
Capítulo 9
Una gigantesca mano me estrujo, me partió y me lanzó al vacío; me sentí como un muñeco por el que dos niños pelean y tiran de él hasta romperlo, arrojarlo con furia a un charco y aplastarlo a pisotones en medio de una lluvia de agua sucia.
Caí hacia la nada, atravesando nubes cáusticas que abrasaban mi piel, incendiaban mi alma y calcinaban mis pensamientos. La confusión, alimentada por la pérdida del recuerdo de quién era, tan solo cesó con el fuerte impacto contra algo blando.
El corazón estaba a punto de explotar, cada latido tenía la fuerza del puñetazo de un boxeador que golpea el interior del pecho en busca de quebrar las costillas. Solté un grito ahogado, me incorporé y durante unos segundos apenas fui consciente de dónde me encontraba. Mis respiraciones resonaron produciendo un leve eco mientras el sudor descendía por mi frente y por la espalda y empapaba las cejas, la cara y la ropa.
Al darme cuenta de que me encontraba en una cama, me quité la sábana de golpe, la lancé fuera del colchón y observé el suelo, las paredes y el techo acolchado; todo lo que recubría la estancia era de un intenso negro y tenía decenas de símbolos pintados con bilis y sangre —cuadrados, rectángulos, círculos, hexágonos, triángulos y algunos más—, cada uno de ellos estaba rayado con finas líneas que parecían trazadas con las entrañas de gusanos en un alto estado de descomposición.
—¿Dónde me has encerrado ahora? —susurré, antes de levantarme, caminar unos pasos y sentir cómo se hundían mis pies en la superficie blanda—. Maldito Antecesor. —Miré el pijama a rayas que llevaba puesto antes de recorrer la habitación con la mirada en busca de una salida, sin encontrar más que superficies acolchadas—. Saldré de aquí e incineraré tu esencia.
Calmé todo lo que me fue posible la ira, aparté los pensamientos en los que recreaba el instante en que arrojaría decenas de llamaradas contra el Antecesor, cerré los ojos e inspiré con fuerza.
—Vas a pagar —mascullé mientras abría los párpados.
Caminé por la habitación, puse la mano en una pared acolchada y la recorrí hundiendo un poco los dedos. Me detuve al alcanzar un símbolo octagonal y lo acaricié con suavidad. Me concentré, traté de prender la llama para que su calor me ayudara a saber dónde estaba y cómo escapar. Me esforcé tanto que la sangre brotó de la nariz y empapó la barba hasta gotear hacia el suelo.
—Vamos... —pronuncié entre dientes.
Aguanté los pinchazos en las sienes y el mareo, no me podía permitir rendirme, continúe varios minutos hasta que el dolor de cabeza fue tan intenso que las venas del cerebro, como globos retorcidos con fuerza, estuvieron a punto de estallar.
Apreté los dientes, me separé un poco y lancé un puñetazo tras otro contra la pared acolchada mientras no paraba de gritar.
—¡Cobarde! —bramé— ¡Eres un maldito cobarde!
Seguí golpeando la pared con los puños, con los codos y con las rodillas, inmerso en una frustración que me carcomía las entrañas como si hubiera llenado mi estómago con un litro de disolvente. Jadeé, los nudillos me temblaban y la intensidad de los latidos me golpeaba los tímpanos. Lancé un último puñetazo, apreté los dientes, alcé un poco la cabeza y grité.
La impotencia era tan grande que sentí toda esperanza evaporarse como si el asfixiante calor de un desierto de dolor, agonía y sufrimiento, la descompusiera gota a gota. Me giré, me tapé la cara con las manos, apoyé la espalda en la pared y dejé que resbalara hasta quedar sentado en el suelo.
—Os he vuelto a fallar —murmuré con la voz quebrada, preso de un punzante pesar y de una tortura que humedeció mis ojos y me hizo sollozar.
Mientras mis pensamientos me fustigaban con visiones de los cuerpos agonizantes de mi mujer y mis pequeños, deformados por los cristales oscuros que los convirtieron en portales para las ascuas extintas, y de un Antecesor que terminaba de consumir sus almas, una ráfaga de aire gélido surcó la habitación, pegó el pijama a mi piel y caló en mis huesos.
—No conseguirás mucho compadeciéndote. —La voz me llevó a abrir los ojos y dirigir la mirada hacía un extremo de la habitación—. Tranquilo, no estoy aquí para destruirte más de lo ya estás ni tampoco para adueñarme de los polvorientos restos de tu alma. —Observé a quien habló, un ser que tenía la piel líquida, negra y burbujeante, el pelo corto y rojo y poseía unos ojos de un reluciente humo amarillo; llevaba una camisa negra ajustada, a conjunto con unos pantalones holgados y un gabán, y sujetaba un grueso libro y un maletín forrado con piel humana reseca—. Estaba de camino a una realidad distante, pero el atenuado brillo rojo que desprendes, junto con la impregnación de una parte de tu ser tras haber alcanzado El Ninfadrem, ha despertado mi curiosidad. —Giró un poco la cabeza y observó las paredes negras acolchadas y se fijó en algunos símbolos—. Se han tomado muchas molestias en contenerte y romper tu conexión con la llama roja y con ese insoportable y engreído Ígneo.
No sabía quién era, qué era, puede que estuviera ahí para jugar con mi cordura o quizás fuera un enviado del Antecesor para evitar que escapara. Inspiré despacio y centré la mirada en sus ojos de humo.
—Últimamente no hago más que encontrarme con seres y personas que provienen de más allá de la capa de la realidad —pronuncié muy despacio mientras me levantaba y me separaba un poco de la pared, preparado para combatir—. La Errabunda, un Antecesor, un hombre imbuido por la tinta y ahora contigo. Algunos quieren algo, otros no lo sé, pero, en cuanto a ti, mi instinto, que no suele fallar mucho, me dice que no estás aquí solo por curiosidad. —Media sonrisa se dibujó en el acuoso rostro del ser—. Hasta ayer, creía que Los Incorpóreos, Los Ausentes y la mayoría de entidades, excepto alguna, no estaban muy interesados en traspasar la capa de realidad para alcanzar mi mundo. —Bajé la mirada y observé sus elegantes zapatos oscuros—. Quizá me engañé tras La Plaga, tras ver cómo antes de replegarse y recluirse en una prisión de ceniza fue capaz de corromper y destruir a una de las entidades del vacío. —Volví a mirarlo a los ojos—. Sus chillidos, que hicieron temblar la capa de la realidad, infundieron miedo en los seres que antes se paseaban con frecuencia por mi ciudad y mi mundo.
El ser colocó el maletín encima de la cama, lo abrió y se elevó una pequeña nube de ceniza plateada.
—Tienes razón, muchos temen pisar tu mundo. —Me miró de reojo y dejó el libro cerca del maletín—. Aunque te sorprendería los que siguen visitándolo, ya sea para saciar sus deseos, para ser adorados, para tener a grupos de humanos como mascotas, cuidar de ellos o hacer que sufran, o los que van para sentir la amenaza que representa. —Sacó un trapo polvoriento y lo puso en el colchón—. He mentido un poco al decir que solo la curiosidad me ha desviado de mi viaje. Está en mi naturaleza mentir. No te lo tomes como algo personal.
Alterné un par de veces la mirada entre el trapo y su burbujeante rostro.
—¿Entonces por qué estás aquí? —Centré la vista en el maletín, antes de volver a mirarlo—. ¿Has venido a jugar con mi cordura? ¿O ha alimentarte de mi agonía? Si es lo primero, tendrás difícil volverme loco, he tenido toda mi vida a la locura echándome el aliento en la nuca y nunca ha sido capaz de destruir mis pensamientos del todo, y si es lo segundo, te aviso que te costará mucho devorarla, no me gusta compartir mi dolor, pelearé por él, y si logras vencerme ten por seguro que sufrirás una buena indigestión.
Un enfermizo regocijo se reflejó en el rostro del ser.
—Eres tal como dijo —aseguró, antes de mirar el trapo—. El repiqueteo en mi cabeza no me deja tranquilo desde hace varias vibraciones de la capa de la realidad. —Se acarició la sien, el dedo penetró un poco en la piel burbujeante, e hizo un gesto con la otra mano para que me acercara—. El Ígneo es muy insistente. Demasiado. Y no hace más que recordarme con centenares de molestos susurros que le debo un favor.
Aunque era muy probable que fuera una trampa, estaba atrapado en esa habitación y ese ser tenía la capacidad de abandonarla. Lo necesitaba para salir de allí. Me acerqué despacio, desconfiando, preparado para combatir, y me quedé a un par de metros de la cama, desde donde vi bien la tela polvorienta y algunos de los alfileres plateados que la atravesaban.
—¿El desgraciado del reluciente traje rojo? —pronuncié la pregunta casi de forma inconsciente, sabiendo la respuesta.
El ser asintió.
—Me ha pedido que medie entre él y tú. —Se inclinó un poco, levantó parte del trapo y descubrió un pequeño montón de ceniza roja—. Vuestra relación es complicada, está llena de reproches. Sois como un matrimonio que ha perdido el deseo y odia convivir bajo un mismo techo.
Apreté los dientes y estallé.
—Ese desgraciado me hizo perder el control —mascullé—. Sacrifiqué mucho por su culpa.
El ser se irguió y me miró.
—Ya, no es alguien con mucho tacto y a veces es demasiado impulsivo. —El humo amarillo de sus ojos brilló—. Pero tu alma no está mancillada por su culpa. La oscuridad que anida dentro de ti ha crecido porque tú la has alimentado. Tus decisiones te han llevado a acumular pecado tras pecado.
Consiguió que la rabia se apoderara de mí. Aunque era algo que me recriminaba, no iba a permitir que ese ser me dijera que las desgracias de mi vida fueron solo culpa mía. Los susurros, la llama roja, el desgraciado, si no hubieran aparecido, ninguna de mis tragedias habría pasado.
—¡No pedí esto! —Me acerqué y me encaré con él—. ¡No pedí estar maldito! ¡Los susurros y ese desgraciado llegaron y me destrozaron la vida! —Lo señalé—. ¡Para vosotros, que existís más allá de un mundo podrido, que no estáis atados a cuerpos de carne y que no tenéis que preocuparos de que os induzcan impulsos para hacer daño a los que os importan, porque no os importa nadie, es muy fácil venir y culparme! —Acaricié la marca que me recorría el cuello—. ¡Quise acabar con todo! ¡Me ahorqué en el sótano, pero los susurros y ese desgraciado me mantuvieron vivo los minutos suficientes para que vinieran y me quitaran la soga! —Apreté los dientes y guardé silencio unos instantes mientras la ira dejaba lugar a un dolor y tristeza que me despedazaban el alma—. Planeó todo... Él hizo... Él quemó...
El ser esperó a que cerrara los ojos, soltara un suspiro cargado de culpa y me limpiara las dos lágrimas que me recorrieron las mejillas.
—En el fondo sabes que no fue así, dentro de ti, en la seguridad que te concede el que nadie te escuche, eres lo suficiente sincero para no engañarte y disfrazar la realidad. —Abrí los ojos y lo vi dirigir la mirada hacia la otra punta de la habitación—. El pasado esclaviza, tiene un peso que ahoga, pero también libera. Los que vivís bajo el yugo del tiempo tendéis a desperdiciar vuestras vidas en pasar la mayor parte de ellas centrándoos en mirar hacia atrás o hacia delante, sin daros cuenta de que tan solo el instante en el que tenéis la capacidad de ser conscientes, de que vivís, es el punto donde todo cambia.
Giré despacio la cabeza y dirigí la mirada hacia una débil nube de ceniza argéntea que se elevó desde el suelo acolchado. Poco a poco, cuando alcanzó el techo, aumentó su grosor hasta ocultar gran parte de la habitación.
—No pedí esto —repetí un par de veces, susurrando—. No pedí esta vida.
La nube de ceniza se cristalizó y dio forma a una gruesa roca casi transparente de varias caras lisas.
—Nadie pide tener la existencia que tiene. —Me observó de reojo—. Ni siquiera la realidad y sus capas tuvieron capacidad de decidir cómo serían ni qué papel jugarían en la creación. —Dirigió la vista hacia la piedra cristalizada—. Venimos aquí con el destino medio trazado, con una marca que nos indica el punto de partida, pero sí que tenemos el control de las decisiones en nuestro camino. Somos dueños de nuestro final.
Iba a contestarle, pero las voces que emergieron de la roca me llevaron a sentir un influjo magnético que me hizo caminar hacia ellas. Cuando una imagen distorsionada, que no tardó en esclarecerse, se proyectó un poco más allá de la superficie irregular de la roca, quedé paralizado, padeciendo un agónico sufrimiento, más doloroso que una metralla incandescente que se desplaza y desgarra muy despacio el interior de los órganos.
La habitación se oscureció y una niebla engulló todo antes de evaporarse. Un sótano, con los ladrillos de las paredes húmedos y enverdecidos por el moho, con unas viejas escaleras con tablones a punto de partirse y una titilante bombilla casi fundida, tomó forma nada más que la bruma desapareció.
—¡Bájalo, bájalo de ahí! —gritaba mi madre, histérica, entre gimoteos—. ¡Bájalo ya!
Alcé la mano en un vano intento de alcanzarla y evitar lo que sucedería.
—Lo siento... —logré decir, tras tartamudear.
Mi padre, aunque castigado por la edad, aún conservaba un retazo del aspecto fornido de haber trabajado durante años en la construcción, cargando el material y desempeñando los trabajos físicos más duros.
—Papá... Mamá... —Lloré, sabiendo que ya no eran más que polvo—. No debisteis... No tuvo... —Me giré y centré la mirada en el rostro del ser—. ¿Por qué me muestras esto? ¿Por qué haces que reviva la pesadilla?
Miró a mis padres.
—No lo he hecho yo, lo has hecho tú —contestó, tras caminar y acercarse a la viva proyección de una de mis mayores tragedias—. Tu dolor revela la verdad. —Me giré, vi a mi padre mover una mesa, cogerme y levantarme para ponerme encima y quitarme la soga—. Le hechas la culpa a los susurros, al Ígneo, pero ¿quién fue el que pidió ayuda?
Negué muy despacio con la cabeza.
—No, no pedí ayuda, quería morir. —Observé cómo mi yo de catorce años tosía tumbado en la mesa—. Necesitaba liberarme, necesitaba acabar con la locura, silenciar los susurros.
El ser se dio la vuelta y caminó hasta quedar al lado de la cama, lo único que se conservaba de la habitación acolchada.
—Los humanos tenéis una curiosa forma de negar la realidad —afirmó, tras cerrar el maletín—. Sois expertos en buscar culpables.
Mientras la escena se ralentizaba y mis padres quedaban paralizados, aunque me costó mucho, bajé un poco la cabeza, me miré las manos y fui sincero conmigo mismo.
—Me estaba volviendo loco, no soportaba los susurros, que repitieran mi nombre, que me dijeran qué tenía que hacer, que tenía que prender la llama. —Tomé aire despacio, con la respiración entrecortada, mientras mis ojos ya no eran capaces de contener las lágrimas y estas me recorrían las mejillas—. Quise acabar con mi vida, quería poner fin a mi dolor y al dolor que le causaba a mis padres, pero...
Las palabras se me atragantaron, agaché la cabeza y fundí la mirada con la fina capa de ceniza que cubría el suelo de cemento rajado.
—Pero cuando te quedabas sin aire, cuando tu garganta se comprimía y sentías el doloroso vacío que te esperaba más allá de la vida, cuando supiste que tu destino no sería otro que servir como alimento del polvo negro, quisiste vivir y por primera vez prendiste la llama. —Lo miré con los ojos enrojecidos por la tristeza y la culpa—. No fue el Ígneo, no fueron los susurros, fue tu deseo de sobrevivir lo que te salvó de la muerte. Quedaste ahorcado mientras la llama te protegía y te marcaba. —Casi sin darme cuenta, guiado por un impulso, me acaricié la marca en el cuello—. Tú elegiste vivir y el precio que pagaste fue el de una ofrenda. El fuego tenía que arder, y para que ardiera tenía que consumir.
Cerré los ojos, con el vivo y amargo recuerdo del instante en que todo cambió azotando mis pensamientos.
—No quería... —murmuré—. No sabía... —Abrí los párpados, un temblor se apoderó de mis manos y me costó respirar—. Era demasiado joven... —Evité mirar a mis padres, mirar a mi yo de catorce años, y centré la vista en una esquina del sótano, manchada de sangre por los golpes que di antes de ahorcarme, teñida de rojo con las heridas de los nudillos que me produje en un vano intento de silenciar los susurros—. No era capaz de contenerlos... Siseaban sin parar, de día y de noche, nada los callaba, y ese desgraciado aparecía para atemorizarme, para decirme que todo era culpa mía, que debía morir, que debía arder por traerlo a mi mundo... —Me pasé la manga por la cara para limpiarla de lágrimas—. Tendría que haber muerto...
El ser observó las manchas de sangre de la esquina del sótano.
—Hay una cosa que rige esta creación, que fortalece las capas de la realidad y de la que nadie, por más que su papel en la existencia sea elevado, puede librarse. —Miré a mis padres, antes de mirarlo a él—. El dolor es lo que mantiene la creación. Nuestro sufrimiento prolonga el espejismo de que todo perdurará por siempre, de que siempre ha existido y que no tendrá un fin. —Dirigió la mirada hacia el trapo sucio y la ceniza roja que estaba encima—. Da igual que yo naciera de los antiguos océanos de pecados que cubrían los orificios de carne muerta de las estrellas enfermas, da igual que mi esencia esté más ligada a los primeros estallidos de polvo y la tuya a los juegos de creadores ínfimos, nadie se libra de sufrir. —Me miró a los ojos—-. Quizá por un tiempo, puede que por una vida, o varias, algunos escapen al dolor, pero no se puede huir de la naturaleza que sostiene la creación.
Volví a mirar a mis padres y a mi yo de catorce años.
—No hay escapatoria para el sufrimiento... —Me giré y observé la ceniza roja—. Todos sufrimos... —Recordé al desgraciado del traje, escuálido, casi sin sustancia que le permitiera existir—. Él no tuvo toda la culpa de lo que pasó aquí, yo convoqué a la llama, pero sí que jugó con mi mente y ayudó a que decidiera quitarme la vida.
El ser pasó el dedo por la ceniza y esta emitió un leve brillo.
—Si no hubiera sido así, habría pasado de otro modo, tu llamamiento al fuego rojo se habría acabado cumpliendo. —Observó la punta del dedo teñida por un tenue tono rojizo—. El Ígneo estaba desesperado por volver a la esencia remanente de los fuegos que sobrevivieron al nacimiento de las capas de la realidad. —Me miró de reojo—. Eso no justifica que tratara de volverte loco, al menos no bajo tu punto de vista, pero lo hizo y lo único que consiguió fue convertirse en una sombra, siempre opacada por tu control de la llama. —Se quedó en silencio unos segundos mientras mantenía la mirada fija en la ceniza roja—. Esto es una parte de su esencia que me dio para que la mantuviera a salvo. Siempre ha sido un paranoico, insoportable paranoico, pero acertó en cuanto a que la llama lo arrastraría a un lugar lejano. —Pasó los dedos por la ceniza roja—. En eso y en que algún día necesitaría mi ayuda. Cosa que no le puede desagradar más. —Separó las yemas y la ceniza brilló con intensidad—. Está desesperado, mucho, y te necesita.
Centré la mirada en el fulgor.
—Aunque yo prendiera la llama y destruyera mi vida, ese desgraciado ayudó mucho a que tratara de quitármela. —Me fue imposible no volver a recordarlo, eran demasiados años de dolor—. Está donde debe estar, pagando por lo que hizo.
El ser me miró.
—Los humanos sois obstinados como pocas criaturas, os es difícil no aferraros al rencor y no envenenaros con él —me dijo—. ¿Es más importante que pague, que sufra consumiéndose mientras lo que queda de tus seres queridos desaparece devorado por el polvo negro, o es mejor que os unáis para combatir a un Antecesor que os destruirá en cuanto pueda? —Miró a mis padres y a mi yo de catorce años—. El Ígneo pagó caro lo que hizo. Te hiciste fuerte, tomaste el control y lo relegaste a un miserable segundo plano. Dominaste la llama, demostraste tener más poder que él y lo humillaste. —Centró sus ojos de humo en los míos—. Lo encerraste por años. Lo enviaste a la oscuridad, privado del calor y la luz de la llama roja, y dominaste a los susurros durante ese tiempo para que no cesaran de repetirle una y otra vez que no era nada, que era un patético e insignificante ser.
Observé cómo las partículas de ceniza perdían parte de su brillo.
—Fueron pocos, tendría que haberse quedado en su pozo oscuro por siempre —pronuncié con mucho odio.
El ser cogió el maletín, el libro, creó una fina nube de ceniza y caminó hacia ella.
—Quizá ahora esté dispuesto a ceder —dijo, tras detenerse—. Quizá lleguéis a un acuerdo. Un trato para decidir cómo acabar con vuestra incómoda relación. —Giró un poco la cabeza y me observó de reojo—. Está en tu mano, no solo el destino de tus seres queridos y tu mundo, sino el de las capas de la realidad. Si no colaboráis, el polvo negro consumirá las almas de los humanos vivos y muertos, arrasará mundos, planos, dimensiones e incluso el vacío. No se salvarán ni Los Olvidados de los rincones más oscuros. Todo caerá. Y el sueño de los que nunca deben despertar será interrumpido. —Volvió a caminar hacia la nube de ceniza—. Somos unos cuantos malditos los que estamos libres y disfrutamos jugando en esta creación de dolor, pero hay cosas muy antiguas que es mejor que sigan adormecidas entre los primeros pensamientos muertos. —Atravesó la neblina y comenzó a difuminarse—. Tú decides tu camino, nadie más, pero recuerda que en tu decisión se encuentra el tener una última oportunidad de conseguir lo que tanto ansías. Tienes el control de tu final, puedes desvanecerte aquí, entre recuerdos del tormento del pasado, o volver a tu mundo y acabar como siempre has querido.
Mientras el ser y la neblina se desvanecían, me quedé observando la ceniza roja y sus débiles brillos. Aunque me repudiaba la idea de unir fuerzas con quien había tratado de anular mi voluntad, destruir mis recuerdos y pensamientos, extinguir mi vida y convertir mi cuerpo y mi alma en cenizas, la única posibilidad de vencer al Antecesor y de conservar la esencia de mis seres queridos era formar una alianza con el monstruo que día tras día trató de que mi martirio fuera inaguantable.
—Desgraciado, me empujas a soportarte hasta el final —susurré, antes de acercar los dedos a la ceniza roja—. Maldita ironía que te necesite para acabar de una vez por todas. —Frené la mano antes de tocar la porción de la esencia de ese maldito—. Nunca te perdonaré, solo tendremos una tregua y después los dos pagaremos por nuestros pecados. —Giré un poco la cabeza y miré a mis padres y a mi yo de catorce años—. Por todos y cada uno de ellos.
Cerré los ojos y suspiré. En ese momento sentí que de verdad estaba llegando al final de mi camino, que era un caballo agotado que cabalgaba un último tramo a punto de desfallecer, una casa de madera casi calcinada que tan solo mantenía en pie unos pocos tablones carbonizados, un pájaro que perdió las plumas y ya no era capaz de volar, un hombre roto que solo deseaba quebrarse del todo y ser castigado.
—Un último esfuerzo... —murmuré e impregné las yemas de mis dedos con la ceniza.
Observé unos instantes los destellos rojizos en mis dedos, sentí el calor que penetraba en mi piel y percibí cómo los susurros repetían mi nombre en la lejanía. Inspiré despacio con una mezcla de frustración, esperanza e incertidumbre. Cerré los ojos y acerqué las yemas a mi lengua hasta que sentí el agrio sabor de la ceniza roja.
Abrí los párpados, me senté en la cama y observé cómo la representación de mis padres y de mi yo de catorce años desparecía.
—No hay vuelta atrás —pronuncié, dispuesto a luchar en una última batalla.
Me tumbé en la cama, me hundí en el colchón, lo atravesé hasta alcanzar un paraje de intensa oscuridad y noté la llama roja prender en las profundidades de mi ser.
No supe cuánto pasó, el tiempo desapareció en ese lugar hasta que la gigantesca mano que me arrojó al vacío, me agarró y me elevó mientras me apretaba con fuerza. Los ecos de los susurros y las risas del desgraciado del traje rojo me acompañaron en mi viaje de vuelta, tan solo se silenciaron cuando alcancé a ver una potente luz roja y fui engullido por sus destellos.
Representación del interior de Draert cargado de melancolía, tristeza, culpa y soledad. Creado con nightcafe.
🌟 Muchas gracias por leer y pasarte por esta locura. Espero que te esté gustando. 🌟
😢 Tenemos una nueva y triste revelación de la vida de Draert. 😢
🟣 Sabiendo qué sucedió, ¿qué opinas del desgraciado del traje rojo y de Draert? ¿Ha cambiado algo de lo que pensabas de alguno? 🟣
🔺 ¿Qué te ha parecido el ser de la piel líquida, crees que ha tenido intenciones ocultas o que ha sido sincero? 🔺
🔻 Viendo por qué Draert carga con tanto dolor, ¿al empezar a leer te imaginaste que pudieran haber tantos sucesos trágicos en su vida? 🔻
✔️ Estamos en la recta final, ya queda muy poco para acabar la historia, pero aún hay misterios. Como siempre, me encantará comentar cualquier teoría y ver si acertamos en los sucesos finales de la novela. 🤔
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