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#1. La Captura.


Córdoba, Argentina. 20 de Julio del 2007

El reloj marca las veinte horas. Lizbeth camina por la calle buscando las rebajas de las tiendas. No compra mucho, aunque le fascina deambular por los caminos que exhiben las fulguras de faroles, iluminando el gélido contexto invernal, Ésta es una práctica habitual en ella desde hace algunos años. Introvertida en exceso, cuenta con una limitada cantidad de personas dentro de su entorno, solo una tía de avanzada edad y un reducido grupo de amigos rezagados del colegio secundario, con quienes no se relaciona muy a menudo. Su recelo nunca le permitió ampliar ese ínfimo círculo de amistades o aceptar que la incluyeran dentro de otros grupos.

Tiene un don para atraer las miradas, esa clase de atención que provoca una gallardía simple, una mirada tierna, afectuosa. De lejos, se puede delirar con sus bellos ojos café, su silueta casi perfecta; de cerca, su entrecejo fruncido permite entrever cómo en la vida tuvo que tolerar los efectos nocivos provocados por el exceso de confianza, y asimilar que, detrás de las insinuaciones amables, siempre, y sin excepción se oculta la ambición de poseerla.

Ella sabe que no debe confiar en nadie, lo comprendió en la casa de su tía Beatriz después de una cena que pretendía conmemorar su octavo año de vida. Jamás pudo suprimir ese recuerdo de su memoria, esas repugnantes y ásperas manos frotando sus partes más íntimas, eso la convirtió en una joven cautelosa y desconfiada. Aun habiendo pasado tantos años, nunca se atrevería mencionar lo acontecido por aquella época, mucho menos a la única pariente que le queda. Le genera temor especular con el rechazo que ésta pueda llegar a sentir tras conocer la aberrante situación de abuso sexual a la que fue sometida por su esposo.

Con solo veinticuatro años de edad ya se perfila como una gran retratista de paisajes o personas, y como todo gran artista, prefiere optar por un ambiente silencioso en lugar de la algarabía, prefiere un majestuoso atardecer brindado por la naturaleza frente a la incesante agitación a la que están acostumbrados a vivir la mayor parte de los jóvenes de su generación.

Desde hace cuatro años vive sola en su apartamento, ya que tan solo un año después de haber cumplido la mayoría de edad se trasladó al inmueble que heredó de sus padres, fallecidos en un fatídico accidente. Le apasiona conocer lugares exóticos a través del mundo, retratar espacios silvestres sobre lienzos, y adoptar animales indefensos y en situación de calle.

Recorre la zona ensimismada sin percatarse de la presencia de Fausto, quien la avizora desde su auto, enajenado en sus propios pensamientos. Lleva controlando sus movimientos desde varios días atrás. Necesita dominarla, poder sentir su aroma, el contacto de su delicada piel.

Es un día fresco, sin demasiado público en la periferia, ideal para poder llevar a cabo su propósito. Las calles se conservan despobladas desde hace unas horas, solo permanece ella, sentada en un banco del parque, conversando desde su teléfono móvil; y él, atento a sus maniobras, saboreando un puro, pitada a pitada, desde el asiento de su automóvil Jaguar azul. El profuso bigote que abriga su boca se aprecia amarillento entre las comisuras, mientras que el resto de su apariencia guarda armonía con todo su interior, amargado y apático. Pero lo más llamativo de su descripción no es justamente el aspecto físico, sino sus inclinaciones violentas, esas de las que casi todos en el pueblo han oído, y muchos presenciaron.

Con 39 años de edad, Fausto ya ha cometido numerosos secuestros y asesinatos durante las últimas dos décadas; 33 en total. Los ejecutó con gran diligencia y prudencia, rozando incluso la excelencia. Liquida de una manera organizada y estampa su sello personal en los cadáveres. No incluye un perfil específico de víctimas, las nomina al azar. Solo busca entretenerse, estimar lo que percibe un sicario cuando aniquila, la adrenalina que segrega el organismo al arrebatar una vida. Lo seduce la sangre, su aroma, su sabor: la forma en que irriga cuando el puñal penetra en la carne, la tonalidad rojiza que éste aún después de originar unas cuantas incisiones en el cuerpo.

Fausto habitó siempre en la misma casa. Sus progenitores la adquirieron después de haberse mudado de otra emplazada en el mismo municipio, que no los dejó del todo complacidos. Su madre, Susana, falleció luego de darlo a luz. Su padre, Franco, jubilado antes de tiempo por la amputación de uno de sus brazos, subsistía con el dinero que cobraba de su pensión y culpaba asiduamente a su primogénito por la pérdida de la esposa. Era un individuo dipsómano, abusivo, que mitigaba sus enfados y frustraciones sobre el cuerpo, alma y mente de su hijo.

De estas palizas, Fausto no asimiló la idea de una buena conducta, sino una forma perversa de delectación y recreación. Llegó a asistir tan solo dos meses al colegio, que fueron más que suficientes para apalear a dos compañeros y a una de sus maestras. Ya desde niño predominaba dentro de él esa tendencia violenta que, con el paso del tiempo, lo convertiría en un desalmado homicida.

Como consecuencia de su temperamento violento fue educado únicamente por su padre, aprendiendo lo básico e indispensable, y por eso nunca pudo presumir de tener un gran nivel académico. Pero esto no simbolizaba una carencia de inteligencia, al contrario, cualquiera que lo examinaba con detenimiento podía darse cuenta de su estudio furtivo acerca de los detalles. Se relegaba del mundo, y a la vez, hacía lo imposible para comprenderlo y englobarlo dentro de su retorcida cabeza.

Los años pasaron y Fausto maduró, así como también su acumulación de agresiones. Durante la adolescencia desarrolló una fascinación por el castigo, se regocijaba infligiendo dolor a los demás y pasaba gran parte del tiempo coleccionando múltiples recortes de prensa sobre asesinos en serie, especialmente de intelectuales, por quienes se sentía más atraído.

En una oportunidad, a sus 17 años de edad, utilizó una barreta para vapulear a un joven que disfrutaba de un espléndido día soleado a la orilla del lago. Fustigó también al mensajero, a un comerciante, y a varios sujetos más que tuvieron el
«privilegio» de empalagarse con sus encolerizados nudillos.

Poco a poco, los pobladores concluyeron adoptar la precaución de alejarse lo máximo posible de él. Su desprestigio llegó a ser tan grande que no tardó en expandirse a algunas zonas aledañas, aunque nunca fue juzgado como una verdadera amenaza. Por supuesto, nadie vislumbraba el que se tratase de un sujeto belicoso con el que era mejor no meterse, pero tampoco lo consideraban un riesgo potencial dado que, si bien sus arremetidas eran salvajes, nunca habían sido tan desatinadas como para concluir en la defunción de alguien.

En tanto Fausto aguarda el momento adecuado para llevar a cabo su propósito, el estéreo del vehículo procede a transmitir las noticias:

«Luego de varios días de búsqueda por parte de familiares y personas de la comunidad, la policía halló esta mañana el cuerpo sin vida de Alicia Suarez, la joven de 24 años desaparecida en la zona de Barreras el pasado 7 de julio; el mismo se encontraba mutilado y abandonado en las inmediaciones del lago Brider. Todo indicaría que se trata de otra víctima del asesino bautizado como "el sádico". La policía continúa buscándolo sin tener pi...»

—¡Patrañas! —vocifera—.Maldita prensa amarillista. Yo no descuarticé a esa muchacha, la apuñalé unas veces. Unas cuantas veces. Solo un poco. Era una insolente, irrespetuosa y desconsiderada.

Vuelve a observar la belleza de Lizbeth. Su elegante atuendo oscuro se ajusta afinadamente con su tez albina y sus rizos dorados. Fausto no deja de moverse incómodo sobre sus posaderas. Lleva demasiado tiempo en la misma posición; sin embargo, en ningún momento hace ademán alguno de bajarse para estirar sus articulaciones.

Unos minutos más tarde hacen llegar el momento esperado. Con suma tranquilidad pone el vehículo en marcha y comienza a acercarse, palmo a palmo, hasta detenerse junto a su próxima víctima. Baja despacio la ventanilla del auto e intenta llamar su atención.

—Disculpa, ¿sabes cómo llegar a la calle Liniers? —pregunta Fausto poniendo en práctica una de sus tantas estrategias de cacería. Sus pupilas se dilatan y una precoz erección se hace presente al sentir su cercanía

—Lo lamento, no conozco muy bien esta zona, tal vez podría... —los labios de la joven se mueven, pero Fausto solo se limita a observarla embelesado.

—Señor, ¿me ha escuchado? —pregunta la dama al notarlo distraído— ¿Se encuentra usted bien?

—Sí, claro, todo está en orden —sonríe con falsedad— ¿Puedo acercarte a algún lugar, linda?

—No, gracias, prefiero caminar, es mucho más saludable —responde la muchacha en tono seco y su ceño fruncido.

—¿Segura? Está muy fresco y oscuro para que andes sola por la calle a estas horas.

—Sí, no se preocupe, le agradezco, pero prefiero seguir a pie —Sin nada más que agregar, Lizbeth reanuda su trayecto, dejándolo con un desbordante nivel de euforia.

Ya instalada en su hogar, Lizbeth deja las bolsas que trae consigo sobre la mesa y se dirige a la alcoba. Se quita la vestimenta y procede a retirar una muda más cómoda del ropero, con la que cubre su cuerpo. De allí se destina a la cocina para acomodar las compras, y en ese ínterin observa parpadear la luz del teléfono de línea. Presiona el botón rojo para poder escuchar los mensajes del contestador. De fondo, escucha la voz de una de sus clientas solicitando sus cuadros, no le da mucha importancia. Al terminar de acomodar la despensa, se dirige hacia el refrigerador y toma un objeto del interior. Regresa a su cuarto, enciende el televisor, y cuando está a punto de abollarse en la cama para disfrutar de un delicioso pote de yogur frutal, el bullicioso sonido del timbre interrumpe su tranquilidad.

—No lo puedo creer, ¿ahora qué? —murmura, dejando a un lado el alimento. Fastidiada, se dirige a la entrada, con la intención de despachar rápido a quien sea que fuera el causante de perturbar su relajación.

Al abrir la puerta de ingreso, Fausto se abalanza sobre ella, cubriendo su rostro bajo una hedionda pañoleta. La joven procura gritar, pero él, aún más vigoroso, presiona su boca y parte de las fosas nasales, dejándole un mínimo espacio para inspirar alguna bocanada de aire.

—Así que te crees importante, maldita... ¿Quién tiene ahora el poder, perra? —susurra de una manera rabiosa que Lizbeth no puede entender, mientras él ejerce cada vez más presión en su cara —Lo siento mucho, chiquilla, no puedo correr ningún tipo de riesgo —menciona tras desvanecerla entre sus brazos.

Sin perder un solo segundo, la carga encima de su hombro izquierdo. Mientras avanza, tantea la zona para prevenir que alguien aparezca de manera repentina y pueda frustrar sus planes. Luego de constatar la ausencia de posibles testigos, introduce, de manera vertiginosa, el cuerpo de la muchacha en la butaca delantera del rodado; se desplaza hacia el lado opuesto del auto e ingresa, después de girar la llave en el tambor, para destrabar el volante y poder darle marcha. Apisona el pedal de aceleración y se fuga como un torbellino del lugar. Las marcas en el asfalto fueron el último vestigio que había quedado de Lizbeth.

Conduce a gran velocidad, pero se ve obligado a disminuirla unas calles más adelante en pos al cambio de luces del semáforo. Transcurridos los sesenta segundos de espera, vuelve a retomar la poca delicadeza con la que trata la transmisión del vehículo. Llegando al tercer cruce de avenida, antes del próximo cambio de luces, su víctima se anima de improviso y lo obliga a soltar un brazo del volante proveyéndole un enérgico puñetazo. Cree que la desmayará de inmediato, pero no es así. Lizbeth sacude tanto sus extremidades que consigue escarbar uno de los pómulos del agresor con la punta de sus dedos.

Fausto reacciona encarnizado y la golpea con furia logrando su cráneo colisione contra el cristal de la ventanilla y vuelva a perder el conocimiento. Detiene el vehículo unos segundos, voltea el espejo retrovisor en dirección a su cara, y de inmediato advierte las nuevas marcas acicaladas de sangre en su pellejo. «Desgraciada», murmura golpeando el volante; mira a la chica para corroborar que se encuentra inconsciente y retoma el camino.

Luego de conducir por más de treinta minutos, arriba al lugar donde habita. Su casa se aprecia descuidada hasta el paroxismo, atestada de plantas que trepan por las derruidas paredes, residuos distribuidos en varios sectores, tablones amontonados y materiales de reformas que nunca llegaron a concretarse. Para sus ojos, diluídos en un trance perpetuo de maquiavélicas maquinaciones, era el lugar más acogedor. Un felpudo adornado por un letrero de «Bienvenidos», apenas legible, da acceso al pórtico, tan deteriorado que genera temor el simple hecho de tener que permanecer en frente para llamar a la puerta.

Al acceder a la vivienda, después de haber ocultado el auto en el garaje, desciende las rústicas gradas del sótano con su presa a cuestas, para luego colocarle unas argollas en las muñecas engarzadas a una gruesa cadena. Ya con su trofeo afirmado, sube por la misma escalera, se orienta hacia el baño y empuña del botiquín una afilada navaja. A paso lento, retorna al recinto en donde se encuentra su presa, sujeta las delicadas manos de la joven entre las suyas y, ayudado por el cortante, emprende a removerle cada uña de los dedos, sin sentir la más mínima compasión. Al concluir su labor, enciende unas velas que había adquirido para la ocasión. Se sienta en el tercer peldaño durante varios minutos y desde allí contempla la beldad de su más reciente víctima.

La etérea luminiscencia de los cirios que alumbran el lugar torna el escenario bilioso. El recinto es lo suficiente espacioso como para poder albergar unas cuantas barricas de roble, pero a excepción de algunas que reposan amontonadas al fondo de la sala, solo las colosales estructuras de hierro permanecen ancladas, firmes en la superficie de cemento virgen. Justo entre dos de aquellos resistentes armazones se ubica Lizbeth, como una figura incorpórea, sostenida de extremo a extremo por el rígido férreo de las cadenas.  

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