mi propósito, y, con gran suavidad, rogando porque el tamaño no imponga una dificultad, atraigo hacia mí el ansiado objeto dorado. Cuando al fin lo poseo doy varias bocanadas de aire y limpio mi frente sudorosa; la adrenalina me invade segundo a segundo haciendo que un frío intermitente recorra mi columna.
Abro la puerta del sótano dejándola a medio cerrar, por si debo volver. Una vez fuera, la aflicción de mi fractura se torna insostenible, siento que voy a desmayarme a causa del dolor pero eso no me impide continuar. Comienzo a caminar medio agazapada con el ritmo cardíaco percutiendo aceleradamente en mis oídos y mi nuca empapándose en sudor, prestando especial atención a cualquier minúsculo ruido procedente del interior.
En la planta baja hay tres puertas distribuidas a lo largo del pasillo. Me aferro al picaporte de la primera que se ubica a mi derecha y la abro con delicadeza. Mi mirada se pasea lentamente por la enorme sala; en ella observo una mesa baja de cristal, detrás, un sillón de piel de dos plazas color marfil y a cada lado de éste, un sillón individual con características similares. No veo una posible salida, por lo tanto reculo nuevamente al hall y escojo la puerta frontal, esta me conduce a un ámbito más pequeño donde hay una cama matrimonial y una cómoda con el retrato de un hombre encima.
Trato de examinar la habitación restante, pero no se puede, el acceso se encuentra obstruido. Aún me queda echar un vistazo en el primer nivel, así que sin demora me dirijo hacia el corazón del lugar y asciendo por una enorme escalera con forma de caracol. Al llegar a la cima, doy un vistazo en cada ambiente, encontrándome con un panorama de aberturas cerradas y enrejadas. Entonces, visualizo una estrecha ventana en el baño; salgo temerosa por la escotilla y permanezco de puntillas azorada en un enjuto balconcillo para aferrarme posteriormente de un conducto por el cual consigo deslizarme hacia abajo.
Con pasos firmes y resueltos logro salir de la inmensa propiedad, desembocando en una carretera, que a pesar de no estar abandonada, da esa impresión; mientras aligero la marcha puedo apreciar a ambos lados del camino, una gran cantidad de pastizales y árboles esbeltos. Siento que estoy sola, y a la vez acompañada, estoy rodeada de un manto negro, velado por una niebla bastante espesa envolviendo las pocas luces de las farolas.
De repente escucho un leve ruido a mis espaldas. Parece ser un chirrido, similar al de una puerta virando en torno a sus bisagras enmohecidas. "No es posible", pienso, mientras vuelvo a ver hacia atrás topándome con aquella negrura impenetrable de la noche, en medio de un escenario fantasmagórico. No puedo dar un solo paso más sin evitar sentir las primeras agitaciones de inquietud acelerando mi ritmo cardíaco.
Llevo marchando más de media hora, el paisaje no ha variado en absoluto, tampoco puedo ver las luces de ninguna casa en el horizonte; sé que no debo detenerme, es un lugar peligroso, un camino por el que posiblemente circulen pocos vehículos y la maleza como única testigo de lo que allí pueda llegar a acontecer.
Mis pasos se vuelven cada vez más torpes, estoy fatigada de tanto andar, tengo la ropa atestada de tierra y mi frente sudorosa. Exhausta, decido contenerme unos minutos para recuperar el aliento y bajar la cremallera de mi chaqueta. Necesito inclinarme un poco, para tomar más aire y calmarme. En este instante noto las luces de un vehículo avecinándose y una sensación de seguridad se apodera de mi cuerpo.
—Por favor necesito apoyo, sáqueme de aquí; un hombre me ha secuestrado ayer, tiene que ayud...
Al tener frente a mis ojos nuevamente al secuestrador, quedo petrificada durante unos segundos. Temblorosa aún por la conmoción, emprendo a huir por la carretera mientras vislumbro otras brillas en el perímetro que me incentivan a impulsarme mucho más animada, pero antes de ponerme a salvo, el criminal se arroja encima de mi cuerpo generando que ambos rodemos por una empinada pendiente.
El automóvil interrumpe su marcha, y al abrirse la puerta, la figura de un hombre desgarbado se asoma pretendiendo atisbar en la oscuridad, lo que cree haber visto. Desde donde estoy trato de llamar su atención, pero el secuestrador lo impide, me retiene entre los matorrales, cubriéndome reciamente las fauces bajo la palma de su mano. En unos pocos segundos el automovilista retorna a su carro y, a medida que este se dispersa en la neblina, me exonera de su peso corporal.
—¿Dónde crees que ibas? —me increpa, levantándome del suelo.
—Suéltame, sólo quiero irme a mi casa, déjame.
—¿Cuándo entenderás que no te irás? ¿Acaso no soy claro?
Al tomarme de los hombros veo una oportunidad inmejorable y le aplico un rodillazo en la entrepierna que lo obliga a indultarme, pero se redime ágilmente y antes de poder escabullirme de sus dominios me sujeta con fuerza a las espaldas, tan cerca, que las respiraciones de ambos se entremezclan unísonas.
—¿Por qué hiciste eso, niña estúpida? —pregunta hipando.
—Suéltame por favor —le suplico entre sollozos.
—No seas incrédula, niña —menciona—; quédate quietita, cuanto más luches y te niegues a la posibilidad de conocerme, más tiempo permanecerás así.
—¿Qué dices? Nunca tendré deseos de conocer a un enfermo como tú, ¡Jamás!
—No vuelvas a decirlo más, ¿oíste? —me susurra al oído, lleno de ira.
El individuo sujeta mis manos y pies empleando una cuerda y me traslada a rastras hasta al coche. Sacudo mi cuerpo para poder escapar, pero es imposible, pues he sido atada a conciencia; los amarres están tan bien asegurados que impiden circular con normalidad la sangre por mis venas.
Acto seguido, abre una de las puerta traseras del vehículo, me obliga a ingresar por allí y saca de la guantera un frasquillo del que vierte parte de su contenido sobre un pañuelo. Se acerca hacia mí, en un movimiento veloz, y al afianzarme la tela sobre el rostro, mi cuerpo empieza a adormecerse, los sentidos me abandonan, adentrándome en un estado de somnolencia.
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