#3. Torturada.
Córdoba, Argentina. 23 de Julio del 2007
Segregado, con las sábanas pegadas en su piel, la respiración entrecortada y el corazón a punto de explotar, despierta Fausto de la pesadilla recurrente que lo acecha noche tras noche, invocando a su memoria los recuerdos de una turbulenta niñez. Aún conmocionado por la crudeza del sueño, cierra sus puños con fuerza y empieza a golpear de manera efusiva el respaldar de la cama. No obstante, se incorpora y decide inspeccionar las condiciones en que se encuentra su huésped.
Antes, se dirige a la cocina y llena una cubeta con agua fresca. Adiciona varios cubos de hielo para disminuir más la temperatura del líquido, recoge el recipiente de plástico por la manija y avanza hacia el sótano; lentamente destraba el pestillo y desciende los escalones, uno a uno, en absoluto silencio. Cuando llega al último peldaño hace una breve pausa, eleva la cabeza y descubre a la joven acurrucada en un rincón. Por un instante sospecha que podría tratarse de una trampa, así que con prudencia se aproxima hacia ella e interrumpe su andar muy cerca de su cuerpo.
El estado de la dama es fatídico. Grandes ojeras circundan sus ojos vidriosos de tanto gimotear; su precedente cabellera dorada se aprecia deslucida y enmarañada de tierra. Su semblante evidencia un pronunciado deterioro como resultado de la inanición que padece desde hace tres días. Su único alimento se compone de los insectos que desfilan alrededor de sus lastimados dedos, apenas puede conservarse hidratada, remojando los labios en la orina que segrega a diario en el piso de hormigón.
Con un rápido vistazo, Fausto verifica la seguridad de los grilletes y advierte cómo las manchas de sus articulaciones se ven guarnecidas de un tono violáceo. Las heridas de los dedos están ensangrentadas y los coágulos donde antes existían uñas, oscurecidos. Durante algunos segundos permanece rondando en torno a su víctima hasta que en un momento determinado eleva el recipiente plástico para verter su contenido encima de ella.
—Buen día, bella durmiente —dice con una sonrisa de media luna—. Ya es hora de despertar.
Lizbeth se sobresalta ante la acción de su captor y comienza a toser, luego de ingerir parte del líquido derramado sobre su cabeza.
—Desgraciado —expresa recuperándose de a poco—.
Tras oírla insultar, encrespado, atrapa su quijada y la hostiga con una mirada demoníaca. Sus dientes, además, son una nebulosa blanca amorfa a causa del contorno intrincado que han adoptado sus labios. La sujeta desde ambos hombros y de un tirón la eleva del piso, dejándola suspendida en el aire durante algunos segundos. Enloquecido, a causa de la inaplazable furia, la arroja bruscamente contra la pared y se arrima hacia ella para aplicarle un golpe de puño en uno de los pómulos. Lizbeth se queja inaudible, sin ímpetu, mientras su cabeza ladea inestable de un lugar a otro.
—Voy a prepararte un suculento desayuno —dice él en tono llano, estrolando sus dedos— ¿Qué te gustaría comer? ¿Alguna cucaracha? ¿Unas lombrices, tal vez? ¡Oh, cierto! Debes de estar aburrida de engullir insectos —ríe con sorna.
La muchacha se pone de pie y, con total aversión, atina un escupitajo en el ojo derecho de su captor, reanimando de inmediato su verdadera naturaleza. Mientras el delincuente retira el exceso de fluidos en su cara, aprieta la mandíbula, tan fuerte, que sus molares parecen astillarse.
—¡Te voy a enseñar a respetarme, perra! —exclama.
—¡Suéltame! —dice ella, agitando su cuerpo a pesar del dolor punzante en sus muñecas, casi asfixiadas por la presión de los grilletes.
—Ni en tus sueños —Informa aun rabioso.
Fausto, desencajado, sube los escalones en dos saltos y se orienta a la cocina; aferra entre sus manos una gran olla de cerámica con una capacidad aproximada de cinco litros, que llena de agua hasta la mitad y la encarama sobre la llama de una hornalla. <<Le voy a enseñar a esta mocosa atrevida quién manda aquí>>, balbucea.
Entre tanto hierve el líquido, abre la nevera y toma una lata de cerveza de la parte inferior; arrima una silla, se sienta a horcajadas y bebe un gran sorbo de la espumosa bebida intentando apaciguar la aridez de su garganta. Mientras espera, busca entre los canales de televisión alguna noticia relacionada con la desaparición de Lizbeth, pero solo encuentra aburridos programas, o alguna película vista con anterioridad. Después de romper el hervor del agua, apaga el televisor, se eleva del asiento y con sumo cuidado recoge el recipiente para trasladarlo hacia el sótano.
—¿Qué tienes ahí? —pregunta la cautiva— ¿Qué harás con eso? —la desesperación vuelve a adueñarse de ella—.Por favor, ¡no me hagas daño!
El delincuente necesita amedrentarla, dejarle en claro quién manda. Afianza el perol por las asas y lo posiciona a escasos centímetros de su víctima. Con gran lentitud, lo arrima para que sienta como el efluvio roza las plantas de ambos pies.
—¡No lo hagas, te lo imploro! —suplica desesperada.
—Debiste pensarlo antes...Te lo advertí, te avisé que por cada acto de rebeldía sufrirás una consecuencia. Ahora solo te resta aprender a comportarte antes de que todo empeore.
—Ya...ya lo entiendo, créeme. Ahora detente, te lo suplico.
Antes de que la muchacha termine de implorar, en un movimiento fugaz, sus pies quedan dentro del caldero, cubiertos en su totalidad por el ardiente líquido. Fausto, por otro lado, deleita sus sentidos, saboreando ese momento de control total durante más de un minuto.
—¡¿Ahora sabes quién manda aquí?! ¡Respóndeme! ¡¿Te queda claro quién da las órdenes?! ¡¿Sí o no?!
—S...sí...—le responde por lo bajo, de forma entrecortada y jadeando, mientras se retuerce y lagrimas se escapan de sus ojos.
—Muy bien —recoge la olla hirviendo y abandona a Lizbeth en el subsuelo, dejándola con la boca entreabierta y los ojos sobresaltados de dolor.
La chica queda en penumbras, padeciendo el ardor en sus pies. Intenta gritar otra vez, pero recuerda que nadie puede escucharla, mucho menos ayudarla. Está enredada en un laberinto repleto de trampas; el secuestrador extingue de a poco cualquier esperanza de salir viva de allí. <,¡No, no y no! No seré una miedosa. No seré una víctima más>>. Grita con furia.
**********
Después de torturarla, Fausto se ausenta de la casa. Se siente en la cúspide, orgulloso de su hazaña, todo un domador. Entra en el automóvil y se destina al centro de la ciudad donde casi siempre desempeña sus quehaceres como albañil. Su oficio le provee del tiempo suficiente para disfrutar de los huéspedes pasajeros. No precisa mucho capital y su nivel académico es lamentable, por lo tanto es el mejor empleo al que puede aspirar.
Después de conducir por veinte minutos, arriba a la casa de su cliente, Don Lorenzo, un hombre ya entrado en años, de cabello blanco y facciones lacias que lo recibe estrechando su mano. Lo guía a lo largo de un corredor que desemboca en una pequeña sala de estar, donde su empleador le indica cuáles son las tareas a realizar. Fausto observa un espacio colmado de fotografías familiares, cuadros religiosos y libros esparcidos por doquier, muebles deteriorados y enormes ventanales.
—Bien, necesito que retires esta ventana —señala el anciano a su derecha— y la reemplaces por otra, situada junto a la puerta trasera de la casa. Es más pequeña, por lo que debes cerrar parte del hueco sobrante. Todo los materiales necesarios están en el patio trasero y si necesitas algo, me avisas —Fausto asiente, dispuesto a comenzar con el trabajo.
Rompe con facilidad parte de la pared utilizando un mazo. Retira el pesado objeto de marco de madera, dejándolo a un lado. En el fondo de la casa prepara la mezcla vertiéndola en un balde y agarra varios ladrillos antes de ingresar. Haciendo uso de sus herramientas, nivela y presenta la nueva apertura, acomoda la estructura con ayuda de algunos tirantes, palea el hormigón fresco y comienza a armar.
El material a empotrar es de liviano aluminio, por lo que su labor se simplifica. Menos de tres horas y la obra está finalizada. Don Lorenzo no queda del todo satisfecho al ver el acabado final; le reclama que la apertura se encuentra fuera de escuadra, pero aún así decide abonar lo acordado y evitar un enfrentamiento innecesario. Después de recibir su paga, Fausto se retira ansioso por retornar a su hogar. A medio camino, una impetuosa idea asedia su mente. Circula algunas cuadras más hasta estacionarse frente a una tienda de mascotas y, una vez allí, se apea del automóvil. Ubica sus manos dentro de los bolsillos delanteros del pantalón, marcha unos metros e ingresa al local.
—Buenos días, caballero. ¿En qué podemos ayudarlo? —Pregunta el empleado de turno.
—Voy a llevar uno de estos —responde señalando una jaula de polluelos.
—Por supuesto, ya se lo traigo —bajo el escrutinio, el chico toma una caja recubierta de pequeñas perforaciones donde introduce al animalito. Le hace entrega de la compra— ¿Desea alguna otra cosa?
—No — le responde Fausto, al mismo tiempo que abona su valor en efectivo. Sin esperar la boleta de la compra, emprende hacia su vehículo y se marcha a su residencia.
Da dos giros a la llave, abriendo la puerta principal, toma los periódicos amontonados en la entrada y los avienta sobre la mesa, luego de ingresar. Se da un baño rápido, se cubre con una vieja remera negra adornada con el logo de <<Nirvana>> y unos jeans gastados. Se dirige hacia la cocina para comenzar a preparar lo que será su cena. Mientras la pasta se cuece, da un leve repaso a la sección de noticias policiales. Cuando ya está listo, se sirve una sustanciosa ración, que devora casi sin saborear; se limpia la boca con el revés de su muñeca e ingiere líquido. Se incorpora mientras rebusca algo para alimentar a su huésped, al encontrarlo se carcajea malicioso. Un generoso trozo de pan, duro como roca y de color verde, llena un vaso con agua del grifo, se apodera del periódico y va hacia el sótano. Ingresa haciendo fuertes ruidos, con la evidente intención de asustarla; camina firme, quedando en frente a ella.
—¿Me echaste de menos, muñeca? —la joven no responde— ¿A que no sabes a quién nadie está buscando? —pregunta abanicando los periódicos— ¡A ti! —eleva la voz, burlándose. De una gran zanjada queda pegado a Lizbeth— ¿Lo ves? No le importas a nadie, solo a mí. A mí sí, y sin embargo, me haces rabiar. En fin —retrocede de forma brusca—...Para que veas que no soy tan malvado, te traje algo de comer —la obliga a arrodillarse y jala su cabello —come, perra —con una de sus manos sostiene el pan, mientras con la otra hace presión sobre su nuca, casi atragantándola.
Llorosa, la chica masca el precario alimento con sabor a rancio; luego de varios minutos logra acabar con gran parte de éste y su captor la ahoga con brusquedad al hacer que beba el agua
—Tengo algo más para ti, ya regreso; no te muevas de aquí —En cuestión de segundos sale y vuelve a entrar junto con una pequeña caja, donde oculta al polluelo. Lo retira de allí y lo eleva, para que Lizbeth pueda verlo—.Quiero que prestes mucha atención, niña. Este amiguito va a servirnos como demostración para que comprendas lo que te puede llegar a ocurrir si pretendes desobedecerme.
—¿Qué...qué vas a hacerle? —pregunta— No le hagas daño, es un animalito indefenso.
—Shhh... —coloca su dedo índice sobre los labios de Lizbeth— Mira y aprende.
Fausto sujeta la cabeza de uno de los polluelos, y sin mostrar un mísero rasgo de compasión, la despega un tirón; el extremo restante lo sitúa debajo de la nariz de la joven. Sin demora, apoya el cuerpo inerte del animal sobre el hombro de Lizbeth, lo aprieta con sus manos, sucias por el trabajo, y le esparce las vísceras por todo el pecho, impregnando su sudadera con un color rojizo.
—Si sigues portándote mal haré lo mismo contigo, pero más lento, ¿me entiendes?
Con un trago grueso finge una falsa sonrisa, al mismo tiempo que Fausto se acerca y comienza a limpiarle los restos con su lengua, iniciando desde el hombro, declinando al cuello y finalizando en sus pechos. Ella intenta contener la respiración, pretendiendo encubrir la repugnancia que siente y la consternación de suponer un posible abuso sexual en cualquier momento.
—Nos vemos mañana, linda. Ah... —la mira, frunciendo el ceño—...No intentes nada —señala amenazante—. Recuerda que tú puedes ocupar el lugar de ese inocente polluelo —se retira, dejando a la chica con la respiración agitada.
—El lugar de ese animal lo ocuparás tú. Te lo juro por mi vida, desgraciado —murmura por lo bajo luego de que el captor se marche del lugar.
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